Capítulo 17

Prueba n.º 8:

La Madre del Sol contempla a los nueve que vigilan; Paris te dará la clave del que venció en la matanza.

Tiempo de resolución: 48 horas

Samuel se quedó inmóvil, con la mente en blanco, sin saber qué pensar. No había más reseñas, ni siquiera una pregunta. Sólo el recuadro de siempre para escribir la respuesta y, sustituyendo al tradicional temporizador, una extraña figura humanoide, de rostro malhumorado y con una enorme panza en forma de bomba, en cuyo centro un reloj digital marcaba el tiempo restante, como si de un artefacto explosivo se tratara: 47:58:24, 47:58:23, 47:58:22…

Aunque estaban previstas nueve pruebas, la octava bien podría ser la última, ya que la anterior fue tan complicada que sólo quince personas lograron encontrar la solución. Por tanto, existía la posibilidad de que sólo uno de los supervivientes resolviera la nueva prueba que tenía ante sus ojos, alcanzando el ansiado premio, y estaba decidido a que ese honor recayera en su persona, a no caer eliminado ahora que lo tenía tan cerca… Se sentía optimista, satisfecho de su determinación y orgulloso de Lucía, pero aún no habían ganado nada; necesitaban hacer otro esfuerzo.

La octava prueba deparaba una especie de acertijo cuya resolución debía dar lugar a una palabra o una cifra por la que no se preguntaba en el enunciado. Súbitamente, Samuel pegó un salto de su asiento, consciente de que había perdido cinco preciosos minutos. Comprobó que el calentador de agua estaba operativo, se desnudó, tomó una toalla y se precipitó al torrente de agua tibia de su ducha, el lugar que siempre elegía para organizarse o para relajarse cuando las cosas se ponían complicadas.

El enunciado era corto, pero lo suficientemente denso como para contener cuatro términos significativos: la Madre del Sol, nueve vigilantes, París y la matanza. Algo le decía que la exploración habitual por los buscadores de Internet no iba a dar sus frutos, sobre todo con París, por ser una ciudad tan grande y con tanta historia. En cualquier caso, parecía que tendría que buscar algún guerrero natural de París, célebre por alguna batalla; también podría ser que el escenario de la contienda hubiese sido la capital francesa, aunque entonces resultaría al menos más sencillo enumerar las batallas que allí habían acontecido. De una forma u otra, el asunto parecía laborioso: no tendría más remedio que comenzar a buscar batallas famosas en tierras parisinas y guerreros, caballeros o reyes nacidos allí, aunque no tenía claro qué hacer después con ellos… Luego estaba la palabra matanza. ¿Por qué ese término y no otro más simple como batalla? ¿Fue porque se produjeron muchas bajas? ¿Quizá porque un bando masacrara literalmente a otro?

Samuel se percató, una vez más, de que había vuelto a empezar por el final, como cuando hojeaba el periódico o cualquier revista, y aprovechó esa parada en sus reflexiones para untar de gel su hasta ahora inmóvil cuerpo bajo el agua y retornó al principio del enunciado: la Madre del Sol. No parecía muy complicado: debía referirse a una mujer, a una ciudad, a una obra artística o a cualquier cosa de género femenino conocida por ese nombre. Y cerca de lo que fuese esa matriarca había nueve vigilantes, que harían de todo menos vigilar, admitiendo la acepción metafórica que a buen seguro tendría la expresión. ¡No iba a tratarse de nueve personas observando! Así que podrían ser nueve montes, nueve países o nueve árboles; ¡vete tú a saber! De pronto se le ocurrió que podría estar refiriéndose al Sol y a sus nueve planetas, porque… ¿eran nueve, no?; ¿no habían descubierto algunos más? No, recordaba que ahora se exigían unas condiciones especiales para ser un planeta y hasta Plutón había dejado de serlo, según el criterio de la Unión Astronómica Internacional y pese a las indignadas protestas de la ciudad de Illinois, hogar de su descubridor. En cualquier caso, el enunciado hacía alusión a la Madre del Sol, no al propio Sol.

Con estas divagaciones secó su cuerpo y, sin vestirse, volvió a su ordenador para comprobar que el siniestro reloj marcaba en ese instante un curioso triple 47. Acto seguido llamó a Lucía.

—Entonces, ¿prefieres que yo me encargue de la Madre del Sol y de los vigilantes? —repitió Lucía, después de que hubieran dialogado durante unos diez minutos sobre el enigma a resolver y la estrategia a seguir.

—Así es. Son ahora casi las seis y media. Nos vemos en el burger del centro a las nueve y media, cenamos algo y nos contamos lo que hayamos averiguado.

—Bien, hasta luego Samuel. ¡Suerte!

Camino de la hamburguesería, Samuel se preguntaba por qué diablos se le habría ocurrido quedar allí, cuando precisamente no era partidario de ese tipo de comidas, sutil legado del imperialismo económico y social norteamericano, que expande sus modas y sus gustos al resto de los pueblos, al igual que en su día hicieran las culturas griegas, romanas o incluso la española, cuando eran las potencias dominantes. En la época actual todo lo americano se vende, aunque sean suelas de zapato hipercalóricas acompañadas de patatas congeladas, regadas abundantemente con anhídrido carbónico y helado con chocolate o caramelo con frutos secos, esto es, dos mil calorías de una tacada. Y para colmo, pensaba Samuel, lo único medianamente saludable del menú por su poder antioxidante, el kétchup, no le gustaba. Prefería por su sabor el tomate natural, que además aporta seis veces menos calorías que la dichosa salsa.

