Capítulo 22

No podía ser: debía haber recorrido casi cincuenta kilómetros desde que pasó por el accidente y la longitud total del túnel no llegaba a los veinticinco. Completamente aturdido, se bajó del coche. Un silencio sepulcral se veía interrumpido únicamente por el sonido del ralentí del motor. Miró a ambos lados de la carretera y lo único que vio fue la oscuridad amortiguada por la mortecina luz que someramente iluminaba el túnel. Estupefacto, se convenció de que no se había cruzado con ningún otro vehículo desde que llegó a la última área de descanso. De pronto se le vino a la cabeza la alucinación que sufrió en el parque Vigeland y volvió a tomar forma en su imaginación el rostro de piedra del niño enojado hablándole. Un sudor frío se apoderó de su cuerpo. Dominado por el pánico, volvió a subir al coche y apretó atropelladamente el pedal del acelerador. Instantes después circulaba por el túnel a casi doscientos kilómetros por hora. Esa delirante situación se prolongó por unos diez minutos, hasta que su corazón fue desacelerando el frenético ritmo de bombeo de sangre y su mente logró escapar de la jaula de locura donde había quedado encerrada. Poco a poco fue disminuyendo la velocidad del vehículo hasta detenerlo por completo.

Ya más calmado, Samuel comenzó a recapitular los últimos acontecimientos: «Esto debe tener su explicación —se dijo—. El túnel tiene una longitud de 24,5 kilómetros, pues lo vi con mis propios ojos en un cartel indicador. Si las tres áreas de descanso dividen el recorrido en partes aproximadamente iguales, como así me pareció, la última de ellas debía de estar a unos 18 kilómetros de la entrada. Tras pasar por allí conduje por unos cuarenta minutos, pongamos treinta, a una media de… poco más o menos 80 Km/h, lo que equivaldría a un trayecto de unos 40 kilómetros. A continuación he volado unos diez minutos a… 180 Km/h de media como mínimo. Esto me ha hecho recorrer otros 30 kilómetros, lo que sumado a lo anterior totalizaría… ¡88 kilómetros! ¡Esto es totalmente imposible: esa longitud es muy superior a la de los más largos túneles ferroviarios del mundo!».

Samuel no tardó entonces en comprender que la única explicación física a lo que le estaba ocurriendo pasaba por considerar que, por alguna extraña razón, después del percance acontecido en la tercera zona de descanso había sido enviado a un circuito cerrado. Y parecía que él era su único morador… Sin embargo, al menos un par de vehículos fueron desviados por el mismo carril antes que él. «Pero cuando pasó el monovolumen que me precedía, me retuvieron durante un par de minutos antes de darme paso —recordaba Samuel—. ¿Acaso ellos volvieron a la carretera principal del túnel y yo no? Seguramente, pero… ¿por qué razón?». En ese instante pensó que quizá se hallaba en una vía de servicio, destinada al mantenimiento, o bien en una salida de emergencia para casos de accidentes graves con incendio y que, por un descuido garrafal, había sido «olvidado» allí. Buscó en el bolsillo de su chaqueta la tarjeta que le había dejado Kristoffer, pero no pudo telefonear porque se encontraba en un lugar sin cobertura. En cualquier caso, la hipótesis que barajaba, aun siendo esperpéntica, era más que factible, así que debía existir alguna que otra salida visible, o al menos algún poste para llamadas. Decidió realizar la búsqueda caminando, pensando que le vendría bien estirar un poco las piernas. Se pasó al lado izquierdo, considerando que por allí sería más probable encontrar algo que se le hubiera pasado desapercibido mientras conducía. Unos minutos después descubrió empotrado en el muro un pequeño panel que, a modo de ordenador, incluía el alfabeto y la numeración tradicionales, junto con una tecla de validación y una pequeña pantalla. Parecía encontrarse apagado, pero al pulsar sobre una letra la tecla se iluminó. Cuando a continuación presionó otra, se encendió ésta última pero se apagó la anterior. Tras toquetearlo todo durante un rato, determinó que el aparato debía sufrir una avería, por lo que resolvió continuar caminando hasta encontrar un nuevo panel o la puerta que lo comunicara de nuevo con el mundo exterior. Quince minutos más tarde se topó con otro de esos módulos informáticos incrustado en el muro. Para su desgracia, no se diferenciaba un ápice del anterior, ni en el diseño ni en la funcionalidad. La bandera de la preocupación volvía a ondear con bravura. Su móvil seguía sin cobertura y no conseguía ver ninguna señal, una simple luz de emergencia, alguna puerta aunque estuviera cerrada, el más mínimo vestigio de vida… En un halo de esperanza, pensó que existía la posibilidad de que ambos dispositivos de emergencia estuvieran dañados. Dudó entre regresar en busca del coche o continuar a pie. Eligió esta última opción. Equidistantes entre ellos fue encontrando más paneles, todos iguales, todos inservibles… Después de casi dos horas de caminata se hallaba completamente angustiado. Pensó que igual estaba transitando por un tramo del túnel abandonado tras la construcción, mas enseguida desechó esa idea: ¿qué sentido tenía mantener entonces las luces encendidas? A la natural zozobra derivada de la kafkiana situación en la que se veía inmerso, comenzó a unirse la fatiga física provocada por el insoportable calor que hacía y por el volumen de aire enrarecido que se iba filtrando por sus pulmones. El inquietante silencio y la lánguida luz intensificaban la enloquecedora claustrofobia que, como si de un letal virus se tratara, iba atacando y destruyendo cada una de sus células, haciendo presagiar un funesto desenlace. Cuando la desesperación estaba a punto de alienar su juicio, distinguió en el horizonte un contorno familiar, por fin un amigo, un compañero en su desdicha… Su situación no mejoraba, pero al menos se mitigaría la horrible sensación de soledad que le devoraba las entrañas: su coche aparecía de nuevo en el camino.

Exhausto, se dejó caer sobre el asiento del conductor. Lo llevamos en los genes. Los primates han vivido desde la eternidad en manadas, nuestros más lejanos ancestros se organizaron en tribus y la sociedad civilizada se ha estructurado en familias. Las personas siempre han demandado compañía. Las tertulias entre vecinos dieron paso, con la llegada de la radio y, sobre todo, de la televisión, a las reuniones familiares al calor del hogar. La irrupción de los ordenadores ha privatizado el contacto humano, pero no ha variado una pizca siquiera, con el transcurso de los milenios, la innata iniciativa por buscar compañía, el amparo de la presencia humana aun en la distancia, la necesidad de percibir a alguien de nuestra especie: ver su imagen, escuchar su voz, leer sus mensajes…; saber, en definitiva, que no estamos solos. Y Samuel precisaba oír voces, sentir de alguna forma el calor humano. Guiado por el instinto accionó la radio, mas como era de esperar, no funcionaba. El CD insertado en el reproductor musical contenía exclusivamente música tradicional noruega, y no era eso lo que exigía a gritos su cerebro. Las aturrulladas articulaciones de sus manos, en un alarde de absoluta falta de sincronización, lucharon nerviosas por abrir la guantera. El baldío compartimiento certificó la ineficacia de su iniciativa. De un manotazo apagó el reproductor y accionó con todas sus fuerzas la bocina del vehículo, una y otra vez, sin pensar que podía llegar a agotar la batería, desistiendo sólo cuando no podía soportar el punzante dolor que palpitaba en la yema de sus dedos. Entonces se levantó para lanzar un grito agónico: «¿Es que no hay nadie que pueda oírme?». La deflagración de su ira retumbó por todo el túnel. Luego regresó el más absoluto de los silencios, profundo, inconmensurable, espeluznante… y Samuel no tuvo más remedio que buscar amparo en la música instrumental, al menos hasta que volviera a calmarse.

