Capítulo 24

Sus párpados se abrían y cerraban lentamente, en un vano esfuerzo por divisar lo que ocultaba la espesa niebla. A ratos, la imagen difuminada de una persona aparecía a su lado. Se ocupaba de algo que había a su izquierda y luego se marchaba. Después de muchos intentos consiguió forzar sus labios a dejar escapar en un hilo de voz dos palabras:

—¿Dónde estoy?

La sorprendente respuesta llegó de inmediato.

—En el cielo, querido Samuel, estás en el cielo.

Confundido y desorientado, comenzó a mover sus extremidades, para cerciorarse de que el cuerpo le acompañaba, donde fuera que estuviese.

Poco a poco sus ojos fueron lubricándose y la densa niebla derivó a una ligera neblina. Se encontraba postrado en una camilla y la persona que a veces acudía era una enfermera que atendía el suero que le estaban administrando. A su alrededor todo era de un blanco inmaculado. La voz de San Pedro se dejó oír de nuevo:

—Los calmantes le harán dormir toda la noche. Conviene que descanse bien. Si hubiera alguna novedad me llamáis de inmediato.

—De acuerdo, Sr. Flenden —respondió la enfermera.

La primera imagen que volvió a ver Samuel con nitidez le resultó familiar. Durante el tiempo que permaneció sedado apenas consiguió recapitular los últimos acontecimientos; por eso, sus primeras palabras nacieron impregnadas de una natural candidez.

—¡Kristoffer! ¿Cómo se encuentra su padre?

—Mi padre falleció…

—¡Cuánto lo siento!

—Falleció hace treinta años —respondió con frialdad quien fue su cordial y agradable acompañante días atrás.

Samuel se sintió confundido al oír una respuesta que no encajaba con su percepción de la realidad. Apenas había experimentado ciertas ráfagas de pasajera lucidez desde que se empotró contra el muro del túnel, así que lo primero que pensó al ver a Kristoffer fue que había acudido al hospital a interesarse por su estado de salud tras el accidente. Al instante recordó con claridad el momento en que justificaba su repentina marcha debido a una enfermedad de su padre… y entonces rememoró todo su calvario: el engaño, la tortura de su secuestro, su desesperada embestida contra el hormigón… En un repentino y brusco movimiento pretendió incorporarse para arremeter contra el traidor, pero se lo impidió una correa que lo anclaba firmemente a la camilla.

—¡Maldito hijo de puta! Estuve a punto de morir en ese condenado agujero.

—Sr. Velasco: no estuviste a punto de morir; estás muerto.

—¿Pero es que estáis locos? ¿Qué disparate es éste?

—Será mejor que te relajes; terminarás haciéndote daño. Tuviste suerte de salir ileso de tu estúpido ataque al muro.

Si no fuese porque tenía el mismo físico, Samuel habría jurado que la persona que tenía ante sus ojos no era Kristoffer. Había abandonado su exquisito respeto en el trato y lo tuteaba sin remilgos. La expresión severa de su rostro, el tono rígido de su voz, su penetrante mirada…; ¡nada que ver con el Kristoffer que había conocido!

—Samuel Velasco dejó de existir para el mundo —prosiguió Kristoffer mecánicamente—. Ahora eres otra persona, con otro nombre, otro trabajo y otro destino…, aunque, para ser más exactos… eso aún lo tiene que decidir el Sr. Flenden.

—¿Pero de qué me estás hablando? —protestó Samuel enérgicamente—. Llegué hasta aquí por un simple concurso en donde prometían un cuantioso premio. Os estáis metiendo en un tremendo lío.

—Verás: el premio excepcional consistía en formar parte de nuestra familia, pero estuviste extremadamente torpe en el túnel y tu competencia ha quedado en entredicho. Ahora están estudiando tu caso; seguramente tendrás que demostrar algo más… Pero no quiero adelantarme a los acontecimientos; mañana el Sr. Flenden te comunicará su decisión.

Kristoffer se giró para marcharse, mientras Samuel se agitaba en una estéril lucha con la abrazadera de cuero que lo pegaba a la camilla.

—¡Espera! —gritó Samuel—. No me dejes así… ¿Y si tengo que ir al baño?

—No será necesario: estás sondado.

Kristoffer se detuvo un instante para mirarlo fijamente. Samuel creyó percibir sinceridad en sus palabras.

