Capítulo 32
Se entregaron con tanta pasión que acabaron extenuados. Sólo entonces notaron la fatiga física y psicológica acumulada en tantos días de tensión, mas no por ello quisieron dar por concluida aquella maravillosa noche. Se asomaron a la terraza para contemplar las estrellas. Sintieron cierta decepción porque el firmamento no presentaba la imagen que esperaban ver, pues la oscuridad no es total en los meses de verano en las regiones situadas a altas latitudes. Aun así, Samuel recordó emocionado la noche en que Noelia le habló de Sirius. Acariciando su largo pelo le confesó que desde aquel instante no había conseguido vivir un solo segundo sin pensar en ella. Hablaron de nuevo de las estrellas y, poco a poco, la conversación fue tomando una vez más tintes trascendentales: el infinito, la materia, el Universo, la vida, la muerte, Dios, la justicia, el tiempo, el futuro…, ellos…; ¿qué futuro les esperaba a ellos? Y entonces el nombre de Flenden apareció y el inexorable telón de la realidad cayó bruscamente sobre sus cabezas. Habían conseguido olvidarse de él por unas horas, pero la súbita irrupción de su imagen en sus pensamientos les hizo comprender que el hechizo había expirado y que sus vidas corrían verdadero peligro. Intentaron apartar a Flenden de sus mentes, prolongar el encantamiento, pero el hada del amor no quiso prorrogar la gracia de su magia y cerró sus puertas a los recién despabilados amantes, que en un esfuerzo inútil pretendían a toda costa reengancharse al idílico sueño de aquella noche.
La preocupación entró en la habitación sin llamar. Ya no habrían podido dormir ni aunque se lo hubiesen propuesto. Eran sólo las cuatro de la mañana y comenzaba a amanecer. Sabían que, en el mejor de los casos, Flenden sería pronto liberado. Sin disponer aún de un plan, Noelia pensó que debían intentar cambiar de aspecto en la medida de lo posible… y si algo la delataba por encima de todo lo demás eran sus largas melenas.
El personal que trabaja en la recepción de un hotel está acostumbrado a atender las demandas más estrafalarias de sus huéspedes. Cualquier objeto, por extraño que pueda parecer, es solicitado con una naturalidad inaudita, como si el recepcionista dispusiera de un hipermercado de guardia a su lado: preservativos, lentes de aumento, pijamas, caviar iraní de esturión beluga, videoconsolas, chilabas, glucómetros, fármacos contra la impotencia… Noelia pidió una tijera. A ella le parecía que solicitar algo así, a las cuatro de la mañana, era cuanto menos atrevido, de ahí que hubiera previsto una explicación: pensaba decir que se le había roto una uña del pie y que no lograba conciliar el sueño con la preocupación de que se le pudiera enganchar en las sábanas. Pero no hizo falta: el recepcionista le respondió automáticamente que enseguida se la harían llegar. ¡Al fin y al cabo, pedía sólo una tijera!
Jamás se había cortado el pelo, ni siquiera cuando cambió de vida. Se detuvo unos segundos frente al espejo, con una mano sujetando un mechón de cabellos y la otra esgrimiendo las tozudas hojas de acero, que aguardaban expectantes como el pico del ave de rapiña que mira por última vez a la presa atrapada entre sus garras. No dudaba; sólo estaba despidiéndose de su aspecto para siempre. De nuevo se veía en la obligación de afrontar la difícil tarea de transmutarlo todo. Tendría que buscar otra ciudad para residir, necesitaría una nueva identidad, otra ocupación… y ahora no se trataba de huir de sí misma; en esta ocasión escapaba de un enemigo poderoso, terrible… y sabía que no hallaría rincón en el planeta donde poder librarse de él definitivamente. Eso, sin duda, sería lo más complicado: vivir bajo la sombra de su presencia. Todo lo demás era factible, hasta conseguir la documentación con una nueva identidad para ambos. No sería la primera vez; ya lo hizo en el pasado, cuando aún no había cumplido los quince años. Lo realmente difícil entonces fue convencer a Lorenzo Fernández, el policía amigo de su abuelo.
—Tu abuelo habría querido que te vinieras a vivir entre nosotros.
—Lo sé…, pero necesito empezar de cero; tienes que comprenderlo.
—No puedo atender lo que me pides; me dedico a perseguir el delito, no a propiciarlo.
—No te estoy pidiendo que lo hagas. Sólo quiero que me digas quién puede hacerlo. Seguro que tú conoces a alguna persona procesada por facilitar documentación falsa a inmigrantes, a algún sospechoso de hacerlo, a alguien que haya cumplido una condena por…
—Noelia, ¿sabes realmente lo que me estás pidiendo?
—Ayuda, Lorenzo; lo único que te pido es ayuda… —la voz de Noelia se apagaba en un sollozo—. Te lo suplico, tengo que empezar de nuevo, lo necesito… Dime sólo dónde puedo acudir; te prometo que esta conversación jamás habrá existido.
Lorenzo sintió compasión por aquella criatura. Conocía su sufrimiento, entendía su postura y… ¡le debía tanto a Julián Palacios!
No le dijo más que un nombre, Alberto Escudero, y una ciudad, Motril; el resto fue bien simple.
—Cariño…, tu pelo —musitó Samuel, que sufría más que ella al ver caer los jirones dorados al suelo.
—No te preocupes; volverá a crecer —para ser cortado de nuevo, se dijo a sí misma—. Es sólo materia; ya sabes: perecedero en cualquier caso.
Noelia cortó su larga melena hasta dejarla en unos diez centímetros. Luego paró para contemplarse. Frunció un poco la boca, como el artista que revisando su obra reconoce que no está satisfecho, y emprendió una nueva acometida, trasquilando en esta ocasión a diferentes niveles. Acto seguido se dirigió a la mesita donde descansaba la bandeja de cortesía proporcionada por el establecimiento hotelero. Se componía de un calentador de agua, una tetera, dos tazas, dosis individuales de té y café, minienvases de crema de leche, sobres de azúcar, unas galletas y un par de cucharillas de plástico. Parecía que iba a prepararse una infusión, pero lo que hizo fue disolver varios sobres de azúcar en agua templada. Luego se aplicó la solución en el pelo a modo de gomina, moldeándose diversas crestas.