Impotente para estructurar ningún plan, se recostó en la parte trasera del automóvil. Paulatinamente el sosiego fue haciéndose dueño de la situación, y con él se apaciguaron los desbocados pensamientos y las ideas volvieron a trotar controladas por las riendas de la lucidez: «Estoy en una condenada vía destinada al mantenimiento y a la evacuación en casos de emergencia —reflexionó Samuel—, donde los trabajadores habrán acabado su jornada laboral y, por puñetera casualidad, no funcionan los puntos de llamada al puesto de control de guardia. Mañana a primera hora reanudarán su actividad los operarios y todo habrá terminado, si es que no me rescatan antes… Joar debe estar desesperado aguardando mi llegada. En Bergen estarán también al tanto de mi desaparición y es más que seguro que, a estas horas, andarán buscándome. Saben que salí de Laerdal y que no llegué a Aurland, así que pronto averiguarán que con el accidente fui desviado de la carretera y negligentemente abandonado en este maldito lugar. Será cuestión de horas, así que lo que tengo que hacer es no perder la calma y desterrar mis estúpidas paranoias. Cierto es que se ha arruinado la fiesta, pero se hará mañana y, finalmente, todo quedará en una anécdota». Ese natural razonamiento templó sus ánimos. Sereno y relajado, apagó la música y se acomodó nuevamente en los asientos para no tardar en conciliar el sueño. Durmió durante varias horas, hasta que una desagradable sensación de sequedad en la garganta lo hizo despertar: tenía sed. Se incorporó y fue a mirar en el maletero, mas la suerte le seguía siendo esquiva: no había ni gota del vital elemento. Su reloj marcaba las once y cuarto de la noche. No había más remedio que resignarse a esperar algunas horas. Pensó que lo mejor sería intentar dormir un poco más; pronto llegarían los trabajadores… De repente un terrible descubrimiento sacudió todo su cuerpo con la intensidad de una letal descarga eléctrica: el día siguiente seria domingo y era más que probable que sólo continuara funcionando allí, si es que existía, el incomunicado puesto de guardia. El sobresalto no consiguió romper, en primera instancia, sus renovadas esperanzas: había desaparecido una persona y un vehículo en un punto muy concreto. ¡No debía ser tan complicado localizarlo para los creadores de un concurso de ingenio, personas inteligentes, se suponía…! Pero poco a poco nuevas ideas fueron tomando cuerpo en su mente: «¿Y si piensan que perdí la tarjeta de Joar? ¿Y si creen que Kristoffer me dio unas instrucciones equivocadas y no quieren molestarlo en el posible trance del fallecimiento de su padre? ¿Y si deciden esperar unos días para denunciar mi desaparición?».

No pudo volver a conciliar el sueño, angustiado por la posibilidad de que no lo buscaran y que transcurriera un día entero sin que ningún operario apareciera por aquella vía. De pronto, otra suposición martilleó su maltrecho ánimo: «¿Y si aparecen por aquí y no me ven? Este túnel es demasiado grande…». Alarmado por esa aciaga hipótesis, decidió averiguar la longitud del circuito. Para ello fue a buscar su equipaje, una pequeña trolley que reinaba solitaria en el maletero del automóvil. La colocó en medio de la carretera, se montó al volante y puso el cuentakilómetros a cero. Cinco minutos después volvía a encontrarse con ella; el contador marcaba 9 kilómetros y 420 metros. Con febril premura, como si fuera a entrar alguien en ese momento en algún punto del túnel, recuperó la maleta y comenzó a recorrer de nuevo el circuito, parando cada 500 metros para dejar sobre la calzada una prenda: la chaqueta, las camisas, la corbata, los calcetines… todo cuanto había. Y cuando se hubo acabado su contenido comenzó a desperdigar cuanto podía arrancar al coche: los parasoles, las alfombrillas, los limpiaparabrisas… Luego se sentó con la esperanza de que, aun siendo domingo, apareciera algún operario. La espera se hizo eterna. Cuando por fin dieron las seis de la mañana, se levantó y comenzó a pasear nervioso en cortos movimientos de ida y vuelta, ansioso por escuchar voces, o pasos, o… cualquier cosa. Pero las horas transcurrían y nadie hacía acto de presencia. Las siete de la mañana, las ocho, las nueve…, hasta que resignado se convenció de que ese día no era laboral para el personal de mantenimiento. No quería ni imaginarse lo que pasaría si el lunes se repitiese la misma infructuosa espera. «Sencillamente eso es imposible —intentaba convencerse—. Alguien tiene que trabajar aquí, aunque sea para reponer las luces. Mañana seguro que vendrán…».

El día se le antojó interminable. Tuvo tiempo para repasar íntegramente la novela de su vida, recreándose una vez más en los últimos episodios, especialmente los ratos disfrutados con Noelia y ese beso de fuego en el aeropuerto…

A medida que transcurrían las horas iba perdiendo el control sobre sus pensamientos. Las imágenes se sucedían por su mente, ora fugaces y plácidas, ora pausadas y desagradables, moldeadas por su subconsciencia como nubes de algodón en manos del caprichoso viento. Su cerebro llevaba mucho tiempo pidiendo a gritos algún aporte de energía y Samuel no se percató de ello hasta que a media mañana un atroz apetito le recordó que llevaba veinticuatro horas sin ingerir absolutamente nada. Sin embargo, la demanda culinaria no era nada en comparación con la espantosa sed que estaba padeciendo. Aquel día fue el más largo de su vida: Samuel no hacía otra cosa que esperar el santo advenimiento del lunes, que parecía no llegar jamás. Entre ensoñaciones y pesadillas que fustigaban su congoja fueron deslizándose las horas por la pasarela de la desesperante impaciencia. A las cinco de la mañana estaba en pie, agobiado por el sofocante bochorno. Caminaba con dificultad, con los músculos entumecidos por la escasez de oxígeno transportado por la sangre, víctimas directas de los primeros síntomas de la deshidratación. Los trabajadores debían comenzar a las seis o a las siete de la mañana, en el peor de los casos a las ocho. Pero nada de eso ocurrió. Quince minutos después de las nueve Samuel se derrumbó definitivamente, cayendo a plomo en medio de la calzada. Su llanto desgarrado resonó en mil lamentos a través del interminable abismo del túnel. Lloraba amargamente, a gritos, retorciéndose de rabia sobre la fría pista de su maldita cárcel. Lloraba de impotencia, compadeciéndose de su mala suerte. A escasos metros de allí, contemplaba la dolorosa escena un despedazado trozo del tapizado del coche, que yacía en la carretera frustrado por no haber podido cumplir aún con la última finalidad de su agotada existencia: dar la voz de alarma a algún obrero y salvar así la vida de aquél que había destrozado la suya propia.