—¿Sólo vas a tomar una ensalada? —preguntó Samuel.

—Soy vegetariana —respondió Lucía comprobando la expresión de sorpresa de su acompañante—. ¿No te habías dado cuenta aún?

—¿No comes carne ni pescado?

—No.

—¿Huevos y leche?

—Tampoco —contestó Lucía clavando su mirada en los ojos de Samuel, queriendo hacerle entender que prefería no continuar con esa conversación.

—¿Por qué lo haces, para seguir una dieta saludable o por temas filosóficos? —insistió Samuel sin haberse percatado de la tácita advertencia de Lucía—. Si eres vegetariana estricta creo que estás privando a tu cuerpo de alguna que otra vitamina especial. Tomarás suplementos vitamínicos entonces, ¿no?

A la mirada fría y penetrante de Lucía le acompañaba ahora una sobrecogedora rigidez en la expresión de su rostro y una súbita decoloración en el habitual tono luminoso de su tez.

—No tengo ningún tipo de problemas con la vitamina B12 ni con ninguna otra, ni soy una vegetariana estricta: ¡la inflexibilidad y la intransigencia no conducen a nada!; si tengo que comer cualquier cosa, lo hago. Soy vegetariana simplemente porque detesto que se tenga que matar para comer cuando podemos alimentarnos perfectamente sin que otros seres tengan que sufrir —sentenció la otra Lucía.

—Bueno, dejemos a un lado la comida y vayamos a lo nuestro: ¿qué averiguaste? —replicó Samuel de forma despreocupada, intentando aparentar que no se había percatado de su enfado.

Por primera vez había notado que la magia y el embrujo que desprendía y que tanto le atraía no sólo se manifestaba en amabilidad y dulzura. Casi sin querer, Samuel había descubierto una pequeña fisura en su infinita serenidad. Pensó que quizá le ocurría algo, mas no se atrevió a escarbar en sus sentimientos. Al fin y al cabo, era una persona, no un dios, y tenía derecho, como todos, a dejar escapar en alguna ocasión un gesto adusto. Y en verdad fue algo efímero, porque, de repente, en un solo segundo, el huracán se transformó en tormenta, la tormenta en depresión, y ésta en calma chicha. La melosidad la envolvió de nuevo y sus labios dejaron libres el encanto atrapado en su seductora sonrisa.

—No gran cosa. Está claro que los nueve que vigilan están estrechamente ligados a la Madre del Sol, por lo que he preferido centrarme en nuestra mamasita. Tener éxito con Google podría ser más engorroso que encontrar una aguja en un pajar, porque el término admite miles de entradas, pero, por ahora, creo que es la mejor herramienta de que disponemos para elegir pistas candidatas.

Entusiasmada, Lucía extrajo de uno de los bolsillos traseros de su ajustado vaquero una pequeña libreta anillada y comenzó a leer algunas anotaciones:

—Voy a concentrar mis esfuerzos en el antiguo Egipto, el culto al sol y su representación divina. Estudiaré a Hathor, considerada según los mitos como madre e hija de Ra, dios del sol. Por los mismos motivos visitaré a Isis, que tiene ese protagonismo en otras épocas. Luego echaré un vistazo a otras deidades, como Buto, diosa serpiente madre del sol y de la luna, o Mut, diosa madre origen de toda la creación. Tampoco olvidaré a las principales reinas egipcias, pues no podemos ignorar que los faraones fueron identificados durante un tiempo con el dios Horus y, más tarde, venerados tras sus muertes como dioses. Así que me entrevistaré con las superestrellas, señoras Nefertari y Nefertiti, a ver qué me cuentan… Creo que la clave puede estar en la mitología; las culturas precolombinas igual me dicen algo. Recorreré la Pirámide del Sol de Teotihuacan y, con mucha paciencia, veré lo que puedo encontrar sobre las reinas mayas, aztecas, incas, etc., si es que las hubo, que en este momento no lo sé, todo hay que decirlo. De momento descarto tu visión astronómica del asunto. La verdad es que, ahora que lo pienso, puestos a fastidiar el enigma podría referirse a cualquier civilización, desde los babilonios hasta las tribus del Amazonas. La prueba puede que sea bastante complicada, pero seguro que la resolvemos. ¡No tengo dudas!

—Te veo bien organizada y, sobre todo, animadísima —celebró Samuel—. Yo, por el contrario, dispongo de un maremágnum de datos inconexos que no sé ni cómo ordenar: tengo la lista de todos los reyes y reinas de Francia, pero como combates sólo encontré la batalla de París de 1814. Comencé, sin mucho éxito, un laborioso proceso de búsqueda de guerreros o caballeros parisinos, pero he abandonado esta tentativa, ya que el enunciado dice “París te dará la clave del que venció en la matanza”; en ningún momento se afirma que el vencedor del marcial enfrentamiento naciera allí. ¿Y si la clave se encuentra en algún museo? En este caso, ¿en cuál de ellos? ¡Dios! Sólo en el Louvre seguramente podríamos encontrar obras pictóricas de todas las principales batallas acontecidas en cualquier lugar del mundo.