—¿Te gusto?
El nuevo look no encajaba para nada con su tradicional imagen de niña buena. Ahora parecía una de esas chicas desinhibidas y modernas con reminiscencias punks. A los ojos de Samuel seguía estando preciosa.
—Un cambio a lo Marta —observó moviendo la cabeza para contemplarse desde distintas posturas—; en cierta ocasión apareció con un peinado similar, sólo que sus crestas eran rojas y amarillas, muy patriota ella… Ahora te toca a ti —dijo con voz siniestra alzando la maquinilla de afeitar—: vamos a convertirte en un encantador calvito.
A medida que transcurrían los minutos aumentaba su inquietud. Era obvio que no se hallaban en un lugar seguro. Flenden podría descubrir la verdadera identidad de Noelia en cualquier momento, y eso haría muy peligroso prolongar su estancia allí. Por otro lado, intentar comprar un billete en cualquier medio de locomoción sería una acción extremadamente arriesgada. Abatidos, no tuvieron más remedio que admitir que se encontraban en un callejón sin salida: no podían abandonar el país y no tenían donde hospedarse. Necesitaban ayuda, y la necesitaban con mucha urgencia.
—¿Pedir protección a la Embajada? Me dieron largas cuando fui a preguntar por tu supuesto accidente. No podemos fiarnos de ninguna autoridad, ni siquiera de la española.
—Hablemos con Esteban —sugirió Samuel—: él nos podrá aconsejar. Es inspector de policía y tiene muchos contactos…; seguro que buscará la forma de sacarnos de aquí.
—No sé cómo podría ayudarnos…
—No tenemos otra alternativa.
Temerosos de que una sofisticada red de escuchas pudiera captar las llamadas a España desde todos los establecimientos hoteleros del país y sospechando que el teléfono de Esteban pudiera estar pinchado, acordaron que lo mejor sería llamar desde una cabina a un compañero suyo, con el que Samuel había hablado en varias ocasiones. Recordaba que su número de teléfono era idéntico al de Esteban —que tenía más que memorizado—, sólo que las dos últimas cifras intercambiaban su posición. Más complicado fue ponerse de acuerdo en determinar quién sería el encargado de salir a la calle para realizar la llamada. Finalmente prevaleció, por ser más sensata, la propuesta de Noelia de ir ella sola: siendo indiscutible la conveniencia de reducir al mínimo imprescindible los paseos en pareja, porque precisamente buscaban a un hombre y una mujer jóvenes, era evidente que si un agente le requería la documentación ella no debería tener problemas.
Decidieron postergar la llamada hasta las ocho de la mañana, para aumentar las posibilidades de que ambos se encontraran en las dependencias policiales.
—Necesitamos otra ropa —sugirió Samuel—; seguimos llevando la misma que teníamos en el túnel.
—Llevas razón —Noelia pensó unos segundos—. Vamos a darle un nuevo trabajito a nuestra tijera.
Poco después había convertido su vaquero en un short.
—Si está abierta la tienda del hotel me compraré una camiseta turística y me cambiaré en los lavabos. A la vuelta subiré otra para ti.
Samuel fue a abrazarla antes de que saliera, pero ella lo apartó con delicadeza. No quería ni que pasara por su cabeza la idea de no volver a verse.
—No, Samuel, no… Esto no es una despedida: regreso enseguida.
Noelia le ofreció una apacible sonrisa. Sus ojos refulgían la serenidad y confianza de siempre; sin embargo, por primera vez desde que se conocían, Samuel ni se dejó atrapar por la sublime luz de su mirada ni se contagió del animoso impulso vital de su sonrisa. Su pálida faz delataba una preocupación extrema; sus palabras parecían presagiar la desdicha.
—Quiero que sepas que… ocurra lo que ocurra, ha sido tan maravilloso conocerte que sólo por amarte ha valido la pena vivir y que moriría una y mil veces por…
—¡Basta, Samuel, por favor! —le interrumpió—; confía en mí: te prometo que todo irá bien.
Acto seguido se dio la vuelta y se marchó precipitadamente, cerrando las puertas a cualquier espontánea corazonada que pretendiera aflorar de su interior.
El hotel se ubicaba a sólo un paseo del Fisketorget. Allí había visto la noche antes un teléfono público de color verde que funcionaba exclusivamente con tarjetas. Pensó que lo más apropiado era dirigirse hacia allá, pues en una zona tan turística como aquélla sería fácil encontrar un establecimiento donde vendieran tarjetas telefónicas. Decidió seguir la misma ruta que había tomado el taxi en su camino al hotel. Recorrió la calle Olav Kyrres hasta ensamblar con Smástrandgaten. Justo en la confluencia de ambas calles se topó con un kiosko Narvesen, precisamente el lugar donde vendían las tarjetas telefónicas. El dependiente le ofreció tarjetas Telekort con prepago de 40, 90 y 140 coronas. Adquirió la de mayor importe. Poco después giró a la derecha para enfilar Torget; el mercado del pescado se distinguía a unos cien metros. Aun siendo sólo las ocho de la mañana, ya se veía ajetreo. Llevaba una hora abierto.
—¡Hola! Me llamo Lucía; soy amiga del inspector Hidalgo. ¿Podría hablar con él?
—¿Amiga del inspector? ¿Y tiene mi número y no el suyo?
—Es una larga historia…; por favor, necesito hablar con Esteban.
—Un momento: voy a ver si ha llegado…
Noelia aguardó con impaciencia durante un par de interminables minutos. Luego oyó por fin la voz de Esteban, un amigo en quien confiar… Con sólo escucharlo recuperó la esperanza, vislumbró el cabo al que poder asirse, la salvación para escapar de la deriva.
—Lucía, ¿qué ocurre?
—Esteban…, no tengo mucho tiempo. Óyeme bien: ¡Samuel está vivo!