—Te voy a dar un consejo: trata al Sr. Flenden con amabilidad. Cualquier gesto violento de tu parte, el más mínimo reproche, una sola palabra malsonante y puedes estar seguro de que tus días habrán acabado.

Estas palabras hicieron reflexionar a Samuel. La voz de su padre volvió a hacer eco en su cabeza: «El pasado no existe…», «… sólo importa el presente…». Tenía que aislar la frustración y el sufrimiento, porque en ello podría irle la vida. Era el prisionero de unos locos criminales y no estaba en condiciones de exigir absolutamente nada, así que no le quedaba más remedio que apaciguarse y escuchar, ver si le daban alguna explicación y esperar pacientemente la primera oportunidad —que a buen seguro sería la única— que se le presentara para escapar de aquel manicomio.

A la mañana siguiente pudo por fin levantarse. La misma enfermera que lo había estado atendiendo —y que parecía no entender ni el inglés ni el castellano porque en todo el tiempo se dignó a responderle una sola vez— lo liberó de todo cuanto le ataba a la camilla. Durante unos minutos se quedó solo en la habitación y libre para andar por ella. Estuvo tentado de dirigirse a la puerta, pero rápidamente se convenció de que sería una manera absurda de intentar huir. Al poco volvió la enfermera con un apetitoso desayuno a base de tostadas, zumos y frutas. Por primera vez se dirigió a él para indicarle que en el baño tenía ropa limpia y todo lo necesario para asearse; el Sr. Flenden lo visitaría en una hora.

La comida y la ducha supusieron un verdadero bálsamo para su maltrecho aspecto. Afeitado y limpio, volvía a parecer el de siempre. Mientras aguardaba la llegada del cabecilla de la banda llegó fugazmente a pensar que se encontraba en la habitación de un lujoso hotel, preparado para recoger su premio después de que se hubiera aplazado la ceremonia a causa de un inesperado accidente. Pero cinco días encerrado a treinta grados, sin luz solar, comida ni agua no era un asunto tan baladí como para borrarlo de un plumazo de la memoria, por más que deseara que nada de eso hubiera ocurrido.

—Celebro verte tan recuperado, Samuel; yo soy Nicholas Flenden, representante y máximo responsable de la división europea de RH, Raza Humana.

—Encantado, Sr. Flenden: comprenderá mi desconcierto después de la situación que he vivido —Samuel se esforzaba por mantener una posición natural y quiso obviar cualquier referencia a las insólitas credenciales presentadas por su anfitrión.

—Tu turbación es lógica, pero créeme si te digo que las sorpresas irán en aumento. Vamos a dar un paseo; no tardarás en darte cuenta de lo afortunado que puedes llegar a ser si… efectivamente acabas convirtiéndote en uno de los elegidos.

—Le agradezco su atención; Kristoffer me dijo que cambiaría de nombre y que me enviarían a otro lugar. No quiero defraudarle, Sr. Flenden: con gusto cumpliré cuanto me ordene.

Samuel había conseguido refrenar su impulso emocional y respondía con complacencia, como el que le sigue la corriente a las disparatadas opiniones de un enfermo mental, pensando que si actuaba con sumisión quizá podría salir pronto de allí y denunciar su secuestro a la policía. Nicholas Flenden lo miró con curiosidad, como si estuviera intentando interpretar la verdadera intención de sus palabras. Luego le dedicó una amplia y enigmática sonrisa.

—Todo a su momento; no te impacientes, querido Samuel, todo a su momento.

La imagen del Sr. Flenden le resultaba vagamente familiar. Tenía la impresión de haber visto aquel rostro con anterioridad, pero no conseguía recordar dónde. Se trataba de una persona de complexión fuerte, de unos cuarenta años, cuarenta y cinco a lo sumo. Bastante más alto que él, se encorvaba ligeramente al andar. Su vasto cráneo resplandecía ante la impasible presencia de sendas matas de pelo concentradas a la altura de los pabellones auriculares. Unas tupidas y negras cejas custodiaban sus diminutos ojos; encogidos, se antojaban extremadamente penetrantes, propios de la más sagaz de las aves rapaces, reforzados en su rol por la aguileña nariz que partía su rostro. Sus puntiagudas orejas realzaban su aspecto de gnomo, de trol más bien. Su presencia emanaba desconfianza, pero cuando esbozaba su canina sonrisa, la misma que muestran las hienas ávidas de sangre, esa sensación se convertía en repugnancia y hacía aparecer en Samuel un inquietante pavor, propio del antílope que acaba de descubrir las fauces del que será su seguro verdugo.