Cuando Samuel volvió a tomar asiento frente a su ordenador, el perverso hijo de Chronos le anunciaba un nuevo triple: 41:41:41. Por un instante creyó vislumbrar una expresión más severa en su rostro, como si el virtual personaje hubiera incrementado su enojo, y sintió un intenso escalofrío al recordar la impenetrable mirada de Lucía en el restaurante. A medida que transcurría la noche, un inexplicable sopor se fue apoderando de la atmósfera. Entre cafés y teclas, la menguante Selena supervisaba impertérrita sus movimientos y respondía en silencio a sus súplicas de inspiración. Samuel permanecía en duermevela, ora embelesado contemplando en la luna la imagen bella de Lucía, ora observando la impasible cuenta atrás del grotesco dispositivo temporal. La luna, representada ahora por la imagen de Nefertiti que se custodia en Berlín, se burlaba de él, mientras que el hosco hombrecillo marcaba un ritmo funesto, aciago: 00:00:24, 00:00:23… El zar Alejandro I recibía de Talleyrand las llaves de la ciudad de París mientras Napoleón reía recostado sobre la luna y Lucía, maniatada a su lado, le suplicaba ayuda: «¡Socorro! Por favor, Samuel, ayúdame…» y él quería correr en su auxilio y no era capaz: sus piernas pesaban como el plomo. Estaba empapado en sudor, el corazón quería estallarle en el pecho, el zar también le enviaba una mirada amenazadora y todos reían, cien mil soldados reían, sofocando la voz de Lucía, que en una agonizante letanía seguía implorando su redentora intervención: «Por favor, Samuel, ayúdame…». Sobresaltado, derramó la taza de café sobre su escritorio; la cuenta atrás marcaba 33:58:15 y no quedaba rastro de la mutante luna.

La citación para la conciliación previa obligatoria a la demanda laboral contra su antigua empresa indicaba que debía presentarse en el Centro de Mediación, Arbitraje y Conciliación el día 4 de junio a las doce de la mañana, justo dieciocho horas después del inicio de la octava prueba. De acuerdo con su abogado, el asunto debería ocuparle unas dos horas, a lo sumo tres, incluyendo el trayecto de ida y vuelta. Así que, en principio, podría cumplir el compromiso sin robarle mucho tiempo a Kamduki. Ya de regreso, tenía previsto almorzar con Lucía. Pero la jornada le deparó una desagradable sorpresa…

Su turno de conciliación —con avenencia, como era de esperar, ya que el abogado de don Francisco era mucho más sensato que su cliente y sabía lo caro que le podría resultar continuar con el proceso— se retrasó hasta la una y media. Ese contratiempo fue insignificante comparado con el que se presentó más tarde: un camión había volcado en la autovía, provocando un colapso terrible en la circulación. El accidente ocasionó retenciones de varios kilómetros. Hasta tres horas después no se consiguió habilitar un carril para que comenzaran a circular los vehículos. Eran más de las siete de la tarde cuando tomaba la desviación de acceso a su localidad. Estaba hambriento y enfurecido por tan precioso tiempo malgastado, mas como las desgracias nunca llegan solas, poco antes de llegar a casa pinchó una de las ruedas. A cien metros escasos se encontraba un taller de reparaciones, así que decidió arreglar el pinchazo, en previsión de males mayores. El día había sido desperdiciado por completo y se sentía cansado para afrontar la noche, pero esperaba recobrar fuerzas con una reconfortante ducha y el posterior aporte de energía de la cena. Además, confiaba en que Lucía hubiera averiguado algo…

De nuevo apareció su enemigo, enmascarado en un furibundo personaje que socarronamente le mostraba un inquietante 20:00:00. Toda su vida lo mismo: siempre a su lado el funesto tiempo…, ese inseparable compañero de viaje que condiciona nuestra existencia, que no surgió de la naturaleza sino de nuestra obstinación por el progreso. Implacable, insumiso, ineludible…; incomprensible tirano que sólo existe en nuestra imaginación y que esclaviza sin piedad nuestras vidas. El tiempo…, el escaso tiempo que tenemos todos, el que nos impide disfrutar de nuestros hijos, el que nos distrae de recrearnos con la belleza que nos rodea engatusándonos con utópicas promesas, el que fiscaliza nuestra pecuniaria gula, el que nos indispone y obstruye nuestras arterias, el farsante que nos maltrata en nuestros mejores años y nos ofrece su sincera amistad cuando las manecillas del reloj de nuestras vidas ven próximo el fin de su dilatado periplo, el mismo que se apodera de nuestros deseos y los encierra para siempre…; el poco tiempo que siempre había tenido Samuel, el que pronto, cuando volviera a trabajar, le presionaría día a día y le impediría pasear en libertad, contemplar el mar y dejarse fascinar por su infinita paz, despreocuparse de todo lo prescindible, respirar, sentir cómo el aire atraviesa cada uno de sus alvéolos, leer, crear, construir, dejar volar su imaginación, congratularse de ver que lo que hace es positivo para los demás, pleno para él… Detenerse y mirar, y escuchar, y sentir… ¡Vivir! El maldito poco tiempo que constantemente lo acechaba para robarle la libertad. Y ahí estaba también en la prueba, martirizándolo, relamiéndose en su poder, desafiándolo… Pero en esta ocasión Samuel le estaba planteando una feroz batalla. Contemplaba con firmeza la figura que lo representaba en su pantalla, pretendiendo hacerle ver que estaba dispuesto a salir victorioso, que necesitaba resolver la prueba, que había recorrido un largo camino y no pensaba claudicar ahora. Quería ese premio a toda costa. Lo necesitaba, lo había trabajado, se había entregado a ello, y merecía la recompensa. Samuel sabía que si lograba vencer ahora al tiempo sería para siempre. Quería cambiar, ser libre para el resto de su vida, y el triunfo que tenía tan cerca podía darle lo que con tantas ganas ansiaba: disponer a su antojo de todo el tiempo del mundo.