—¿Cómo? Pero… eso no puede ser. ¿Dónde estás?
—Viajé hasta Noruega siguiendo un impulso. Descubrí que la versión oficial del accidente era un engaño y que en realidad estaba secuestrado por una organización criminal de alcance internacional —Noelia intentaba, con la emoción contenida, aclarar en pocas palabras algo que era realmente inexplicable—. Hemos conseguido escapar de puro milagro, pero estamos en peligro: nos buscan por todo el país.
—Contactaré con la policía y con nuestro personal diplomático; ¿en qué lugar os encontráis?
—No, Esteban, pueden no ser de fiar. Esta organización posee agentes infiltrados por todo el mundo, España incluido. Su poder de control y manipulación es ilimitado; no debes siquiera contarlo a tus superiores… ¡Dios mío, no sé cómo podrás ayudarnos!
—Cálmate Lucía —dijo Esteban intentando transmitir serenidad—, llevaré este asunto personalmente. Buscaré alguna solución…, aunque tenga que procurar pasaportes falsos y tomar un vuelo para llevároslos. ¿Dónde os ocultáis?
—Estamos en el Hotel Radisson Blu Norge de Bergen, habitación 105 a nombre de Noelia Sánchez.
—Bien, no os mováis de allí. Os llamo en una hora.
Noelia suspiró en cierto modo aliviada; disponer de documentación falsa para huir de allí podría ser la mejor posibilidad. Lo malo era que eso no iba a resultar rápido. En primer lugar convendría que se hicieran una fotografía con su actual aspecto y que le mandaran una copia por correo electrónico. No es que fuese necesario, pero en esos momentos presentaban una imagen bien distinta de la que Esteban pudiera obtener a partir de antiguos documentos, y eso en un control meticuloso seguramente levantaría suspicacias. Además, era más que probable que cuando se dispusieran a abandonar el país sus fotografías estuvieran expuestas en todos los lugares públicos. Era un riesgo hacerlas coincidir con la de los nuevos pasaportes, por más que los nombres no fuesen los mismos. Luego, aunque se moviera con rapidez, Esteban necesitaría tiempo para preparar los pasaportes. Todo ello contando con que realmente pudiera hacerlo y estuviese dispuesto a comprometer su carrera profesional perpetrando un delito que pudiera llevarlo directamente a prisión. Por último, debía tomar un vuelo hasta Bergen. Demasiadas horas, puede que días… y no disponían de tanto tiempo. ¿Hasta cuándo podría mantenerse oculta su verdadera identidad? ¿Habrían intentado sonsacar esa información a Bermúdez? El viejo Eugenio los habría mandado a hacer gárgaras…, ¿o tal vez no? Al fin y al cabo, ella le había pedido encarecidamente que publicara el último relato de Lucía Tinieblas para mostrar a todos sus lectores su verdadera historia… No, definitivamente no; Eugenio Bermúdez no atendería las demandas de nadie solicitando datos sobre su persona, aunque lo pidiera un policía con una orden judicial. Podría tranquilamente responderle que se metiera la orden por el culo. Además, conocía lo suficiente a Bermúdez como para saber que no era de los que arrojaban la toalla a la primera. Antes de que el relato entrara en máquinas, aniquilando para siempre a Lucía Tinieblas, la volvería a llamar para intentar disuadirla. De hecho, era más que probable que su desconectado —y fenecido, porque por motivos de seguridad no volvería a encenderse— teléfono guardara sus llamadas. En cualquier caso, no estaría de más contactar con Bermúdez y pedirle que destruyera el relato, pues ni su silencio ni la fiel discreción de Margarita garantizaban nada: RH tenía poder suficiente como para cerrar de un plumazo todas las oficinas del grupo editorial y registrar cada milímetro de sus dependencias. Pero llamar a Bermúdez o a la redacción entrañaba su riesgo: los teléfonos podrían estar pinchados…; sin embargo, sentía necesidad de hacerlo. No sólo por intentar proteger su identidad, era… una oscura sensación, el presentimiento de que algo no iba bien por allí.
Se mantuvo durante varios minutos apostada junto al teléfono público, tentada de llamar, decidida a hacerlo… Estaba buscando una excusa, alguna forma de que su conversación pasara desapercibida a un extraño. Podría hacerse pasar por una sobrina de Bermúdez y decirle algo así como: «He cambiado de idea, tío Eugenio, no me caso; quema la invitación que te di». Él reconocería su voz enseguida y comprendería sus instrucciones.
Estaba marcando el número de la oficina cuando lo sintió de nuevo: ese espacio vacío llenándose de energía justo a su lado, esa sensación de compañía, ese aliento invisible cargado de cariño…; la seguridad de tener alguien a su lado, ¡alguien que ya no estaba en este mundo!
Sus manos temblorosas dejaron de marcar y el llanto brotó de sus ojos. Sabía que Eugenio Bermúdez estaba a su lado, notaba su presencia, el calor de su bondadosa alma abrazando la suya… «¡Esos salvajes monstruos lo han matado!», se dijo entre sollozos.
Compungida, inició el regreso al hotel poseída por un miedo atroz, la angustia de saber que todos sus conocidos corrían peligro: Marta, Esteban, Margarita, el Sr. Bernal… ¡Flenden era un psicópata sin escrúpulos capaz de cualquier cosa! Y no podía contactar con ellos para prevenirlos sin comprometerlos aún más. «¡Marta, por Dios que no le hagan daño a Marta! Ella no sabe mi verdadero nombre, ni siquiera dónde estoy. Está convencida de que me encuentro en Kenia… Ella no sabe nada; se darán cuenta enseguida de que no sabe nada. Esto es una locura… ¿Y Esteban? ¡Va a arriesgar su vida por nosotros!». Se arrepentía de haberlo involucrado y, sin embargo, sabía que su esperanzadora llamada era lo único que les quedaba. Se acordó de la noche en que se conocieron en el 90 por ciento, su seductora sonrisa, su afectada labia… y, de repente, su cuerpo se paralizó como si un rayo aparecido en un cielo claro la hubiera fulminado. En una fracción de segundo desfiló por su mente una sucesión de imágenes y sensaciones aterradoras: su descarada egolatría, su aire de superioridad, la importancia que le daba a su cargo, su falsa galantería con las mujeres, la extraña indiferencia ante la noticia de que Samuel seguía vivo, la exigua emoción que percibió en sus palabras, la escasez de preguntas, la poca sorpresa que le produjo oír tan rocambolesca historia, la insistencia por conocer su paradero… y aquellas palabras oídas a la edad de siete años, justo después de haber dado mate: «… no te fíes de todo lo que veas o escuches; por más evidente que parezca, siempre hay una posibilidad de que sea mentira; en la vida sólo puedes confiar plenamente en muy pocas personas…».