La puerta de su habitación daba paso a una sala semicircular. En el fondo, un puesto de control supervisaba lo que acontecía en cada una de las cuatro habitaciones ubicadas alrededor del arco de la imaginaria figura geométrica. A un lado se abría un ancho pasillo. Allí les aguardaba Kristoffer, acompañado de dos gorilas. Samuel comprendió que, de momento, cualquier posibilidad de escapar era ilusoria.

—Éstos son algunos de los aposentos de los nuevos recién elegidos —comenzó a explicar Flenden.

—¿Elegidos para qué? —interrumpió Samuel.

—¿No le explicaste ayer las normas? —dijo Flenden dirigiéndose a Kristoffer en un tono adusto.

—No tuve ocasión, señor; se encontraba aún muy tenso —respondió Kristoffer visiblemente preocupado.

—Bien, querido Samuel —Flenden recobró de inmediato la falsa amabilidad esgrimida hasta ese momento—, luego Kristoffer te informará adecuadamente, pero mientras tanto debes prestar atención a estos dos preceptos básicos. Norma número uno: jamás se interrumpe a un superior. Norma número dos: ninguna información u orden se repite; somos lo suficientemente inteligentes como para comprender a la primera lo que oímos. ¿Está claro?

—Disculpe, Sr. Flenden: no volverá a ocurrir —respondió Samuel, a quien le hervía la sangre continuar con semejante farsa.

—Como te decía —continuó el capo—, en diversos habitáculos como éste se alojan los últimos adscritos al programa GHEMPE, siglas para designar el Grupo de Humanos Elegidos para Mejorar y Perpetuar la Especie. Ahora nos dirigimos a la sala principal: se encuentra justo al final de este pasillo.

Samuel quedó estupefacto al descubrir el espectáculo que se abría ante sus ojos: un descomunal espacio subterráneo, gigantesco, inabarcable a su mirada, habitado por… ¡fantasmas! Transitaban, en un bullicioso trasiego, a través de unas plataformas de transporte que comunicaban entre sí los múltiples departamentos hexagonales que componían la inmensa sala excavada en el subsuelo. Las siluetas espectrales se movían como abejas por aquel laberinto de celdas concebido a imagen y semejanza de un panal. Si bien había notado una excelente luminosidad tanto en su habitación como en los pasillos, la gigantesca superficie a la que le habían conducido estaba completamente bañada por una claridad propia de un día soleado. Por un instante creyó que se encontraba al aire libre y alzó la vista para contemplar el añorado azul del cielo, mas se topó con una inmensa bóveda recubierta por miles de diáfanas placas azulinas que parecían filtrar la luz del sol… ¡a través de las montañas!

—Imponente, ¿verdad Samuel? —preguntó Flenden orgulloso de contemplar su pasmado semblante—. ¿Conoces la Plaza de Tiananmen en Pekín?

—No he tenido el placer de visitar China.

—Es la plaza más grande del mundo —prosiguió Flenden—, con 440.000 metros cuadrados. Esta explanada tiene un área de siete kilómetros cuadrados, unas dieciséis plazas como ésa. Sin saberlo has estado dando vueltas y vueltas a su alrededor… Para que te hagas una idea: supongo que sí conocerás la Plaza Mayor de Madrid, ¿verdad? Cerca de seiscientas tendrían cabida aquí abajo.

—Realmente impresionante —admitió Samuel—. Es… extraordinario, pero más asombro me causa esas… figuras translúcidas…; ¡parecen espíritus!

—Forman parte de RH. Tú podrías ser uno de ellos, querido Samuel, uno más entre los elegidos. Vayamos a un lugar tranquilo donde charlar un rato.

Samuel sentía una incontenible curiosidad por conocer el secreto que guardaban aquellas ánimas errantes, pero no se atrevió a preguntarlo; ¡por nada del mundo querría enfadar al poderoso soberano de aquel misterioso reino subterráneo! A estas alturas tenía ya muy claro que no estaba tratando con cuatro miserables tarados. Aquel complejo debía ser obra de una organización superior, con una fuerte infraestructura y un importante soporte económico.