Los emoticones de Lucía irradiaban felicidad en todos sus mensajes, aunque las perspectivas no eran muy prometedoras a esas horas de la noche. Estarían conectados por pantalla hasta que Morfeo decidiera visitarles y, al día siguiente, sábado, se verían a las doce de la mañana para agotar juntos las últimas cinco horas del plazo.

La noche del jueves Lucía investigó hasta la extenuación la vida y milagros de las principales deidades egipcias: los faraones, las reinas y todo lo que pudiera relacionar Egipto con el Astro Rey, encontrando finalmente algo realmente interesante. Invirtió mucho tiempo en la ínclita reina faraona Hatshepsut, hija de Tutmosis I, que gobernó Egipto durante la XVIII Dinastía. Sobre la terraza intermedia de su famoso templo de Deir el-Bahari, situado frente a la antigua ciudad egipcia de Tebas (actual Luxor) se encuentra el pórtico de la representación de su nacimiento, en presencia de Amón y otras nueve divinidades. Por otro lado, en el pórtico consagrado a las escenas de caza, situado en el patio inferior, se muestra a Hatshepsut como una fiera con cabeza humana aplastando a nueve enemigos. Nueve era el número de enemigos ancestrales de Egipto, y así aparece en muchísimos grabados, pero lo que más llamó la atención de Lucía fue la tragedia ocurrida en 1997, cuando 58 turistas y 4 egipcios fueron masacrados en el mismo templo de Hatshepsut por un comando radical islamista, en lo que se conoce como la «matanza de Luxor». Sin embargo, no había conseguido relacionar a esta reina como la Madre del Sol, en todo caso sería la hija del Sol, la hija de Amón. Tampoco le cuadraba la alusión a París ni la expresión «el que venció en la matanza»; ¿cómo alguien podría salir victorioso de tan execrable suceso?

Con respecto a las culturas precolombinas, su búsqueda había resultado aún más infructuosa. Mucha adoración al sol, pero nada significativo relacionado con el número nueve. Descubrió que en la mitología maya el inframundo estaba compuesto por nueve niveles, pero no consiguió hallar nada que vinculara esa circunstancia con la Madre del Sol. A las cinco de la mañana se acostó rendida.

El día siguiente lo dedicó a escudriñar en la biblioteca todos los volúmenes dedicados a la mitología, intentando encontrar alguna ilustración que le evocara algo especial. Y la única inspiración le llegó a la una de la tarde en forma de apetito, al contemplar una pintura de la tumba de Nakht, astrónomo de la Dinastía XVIII (no podía evitar volver a los tiempos de Hatshepsut), donde unas jóvenes egipcias disfrutaban de un suculento banquete. Al dictado de las órdenes de su estómago abandonó la biblioteca, consciente de que no podía resolver el enigma sin analizarlo en la totalidad de su enunciado, por lo que ansiaba hablar con Samuel, a ver si él había averiguado algo que, de una u otra manera, pudiera estar relacionado con su querida faraona, única pista fiable en la que confiaba. Pero lo más atrás que había llegado Samuel era al 250 a. C., fecha aproximada de la fundación de París.

Intercambiaron toda la información y convinieron trabajar esa noche a propia discreción. Lucía localizó una interminable relación de todas las mitologías habidas y por haber, conteniendo cada una un sinfín de nombres de dioses con sus correspondientes significados y las leyendas que los envolvían y Samuel comenzó a leer todas las entradas, de cierto interés, que el buscador le ofrecía con “la matanza”. A las doce de la noche mandó un mensaje a Lucía diciéndole que anulaba su cita para el día siguiente, pues iba a reservar un vuelo que salía a las 10:05 desde Madrid con destino Luxor. Pensaba trabajar un rato más y luego dormiría un par de horas, para salir a las cuatro de la mañana hacia el aeropuerto de Málaga para tomar el enlace.

—Es una opción arriesgada; no estoy segura de que la resolución del enigma se encuentre en el templo de Hatshepsut.

—Es lo único que tenemos. Hemos llegado tan lejos que me resisto a quedarme aquí esperando a que el tiempo se agote. Si todo sale bien llegaré a Deir el-Bahari con unas tres horas de margen. ¡Espero que los dioses me iluminen y vea algo que nos dé la clave para resolver esta endemoniada prueba!

—No estoy convencida, Samuel —protestó Lucía.

—Está decidido. Te dejaré mis claves de acceso, por si llegado el momento no dispusiera de conexión a Internet, para que introduzcas tú la respuesta.

—¡Ojalá sea así! No me moveré de mi ordenador, a la espera de tu llamada.

—Gracias, Lucía. Si encuentro algo nuevo en este rato te lo comunico.

Pero Samuel no pudo encontrar nada más porque a los veinte minutos el cansancio acumulado logró vencer su resistencia y cayó rendido en el sofá. A las tres y cuarto de la madrugada recibió el siguiente mensaje de Lucía: «¡Lo tengo!», pero cuando sonó su despertador no pudo ver nada, pues el cable de alimentación de su portátil se había soltado y la energía de la batería estaba agotada. Se duchó y se vistió con ropa ligera, tomó el pasaporte, dinero, las llaves del coche y su teléfono móvil. Antes de salir se volvió para buscar su mochila, introdujo unos bóxer, una camiseta, el bote de desodorante, su cepillo de dientes y el cargador del móvil.

