Capítulo 4
La televisión es una grotesca vacuna que nos hace inmunes a los impulsos que alientan la conmiseración. A diario y a raudales se nos presenta la desgracia ajena en los informativos. Miles de muertes, todas injustas, pero no todas iguales ante nuestros ojos. Un asesinato en nuestro país tiene el mismo peso mediático que cien en Oriente Medio. La vida de un europeo parece valer más que la de cientos de africanos. Así se nos muestra a través de los medios de comunicación y así nos lo queremos creer, arrellanados en nuestro confortable asiento. ¿Acaso tuvo el genocidio de Ruanda trascendencia en la vida de los países occidentales? ¿Cuántos conocen que fueron asesinadas un millón de personas? Recalco: ¡un millón de personas! Aquella hecatombe quedó atrás con la llegada de 1995, un año que no fue precisamente fácil para muchos, como tampoco lo fueron los siguientes, ni los siguientes de los siguientes ni ningún otro, porque la vida, al fin y al cabo, no es fácil para aquéllos que reciben la indeseada visita de la desgracia.
En 1995 la gente parecía vivir acostumbrada a escuchar el parte diario de bajas en los Balcanes, con la misma despiadada indiferencia que hoy se conocen las muertes en Irak o en Afganistán, sea cual sea el número de fallecidos. Por el contrario, otras noticias causaban un mayor impacto; sin duda, la más renombrada fue el bárbaro atentado de Oklahoma, donde perecieron 168 personas. Y en medio del caos que parece gobernar la historia de la humanidad, los pequeños protagonistas, nosotros, intentamos pasar desapercibidos ante el infortunio, escondidos de la todopoderosa calamidad, implorando no toparnos con ella, conocedores de que siempre anda acechando por ahí, irremediable, imparable, invencible…, errando por las calles mientras elige su próxima visita. Aquel año decidió parar en la casa de la pequeña Noelia.
Las cosas cambian en un segundo, de la misma forma que se derrumba en sólo un instante aquello que tardó años en construirse. Y nunca se está preparado para ello.
Después del torneo de ajedrez Julián se aventuró a sincerarse con su hija. Le detalló todo lo acontecido desde el día que descubrió las excepcionales facultades de la pequeña: desde su entrevista con la doctora Meyer hasta la victoria de Noelia sobre Kurnosov. Avergonzado, le costó mucho hablar, explicarle los motivos que le habían llevado a actuar desde la trastienda, ocultando a una madre una información tan relevante sobre su propia hija. Cuando Julián acabó se hizo un profundo silencio. No se atrevía a mirar de frente a su hija y esperaba su colérica acometida. Pero Beatriz, lejos de enojarse adoptó una postura indulgente. Chasqueó la lengua y dejó escapar un profundo suspiro. Se acercó a su padre y con mucha ternura le acarició la barbilla a la vez que levantaba con suavidad su cabeza. No tuvo que decirle nada. En la mirada iba todo: la comprensión, el perdón y el afecto hacia un hombre que hacía denodados esfuerzos por no llorar.
Beatriz supo encauzar el asunto en su justa medida. Habló con la directora del centro donde cursaba la niña y estudiaron el apoyo que ofrecía la Junta de Andalucía para estos casos. Consiguió que una psicóloga educativa siguiera la evolución de la pequeña, sin que de momento se creyera necesario una adaptación curricular específica. En febrero, aprovechando el puente del día de Andalucía, Ricardo, Beatriz y Noelia pasaron unos días en Madrid. Pasearon en barca por el Retiro, visitaron el zoológico, disfrutaron del Parque de Atracciones… y fueron a ver a la doctora Alba Meyer.
El curso se desarrollaba con normalidad. Frente a las temerosas sospechas de Julián, Ricardo nunca se entrometió en la educación de la niña. Parecía más amable que nunca, tanto que a veces Julián dudaba de sus propios recelos. La vida era felicidad hasta aquel fatídico 13 de abril.
Como todos los años desde que tenía uso de razón, el Jueves Santo Beatriz tenía cita ineludible con la procesión de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder. Apostada en una concurrida zona de la calle Real, Beatriz aguardaba con devoción. Ricardo, vestido con impecable traje negro, hacía gala del fervor que derrochan los andaluces en la Semana de Pasión. Como venía siendo habitual, Noelia se quedó aquella noche con Julián. Aborrecía los pasos; no podía soportar el aspecto aterrador de los nazarenos ni la visión de las imágenes tan violentas que desfilaban por las calles: la Flagelación, la Crucifixión, la Corona de Espinas… Y luego el rostro de amargura en cada Virgen… El único día que salió con su madre la Semana Santa del año anterior, arrancó a llorar de pena con tanta insistencia al paso de la Virgen de la Esperanza que tuvieron que regresar de inmediato a casa.