La zona donde se encontraban era similar a los andenes de los metros, sólo que en lugar de trenes intermitentes sobre rieles circulaba constantemente una silenciosa plataforma destinada al desplazamiento, de cierto parecido a las cintas transportadoras de los aeropuertos, aunque de una anchura superior y fabricada con un material más rígido. Las zonas de embarque se situaban frente a los vértices de las figuras hexagonales que dibujaban los departamentos. Se colocaron en una plataforma idéntica a las que giraban sin cesar alrededor de cada una de las dependencias que formaban el complejo subterráneo. Kristoffer pronunció el número 157 —lo que Samuel supo interpretar como la parada solicitada— y al cabo de unos segundos el bloque donde se encontraban se puso en marcha, primero con suavidad y luego aumentando la velocidad hasta equipararla con la de las plataformas de transporte. El soporte de trasbordo se elevaba ligeramente mientras se iba aproximando a la izquierda, hasta situarse justo encima del sistema principal de transporte, al que se ajustó con precisión.

Samuel estaba maravillado de contemplar la sofisticada funcionalidad de aquel mecanismo. La plataforma base a la que habían subido giraba continuamente alrededor del perímetro de un único departamento, con el mismo diseño hexagonal que todos los demás. En un momento dado, el bloque donde se encontraban se elevó unos centímetros y comenzó a desplazarse a la derecha hasta acoplarse a la plataforma que giraba alrededor del departamento hexagonal contiguo. Este proceso se ejecutaba con suavidad, aprovechando toda la longitud del lado del hexágono donde se hacía el trasbordo, adecuando las velocidades de ambas demarcaciones para garantizar una perfecta sincronización. De esta manera se iban desplazando a través de la inmensa plaza subterránea hasta alcanzar el destino solicitado.

El procedimiento seguido para apearse era idéntico al que emplearon para subir. Así pues, las plataformas interiores jamás dejaban de girar. Operaba entre los bloques una imperceptible franja de aire inducida por un campo de fuerza, que impedía el contacto entre ellos, al modo de la tecnología empleada por los trenes Maglev de levitación magnética. Desplazarse por allí era como montar en una pequeña embarcación y dejarse arrastrar por los infinitos ramales de un riachuelo en calma, aprovechar el silencio y dormitar para, al cabo de unos minutos, descubrir que te encuentras justo en el paraje donde pretendías llegar. Pero aquello no era precisamente un remanso de sosiego en una apartada arboleda a la orilla de un río…

Las inmensas naves o secciones en que se dividía la plaza se revestían de cristal por todos los costados, aunque los techos permanecían descubiertos. En medio de aquel transparente bosque de vidrio pululaban aquellas fantasmagóricas figuras. No eran imágenes aterradoras ni mucho menos, de hecho se comportaban como personas corrientes en sus jornadas de trabajo: dialogaban entre ellas —en un tono sorprendentemente humano—, se reunían en nutridos grupos de trabajo y manipulaban los ordenadores con la energía que transmitían a través del inmaterial contacto. Nadie podría dudar que actuaban con absoluta normalidad, sólo que… estaban desprovistas de carne y hueso. Ocasionalmente pudo Samuel distinguir alguna persona real, pero esta circunstancia resultaba ser una excepción, pues la proporción de imágenes incorpóreas con respecto a personas auténticas podría ser de cincuenta a una.

No tardaron mucho en llegar a su destino, aparentemente una sección como otra cualquiera. El interior estaba formado por un laberinto de oficinas, salas de reuniones y despachos, separados también por paredes de vidrio, aunque de distintas tonalidades éstas. El grupo entró en una dependencia con cristales tintados que protegían de la curiosidad exterior. Parecía tratarse de una sala destinada a reuniones informales: unos cómodos sillones y una máquina de café así lo atestiguaban. Nicholas Flenden ofreció un café a Samuel y le invitó a sentarse para departir con tranquilidad. A continuación comenzó a hablar con suma cordialidad. Sus minúsculos ojos brillaban mientras sonreía. Intentaba transmitir confianza, pero con esa fingida actitud sólo conseguía infundir una mayor preocupación en Samuel, que empezaba a intuir alguna maquinación siniestra. La sonrisa forzada de su secuestrador ocultaba por completo su dentadura. Samuel se percató de esa particularidad y se estremeció al imaginar que su boca seguramente escondería afilados colmillos de lobo y que sería devorado en breves instantes. Una semana atrás se habría reído de tan ridículas figuraciones, propias de una vulgar película de terror, pero desde que entró en el túnel la realidad superaba con creces la ficción más retorcida.