Como es habitual en los aeropuertos, había una considerable cola de turistas en los mostradores de la compañía aérea, a la espera de obtener sus correspondientes tarjetas de embarque. Samuel se lamentó de no haber utilizado el servicio de tarjeta de embarque móvil al contratar su vuelo por Internet, con lo que se habría ahorrado la espera, habría recibido un código en su teléfono —se percató de que estaba desconectado y lo sacó de su bolsillo para encenderlo— y ahora sólo tendría que utilizar el lector que, sumido en un profundo aburrimiento, esperaba alguna visita justo a su izquierda. No le auguraba un futuro muy halagüeño a la dichosa maquinita, pues pensaba que, más pronto que tarde, todas las compañías decidirían ofrecer el servicio de facturación directa por Internet. Nada más conectar su teléfono comprobó que el aparato tenía información que proporcionarle. Samuel quedó perplejo al descubrir que, tras las seis llamadas perdidas de Lucía, tenía un mensaje en su bandeja de entrada que decía: «No tomes ese vuelo. La clave no está en Egipto».

Más por continuar la rutina autoimpuesta que por propia convicción, Lucía repasaba la lista de dioses de la mitología guanche (pueblo de origen bereber que habitaba Tenerife antes de la conquista de los castellanos): Achamán, dios del cielo; Magec, dios del sol; Chaxiraxi, diosa madre, Guayota, dios del mal… Pasaba de largo cuando sintió un pálpito: «Diosa madre; ¿no será madre del dios que le precede en la lista, casualmente el dios del Sol?». Introdujo el término «Chaxiraxi» en el buscador y el corazón le dio un brinco: entre otras acepciones, Chaxiraxi significaba Madre del Sol. El resto de información llegó como una cascada de agua fresca y clara.

—¿Seguro que descartamos a la reina Hatshepsut? —preguntó Samuel incrédulo.

—Y tanto —aseguró Lucía, que no cabía en sí de gozo al comprobar que Samuel no había tomado aún el vuelo con destino Madrid.

—Me tienes en ascuas, socia: ¿cuál es el misterio?

—No tan deprisa, Samuel, no tengo la solución; sólo sé el lugar donde puede estar…

—No me digas que tengo que tomar otro vuelo —interrumpió Samuel.

—Probablemente —asintió Lucía.

—¿Destino?

—Las Islas Afortunadas.

—Cuéntame, por favor, no me tengas así —suplicó Samuel.

—Según la leyenda, en el año 1392 dos pastores guanches de la isla de Tenerife divisaron, en el barranco de Chimisay de la actual playa del Socorro del municipio de Güimar, la figura de una mujer de piel oscura con un niño en brazos. Como el temeroso ganado no se atrevía a continuar, los pastores pretendieron ahuyentar a la desconocida, pero se hirieron en el intento, en circunstancias extrañas. La noticia llegó a oídos del mencey de aquel territorio.

—¿Mencey? —preguntó Samuel.

—Es el nombre dado al monarca guanche de un territorio o menceyato de la isla de Tenerife —respondió al instante Lucía, que seguía entusiasmada con su narración—. Pues este mencey acudió al lugar y descubrió que se trataba de una estatua. Ordenó a los pastores que la recogieran para llevársela, pero en el instante en que éstos la tocaron, todas sus magulladuras desaparecieron sin dejar rastro. Entonces la imagen fue depositada en una cueva cercana, propiedad del propio mencey, y le pusieron el nombre de Chaxiraxi, que significa Madre del Sol. Años más tarde, un guanche llamado Antón, convertido al cristianismo tras haber sido esclavo, reconoció en la imagen a la Virgen María y le relató al mencey la fe cristiana que sostenía, convenciéndolo para trasladarla a la cueva de Achbinico, en el municipio tinerfeño de Candelaria, para que fuera objeto de admiración y veneración por todos.

—Así que buscábamos una Virgen —murmuró Samuel.

—También se le cambia el nombre —continuó Lucía—, pasando a conocerse como la Virgen de Candelaria. En esta cueva permanece hasta el año 1526, cuando se traslada a su nueva ermita, a unos escasos metros de su anterior morada. En 1826 la imagen desapareció víctima de una inundación, pero los dominicos encargaron una réplica, que es la que actualmente se venera. En el lugar donde se ubicaba la ermita, se encuentra ahora una basílica.

—Entonces los nueve que vigilan serán nueve santos o algo así —declaró Samuel convencido—. ¿Pudiste estudiar el templo?

—Nada de santos. Los nueve que vigilan son nueve imponentes estatuas situadas allí mismo, en la Plaza de la Patrona de Canarias, conocida también como Plaza de la Basílica. Representan a nueve menceyes; atento a sus nombres: Acaymo, Adjona, Añaterve, Bencomo, Beneharo, Pelicar, Pelinor, Romen y Tegueste. En estos momentos, cabezada va y cabezada viene, estoy investigando sobre sus vidas, a ver qué batallitas encuentro —respondió Lucía, sin que en sus palabras se pudiera apreciar la más mínima sensación de cansancio.

—Gran trabajo, socia, no voy a tener más remedio que compartir el premio contigo —dijo Samuel mientras se paraba a contemplar un panel con la información de los vuelos.

Lucía no había pasado por alto el hecho de que Samuel la hubiera llamado «socia» por segunda vez en apenas unos minutos; de hecho, una sonrisa había escapado de sus labios cuando lo oyó. «¡Vaya par de socios!» —pensó.

—Te dejo, Samuel, si encuentro alguna matanza llevada a cabo por estos personajes, te llamo.