El espectro de un grito agónico escapó a duras penas de su acongojada garganta: «¡No! ¡Samuel!». Luego corría como nunca en su vida camino del hotel, delatando su presencia con su desenfrenado impulso, sorteando a vehículos y a transeúntes, temerosa de no llegar a tiempo. Efectivamente, justo había alcanzado la calle Smástrandgaten cuando un Volvo V70 blanco la adelantó a toda velocidad; la palabra POLITI en el lateral y la dirección que llevaba el vehículo confirmaron su horrible sospecha. Se detuvo jadeando, mirando a su alrededor sin saber qué hacer. En ese instante vio cómo otro coche patrulla tomaba la calle Olav Kyrres. El corazón le iba a estallar: era imposible llegar antes que ellos. En una peligrosa maniobra se volvió para regresar al Fisketorget. Una motocicleta estuvo a punto de arrollarla. Corrió con tanta desesperación que no se concedió tiempo ni para respirar. El teléfono estaba libre. Atropelladamente sacó la tarjeta del hotel que había guardado en el bolsillo y, haciendo un encomiable esfuerzo para no evidenciar que estaba casi sin aliento, pidió que la pasaran con la habitación 105. El tono de llamada sonó por fin, una vez, otra… —«Vamos, Samuel, vamos, soy yo, coge el teléfono, soy yo, amor mío…»—, una vez más… Noelia se aferraba al auricular, empapada en sudor, flotando entre la esperanza y la desesperación. Un tono más la hizo casi desfallecer. Por fin, Samuel decidió levantar el auricular justo cuando estaba a punto de completarse el quinto tono.
—Hello?
Con la voz ahogada por la irritación que atenazaba su garganta, Noelia alcanzó a decir:
—¡Huye, Samuel, están en el hotel! ¡Huye!
Esteban Hidalgo era inspector de carrera. Juró el cargo con sólo 26 años y se incorporó al Cuerpo sin haber vestido con anterioridad el uniforme de policía, sin haber vivido el día a día de la profesión. No había tenido que jugarse la vida deteniendo a peligrosos delincuentes, ni soportar durante interminables noches el nauseabundo hedor que impregna los calabozos. No tuvo que oír los insultos que emanan de la chulería del drogadicto, ni arrimarse a un vagabundo infestado de piojos, ni lidiar con la torpe movilidad del borracho bañado en vómitos; sólo tuvo que aportar las credenciales de su carrera universitaria y estudiar plácidamente las oposiciones en casa, mientras que otros, los inspectores por promoción interna, necesitaron trabajar como policía un mínimo de dos años para optar a una plaza de oficial, después de aprobar debieron aguardar tres años más para presentarse al puesto de subinspector y, en el mejor de los casos, se vieron obligados a esperar otros tres años para optar a la categoría de inspector. Ocho años de sacrificio mamando las miserias de la calle, aquéllas que nadie quiere a su lado, las que despreciamos sin valorar en su justa medida el trabajo de los que luchan a diario para que no traspasen la barrera de nuestra cómoda existencia…; ocho años que Esteban se había saltado de un plumazo.
Esta circunstancia hizo que al principio no lo miraran con buenos ojos, pero gracias a su carácter abierto, la abnegada lealtad que demostraba a sus superiores y la condescendencia que mostraba con sus subordinados, había conseguido granjearse poco a poco la confianza y la amistad de todos.
Llevaba dos años trabajando de inspector, primero como coordinador de servicios y, desde hacía seis meses, como jefe de un grupo de investigación adscrito a la Unidad Central contra las Redes de Inmigración y Falsedades Documentales de la Comisaría Provincial de Cádiz. Su vida era feliz: era joven, tenía un buen puesto, estaba satisfecho con su trabajo… y triunfaba con las mujeres; ¡qué más podía pedir! Sólo una cosa podría colmar su dicha: un ascenso. Pero la posibilidad de satisfacer de inmediato sus ambiciosas aspiraciones de promoción resultaba ser una completa quimera, algo irreal, imposible de materializar. Sin embargo, un milagro estaba a punto de caerle del cielo…
Cuando el sábado por la mañana recibió la llamada de su inmediato superior, el inspector jefe al mando de la Brigada Provincial de Extranjería y Fronteras, conminándolo a presentarse de inmediato en las dependencias policiales para entrevistarse con el Comisario Jefe Superior del Cuerpo Nacional de Policía de Andalucía Occidental, que se había desplazado expresamente a tal fin desde Sevilla, pensó que se trataba de una broma, por más que aquello no encajara precisamente con el circunspecto carácter de su superior.
—¡Sí, a usted quiere ver, Hidalgo!; ni siquiera ha preguntado por el Jefe de la Comisaría…
—Pero…, ¿qué broma es ésta? ¿Para qué querrá verme el Comisario Superior?
—¿Desde cuándo gasto yo bromas, Hidalgo? ¡Usted sabrá el enchufe que tiene…!