La explosión de desahogo duró unos diez minutos. Luego Samuel se mantuvo otro tanto tirado en el suelo, con la cabeza fundida en el asfalto. Al incorporarse comprobó con extrañeza cómo a pesar del llanto, apenas había lágrimas sobre su rostro. Horrorizado comprendió que el proceso de deshidratación de su cuerpo había comenzado.

En su infancia formó parte de un grupo de escultismo. Recordaba con nitidez la mayoría de las técnicas de supervivencia en los medios más inhóspitos del planeta, como la alta montaña, los bosques tropicales o el desierto, ¡pero a ningún monitor se le había ocurrido dar unas nociones básicas de subsistencia en un túnel sellado herméticamente bajo una montaña! En ese preciso instante se acordó de la regla de los treses: se puede sobrevivir tres minutos sin respirar, tres horas sin refugio en circunstancias climatológicas extremas, tres semanas sin comer… y tres días sin agua. Esta regla no es estricta: existen casos de supervivencia bajo los escombros de un terremoto por muchos más días, pero eso son excepciones, en cuerpos desfallecidos que apenas sudan ni gastan energía. Todo depende de las condiciones ambientales y de la capacidad de respuesta de cada organismo, pero allí hacía demasiado calor y Samuel sabía de sobra que una persona normal no podría resistir en ese medio más de tres o cuatro días sin beber, cinco a lo sumo. Y a él le faltaban pocas horas para alcanzar su segundo día en esa peligrosísima circunstancia. Su organismo requería agua, pero… ¿dónde demonios iba a conseguirla si en todo ese tiempo había sido incapaz de percibir el mínimo atisbo de vida, siquiera el efímero zumbido de un mosquito revoloteando junto a los focos? Agua, necesitaba urgentemente agua…, y en aquel desangelado lugar el único líquido disponible estaba en su coche.

Regresó precipitadamente en su búsqueda. Antes de abrir el capó sabía lo que se iba a encontrar: estaba en Noruega y era improbable que el agua del circuito de refrigeración no contuviera anticongelantes. Efectivamente, el intenso color fucsia del fluido no dejaba lugar a dudas. Si ingería el agua del radiador vencería la deshidratación, pero nada impediría que muriera intoxicado. La otra opción era más viable: el líquido limpiaparabrisas. Como la parte del depósito destinado al suministro estaba vacía, decidió accionar ligeramente el dispensador. Si tenía suerte ya se encargaría de extraer gota a gota todo el contenido. La fortuna se supeditaba a la composición del líquido. Obviamente, Samuel esperaba encontrar una ligera cantidad de jabón, algo que firmaría de antemano, pues pensaba que ese producto le causaría sólo trastornos digestivos, de mayor o menor consideración, pero preferibles a una muerte segura. El problema residía en el aditivo especial que muchos de estos líquidos limpiaparabrisas incluyen para repeler los insectos. Eso sí que podría resultar venenoso. Cuando Samuel impregnó de líquido su dedo notó cierta viscosidad. Su sabor era asqueroso, su olor a insecticida corroboraba el peor de sus vaticinios. Con ese panorama, ya no se atrevía a beber aquella sustancia, pues desconocía su grado de toxicidad. De cualquier forma, si amanecía el martes y no lo habían sacado de allí —aún guardaba la diminuta esperanza de que ese lunes fuese festivo en Noruega— estaba dispuesto a arriesgar; al fin y al cabo, no importaba mucho morir de una forma o de otra.

Le quedaba una última posibilidad de conseguir agua, pero su imprudencia —en cierto modo lógica y nada reprochable, pues era imposible prever que su absurdo cautiverio se iba a prolongar durante tanto tiempo— le había llevado a desperdiciar buena parte de ésta. Aun así, todavía podría obtener una pequeña cantidad, suficiente quizá para subsistir un día más. Samuel tendría que beberse su propia orina.

Beber el agua del mar, por su alta concentración en sal, colapsa los riñones y acaba causando la muerte. Sin embargo, beber la propia orina no es letal. Cierto es que se vuelve a ingerir las sustancias tóxicas desechadas, pero los beneficios temporales superan a los riesgos. El problema principal radica en el hecho de que los riñones dejan de producir orina a medida que la deshidratación empeora, de forma que la micción tiende a desaparecer. Samuel habría hecho bien conservando toda su orina, pero ya no había vuelta atrás: los litros expulsados habían desaparecido para siempre.

Si realmente estaba atrapado donde él creía, ¿no tendría que haber en algún lugar una puerta? ¡Su coche no había llegado hasta allí volando! ¿Dónde demonios estaba el jodido carril que lo había llevado a ese infierno? Se resistía categóricamente a pensar en otra explicación, pero… ¿y si no era eso lo que estaba realmente pasando? El hecho de que no se le ocurriera ninguna otra interpretación razonable no garantizaba fidedignamente estar en posesión de la verdad. En tal caso esperar hasta el martes por la mañana supondría malgastar inútilmente el poco tiempo que le quedaba. Samuel se lamentaba ahora de haber adoptado una actitud demasiado vehemente, consecuencia evidente de su innata tendencia a dejarse arrastrar por las garras de su insensato prejuicio. Se había agarrado ciegamente a la hipótesis del descuidado abandono en un carril de emergencia creyendo que lo rescatarían los operarios del servicio de mantenimiento y había desperdiciado, con descarada insensatez, los pocos triunfos que tenía en sus manos y que le habrían proporcionado un plus de resistencia. Estaba avergonzado de su irresponsabilidad, sobre todo porque sabía lo que tenía que hacer y no lo había hecho: además de no preservar la orina, había sudado innecesariamente más de la cuenta, había gastado energía sin recato, no había tenido la precaución de respirar por la nariz para evitar que el vapor de agua escapara por su boca…; ¡demasiados disparates que posiblemente no iban a quedar impunes! Y ahora, ¿qué? ¿Estaba dispuesto a continuar de brazos cruzados esperando un rescate que igual jamás llegaría a producirse o invertiría sus últimas reservas en buscar la forma de salir de allí por sí mismo? ¿Por qué no se había dedicado a explorar cada centímetro del muro perimetral exterior buscando el acceso por donde había entrado? Había recorrido la parte izquierda, donde estaban los paneles, ¡pero la puerta por donde entró estaba con toda seguridad en el otro lado! Y ahora se encontraba demasiado débil como para emprender tamaña expedición… y sin embargo no le quedaba otra.