—Esto es el futuro, querido Samuel, nuestro presente es el futuro de las personas corrientes —Flenden se detuvo unos segundos para sondear la reacción de su interlocutor; sin dejar de observarlo, saboreó con placer su café—. El conocimiento que el mundo exterior tiene de la luz es aún muy limitado. En realidad, la opacidad total no existe, aunque podamos creer que es así cuando nos hallamos inmersos en la oscuridad. Las placas que puedes contemplar sobre tu cabeza capturan la luz solar que se filtra por la tierra. Del espectro total de radiación electromagnética proveniente del sol, el sistema selecciona ciertos fotones, amplificando unos y transformando otros. Como consecuencia podemos disfrutar de la mejor y más saludable luminosidad. Pero además se alcanza otro objetivo más importante si cabe: dar soporte energético a este fantástico despliegue de seres que tú ingenuamente has llamado… espíritus. Nada de eso, querido Samuel; ni fantasmas ni sucedáneos. Lo que ves son viajes virtuales de un formidable realismo, auténticas proyecciones astrales sin más cordones de plata que las unan a los cuerpos materiales que la tecnología; tienes el privilegio de admirar la más portentosa revolución de los medios de locomoción. Viajar físicamente es costoso y lento. ¿Cuántas horas tardaríamos en llegar a Nueva York? Ahora podemos desplazarnos a cualquier lugar del mundo en sólo unos segundos. En realidad estas personas se hallan en sus hogares, encerradas en unas cabinas especiales programadas con las coordenadas de este lugar. Acuden aquí para cumplir con su trabajo. Cuando se estime conveniente se mostrará esta innovación al mundo. Entonces no hará falta realizar un largo viaje para asistir a un congreso. Hasta las videoconferencias quedarán obsoletas; bastará con levantarse un poco antes e introducir las coordenadas adecuadas en la cabina. Tan simple como eso y la gente podrá pasear por las instalaciones, conversar con los colegas…; en definitiva, proceder como si efectivamente estuviera a miles de kilómetros de distancia, dejando al margen los placeres terrenales, claro está.

Nicholas Flenden hizo una nueva pausa. Su rostro iluminado se clavó en el de Samuel; parecía estar aguardando un comentario.

—¡Todo esto es grandioso, extraordinario! —exclamó Samuel, aprovechando la oportunidad para intentar iniciar un diálogo.

—Sólo es una pequeña muestra de las maravillas tecnológicas que hemos desarrollado. Estas proyecciones pueden actuar por encima de la capacidad de visión del ojo humano y a una distancia de las placas de hasta cinco kilómetros. No te puedes imaginar cuán grande es nuestro conocimiento del cosmos, de la materia, de la biología…

—¿Puedo hacerle una pregunta, Sr. Flenden? —se aventuró Samuel.

—Adelante.

—¿En qué consiste el trabajo de esta gente y cuál es mi papel en esto? Yo simplemente participé en un concurso.

—Tú ya no existes, ni yo, ni nada de cuanto ves aquí. «Esse est percipere et percepi».

Samuel no pudo disimular la confusión en su rostro.

—¿No sabes latín, verdad? —continuó Flenden—. ¿Ni siquiera una frase tan célebre como ésta? Empirismo puro, querido Samuel; la propugnó George Berkeley hace trescientos años: «Ser es percibir y ser percibido». Nosotros captamos cuanto acontece; sin embargo, nadie nos puede percibir. Controlamos, dirigimos, disponemos…, pero no existimos para los demás. Somos lo más cercano a lo que una persona corriente consideraría como Dios. No acabas de comprender la magnitud de cuanto tienes delante. Estas personas son las mejores; están minuciosamente seleccionadas. Nosotros hemos detectado sus cualidades y las rescatamos de la vulgaridad en que vivían: han dejado de formar parte de la morralla para integrar la élite; somos el grupo más selecto de la raza humana, el que garantiza la pureza del intelecto, el que dibuja los designios del futuro, el que sobrevivirá a cualquier catástrofe. La imagen que tú tienes del mundo no se corresponde con la realidad; la mayor parte de los acontecimientos más relevantes se gestionan aquí. Esto incluye asuntos tan importantes como la distribución de la riqueza o los conflictos bélicos. RH se expande por todos los rincones: cuidamos con esmero de aupar a personas de nuestra confianza a los principales cargos políticos, procurando así que los gobiernos de las naciones más poderosas actúen bajo nuestro beneplácito. Protegemos a la humanidad, querido Samuel, velamos por ella.