En condiciones normales no podría acceder al puesto de inspector jefe hasta dentro de ocho años, ¡no digamos ya al de comisario!, y el Jefe Superior le estaba ofreciendo un destino como inspector jefe en Huelva y, en un par de años a lo sumo, la titularidad de una comisaría. ¿Cómo pretendían encauzar por el sendero de la legalidad una maniobra de ese calibre? La antigüedad selectiva era un procedimiento legal pero incongruente con sus circunstancias, y el nombramiento a dedo sólo se utilizaba en instancias superiores… ¿Qué estaba pasando para que alguien tan importante comprometiera su honorabilidad de esa manera? Aceptar implicaba consentir un proceder injusto, rayano en la ilegalidad, menospreciando el trabajo y el mérito de otros…, aunque, ¡qué diablos!, si el Jefe Superior lo nombraba era su problema. ¿Cuándo iba a disponer de otra oportunidad como ésa?
—¿Qué debo hacer y por qué yo, señor?
—Te hemos elegido porque eres joven, con un currículum brillante, tienes talento y… eres amigo de Samuel Velasco.
Esteban no comprendía qué tenía que ver su malogrado amigo con aquella inesperada visita.
—Disculpe, señor, querrá decir era amigo de Samuel Velasco; falleció hace unos días.
—No, Hidalgo, no lo entiendes aún; dije bien: eres —enfatizó— amigo de Samuel Velasco.
Esteban no daba crédito a lo que acababa de oír.
—Huelga decir que la información que te voy a proporcionar es absolutamente confidencial.
—Por descontado, señor.
El Jefe Superior explicó a Esteban los fundamentos de RH, el alcance de su poder, el control que a nivel mundial ejercía en las principales instituciones, la forma en que Samuel Velasco había entrado en contacto con ellos y la necesidad de desentrañar la verdadera identidad de Lucía Molina, para encontrarla y adscribirla al programa GHEMPE. Esteban atendía boquiabierto, sin preguntar nada, intentando asimilar una historia poco más que inverosímil, imposible de creer si no la estuviera escuchando directamente de un Jefe Superior del Cuerpo Nacional de Policía.
La consigna inmediata fue visitar a Marta para sonsacarle el misterio que rodeaba a Lucía Molina y la manera de localizarla.
Aquella misma tarde acudió a verla: charlaron largamente, salieron de copas, propició que Marta bebiera más de la cuenta… y, como en otras ocasiones, acabaron en la cama. Con sutileza, para que Marta no se percatara de sus verdaderas intenciones, Esteban supo derivar la conversación hacia su amiga: preguntó por su infancia, por su familia…, pero Marta apenas conocía nada de esa etapa de su vida. «En una ocasión me dijo que era hija única y que sus padres murieron en un accidente de tráfico cuando tenía diez años. A partir de entonces estuvo viviendo con un tío suyo en Medina Sidonia hasta que consiguió emanciparse. Parecía incómoda hablando de ese tema y no volví a sacarlo a colación». No contento con el resultado de sus indagaciones aprovechó la circunstancia de que, gracias a su estado de ebriedad, Marta se hallara profundamente dormida para registrar de cabo a rabo su vivienda, ordenador incluido, pero no encontró absolutamente nada que le hiciera dudar de cuanto le había contado. Finalmente concluyó que Marta estaba convencida de que su amiga era quien decía ser y creía firmemente que ese mismo domingo tomaría un vuelo hacia Kenia.
Esteban se hallaba al tanto del dispositivo especial que RH había ordenado montar para examinar la identidad de los pasajeros que volaran ese día desde cualquier aeropuerto español. El infructuoso despliegue dejaba cantado que Lucía viajaba con otro nombre. El lunes por la mañana decidió desplazarse hasta Medina Sidonia. No le resultó complicado corroborar la sospecha de que Lucía había mentido a Marta. Cuando a la tarde llamó a su contacto en RH para informarle de este particular, supo que el problema estaba resuelto: Lucía se encontraba en Noruega, en las instalaciones centrales de RH.
Su vida había cambiado de un día para otro. Gracias a Samuel, y sobre todo a Lucía o como se llamara, había pasado a formar parte de un colectivo fascinante, único, representativo de la humanidad, valedor de su seguridad y bienestar; una organización por encima de las fronteras, a cuyo cargo se hallaba el timón del planeta Tierra. Se sentía feliz de pertenecer a Raza Humana, un privilegiado, pero… si hubiese tenido un poco más de suerte, si hubiera conseguido averiguar la verdadera identidad de Lucía Molina antes de que la encontraran…; entonces habría ganado muchos enteros, su prestigio se habría revalorizado nada más ingresar en el grupo, lo habrían felicitado y… ¡quién sabe si no hubieran acelerado su promoción! Por eso, cuando escuchó la inesperada voz de Noelia el martes por la mañana, la flecha de la codicia atravesó sin contemplaciones su corazón. Lo único que pensó fue que en RH los estarían buscando y que, gracias a su delación, lograrían localizarlos…; ya se reuniría con ellos y les haría ver los beneficios de pertenecer a ese grupo de elegidos. Su incontrolable ambición no le permitió considerar el incierto alcance de su traición, no sopesó que sus amigos podrían estar verdaderamente en peligro de muerte. Sólo después de dar la voz de alarma reparó en ello, pero su preocupación fue fugaz; duró justo el tiempo que necesitó para encontrar una justificación a su desleal acción: él no había hecho más que cumplir con su deber como guardián de la ley.
Noelia se mantuvo inmóvil junto al teléfono durante un par de minutos. Luego se adentró en el mercado como un autómata, con la mirada perdida, mordiéndose de rabia el labio inferior. Apenas había tenido tiempo de digerir el asesinato de Bermúdez y se horrorizaba de pensar que Samuel pudiera correr la misma suerte. Estaba segura de que Flenden estaba decidido a matarlo si lo atrapaba. Flenden, Flenden… Él desafió con arrogancia y ella respondió concediendo clemencia, en contra de la voluntad de Samuel, y ahora el amor de su vida podía morir por su culpa. ¿Su culpa? No, no, no…; ella había hecho lo que debía: no transigir con el perverso empuje del odio… y, sin embargo…, ¿acaso en lo más profundo de su ser no odiaba a Flenden? No tenía respuestas; más bien eludía responder lo que no quería escuchar. Se hallaba luchando a muerte en su interior con el odio, ese insaciable animal que aniquila en vida la esencia espiritual de las personas, ese tenaz enemigo al que siempre había logrado vencer y que ahora aparecía más poderoso que nunca, intentando aprovechar su manifiesta debilidad para asaltar la otrora infranqueable muralla de su indulgencia, deseoso de hacerla ver que, como cualquier mortal, no estaba exenta de sucumbir a la seductora melodía de su llamada.