Con ritmo tembloroso inició su largo peregrinaje: nueve kilómetros que podrían resultar eternos. Sus manos acariciaban lentamente las paredes de su celda, buscando una hendidura, una pequeña grieta, cualquier indicio que le hiciera albergar una migaja de esperanza. Iba parándose cada treinta o cuarenta metros para descansar, porque estaba extenuado. Su sangre, cada vez más espesa, renqueaba en su otrora abnegada labor, transportando menos oxígeno a su musculatura, que desfallecía en cada esfuerzo. Apenas había recorrido quinientos metros cuando comprendió que no lo iba a conseguir y tuvo que desistir de su empeño. El agónico viaje de ida y vuelta de dos horas de duración traía como botín el más absoluto de los fracasos.

Dispuesto a no darse por vencido, decidió realizar la inspección en coche, encomendando su salvación a la febril perspicacia de su nebulosa visión. Se arrimó todo lo que pudo a la derecha y comenzó su nueva misión. La monotonía del camino junto con la flaqueza de su cerebro, mermado por la falta de aprovisionamiento, le hacían constantemente perder la coordinación y la concentración, provocando frecuentes bandazos del vehículo, que igual se desviaba a la izquierda que chocaba una y otra vez contra el impávido hormigón que inspeccionaba. A medio camino dejó de conducir porque sintió náuseas. El apetito del día anterior había desaparecido por completo. Sin venir a cuento se imaginó sentado en un restaurante frente a un plato sobre el que descansaba un pollo entero al horno y no pudo reprimir las arcadas. Curiosamente, ni aunque la figurada escena fuera cierta y estuviese hambriento podría haber probado bocado, pues la digestión aumentaría el consumo de agua, y a él ya apenas le quedaba. Agua…, agua…; ¡necesitaba beber! Desesperado, se descalzó e intentó orinar sobre el zapato. Apenas unas gotas. El asco le hizo detenerse unos instantes antes de beber del improvisado vaso. Luego le echó valor porque sabía que era la única posibilidad de prolongar su supervivencia y, como si de un chupito se tratara, bebió todo el contenido de un solo trago. El repugnante sabor a orina, cuero y sudor casi le hicieron devolver lo poquito que había ingerido, aunque afortunadamente pudo controlar el impulso. Aquella simple e insignificante morralla podría prorrogarle la vida unas horas, y cuando se habla de supervivencia cualquier segundo cuenta. Pero necesitaba más agua, bastante más.

Sumamente debilitado, casi sin aliento, su exánime figura apenas podía mantenerse en pie. Le dolía la cabeza, un malestar similar al que se experimenta durante una resaca, como si en lugar de un sorbo de orina se hubiera bebido dos litros de cerveza. Un extraño hormigueo le atormentaba una pierna. La frecuencia cardiaca se le había acelerado y tenía sensación de vértigo. Se daba cuenta de que podía sufrir un desvanecimiento en cualquier instante; por ello decidió tumbarse un rato. Antes extrajo un poco de líquido limpiaparabrisas y, sin beberlo, embadurnó por completo sus labios. Creía haber leído en algún lugar que un náufrago había conseguido sobrevivir en alta mar bebiendo mediante ese sistema, que le había permitido transpirar exclusivamente el agua, mientras la sal quedaba retenida en la superficie de los labios. Desconocía si eso era cierto o no, ni si podría funcionarle a él con ese líquido, pero no había nada que perder en el intento.

No supo determinar el tiempo que permaneció allí tumbado: dos, cuatro, ocho horas…, alternando esporádicos momentos de lucidez con intensos episodios de delirio. Sólo recordaba como cierto el hecho de despertarse con los labios secos y haberse arrastrado hasta el coche para volver a untarse los labios con aquella pegajosa sustancia. Con la razón a la deriva había vuelto a ver al niño enrabietado del parque Vigeland, aunque ya no le inspiró terror; es más, incluso estuvo conversando un rato con él…

Miró su reloj y marcaba las once y cinco de la noche, una simple curiosidad porque en aquel horrible lugar las noches eran iguales a los días. Pensó que sólo faltaban unas horas para certificar la defunción de su última esperanza: el martes no acudirían los malditos trabajadores del servicio de mantenimiento porque ni el lunes había sido festivo ni allí se presentaría jamás nadie a no ser que un accidente de tráfico lo hiciera preciso. Ésa sería la única verdad y estaba condenado a morir sepultado en vida… a no ser que consiguiera encontrar la condenada puerta por donde había entrado. Así que tenía que completar el recorrido como fuera. Sin embargo, dado su debilitado estado, decidió reservar energías y esperar el sombrío amanecer para soltar definitivamente el clavo ardiendo que abrasaba su mustia fe.

Volvió como pudo al vehículo y regresó poco después con un zapato conteniendo líquido limpiaparabrisas suficiente para bañar sus labios varias veces. Sabía que podía resistir hasta la mañana siguiente. Si no lo habían rescatado para entonces —que era lo que seguramente pasaría—, reemprendería la vuelta al túnel en busca de la salvadora recóndita puerta. Si llegaba ese momento no encontraba fuerzas suficientes siquiera para conducir, arriesgaría en beberse el depósito entero del limpiaparabrisas, antes de que le llegara la inconsciencia, las convulsiones y el daño cerebral irreparable que le condujera a la muerte.

Se recostó de nuevo a esperar, consumido por la soledad que lo asfixiaba, la espantosa soledad del que espera lo que sabe que nunca va a llegar. Aterrado, comenzó a pensar seriamente la posibilidad de no salir de allí con vida y sintió unas intensas ganas de llorar, mas en esta ocasión pudo reprimirse a tiempo. Iba a luchar hasta el final por salvar su vida, pero si tenía que morir lo haría manteniendo la dignidad hasta el último suspiro, con la frente alta, en paz con Dios y consigo mismo. ¿Con Dios…? ¡Pero si nunca había creído en Dios…! Nunca hasta que conoció a aquella muchacha…

—¿Recuerdas cuando conversamos sobre el presente y el pasado? —le preguntó Noelia la noche en que resolvieron la enrevesada prueba número siete.

—Claro, ¡cómo no!

—Yo te hablaba de la posibilidad de que alguien pudiera trastocar nuestros destinos, que fuera capaz de captar lo que va a suceder… y tú dijiste que entonces actuaría como Dios.

—Lo recuerdo —repitió Samuel—, pero, sinceramente, es difícil compartir la idea de que los destinos de las personas estén predeterminados.

—Créeme, Samuel, es así —insistió Noelia convencida de su teoría—. Es como si la estructura principal de nuestra vida estuviera diseñada; es más, como si fuera de dominio público y figurara grabada en algún formato. ¿Entiendes por qué hay gente capaz de vislumbrar el futuro? De alguna u otra manera ellos pueden acceder a esos archivos.