Samuel se estremeció ante aquellas palabras: aquel hombre le estaba haciendo ver que una organización supranacional controlaba el mundo, lo manejaba a su antojo… ¡y la evidencia de los últimos acontecimientos acreditaba que el escenario moral donde se movían se decoraba de pérfidas intenciones! Sin estar convencido de cómo proceder, optó por mostrar un punto de vista inocente, pensando que si ellos pretendían engañarle, la postura más inteligente podría ser dejarse engañar:

—No sé qué decir…, ¡esto es realmente fantástico!; es el prototipo de planeta unido que todos deseamos: acabarán con las guerras, con las desigualdades… Si todos los países se unen no habrá fronteras, todos los seres humanos tendremos las mismas oportunidades.

Nicholas Flenden lanzó al aire un exasperado suspiro y miró a sus secuaces con un gesto de impaciencia, como cuando un profesor se desespera ante la incapacidad del alumno rezagado para comprender una explicación sumamente sencilla. Cerró los ojos un instante para reinicializar los parámetros diseñados para la entrevista, luego se volvió a Samuel con el mismo tono fraternal:

—Querido Samuel: no estamos en la morada de las teleñecos. ¿Realmente crees que se puede alcanzar un mundo ideal donde todos convivamos felices? Si no existieran guerras, desastres, hambre, enfermedades…, si la gente no pereciera, ¿se podría disponer de recursos suficientes en la Tierra para todos? Somos siete mil millones de habitantes, de los cuales más de mil millones padecen hambre. Claro que las cifras conmueven, no es agradable aceptar que cada año mueran diez millones de personas víctimas de la inanición, pero ¿en cuánto aumentaría la superpoblación si actuáramos en el tercer mundo? No hay sitio para todos; el sistema no permite disponer de un espacio confortable para todos. Es más, debemos ocuparnos de que el equilibrio se mantenga. Por desgracia para la existencia, la muerte es lo que mantiene la vida en este planeta: el sacrificio de unos resulta indispensable para la supervivencia de otros, al igual que si queremos criar unos perros ejemplares, fuertes y sanos, no podemos permitir que la madre amamante a una camada numerosa. La vida de todo el reino animal de este planeta se sustenta en la muerte despiadada. ¿Son culpables las hienas por devorar vivas a sus presas? Su dentadura no les permite otra opción y necesitan alimentarse y hacer lo propio con sus cachorros. ¿Acaso cuando te comes una chuleta de ternera piensas con remordimiento en el sacrificio del pobre y tierno animal? ¿Somos nosotros los responsables de que no haya vida sin muerte? ¿Debemos culparnos de los defectos intrínsecos del mundo sin ser sus creadores? La sabia naturaleza selecciona por sí sola y nosotros no debemos violar este principio general de la vida; toda la humanidad no puede ser fuerte porque entonces nos obstaculizaríamos los unos a los otros, depravando las virtudes de nuestra propia especie. No puede existir bienestar para el conjunto de los seres humanos. Si todas las personas disfrutaran de abundancia de recursos, ¿quién trabajaría?, ¿quién te serviría una botella de vino?, ¿quién lo iba a envasar?, ¿quién cultivaría la tierra para obtener las uvas? Las grandes multinacionales obtienen pingües beneficios porque contratan mano de obra barata; sin ellos el sistema se colapsaría. Necesitamos gente pobre, Samuel, ¿o acaso tú estarías dispuesto a renunciar por completo a tu desahogado estatus económico y social, en un encomiable derroche de filantropía, para solidarizarte con la totalidad de personas necesitadas?, ¿estaría dispuesto a ello la burguesía del siglo XXI?, ¿y la población rica: querría vivir sin lujos, desprenderse de su fortuna para ayudar al prójimo? ¿Francamente puedes sostener que estaríamos todos decididos a acondicionar nuestra cómoda existencia a un comunismo equitativo donde un astuto dictador con cara de ángel pretenda hacernos creer que todos somos iguales, que todos aportamos por igual a la sociedad, el vago, el oportunista, el codicioso, el débil, el malvado…? No te engañes a ti mismo, Samuel, no te engañes… Ciertas cosas deben seguir su curso natural: nosotros no debemos erradicar la pobreza ni combatir las enfermedades; cometeríamos una terrible negligencia si dispensáramos vacunas para el sida o el resto de enfermedades que tantas víctimas provocan en los países subdesarrollados.