Daba vueltas alrededor de los puestos contando los minutos, calculando el tiempo que podría tardar Samuel en llegar hasta allí, el lugar donde debía suponer que la encontraría. Las frutas, el pescado, los souvenires…; todo danzaba a su alrededor en un fantasmagórico vals. Samuel no aparecía y los minutos iban cayendo aplastando su inquietante espera: siete, nueve, doce… Oía hablar en español a su alrededor, no sólo a turistas; para su sorpresa muchos comerciantes eran compatriotas. «Prueben este salmón y luego me cuentan», «Exquisito», «Es salmón salvaje, mucho más sabroso que el que se cría en las piscifactorías; llévese un buen trozo a casa», «¡Huy, imposible, nos queda más de una semana de crucero!», «¡Qué maravilla! ¿Hacia dónde van?», «A la una de la tarde salimos para Oslo y luego el buque hace un recorrido por el Báltico», «¿Y van a dejar este manjar aquí?», «Nada de eso: pónganos un buen pedazo que nos lo comemos ahora mismo», «¿Quieres probar un poco, guapa?». Noelia declinó la oferta. De ése y de otros vendedores que la invitaban a degustar carne de ballena y embutido de reno. La zozobra la atormentaba con virulencia. Quince minutos, dieciséis, diecisiete… Continuaba sorteando puestos y personas, buscando en cada rostro… Tropezó con alguien y estuvo a punto de caer sobre un mostrador con bocadillos de salmón y gambas. Veinte minutos, veintidós… Su corazón palpitaba ante la socarrona mirada de un diminuto trol atrapado en un llavero. Veinticinco, veintiocho… Había perdido la paciencia, quería gritar, correr hacia el hotel…; ¡se habría abofeteado si con ello hubiera podido evadir su insufrible angustia! Y entonces sintió su inconfundible presencia a su espalda. Se giró aferrándose a sus brazos sin siquiera mirarlo y estuvo así hasta que su pulso volvió a serenarse y la sombra de cualquier resquicio de odio hubo desaparecido. Noelia suspiró aliviada de volver a sentirse ella.
Samuel se hallaba con el torso desnudo cuando atendió la llamada. La desgarradora voz de Noelia lo dejó conmocionado por unos segundos, incapaz de tomar una decisión inmediata. Como animal asustado que descubre un peligro, su primer impulso fue huir en la única dirección que se abría ante sus ojos, sin sopesar que el enemigo pudiera estar justo ahí esperándolo. Tomó su camiseta y se dispuso a salir a toda prisa por la puerta de la habitación. Se detuvo justo antes de abrir al oír voces en el pasillo. ¿Serían ellos? Noelia le acababa de decir que estaban en el hotel… ¡La terraza: ésa era su única posibilidad!
Saltar desde una primera planta entrañaba su riesgo. A la considerable altura se unía el hecho de que tanto su musculatura como sus articulaciones estaban frías. Una mala postura y podría producirse una lesión de envergadura suficiente como para imposibilitarle la huida. Pero no quedaba otra opción.
El impacto sacudió su cuerpo desde los pies a la cabeza como una onda expansiva. Por un instante le pareció creer que su cerebro presionara el cráneo en un intento de fuga. Luego se incorporó y echó a andar sin reparar en la anciana que había contemplado el salto y que, sobresaltada, había dejado caer el bolso, tapándose la boca con una mano para contener un grito de espanto. Al principio cojeaba pero enseguida fue armonizando los pasos. Cruzó la calle Olav Kyrres y, escabulléndose entre la zona ajardinada, tomó la calle Christies en dirección contraria al puerto. Quiso llegar al Fisketorget dando un rodeo, y así anduvo durante unos quince minutos, hasta que se cruzó con un taxi libre y se convenció de que aquella opción era bastante mejor.
Debían tomar una determinación, pues confundirse entre la multitud era sólo una medida provisional adoptada en una situación de emergencia. Puede que consiguieran pasar desapercibidos durante toda la jornada, pero ¿qué harían cuando cayera la noche?, ¿dónde podrían refugiarse? Cada minuto allí hacía incrementar las posibilidades de ser descubiertos. Urgía, pues, abandonar la ciudad, y eso no era una tarea fácil. Bergen se sitúa en un valle rodeado por siete colinas y el mar. A esas horas ya estarían establecidos férreos controles en las carreteras de salida y en los puntos de embarque de los ferris. Intentar escapar por las vías naturales era una locura. No tardaron en convencerse de que estaban atrapados… y sin más ayuda que ellos mismos.
Samuel se maldecía por no haber matado a Flenden. Noelia habría acabado comprendiéndolo y perdonándolo, al igual que hizo con su abuelo. Y ya no dispondría de otra oportunidad tan clara: en su precipitada huida había olvidado la pistola en el hotel. Ahora todo estaba en manos del destino, ese ente invisible y caprichoso, de existencia cierta una vez que acontecen los sucesos e imaginario y producto de la fe mientras tanto. Difícil de entender, demasiado confuso como para haberle encomendado su salvación…; un destino que no parecía tener planes para sacarlos de aquel atolladero en un momento tan delicado.