La noche estaba espléndida. La música solemne de la banda comenzaba a oírse a lo lejos. Era la una y media de la madrugada cuando la Cruz de Guía, flanqueada por dos faroles, hacía acto de presencia. Sobria, con los contornos dibujados en plata, lucía en nácar el mismo tono morado que la indumentaria de la multitud de nazarenos que acompañaban a la imagen. Sólo los cíngulos de color amarillo rompían la uniformidad cromática de sus túnicas y capirotes. La muchedumbre se agolpaba para descubrir la gallarda figura de Jesucristo sujetando firmemente con ambas manos la pesada cruz apoyada sobre su hombro izquierdo. La cabeza inclinada sobre su lado derecho mostraba un rostro sereno, ajeno quizás al auxilio que le prestaba Simón de Cirene. Paso a paso, sobre la impresionante obra de orfebrería que era su trono de caoba, caminaba majestuoso hacia su templo al tempo de la música, ante la emocionada multitud que lo admiraba. Faltaba muy poco para la llegada de la preciada talla…, pero Beatriz no alcanzó a verla: un fuerte y repentino dolor en la parte inferior de la espalda le hizo perder el equilibrio.
A duras penas pudo Ricardo asirla por el brazo. El bolso cayó al suelo desparramando toda la suerte de objetos que las mujeres suelen sacar de paseo. Un rato después se encontraba en el servicio de urgencias.
Sólo los que padecen un cólico nefrítico conocen el alcance del dolor que provoca. Luego el tratamiento acaba eliminando el problema. Pero como a veces ocurre, acudes al médico por una cosa y acaban descubriendo otra completamente distinta. Un enemigo silencioso, implacable, terrible, devoraba a Beatriz por dentro.
Julián nunca aceptó el inevitable destino de su hija. Decidido a no firmar la rendición, se aferró al milagro hasta el último instante. Presentó los informes médicos a los principales oncólogos del país, planteando el tratamiento en los Estados Unidos, pero la respuesta de los especialistas no aportaba un ápice de optimismo. Descartada la solución médica, Julián solicitó ayuda divina. Lejos de ser creyente, hizo la promesa de desfilar descalzo la siguiente Semana Santa acompañando durante todo su recorrido a la procesión de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder, la cofradía preferida de Beatriz. Desesperado, amplió la promesa a diez años. Luego prometió ir de rodillas… pero sus plegarias no fueron escuchadas. ¿Por qué las suyas no y las de otros sí? Las procesiones —al menos las más veneradas— estaban repletas de personas que acompañaban en penitencia a los pasos. Y si desfilaban detrás sería porque estarían pagando las deudas contraídas con las promesas cumplidas. Se hallaba en tal grado de zozobra que llegó a pensar que debía haber apostado a caballo ganador, esto es, al paso procesional que más fervor suscitaba en la ciudad, y éste no era otro que la imagen de Nuestro Padre Jesús Cautivo, Cristo de Medinaceli. Inmediatamente desechó esa idea por inconsistente y absurda: si existía Dios sólo podía haber uno; las imágenes eran sólo representaciones de la vida de Jesucristo. Lo que ocurre es que la gente entra en la cotidiana dinámica de copiar a los demás incluso en el plano místico, y acaban venerando las imágenes más aclamadas por los devotos. Además…, Julián nunca había creído en las promesas. ¿Podría un Dios justo andar pendiente de las súplicas de cada persona, discriminando arbitrariamente los favores, éste sí y aquél no? No tendría sentido. Dios podría existir o no, pero rezumaba incoherencia sostener que interfería en nuestros destinos, no porque no pudiera, sino porque entonces no sería justo.
Noelia no merecía quedarse huérfana de padre y madre, ni ella ni tantos otros desgraciados. Pero a veces parece como si el destino estuviese marcado, por más que en la desesperación uno se agarre a un clavo ardiendo…
Y mientras Julián se empeñaba en mantener la esperanza, Ricardo se preparaba para el futuro. Con el pretexto de ayudar en las tareas domésticas mientras Beatriz se encontraba enferma, trajo a su hermana a vivir con ellos. Dolores tenía un aspecto descuidado, pero atendía sin desdén sus quehaceres. Soltera —y puede que entera— a los cincuenta, su rostro garantizaba que seguiría así para los restos. Daban fe de ello sus velludos pómulos, su prominente bigote y el enjambre de serpientes que tenía por cabeza. Esto último hacía más sorprendente el hecho de que se esmerara tanto en alisar el pelo de Noelia.
Las ganas de vivir, la ilusión, el espíritu de lucha, tan valioso y fundamental para vencer en tan descomunal batalla, no fueron suficiente. Beatriz languidecía con la pena de dejar a una niña de sólo ocho años sin más familia que su abuelo de sesenta, con la incertidumbre de saber si Ricardo cuidaría de ella como un verdadero padre. Ahora sí tenía la duda, ahora que todo iba a acabar.
La barriada se engalanaba cada año para recibir la Navidad: tiras de luces, guirnaldas, adornos en todas las plantas y el pino de la plazoleta central completamente iluminado, radiando felicidad. Hacía un rato que el Rey había ofrecido su tradicional mensaje. La mayoría cenaban, otros cantaban. Los vecinos más cercanos supieron guardar el respeto. A lo lejos se escuchaban villancicos, los de siempre: los pastores, los peces en el río, la marimorena, las campanas de Belén…
Beatriz cerró sus ojos para siempre a las once de la noche del día 24 de diciembre de 1995. La pequeña Noelia perdió a su madre justo antes de llegar la Navidad y Julián, que había visto fallecer a su esposa y a su yerno, ahora contemplaba impotente cómo se escapaba para siempre de sus manos su única hija, su perla más preciada, la alegría que le daba fuerzas para seguir viviendo.
Así de triste se manifiesta a veces la vida; así de dura es para muchos. Para Julián, lamentablemente, aún no había llegado lo peor.