Hasta entonces Samuel había conseguido refrenar su instintivo y connatural deseo de arremeter dialécticamente contra cualquier argumento ridículo o falaz, en parte porque necesitaba mantener la calma y la discreción para intentar salir airoso de aquel singular trance, pero en cierto modo —reconoció avergonzado— porque había llegado a pensar que podría ser veraz el razonamiento plasmado en tan elocuente discurso. Por un momento sintió repugnancia de sí mismo por su vacilación: ¡ese ser grotesco le estaba intentando convencer de que era necesario dejar morir de hambre a las personas y ahora le decía que guardaban sin utilizar una vacuna contra el sida! Su vehemencia reprimida no pudo contenerse más:

—¿Tienen una vacuna para el sida? —preguntó exaltado—. ¡Cada año mueren dos millones de personas por esa enfermedad; hay treinta y cinco millones de afectados en el mundo!

Flenden arqueó sus pobladas cejas. La serena expresión de su rostro mudó en una clara muestra de que su escasa paciencia había llegado al límite. Samuel comprendió ipso facto que su impetuosa reacción no había hecho más que menguar sus chances de escapar con vida de aquella prisión subterránea. Súbitamente, le sobrevino un pavoroso sobrecogimiento: ¿sería cierto que los dirigentes de los países más poderosos del mundo formaban parte de una intrincada red de peligrosos preconizadores de una nueva demagogia nazista para la selección de una raza intelectualmente superior, capaz de manejar el destino de todas las personas alentando a los implacables jinetes del Apocalipsis a proseguir cabalgando y sembrando la desgracia en cada palmo de tierra que pisan?

—Tenemos remedio para el sida —dijo en tono grave, el suyo habitual que ya no abandonaría a lo largo de la entrevista—, y para el cáncer, y para la mayoría de las enfermedades, pero tu capacidad cerebral no alcanza a entender cuanto te digo… o no te quieres realmente enterar. ¿Acaso el mundo no conoce ya remedio para otras enfermedades? ¿Desconoces que la misma cantidad de personas que fenecen al año a causa del sida lo hacen por la tuberculosis cuando existe una vacuna efectiva en el mercado desde hace casi un siglo? ¿Se te olvida que cada año un millón y medio de niños agonizan hasta la muerte a causa de una simple diarrea? ¿Te alteras por ello? Así que deja a un lado tu maloliente hipocresía y vayamos directamente al grano…

Como ya te he hecho saber, Raza Humana sólo admite dos tipos de personas: aquéllos que nos son útiles por su dinero o por su situación de poder y los adscritos al programa GHEMPE. A éstos los elegimos con suma atención. Para ser candidato no sólo se debe demostrar unas cualidades intelectuales excepcionales; también es preciso cumplir un determinado perfil: buscamos personas preferentemente jóvenes, independientes, sin esposa, padres o hijos a los que echar de menos, disciplinados, responsables, consecuentes, decididos… Nuestro departamento de reclutamiento trabaja incansablemente en todos los terrenos, analizando desde las calificaciones en las distintas facultades hasta las pruebas psicotécnicas de acceso en las oposiciones. Diseñamos Kamduki para buscar personas ingeniosas, sagaces, avispadas… y hemos preseleccionado a unas decenas de candidatos, que irán llegando de forma escalonada. Todos creen ser ganadores como tú. Cada cual se enfrentó a unas últimas pruebas diferentes y las resolvieron con éxito. Hubo otros que podrían haber alcanzado la meta, pero preferimos truncar sus ilusiones a tiempo. Llegada la prueba número siete teníamos información suficiente de todos los candidatos como para disponer que aquéllos que no cumplían con el perfil adecuado sufrieran «problemas técnicos irresolubles» al transmitir su respuesta. Todo el que entra aquí, lo quiera o no, deja de existir para su entorno. Los definitivamente elegidos cambian de nombre y son destinados a otro lugar. A partir de entonces respetarán escrupulosamente las normas y disfrutarán de una situación privilegiada con respecto al resto de habitantes del planeta: no les faltará de nada y gozarán de las mejores atenciones sanitarias, tanto ellos como sus futuras descendencias, que necesariamente llevarán los genes de otro de los elegidos, para no bastardear la especie. Pero si alguien no nos sirve o actúa de forma desleal, estamos obligados por nuestra propia seguridad a eliminarlo para siempre. Por eso nos esforzamos en no errar en la selección, para no desperdiciar recursos innecesariamente. Tú eras uno de los elegidos, Samuel; sin embargo, tu conducta en el túnel nos ha hecho dudar. La prueba no revestía grandes dificultades, pero en lugar de usar la cabeza has derrochado emociones incontroladas. Has tardado tanto en descubrir que te enfrentabas a la última prueba de Kamduki que decidimos ayudarte mostrándote el indicador electrónico que corroboraba tu hipótesis, para que no abandonaras esa idea y te centraras exclusivamente en los paneles informáticos, únicas herramientas a tu disposición…, ¡pero tu intelecto no estuvo a la altura! ¿Qué te ocurrió, Samuel?