Noelia evitó comentar el asesinato de Bermúdez, no por eludir hablar del don que inexplicablemente le hacía percibir la presencia de personas queridas fallecidas recientemente, sino por centrar sus esfuerzos en intentar aplacar la furia que invadía a Samuel por la traición del que hasta ese momento consideraba su mejor amigo, algo muy duro de aceptar. Toda su atención debía centrarse en el presente inmediato. Las próximas horas iban a resultar cruciales, pues Noelia intuía —estaba casi segura— que no volverían a pasar otra noche en Bergen, aunque no se atrevía a especular sobre cuál podría ser el desenlace. Las alternativas disponibles eran escasas: escapar o morir, porque tenía más que decidido —con todo el dolor de su corazón— que se quitaría la vida antes que permitir que Flenden pusiera un solo dedo sobre su cuerpo. Si había tenido alguna vocación de mártir ésta había desaparecido por completo. Había demostrado que era capaz de afrontar la desgracia y padecer en silencio sus consecuencias, de emprender nuevos caminos y configurar un futuro entregada a la felicidad de los demás, aunque la vida le quisiera negar su propio derecho a ser feliz, pero la sola idea de imaginar a Flenden manoseando su cuerpo, arrastrando con lascivia su asquerosa lengua sobre sus labios le hacía temblar. Aquello era superior a sus fuerzas; un sufrimiento que no podría soportar.
Acordaron aparentar naturalidad. Compraron un puñado de apetitosas frutas del bosque y se diluyeron entre un grupo de turistas alemanes que abandonaban el Fisketorget para proseguir con la visita de la ciudad. Intentaron integrarse y Noelia comenzó a entablar conversación con otra chica, de más o menos su misma edad. Ésta le preguntó por su procedencia, quizá en parte porque notara el peculiar acento de Noelia. Para salir del paso le respondió que era austriaca, de un pueblo próximo a Salzburgo, pero que su chico era argentino y no hablaba una sola palabra en alemán.
El grupo se encaminó hacia el cercano funicular de Floibanen. Decidieron montarse, en vista de que no observaron ningún dispositivo especial de control; les pareció que quizá podría ser interesante subir a la cima del monte Floyen, a ver si desde las alturas les surgía alguna brillante idea en forma de inspiración divina…
Noelia solicitó en ventanilla dos billetes de ida y vuelta. El precio fue de 140 coronas que pagó en efectivo. El dinero, de momento, no era un problema: por suerte —y porque intuyó que podría serle de utilidad— había cambiado tres mil euros antes de salir de Oslo. Se acomodaron en una cabina de color rojo. La inquietud les impidió disfrutar del recorrido en el peculiar ferrocarril por cable: seis minutos de ascenso hasta cubrir los 320 metros de altura sobre el nivel del mar.
Hacía un día magnífico, por más que Bergen tuviera fama de ser la ciudad más lluviosa de Europa. Las vistas eran impresionantes. A ras del puerto no daba la apariencia de albergar 250.000 habitantes, pues parecía como si la ciudad estuviera ubicada en una reducida extensión de unos cinco kilómetros cuadrados, con edificios muy bellos pero de baja altura. Desde arriba la impresión era bien diferente: se podía admirar perfectamente la vasta dimensión del valle y los edificios que lo poblaban, unos de estilo moderno y otros representativos de la arquitectura escandinava, entre los que destacaban las típicas casas de madera de techos altos.
Durante unos minutos contemplaron con aparente despreocupación la hermosa panorámica que se abría ante sus ojos. Luego se dirigieron a la tienda de recuerdos. Noelia pensó que seguramente la policía estaría preguntando sobre su actual aspecto por todas las instalaciones del hotel, y ella se había paseado por el lobby esa misma mañana con su moderno peinado, parándose a comprar una camiseta en la tienda. Sus pelos cantaban ahora demasiado. Una vez más debía renovar su imagen cambiando de indumentaria y de peinado. Adquirió una camiseta de color negro con un corazón rojo conteniendo la cruz azul de contorno blanco característica de la bandera de Noruega. Justo debajo se podía leer «I love Norway». Con buen criterio desechó la idea de ponerse unas gafas de sol, porque eso es justo lo que haría cualquiera que quisiera ocultar su rostro. Sin gafas estaban más expuestos a ser descubiertos por quienes habían tratado directamente con ellos, pero éstos eran minoría —si es que había alguno en Bergen en esos momentos—; al mostrar abiertamente sus caras evidenciaban un desparpajo impropio de quienes estaban huyendo, y eso podría asegurarles un plus de posibilidades de ser automáticamente descartados por la escrutadora mirada de quienes anduvieran buscando fugitivos. El mismo razonamiento servía para la cabeza, aunque en este caso sus llamativos cabellos dorados aconsejaban cubrirlos, por más que en tierras nórdicas predominasen las chicas rubias. De modo que se compró una gorra de color marrón con el dibujo de un trol armado con una enorme maza. A continuación entró en los lavabos, metió la cabeza bajo el grifo para eliminar cualquier rastro de sus efímeras crestas y salió con una renovada imagen. Samuel dejó su rasurada cabeza al aire y sólo cambió de camiseta: eligió una de color gris con la impresión de un barco vikingo. Lamentaron no poder cambiar de calzado y de pantalones, pues la tienda no disponía de esos artículos.
Acto seguido comenzaron a caminar en dirección al bosque. Tomaron un camino de grava y, después de unos minutos, llegaron al lago Skomakerdiket. Se sentaron a meditar a la sombra de un abedul: o surgía una idea o todo se acabaría en breve.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Samuel.
No obtuvo respuesta. Noelia contemplaba el paisaje con la mirada perdida. En su rostro se advertía la preocupación, algo que para nada encajaba con la habitual serenidad de su semblante. Samuel se percató de ello y tomó su mano para intentar transmitir una tranquilidad que tampoco él poseía. Hubiera dado cualquier cosa por brindarle una solución.
Se mantuvieron en silencio por unos minutos, hasta que el ruido del motor de un helicóptero rompió el sosiego de aquel idílico paraje. En esos momentos Bergen era una ciudad sitiada por tierra, mar y aire.
—Son ellos —dijo Noelia—; quieren estar seguros de que nadie abandona las rutas marcadas para el senderismo.
—Aun así… quizás el bosque sea nuestra única posibilidad… ¡Podríamos mantenernos por aquí e intentar avanzar campo a través al caer la noche! —sugirió Samuel enfatizando su propuesta para intentar levantar un poco el ánimo de Noelia.