—Un momento, Lucía… Recuerdo haber visto en Internet un pueblo en Canarias llamado «La Matanza», que debía su nombre a una batalla que allí se libró. ¡Mira que soy tonto…! Lo descarté al no encontrar nada que lo relacionara con París, con la madre de ningún sol ni con el número nueve.

—Echaré un vistacito.

—De acuerdo, yo voy a informarme sobre los próximos vuelos a Tenerife —respondió Samuel algo abatido, por no haber prestado más atención a la pista que había tenido delante de sus narices.

Apenas había transcurrido media hora cuando volvió a sonar el teléfono de Samuel.

—Si estás de pie, siéntate —dispuso Lucía.

—Estoy sentado y camino de Sevilla. De allí sale el único vuelo que podría llevarme a tiempo, si bien in extremis, a Tenerife. ¿Qué notición me vas a dar? Dime que tienes la solución y regreso a casa y te doy un beso y… —Samuel calló al momento, percatándose de lo que la emoción le había hecho expresar. Estaba completamente ruborizado.

—No tan deprisa —respondió Lucía con toda la intención de hacer dudar a Samuel sobre el destino de sus palabras: ¿querría decir que no diera aún por hecho el éxito de la prueba o que debería frenar sus impulsos de acercarse a ella?

—Estoy impaciente, socia.

—Pues escucha esta historia: el primero de mayo de 1494 desembarca en Tenerife Alonso Fernández de Lugo, conquistador a las órdenes de los Reyes Católicos, dispuesto a completar la conquista de las islas Canarias. Tinerfe fue el último mencey gobernador de la isla; ahora el territorio estaba repartido entre sus nueve hijos en menceyatos independientes, lo que, a priori, hacía más fácil la conquista.

—Los nueve menceyes representados en la Plaza de la Basílica —puntualizó Samuel.

—Exacto. Bencomo, mencey de Tahoro, estaba dispuesto a plantar batalla a los invasores y convocó al resto de menceyes para acordar un pacto en defensa de sus respectivos territorios. Logró el respaldo de Acaymo, Beneharo y Tegueste; sin embargo, los menceyatos del sur de Tenerife no se unieron, alegando que se defenderían solos, aunque la realidad fue que se rindieron sin ofrecer resistencia.

—¡Vaya! Fíate de la familia. ¡Qué diría su padre!

—Fernández de Lugo, al no poder convencer a Bencomo, decidió ir a su encuentro para desencadenar la guerra en sus mismos dominios, confiado de tener la retaguardia garantizada y cubierta por la sumisión del mencey Añaterve.

—Una joya de hermano; ¡pobre Bencomo!

—Sí, pero Bencomo conocía los proyectos del conquistador castellano, por lo que ordenó a sus aliados que permitieran el paso de los enemigos por sus territorios; de esta forma, los castellanos llegaron sin dificultad alguna a su reino, apoderándose allí de gran cantidad de ganado que pastaba en fértiles terrenos. De regreso al campamento con el preciado botín, conseguido sin el derramamiento de la más mínima gota de sangre, los menceyes aliados aguardaban en el obligado paso del barranco de Acentejo. Los guanches, sin coraza y con armas primitivas, se lanzaron al ataque, aprovechando la dificultad que tenían los jinetes castellanos para desenvolverse en tan fragoso paraje, repleto de maleza arbórea. La emboscada fue tan terrible que a los castellanos no les quedó otro remedio que batirse en retirada, resultando herido el propio Fernández de Lugo, que logró escapar con vida milagrosamente. En el campo de batalla quedaron más de mil muertos: una auténtica matanza.

—Una verdadera masacre —coincidió Samuel.

—Esa batalla fue conocida como la matanza de Acentejo, justo como se llama el municipio del norte de Tenerife —finalizó Lucía, dejando entrever cierto aire de melancolía.

Tras la narración del relato surgió un prolongado silencio, introspectivo, reflexivo, como cuando acaba una película y sabemos que falta una pieza en el engranaje, ese viaje paradójico e imposible al pasado, ese descuidado error en el asesinato… ¿Dónde encajaba la ciudad de París con Tenerife, la Virgen de Candelaria y los guerreros guanches?

—Tengo a Bencomo en mi pantalla —exclamó Lucía, rompiendo el inquietante mutismo instaurado entre ambos—. Vamos, bonito: ¿cuándo has pisado tú los Campos Elíseos?

El vuelo con destino al aeropuerto tinerfeño de los Rodeos tenía previsto salir de Sevilla a las 13:55 horas. Samuel había quedado en volver a llamarla una vez se encontrara junto a la puerta de embarque.

Lucía insistía aferrada a su ordenador; sólo se había levantado una vez para acudir al baño y otra para tomar una manzana del frigorífico durante las tres infructuosas últimas horas. Y Bencomo continuaba observándola, altivo, majestuoso, inmenso, sobre un enorme bloque de piedra, la mitad del cráneo absorbiendo el poder de su dios, el resto engalanado con cabellera trenzada, ojos rapaces profundos, prominente mentón de rizo aderezado, ingente pecho guarecido por una única prenda, interminables piernas, desmedidas manos, la derecha sosteniendo un pedrusco, la izquierda sujetando con firmeza su primitiva arma; mirada solemne y grave expresión en su semblante, advirtiendo, esperando…

—Si despegamos sin retraso llegaremos a Tenerife alrededor de las cuatro y cuarto, hora peninsular; con suerte puedo estar saliendo del terminal a las cuatro y media. Me dijiste que Candelaria está cerca, ¿verdad?

—Son poco más de veinte kilómetros; deberías llegar en unos quince minutitos —respondió Lucía.