—No sé, Lucía… Si esos «archivos» existen, los protagonistas seríamos nosotros, es decir, ya habríamos interpretado el guión, ya habríamos vivido…

—¡Exacto! —exclamó Noelia—. Está escrito lo que nos toca vivir, lo bueno y lo malo que se nos presentará en el camino… y entonces tendremos que elegir. Ya hemos visto en un flash lo que será el tronco de nuestras vidas, con las infinitas posibles ramificaciones que pueden llegar a construir nuestros comportamientos, pero no recordamos nada, para que nuestra elección sea libre. Una inmensa telaraña custodia todo lo importante que rodea nuestra vida; sin embargo, en ocasiones la fuerza que atrapa nuestro destino deja escapar hechos banales, intrascendentes. ¿Acaso no has sentido nunca un dejá vu, la sensación certera de que has vivido con anterioridad una situación sin importancia? Todo lo que está pasando, ha ocurrido ya. Nuestro destino está escrito…, pero podemos cambiarlo, reconducirlo, si conseguimos captar lo que puede ocurrir si tomamos el camino equivocado. Tenemos la fecha de caducidad terrenal establecida, pero son infinitos los senderos que podemos atravesar hasta llegar a ella.

—Cambiar el destino es cambiar el futuro, ser un poco Dios…, y yo ni siquiera creo en Dios.

—¿No crees en Dios? ¿Y en qué crees? ¿Piensas que todo comienza y se acaba sin más, que el infinito escenario del cosmos no es más que un vertedero sin fundamento ni razón de ser?

—Eso pienso: nacemos y morimos. Punto. Todo lo demás es comerse el coco.

—Tu posicionamiento nihilista ante la vida se ampara en el desconocimiento y se nutre de la comodidad. El hecho de que no veas algo no conlleva su inexistencia. La postura egoísta favorece la ferviente suposición de que no hay nada más allá de lo puramente tangible, para así justificar la falta de compromiso. Pero si buscas en tu interior descubrirás que todo en ti no es materia, que hay «algo» que piensa, sufre, se emociona, ama…, «algo» diferenciado de ese montón de perecederas moléculas; ese «algo» extraordinario eres tú, Samuel, la esencia de tu ser.

Noelia tomó su mano y con inusitada vehemencia le preguntó:

—¿Acaso no sientes a tu «yo» verdadero dentro de ti?

Para su sorpresa, Samuel no encontró las palabras adecuadas para responder.

—Bueno…, concedamos un margen a la duda —balbució—. Existimos nosotros, con otra vida o sin ella, pero de ahí a que exista Dios…

—Es que nosotros somos parte de Dios —enfatizó ella—, diminutas gotitas que al juntarnos con las otras miles de millones que nos rodean formamos el inmenso Océano llamado Dios. El amor infinito está en nosotros, también la maldad, la crueldad y el odio. Sólo debemos buscar en nuestro interior… Dios es Amor, el amor que lo envuelve todo y que habita en cada uno de nosotros.

Samuel jamás había oído una interpretación mística de aquella naturaleza: la concepción de Dios Padre como la unión de todos nosotros, hijos. Noelia no creía en un Dios único omnipotente, bienhechor y justiciero diferenciado de la humanidad, de la vida… Para ella Dios y Amor eran la misma cosa.

—Todos tenemos algo de Amor en nosotros, algo de Dios, por eso está siempre presente… en todo lo que nos rodea —dijo Noelia con dulzura, convencida hasta la médula de sus argumentos—. ¿Has oído hablar de Morihei Ueshiba?

—¿Un escritor? —contestó Samuel acostumbrado a sus referencias literarias.

—No, fue el fundador del aikido: un arte marcial y una forma de vida. El maestro Ueshiba nos enseñó que todas las cosas en el Universo provienen de una misma y única fuente: el Ki. El corazón del Universo late en armonía con la Creación. Si alcanzamos a comprender el ritmo de ese latido obtendremos el equilibrio espiritual y alcanzaremos la armonía en nuestras vidas, y esto hará proyectar la concordia y la hermandad a las personas que nos rodean, a todo lo que se halle en nuestro entorno. Nuestras vidas son una parte del Universo, y cada uno de nosotros, hasta el más débil, posee el Ki, una fuerza interna grandísima.

—¿Quieres decir entonces que Dios es esa energía vital llamada…?

—Ki. El Ki fluye por nuestras venas, ilumina nuestras almas. El Ki es el Amor; el Ki es Dios; por eso todos llevamos un pedacito de Dios, formamos parte de Dios. En potencia todos somos Uno. Busquemos el Amor en nosotros, démoslo y nos acercaremos a Dios.

La interminable noche recordó a Samuel cada minuto vivido con Noelia. La idea de buscar a Dios en su interior y unirse a Él se le apareció con tanta fuerza que su voluntad parecía querer dejarse llevar, descansar, buscar la luz eterna… En su delirio vio a sus padres. Estaban felices, tranquilos, serenos. Lo miraron con ternura y le dijeron que su hora aún no había llegado.

El impasible martes amaneció en el tormentoso silencio que imperaba en aquella catacumba. Allí no aparecía nadie; pasaban las horas y todo seguía igual. Se levantó mareado pero con determinación. Completaría de una vez por todas la vuelta al maldito túnel y si no obtenía resultados arriesgaría su vida en el casino de la desesperación, bebiendo del incierto líquido para apostarlo todo a la única casilla de la inocuidad, ninguneada por las demás, nocivas algunas, perniciosas a morir otras, todo bajo la atenta mirada del tenebroso crupier, expectante por extender su guadaña por el lúgubre tapete.

Samuel quería darlo todo en ese último esfuerzo, pensando que, en el supuesto de que la empresa no diera sus frutos, no podría transcurrir mucho más tiempo sin ser rescatado. Hacía más de tres días y medio que no hablaba con Noelia, y sabía que su chica no lo iba a abandonar a su suerte. Ella estaría a esas horas removiendo cielo y tierra, preguntando a Kamduki, insistiendo en la embajada española en Noruega, exigiendo a las autoridades…; ¡igual incluso se hallaba en esos momentos a escasos metros de allí, esperando la inmediata apertura del carril de emergencia! Ésa era la fe que aferraba a Samuel a la vida. Lo que de ninguna manera podía imaginar era que en ese preciso instante Noelia se hallaba hundida en el lecho de su habitación, las manos temblorosas, a punto de quitarse la vida.

Samuel arrancó el vehículo. El panel seguía indicando una martirizante temperatura de treinta grados. La fatiga apenas le permitía asir el volante; su visión iba y venía al vaivén de una fina niebla que parecía haberse infiltrado en sus ojos. Su cuerpo ardía tanto que le hacía añorar el alivio del frío suelo. Accionó el climatizador para intentar aplacar el fuego que le abrasaba las entrañas, y entonces una sonrisa iluminó su desencajado rostro. ¡Cómo podía ser tan estúpido! Su coche no tenía agua potable para darle, pero podía fabricársela. ¡Y completamente pura!