—No creo que pudiéramos lograrlo. La oscuridad no es plena y dura pocas horas, aparte de que esta noche tendremos un cuarto creciente bien rellenito: será luna llena dentro de pocos días. Y además, puede que de noche seamos incluso más vulnerables. Seguramente dispondrán de avanzados equipos de visión nocturna y sofisticadas cámaras termográficas; no creo que pueda moverse un solo ratón por el bosque sin que ellos pudieran detectarlo.
Los argumentos de Noelia eran tan sólidos que Samuel no se atrevió a discutirlos. Su pesimismo iba en aumento.
—Ahora conocen mi verdadera identidad y tendrán advertidos a todos los establecimientos de hospedaje, hasta los más cutres, no tenemos donde alojarnos, las salidas de la ciudad estarán todas vigiladas, carecemos de documentación para abandonar el país… ¡Estamos atrapados!
—Quizá sea conveniente quedarnos por aquí; el funicular cierra a las doce de la noche, así que igual es probable que esta zona esté animada de gente hasta entonces. Podemos buscar algún rincón natural donde cobijarnos por la noche y esperar a que pasen los días, a ver si se aburren… o piensen que ya no estamos en Bergen.
—No, Samuel: subirán hasta aquí. Van a registrar palmo a palmo la ciudad, distribuirán carteles para localizarnos… Flenden no se rendirá jamás. ¡Debemos huir ya!
—Pero, mi amor… ¿cómo lo hacemos?
—No lo sé…; por favor, Samuel, déjame sola un rato: necesito pensar…
Noelia se levantó y anduvo unos metros, alejándose de Samuel y del resto de turistas que deambulaban por los alrededores del lago. Cuando consideró que se había apartado lo suficiente tomó asiento en la hierba, cruzando las piernas. Llevó las manos a cada lado de su cabeza y enfocó la mirada en un punto cercano a sus pies. Comenzó a templar su respiración hasta hacerla serena y profunda. La vista seguía fija, como si estuviera escudriñando la mejor jugada en un imaginario tablero de ajedrez, un tablero donde cada escaque representaba una parte de Bergen: los fiordos, el monte Floyen, el Fisketorget, el muelle de Bryggen… Ahí se movían las piezas de tan siniestra partida: Flenden, Samuel, ella, los policías… Su rey estaba acorralado, en peligro de mate inminente, y disponía de poco tiempo en su reloj, pero presentía que la posición escondía un recurso defensivo, una de esas jugadas milagrosas que encierran los finales artísticos, esas sublimes composiciones ajedrecísticas tan difíciles de resolver y que ella afrontaba con éxito siendo niña. Recordaba que las soluciones solían ser paradójicas, insólitas, inconcebibles, y que precisamente por eso pasaban desapercibidas. Mas con su constancia lograba encontrarlas. Lo conseguía porque sabía a priori que se enfrentaba a un ejercicio con solución cierta. Ahora nadie le garantizaba que existiera una salida a su desesperada situación, pero su fina intuición, agudizada quizá por el instinto de supervivencia, le decía que la había, y necesitaba agarrarse a esa idea con todas sus fuerzas. Presentía que no habría noche en Bergen, que estaba en el momento clave de una partida que se iba a decidir ese mismo día y que la combinación ganadora se hallaba ahí, sutilmente camuflada entre las piezas, esperando ser descubierta… Encontrar la jugada salvadora o recibir mate; no había más sucesos probables.
Un aluvión de imágenes comenzaron a precipitarse por su cabeza. Cada una iba acompañada de un sentimiento, de una conversación, de un contexto… Unas evocaban recuerdos del pasado; otras dibujaban las líneas de un hipotético futuro. Y se sucedían a un ritmo desbocado, imposible de digerir para un cerebro normal, rutinario para el de Noelia, que asimilaba cuanto le llegaba con la solvencia de los más potentes ordenadores: el helicóptero, las instalaciones de RH, la Biblioteca de Alejandría, Flenden magreando sus pechos, Ricardo entrando en su dormitorio, la nota de despedida de su abuelo, una cena en el restaurante chino, la llamada a la oración del muecín en su viaje a Marruecos, su primer día en el tatami, los esbirros de Fenden, Samuel empuñando la pistola, el sabor de sus besos, sus cuerpos entrelazados, su llamada alertando a Samuel, el Fisketorget, el puerto, las casas de madera, el funicular, los fiordos, los barcos, el helicóptero localizándolos, policías disparando a Samuel, ella encadenada de pies y mano a una cama y Flenden baboseando sobre su vientre desnudo, su propio grito retumbando en el Universo, las estrellas, la puesta de sol en el muelle de Bryggen («¡Dios mío, no veo nada!»), la inmensidad del océano, los barcos de crucero, la multitud de turistas en el mirador del monte Floyen, el helicóptero sobrevolando la zona, Nicholas Flenden, Kamduki, la cara de satisfacción de Samuel cuando encontraron la cita del Éxodo, el mencey Bencomo, Paris hiriendo con una flecha a Aquiles, Samuel a punto de accionar el gatillo para matar a Flenden, el túnel de Laerdal, la llegada a Bergen, el paseo por el puerto, el recorrido en taxi («Vamos, Noelia, vamos…; siempre hay una salida»), la mirada de Samuel, sus caricias, el corte de su pelo, el kiosko donde compró la tarjeta de teléfono, las traidoras palabras de Esteban, los turistas degustando el salmón, los barcos fondeados en el puerto («¿Dónde está la solución, Dios mío, dónde está?»), la espléndida perspectiva del puerto de Vagen desde la cima del monte Floyen, el helicóptero descendiendo, Flenden abriendo la puerta, el túnel, el mirador, los fiordos, los barcos de crucero, Flenden acercándose, el túnel, el puerto, los turistas españoles en el mercado del pescado…
De repente el desfile de imágenes se detuvo en el mercado del pescado. Su cuerpo sufrió una fuerte sacudida y abrió los ojos como si hubiese despertado sobresaltada de un profundo sueño. Se incorporó de un brinco volviéndose hacía Samuel con paso decidido. La comisura de su boca fue alargándose para mostrar una renacida sonrisa; sus ojos chispeantes iluminaban su rostro.
—¡Aún tenemos una posibilidad!