—Genial; tendré sólo una hora para inspirarme.

Samuel denotaba cierta desesperanza.

—Pero yo tengo casi cinco —le animó Lucía, sin pararse a pensar en la cantidad de fatiga acumulada, pues sólo había dormido cuatro horas en las últimas cincuenta.

—Socia, tengo poca batería: te llamo cuando me encuentre en la Plaza de la Basílica. Mucha suerte.

Poco antes de las cinco de la tarde Lucía decidió entrar en la aplicación Kamduki con las claves de Samuel. Se encontraba exhausta, hastiada de cafés, coca colas y demás bebidas estimulantes. Necesitaba descansar, que acabara de una vez por todas la prueba. Deseaba ver las seis en su reloj para desconectar, dormir durante tres días seguidos, pero temía la llegada de ese momento. Sabía que había algo que se le escapaba: ¿qué escondía París y dónde? Había recorrido virtualmente decenas de museos parisinos sin resultado alguno y ya no le quedaban fuerzas para seguir ni lucidez para pensar. Confiaba en que Samuel descubriera algo, cualquier indicio, una palabra, una imagen, un detalle que activara su agonizante ingenio.

Eran las cinco y se preguntaba por qué no la había llamado aún. En un acto reflejo volvió a recorrer los enlaces abiertos en su escritorio: la imagen de Bencomo, la historia de la Virgen de Candelaria, el museo Carnavalet, el Louvre, Orsay y, por último, la página de Kamduki, donde un siniestro personaje, con forma de reloj, la miraba inquisitivo, arrogante; en su tripa una agónica cuenta atrás: 00:54:28, 00:54:27. Samuel seguía sin llamar.

A las cinco y cuarto sonó el teléfono de Lucía.

—El avión salió con retraso. Ahora estoy en un taxi. ¿No puede ir más deprisa? —vociferó Samuel mientras hablaba con Lucía.

—Hay que respetar las señales, mi niño —protestó el taxista.

—Necesito llegar urgentemente a la Plaza de la Basílica, y a este ritmo no llegamos. ¿Tienes algo, Lucía?

—¿Va usted a misa? —Curioseó socarronamente el taxista.

—Lo siento, Samuel —murmuró Lucía.

—Voy a jugar al mus con los menceyes —replicó Samuel en el mismo tono—. No te preocupes, Lucía, la batería se acaba; te llamo luego.

—Chico, si no le gusta el servicio la próxima vez tome la guagua —sentenció el taxista un tanto molesto.

La Plaza de la Basílica se mostró a Samuel diáfana en su amplitud, inmensamente gris, vacía, pero a su vez augusta, mostrando su verdadera razón de ser: incitar al visitante a que se adentre en ella, se sitúe en su corazón y levante la vista para contemplar la magnificencia del inmaculado templo donde descansa la Patrona de todas las Islas Canarias. Embelesado, no se percató de que estaba siendo observado por nueve gigantes hasta que una suave brisa le trajo la inconfundible fragancia del mar y le hizo girar a su izquierda. Allí estaban los titanes de bronce.

00:24:08, 00:24:07, 00:24:06… Un fugaz escalofrío atravesó el cuerpo de Lucía, similar a los instantes de inquietud que se experimenta cuando se siente la presencia ajena y se está completamente seguro de que no hay nadie. En un salto, más por instinto que por convicción, oteó la habitación en todo su perímetro, 360 grados de reconocimiento espontáneo, sin sentido: allí no había nadie y resultaba materialmente imposible que alguien la espiara desde la ventana, pues vivía en el piso octavo, el último de su edificio. Sonrió nerviosa al percatarse de que su mano izquierda se encontraba apoyada sobre la hendidura de sus pechos, conteniendo la caprichosa blusa que podría permitir entrever la seductora puerta de acceso. Se asomó a la ventana: nada, hormigas en el suelo, pisos a los lados y enfrente sólo el mar. Lo de siempre, lo normal. Salió de la habitación y echó un fugaz vistazo al resto de la vivienda. Luego tomó asiento de nuevo, olvidando la extraña sensación que la había sobresaltado. Bajó la mirada: 00:21:17, 00:21:16 y entonces lo vio: ¡el perverso artilugio la estaba observando! Había cambiado de aspecto: ahora era humano y quería aparentar benevolencia; sin embargo, Lucía veía la maldad grabada en su cara. Estaba sonriendo lascivamente. Al no poder mantener su mirada obscena, Lucía cambió a otra página abierta. Su corazón latía desbocado; debía estar delirando: ¡era sólo una animación de la página web!… Sin embargo, se encontraba presa del pánico.

Samuel no sabía qué buscar. Había observado minuciosamente al mencey Bencomo durante casi diez minutos, había entrado en la Basílica y había vuelto a salir. Recorrió la hilera de estatuas y continuó, a la carrera, hasta la cueva de Achbinico, justo detrás de la Basílica, lugar exacto donde los aborígenes adoraron a la Madre del Sol… Y seguía sin encontrar nada. Restaban ocho minutos y quería pasarlos en la capilla, junto a la Señora, esperanzado en ver allí la pista definitiva que le condujera a la resolución de tan intrincado enigma.

¡No, no y no! No estaba dispuesta a darse por vencida, no sin luchar hasta el último instante. Volvió a la página de Kamduki y miró al hombrecillo. Su panza señalaba los últimos cinco minutos. Desafiando el pavor que le infundía le lanzó una penetrante mirada y, acto seguido, sólo tenía ojos para el enunciado: Paris te dará la clave del que venció en la matanza.