Lo había visto tantas veces en su vida cotidiana y, sin embargo, no se le había pasado por la cabeza en su dramático encierro. A veces, por sorprendente que pueda parecer, las personas que nos son menos importantes, los objetos más simples o los hechos más insignificantes, que suelen pasar desapercibidos en nuestra rutina diaria, pueden llegar un día a tener un protagonismo decisivo en nuestras vidas. El aire acondicionado enfría el agua que se encuentra en el aire y provoca que cambie del estado gaseoso al líquido. Es el proceso de condensación, el mismo que la naturaleza nos brinda cada mañana con el rocío. El agua que desprenden los coches cuando el aire acondicionado está encendido no es producto de una pérdida: es el resultado del trabajo del evaporador del vehículo, que condensa la humedad del aire sobre la superficie que ha enfriado. Por tanto, cuanto mayor sea la humedad ambiental, más agua condensará el climatizador de un coche y mayor será el charco que forme en sus bajos. Samuel desconocía el grado de humedad relativa del aire en el túnel, pero sabía que sería suficiente como para proporcionarle una buena dosis de vida líquida.

Ese hallazgo supuso una milagrosa ignición en el desahuciado ánimo de Samuel, una mágica chispa que transformó su desaliento en euforia. Sus flácidos músculos cobraron milagrosamente vida, de igual forma que le ocurre al equipo de fútbol desarbolado por el juego del rival y hundido por un marcador desfavorable, que de pronto se encuentra con un gol inesperado que inyecta en su debilitada confianza una fortaleza inaudita, un envalentonamiento y unas renovadas ganas de vencer, que hacen mejorar su juego provocando el nerviosismo en el equipo contrario, que se veía hasta ese momento ganador.

Se aseguró de colocar el climatizador a la mínima temperatura y a la máxima potencia y comenzó el recorrido. Aun sin beber, el efecto psicológico de haber encontrado un oasis en aquel terrible desierto agudizó su visión y templó sus manos al volante.

Apenas quince minutos después había completado la vuelta, sin rastro de la enigmática puerta de acceso. Precipitadamente bajó del vehículo en busca de su manantial. Arrastrándose bajo el coche buscó con desesperación el surtidor, espejismo de su enfermo anhelo. Creyó ver una gota y su lengua se abalanzó sobre ella como hambriento reptil sobre su presa, pero resultó ser un pegote de grasa. En alocada exasperación comenzó a palpar los bajos del automóvil, con las manos, con la cara, lamiendo gotas de aceite mientras su desesperación estaba a punto de hacer estallar su cordura… hasta que lo oyó: era el inconfundible sonido de una gota estrellándose contra el suelo. Con la respiración contenida, como si su hálito fuera a espantar a la presa, se aproximó a la zona del copiloto, y entonces una gota de agua helada cayó justo sobre su nariz. Sus pupilas dilatadas captaron la fuente de su salvación: el tubo de desagüe del aire acondicionado. La hermosa visión paralizó su ímpetu. Muy suavemente, para saborear cada milésima de segundo, sus temblorosos labios se acercaron al sagrado conducto, que agradecido por la veneración dejó resbalar varias gotas al fervoroso contacto. El sabor a polvo y barro que revestía el tubo no le impidió disfrutar del añorado encuentro con el agua. Aguantó sorbiendo del desagüe todo lo que su espalda le permitió. Luego se dejó caer, la boca abierta como una fiera, mientras el maná caía y caía.

Se mantuvo en esa postura durante media hora, hasta casi desencajar la mandíbula. Luego subió al coche y avanzó unos metros en busca de su abandonada trolley; de material rígido, una parte la utilizaría para recolectar el agua de la condensación y la otra para almacenar su orina. Revitalizado psicológicamente por el aporte hidratante y emocionado como si hubiera salvado ya la vida, no se había parado a pensar que seguía sin encontrar la salida y que su tardío ingenio le había proporcionado un alivio que, desgraciadamente, vagaba en la temporalidad. Sólo después de acomodar su maleta a su nuevo puesto de trabajo se percató de la inevitable adversidad que estaba a punto de presentársele. Sus sospechas, como se temía, eran ciertas: el ordenador a bordo del automóvil indicaba que apenas le quedaban diez litros de gasolina y que el motor en ralentí, con el climatizador funcionando, gastaba 1,2 litros por hora.

Disponía de ocho horas para acopiar agua. Después ya no tendría siquiera la posibilidad de moverse con el vehículo. Al menos sabía que podía prolongar su supervivencia, pero… ¿hasta cuándo? No alcanzaba a comprender por qué nadie lo sacaba de allí. Llevaba tres días con sus tres noches perdido del mundo y a nadie se le ocurría buscarlo en el lugar donde con más probabilidad podría estar. ¿Es que los de Kamduki no pensaban hacer nada? ¿Desaparecía una persona y un vehículo de alta gama y se quedaban tan panchos? A menos que…

De repente una idea siniestra sobrevoló sobre su resucitada lucidez: ¿y si había sido víctima de un malvado engaño?, ¿y si Kristoffer, una persona aparentemente correcta y amable, no era más que un vulgar delincuente? En un gesto mecánico buscó su cartera, para comprobar, con cierto alivio, que no le faltaba nada, ni las tarjetas ni el dinero. La hipótesis se le antojó disparatada: un montaje de tal calibre por sólo unos euros… ¿Unos euros? ¡Él ya no tenía unos euros! ¡Era el virtual ganador del mayor premio de la historia! ¿Y si había caído en las redes de una organización criminal que pretendía suplantarlo? Pero… no podía ser. Los responsables de Kamduki le habían mandado directamente las instrucciones, y sólo él tenía acceso a esa información. Únicamente él conocía sus claves…; él y Noelia, y ella se situaba fuera de toda sospecha. Nadie más estaba al tanto del nombre del ganador, ni del vuelo que le habían reservado, ni… ¿Y si alguien dentro de la organización de Kamduki, o incluso algún despiadado hacker capaz de vulnerar la seguridad del sistema, hubiera planeado y ejecutado su suplantación para llevarse el premio? La sangre se le heló al pensar que en tal caso jamás saldría vivo de allí. Aunque en ese supuesto Noelia pediría explicaciones a Kamduki y saltaría la alarma: la propia cúpula de la empresa o la policía descubriría el engaño. ¡Dios! ¡Noelia podría estar también en peligro!