—No sé…, me quedé en blanco, la claustrofobia me impedía pensar; acerté el resto de pruebas —respondió Samuel con voz trémula.

—Bien, de acuerdo, podríamos considerar que un mal momento lo puede tener cualquiera, has demostrado méritos suficientes como para que te demos otra oportunidad, podríamos verificar tu valía con alguna batería de test y luego intentaríamos corregir tu carácter, estabilizar tus nervios, inculcarte una mayor disciplina, pero… hay algo que no encaja: la repentina nublazón de tu ingenio nos ha hecho presumir que quizá no seas tú el verdadero autor de las respuestas.

Flenden realizó estas últimas manifestaciones con especial énfasis, levantándose de su asiento en actitud claramente intimidatoria. Sus mudos esbirros hicieron lo propio. Samuel palideció al imaginar por un instante que sus captores pudieran sospechar que Noelia era la verdadera artífice de su éxito en las pruebas.

—Claro que fui yo; puedo explicarles mi razonamiento en cada una de las pruebas…

—¡Mientes! —bramó Flenden—. Hemos comprobado las direcciones IP de tus respuestas: cinco pruebas fueron validadas desde tu ordenador, dos desde un local público con acceso a Internet, pero la última…, la última solución fue enviada segundos antes de que acabara el plazo desde otro domicilio mientras tú continuabas en Canarias, pues tu vuelo de regreso salió el día siguiente. ¡Infringiste las reglas!

—Le pedí el favor a un amigo, Sr. Flenden, estaba muy apurado de tiempo y…

—¡Querrás decir a una amiga! —atajó Flenden.

Un arrebato de pánico dejó petrificado a Samuel. Intentó reaccionar, pero no consiguió articular palabra alguna; de cualquier forma, no sabía qué argumento esgrimir. Estaba completamente desarmado.

—¿Por ventura es Lucía Molina tu novia? —preguntó Flenden con contundencia.

El aterrorizado rictus de Samuel continuaba ausente.

—Estuvimos ayer en su vivienda: ¿te suena el seudónimo de Lucía Tinieblas?; es muy conocido en España.

—¿Qué le habéis hecho? ¡Malditos hijos de puta!

Samuel despertó de su letargo y se abalanzó sobre Flenden, pero enseguida fue agarrado por los guardaespaldas. Kristoffer le propinó un fuerte golpe en la boca del estómago que lo dejó sin aliento.

—Tu chica había abandonado la ciudad cuando llegamos, pero la vamos a localizar, Samuel; tenlo por seguro: no podemos desperdiciar talentos así como así. De momento no hemos encontrado sus referencias académicas, pero ya lo haremos: queremos saber si es ella la que realmente merece estar aquí. ¡Lleváoslo! —ordenó Flenden.

—¿Nos deshacemos de él, señor? —preguntó Kristoffer.

—Por ahora no, hasta que tengamos a la chica; podría llegar a sernos útil. Mientras tanto que se entretenga haciendo pruebas de ingenio: vamos a corroborar con datos nuestra sospecha. En tus manos está hacer ver que nos equivocamos —dijo dirigiéndose a Samuel.