Clavó los codos sobre la mesa, las palmas de las manos sosteniendo la cabeza por las sienes y la mirada fija, concentrada, Paris te dará la clave del que venció en la matanza, como cuando ganó a Kurnosov con tan sublime sacrificio. Su rey estaba en apuros, pero el monarca contrario también se sentía incómodo por la presión que ejercía su reina desde la distancia, la misma que quería acercarse para cortarle la retirada y que no podía por el mortífero jaque que recibiría en e6, Paris te dará la clave del que venció en la matanza, y de pronto apareció transparente toda la combinación: su caballo se entregaría en d5 y no importaba ya lo que hiciera el ruso; su dama se trasladaría a f2, sacrificaría su alfil para blindar a su rey y su torre asestaría el golpe definitivo en la columna h, Paris te dará la clave del que venció en la matanza, el gesto preocupado de Kurnosov, sus muecas de auténtico dolor, la vergüenza de perder con una niña…, Paris te dará la clave del que venció en la matanza, Paris te dará la clave del que venció en la matanza, Paris te dará la clave… Y entonces, como si de una revelación divina se tratara, lo vio todo con absoluta transparencia. «¡Dios mío: es Paris, no París! ¡No hay acento en la “i”!» —gritó Lucía, liberando toda la energía acumulada en tan breve pero intensa meditación—. Sus manos temblorosas no alcanzaban a marcar el número de Samuel mientras su virtual voyeur señalaba 00:01:52 y bajando.

La paz reinante en el templo se vio súbitamente interrumpida por la guitarra de Mark Knopfler. Samuel, mediante extraños gestos con las manos, intentaba disculparse ante los fieles, aunque éstos dejaron ver su reprobación por tan poca delicadeza. La voz de Lucía sonaba agónica, desgarradora:

—Los pies, busca en los talones de Bencomo. ¡Corre!

—¿Cómo? Lo he mirado palmo a palmo, no hay nada —protestó Samuel.

—El talón derecho, ahí está lo que buscamos.

Lucía conocía lo suficiente de la mitología griega como para saber que Aquiles murió en la guerra que enfrentaba a griegos y troyanos a consecuencia de una flecha disparada por Paris y clavada en el talón, su única debilidad. De hecho, el talón de Aquiles era más famoso que el propio Aquiles, Paris, la Ilíada o el mismísimo Homero. En pocos segundos tecleó «talón de Aquiles» en Google y encontró en Wikipedia el mito sobre la vulnerabilidad de su pie derecho.

No había tiempo que perder y ante la perplejidad de una pareja de turistas, Samuel se encaramó sobre la piedra que servía de pedestal a Bencomo. No veía nada en el talón derecho, pero Lucía insistía. Quedaban cincuenta segundos, y entonces, mientras palpaba el pie del gigante, observó que había una pequeña muesca entre la planta del talón y el suelo. Justo por ahí sobresalía algo. Rascando con la uña de su dedo meñique consiguió hacer salir una diminuta chapa metálica. Parecía estar enganchada, pero se asomaba lo suficiente como para dejar ver la palabra que figuraba grabada en ella.

—¡Lo tengo, Lucía! —exclamó a viva voz Samuel.

—Estoy en pantalla dispuesta a teclear, deletrea —repuso Lucía.

—E de España, C de Cáceres, H de Huelva… ¿Lucía?

La comunicación se había cortado: la batería del móvil de Samuel lo abandonó sólo unos instantes antes de acabar la prueba. Sintió ganas de llorar de rabia, de impotencia; no podía tener tan mala fortuna, cuando había llegado tan lejos. Se merecía ese premio, Lucía se lo merecía… y sin embargo, la tecnología le había traicionado. ¡Tanto esfuerzo para nada!

Apesadumbrado, exhausto, se hospedó en el primer lugar que encontró. Extrajo el cargador de su mochila y lo conectó a su teléfono, se descalzó y cayó rendido sobre la cama.

No podía determinar cuánto tiempo había transcurrido: dos horas, puede que tres… Necesitaba respirar aire fresco, pasear y cumplir con las pretensiones que le demandaba su estómago; apenas había comido nada en todo el día. Estaba sumido en un profundo abatimiento, pero esa circunstancia no era suficiente como para ahuyentar el apetito. Comenzó a caminar despacio rumbo de nuevo a la Plaza de la Patrona de Canarias. Suspiró emocionado al contemplar la claridad crepuscular que inundaba el templo y se extendía por el mar, salpicando de brillo los rostros de los menceyes. Se apoyó sobre Pelicar y encendió su teléfono. Había un mensaje de Lucía. El corazón le dio un vuelco cuando leyó su contenido: «¡Enhorabuena!: lo has conseguido».

—Estoy dormida, Samuel, no puedo hablar —murmuró Lucía ante la excitación de Samuel.

—¿Cómo lo lograste? —interrogó Samuel.

—Escuché las tres primeras letras y luego se cortó. Arriesgué un poquito —explicaba Lucía acompañándose de un gran bostezo.

—¿Qué significa Echeyde?

—Es el nombre que los aborígenes daban al Teide. Buenas noches —intentó despedirse Lucía.

—Pero si aún no es de noche.

—Aquí sí: tenemos una hora más. ¡Hasta mañana!

—Lucía, tienes que ver esto; es precioso —profirió Samuel completamente fascinado.

—Sí, ya lo veré otro día —susurró Lucía.

—Lucía.

—¿Mmm…?

—Lucía… ¿Lucía?… Te quiero.