Con el corazón sobrecogido por la sospecha de que pudiera ser cierto ese retorcido complot intentó buscar un razonamiento válido que echara por tierra la trama. Y afortunadamente no tardó en encontrarlo: un grupo de delincuentes no puede excavar un túnel de esas dimensiones oculto en la montaña sin que nadie se entere. La otra posibilidad podría basarse en la simulación de un accidente y el consiguiente soborno a todo el personal que trabajara allí. En tal caso, ¿iban a exponerse a que un accidente real obligara a la apertura de la salida de emergencia? Y aunque estuviera implicado el máximo responsable de la red de carreteras del país, ¿mandaría mantener cerrada esa vía en caso de un siniestro con incendio, arriesgando la vida de muchas personas?; ¿qué explicación ofrecería luego? No, sería absurdo…, si alguien prepara un montaje de esa magnitud no asumiría gratuitamente un riesgo innecesario; hubiera resultado muy sencillo y mucho más seguro entrar allí y pegarle un tiro, acabando expeditivamente con cualquier posibilidad, por remota que fuera, de ser desenmascarado. Luego lo sacarían oculto en el mismo coche y se desharían del cadáver. No, definitivamente no podía aceptar la conjetura de una conspiración. Pero si no lo había engañado Kristoffer, ¿por qué los responsables de Kamduki no lo rescataban cuando había dejado a uno de sus trabajadores en el pueblo justo antes de entrar en el túnel y otro estaba esperándolo justo a la salida? Y entonces por fin creyó encontrar la explicación. Fue una ráfaga de letras que en un suspiro iluminó su cerebro y sacudió todo su cuerpo. Era demasiado macabro para ser cierto, pero todo encajaba a la perfección: tanto secretismo, el inusitado viaje en coche, la ausencia de cualquier carril o puerta de acceso visibles, los paneles informáticos… Miró a su alrededor para contemplar lo que tenía ya visto hasta la saciedad y concentró su atención en la zona alta del túnel. Sólo veía focos, todos iguales y a cada cincuenta metros. Se situó debajo de uno de ellos. Lo mejor que tenía a mano para llevar a término su propósito se encontraba en sus pies: el zapato-cuenco iba a cumplir ahora una tercera función. Dio unos pasos atrás y lo lanzó contra el foco. Al tercer intento logró hacer estallar la lámpara. Ya sin la luz que le molestara pudo reconocer lo que buscaba: había una cámara de vigilancia camuflada.

Hizo la misma operación en el siguiente foco, y en el otro, y en todos encontró lo mismo. ¡Sus movimientos estaban siendo constantemente observados! La misma frase se le repetía hasta en la médula: «El vencedor deberá resolver nueve pruebas». En realidad nunca le habían dicho que fuese el ganador. Le comunicaron que había sido el único participante que había logrado resolver la prueba número ocho, que debía viajar a Noruega y mil cosas más, pero jamás que el juego había terminado.

Desafiante, escupiendo ira del alma, Samuel se dirigió a una de las cámaras:

—Bien, eso es lo que buscabais, ¿no es cierto? Pues ya os he desenmascarado. ¿Era ésa la prueba o queréis algo más? ¿Pretendíais averiguar cuánto era capaz de resistir o simplemente saber si soy tan inteligente como para entender que andáis detrás de esto? ¡Estáis completamente locos! ¿Me oís? ¡Malditos hijos de puta! ¿Pensáis sacarme de aquí de una puñetera vez o vais a plantearme otra de vuestras jodidas preguntas?

Samuel calló a la espera de una respuesta. Seguía sin moverse, su figura retadora encarando la cámara. Se mantuvo así durante cinco minutos. Luego comenzó a dudar y a pensar que estaba actuando de nuevo movido por la oleada de desesperación de otra de sus disparatadas presunciones. Pero en ese momento se oyó un chasquido distante. Algo bajaba del techo a unos 150 metros de distancia; parecía un panel luminoso. Se encaminó hacia allí a toda prisa. Había algo escrito, algo que confirmaba la veracidad de su última conjetura:

Prueba n.º 9:

¿Cómo salir del túnel?

Tiempo de resolución: Mientras aguantes con vida

Samuel se resistía a dar credibilidad a lo que acababa de leer. Había imaginado múltiples supuestos para intentar esclarecer el misterio de su confinamiento hasta que el último de ellos, el más absurdo quizá de todos, cobraba vida ante el estupor de sus desorbitados ojos. No podía ser cierto lo que estaba ocurriendo. ¿Cómo un concurso publicitado abiertamente por Internet, en el que habían participado cientos de miles de personas, se atrevía a incluir una prueba tan cruel e inhumana? ¡Podría haberle provocado ya un fallo multiorgánico! Su reacción fue, si cabe, aún más colérica que la anterior:

—¿Os dais cuenta de lo que estáis haciendo? ¡Voy a demandaros por esto! ¡Sacadme inmediatamente de este maldito agujero!

Pero no hubo respuesta. Samuel se mantuvo expectante, moviéndose de un lado para otro, sin dejar de maldecir y lanzar improperios y amenazas. Su impaciencia se desbocaba a medida que transcurrían las horas, hasta que comprendió que no llegaría ninguna respuesta, que esos lunáticos estaban dispuestos a llegar hasta el final. La indicación del panel reflejaba la diáfana realidad del fatídico ultimátum: «Tiempo de resolución: Mientras aguantes con vida». La disyuntiva era clara: encontrar la forma de salir de allí o morir.

Samuel había conseguido descubrir el enigma de su encierro, mas la situación no había mejorado…, ¿o tal vez sí? Había rastreado palmo a palmo todo el muro perimetral del túnel y no existía ninguna puerta. Las rendijas que separaban los distintos bloques de hormigón no se diferenciaban las unas de las otras, lo que hacía suponer que, con toda seguridad, un sistema hidráulico habría desplazado el bloque por el que fue introducido allí. Era inútil que siguiera buscando porque no iba a encontrar una palanca que accionara el mecanismo, así que la clave debía estar en los paneles empotrados en los muros. Eran teclados dispuestos para validar una respuesta. ¡Necesitaba conocer la pregunta!

Poco a poco se fue calmando, consciente de que no estaba en condiciones de imponer nada y que haría mejor en seguirle el juego a esos peligrosos perturbados.

—De acuerdo, continuemos con el juego —dijo en voz alta—. Es evidente que debo transmitir una respuesta a través del teclado. Díganme, por favor, cuál es la pregunta.

De nuevo la callada por respuesta. Esperó unos minutos y volvió a solicitar la pregunta de la novena prueba, pero seguían sin hacerle caso. Continuó a la espera, veinte minutos, una hora… hasta que volvió a perder los nervios.

—¡Malditos cabrones! ¿Queréis plantearme ya la puta pregunta?

Todas sus propuestas, ruegos, exigencias, amenazas o insultos fueron en vano. O la pregunta estaba implícitamente formulada o debería buscar la forma de hacer que apareciera en uno de esos cuadros informáticos. Debía volver a intentarlo con las teclas y se le había ocurrido una idea que podría funcionar: la siempre socorrida y eficaz reducción al absurdo, la misma que ya le reportó éxito con la prueba número tres, pero antes tenía algo que hacer…

Regresó al vehículo y se sentó a esperar. Transcurrieron cuatro interminables horas, luego desconectó el climatizador y apagó el motor del coche. Le quedaban poco más de dos litros de carburante, suficientes para dar una última vuelta al túnel, si fuese necesario. Luego aguardó, por espacio de unos cuarenta minutos, a que cayera la última gota de agua procedente de la condensación. Con decisión rescató de los bajos del coche a su querida trolley y hundió la cabeza en el bendito abrevadero, dispuesto a dar buena cuenta de todo el agua que había recolectado. Más prudente hubiese sido beber sólo una parte, pero… ¡no se fiaba de dejar tan preciado tesoro al alcance de sus maniáticos secuestradores!

Las teclas seguían encabezonadas en mantener su indescifrable funcionalidad, iluminándose al ser elegidas y ensombreciéndose cuando la preferencia pasaba a una compañera. Sin embargo, Samuel creía saber ahora el significado de esa pauta de actuación: pensaba que si accionaba las teclas correctas en el orden apropiado irían quedándose encendidas hasta completar la palabra clave que le conduciría a la resolución de la prueba. En el primer intentó iluminó la «K». Acto seguido pulsó la «A»… y la esperanza de una rápida resolución se desbarató al momento; había pensado que la palabra clave podría ser Kamduki —sin percatarse de la inviabilidad de su intento, pues esa palabra tenía dos K—. Ahora le quedaba probar todas las combinaciones posibles de teclas, una tarea laboriosa y, sobre todo, agotadora para alguien extremadamente debilitado por el ayuno, pues sólo para encontrar la primera secuencia de dos teclas correctas de entre las 36 para combinar (26 letras del alfabeto inglés más las diez unidades numéricas) existía la friolera de 1260 posibilidades distintas. Una vez localizados los dos primeros signos todo sería mucho más sencillo, pues para encontrar el tercer elemento de la palabra clave bastaría con ir probando con cada una de las 34 teclas restantes. Comenzó con determinación: «AB», «AC», «AD»… hasta llegar una hora y media después, completamente descorazonado, al par Z9, último de todos los posibles. El mundo se le vino de nuevo abajo… y cada vez tenía menos fuerzas para levantarse.

La reducción al absurdo no había funcionado; la suerte de golpes que propinó a la máquina tampoco. ¡No funcionaba nada! Y cada vez se encontraba más débil, sin ideas, agotado, en una situación extremadamente surrealista donde su propio espíritu parecía querer abandonarlo… Ya no sabía qué pensar ni qué hacer, porque ni aun conociendo la palabra clave tendría forma de validarla en los paneles electrónicos. Regresó al coche para tumbarse en los asientos a reflexionar, buscar otro enfoque, centrarse en el insulso enunciado, dejar la mente en blanco e intentar adoptar el punto de vista más simple, como Noelia le había enseñado. Y así pasaron las horas, incapaz de encontrar la solución, hasta que, definitivamente, arrojó la toalla.

Se ensimismó recluyéndose en el vehículo, del que tan sólo salió en un par de ocasiones para orinar en la trolley. Ni tenía fuerzas para caminar, ni había nada que escudriñar por los alrededores. Su mente ya no buscaba respuestas, porque no tenía lucidez para emprender ningún razonamiento lógico en un lugar donde todo era ilógico. Sus captores eran unos locos asesinos que estarían divirtiéndose con su padecimiento, o grabando cada secuencia para montar luego una novedosa película snuff sin violencia, donde el protagonista principal iba muriendo poco a poco entre episodios de locura, o… ¡quién sabe!, igual estaba sirviendo de cobaya en un siniestro experimento. Sea como fuere, detrás de todo ese tinglado debía haber gente gorda involucrada, puede que incluso altos cargos públicos… No había nada que hacer porque jamás saldría vivo de allí, resolviera o no la prueba. Sólo Noelia lo estaría reclamando, y ella no podía hacer nada sola… si es que no la habían ya liquidado para que dejase de preguntar. Por tanto, continuar luchando sólo hacía prolongar su sufrimiento.

Pronto se iba a cumplir el quinto día de su encierro en el túnel. Hacía ya mucho que no probaba líquido. Su orina aguardaba a escasos metros y aún disponía de un par de litros de gasolina en el depósito, vitales para conseguir un poco más de agua por condensación. Pero había abandonado las ganas de vivir. Se sentía extenuado y sólo quería que todo acabara de una vez. Con la pizca de energía que le quedaba se incorporó al asiento del conductor. Estaba decidido y no había vuelta atrás: salir o morir. Se ajustó el cinturón de seguridad, arrancó el motor y pisó el acelerador hasta el fondo. Era consciente de que disponía de poco carburante… y no quería fallar. El coche iba tan rápido, y su visión era tan borrosa, que sólo de milagro conseguía mantenerse en el trazado de la calzada. El objetivo era uno de los paneles electrónicos y debía elegir cuál de ellos para jugarse el todo por el todo. Y tenía que ser ya. Pensó que quizá detrás podría haber algo. Decidió embestir contra el primero que apareciera tras la pantalla luminosa que bajó del techo.

El impacto fue brutal, atronador. El cuerpo de Samuel se sacudió violentamente a la par que el airbag se activaba y el cinturón de seguridad absorbía parte de la energía del choque. La poderosa carrocería del vehículo quedó frontalmente destrozada. Instantes después el airbag se desinflaba casi por completo y Samuel acertaba a entreabrir someramente los ojos, esforzándose en su desfallecimiento por captar alguna consoladora imagen entre el amasijo de hierro y cristales. Su último aliento de esperanza expiró cuando comprobó que el objetivo sólo había sido alcanzado de refilón y que el hormigón armado había resistido la feroz acometida.

Horas después del impacto continuaba atado al asiento. Había perdido por completo el sentido de la orientación y la noción del tiempo. Su cuerpo ardía de fiebre. Noelia le preguntó por su escritor favorito y él le dijo que no tenía ninguno, que no había leído muchos libros, pero recordaba una cita de John Donne incluida en el famoso libro de Hemingway, Por quién doblan las campanas, que le encantaba. Noelia simuló no conocerla y le pidió que la recitara, y él lo hizo entonces y lo volvía a hacer ahora en un susurro ahogado:

Nadie es una isla, completo en sí mismo;

cada hombre es un pedazo de continente, una parte del todo.

Si el mar se lleva una porción de tierra,

toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio,

o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia.

La muerte de cualquier hombre me disminuye

porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente,

nunca preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti.

Veía su vida reflejada en aquel siniestro túnel. Tantos años circulando sin rumbo fijo, guiado por las líneas de la quimérica búsqueda de una idealizada comodidad, sentado plácidamente al volante de su egoísmo, conduciendo sin saber por qué, sin percatarse de que volvía a pasar una y otra vez por el desgastado asfalto de los mismos errores… ¡Toda su existencia atrapado en la misma carretera, sin destino, sin sentido…!

La vida es como un largo y negro túnel donde nos empeñamos en no ver la luz…

Noelia seguía a su lado; a veces no la veía pero sabía que estaba allí. Él le pidió que le repitiera los versos de Antonio Machado a los que había aludido unos días atrás cuando hablaba de la caridad del alma. Ella lo hizo gustosa y le obsequió con otros no menos bellos. Los recordaba perfectamente, pero le faltaba fuerzas para recitarlos. Con muchos esfuerzo, en un quejido imperceptible logró hacerlo:

Anoche cuando dormía

soñé ¡bendita ilusión!,

que era Dios lo que tenía

dentro de mi corazón.

Ya no había dolor; se sentía en paz consigo mismo, henchido de Amor… Instantes después había muerto.