Capítulo 5

El golpe fue demasiado fuerte para una niña de ocho años. Julián la visitaba a diario, haciendo de tripas corazón para aparentar normalidad, con la utópica intención de hacer creer a la pequeña que su madre era tan buena que Dios quería tenerla a su lado y que ahora sería él quien cuidaría de ella.

Dejó transcurrir un par de semanas para hablar con Ricardo abiertamente. Éste lo escuchó de buena disposición, con su amabilidad característica, pero la respuesta era la que temía: aseguraba querer a Noelia como a una hija y no estaba dispuesto a renunciar a ella. Que comprendía y compartía su dolor y no pondría ningún inconveniente en que continuara visitándola cuando quisiera, incluso podría pasar con él un fin de semana al mes. Julián ni aceptó ni declinó la oferta: con especial habilidad supo desviar la conversación sin comprometer una respuesta; prefería consultar a un abogado, porque si tenía opciones razonables de éxito estaba dispuesto a pelear por la custodia. No le encontraba explicación, pero era algo superior a sus fuerzas; cada día sentía más aversión hacia ese hombre.

Manuel Fernández de Cózar era un joven y prestigioso abogado. Asiduo de los Juzgados de Familia, atesoraba una amplia experiencia en pleitos de pareja. Para Julián su padre no sólo fue una gran persona; era un gran amigo. Compañeros de fatiga, como así se llamaban el uno al otro, compartieron piso en Saint Denis en 1968. Fueron ocho meses de penuria, donde lo único que primaba era acudir a diario a las minas, cobrar el estipendio y girar de inmediato el dinero a sus respectivas esposas, que lo recibían en España como agua de mayo. Eran tiempos difíciles. Mientras que en Europa se habían olvidado definitivamente de las secuelas económicas de la Segunda Guerra Mundial, España seguía anclada en la profundidad dictatorial de la posguerra y a duras penas se atrevía a asomar la cabeza al progreso. Tiempos de emigración para miles de españoles que no dudaron en abandonar hogar y familia en busca del sustento. Tiempos de nostalgia, de lágrima seca y congoja por no poder abrazar al bebé que se dejaba en casa con sólo unos meses. Tiempos durísimos que olvidamos ahora con impasible crueldad cuando obviamos los sentimientos de los que humildemente emigran a nuestro país en busca de un trabajo, para hacer exactamente lo mismo que hacíamos nosotros hace unas décadas. Eran otros tiempos. Eso ahora no importa, no nos incumbe. Ni nos acordamos. El inducido olvido que todos sabemos acomodar a nuestros intereses…

Julián miraba al abogado y veía en su expresión el vivo retrato de su padre. ¡Hasta el mismo bigote! Aquél que tuvo que afeitarse cuando Massiel ganó el festival de Eurovisión. Manolo perdía todas las apuestas que hacía con Julián… pero ésa no le importó; el triunfo español se vivió como una explosión de júbilo entre todos los emigrantes. Su gran amigo Manolo…, que regresó de Francia sólo cuatro meses después que él, incluyendo en su equipaje la terrible silicosis, la misma que acabó con su vida hacía ahora diez años.

Julián conocía bien a su esposa y a sus cuatro hijos. El tiempo y la distancia habían reducido el contacto, pero no el cariño. Por eso, no dudó en desplazarse a Granada para requerir el asesoramiento del mayor de los vástagos de su malogrado amigo.

—La situación es complicada; no tenemos posibilidades reales —aseguró el abogado tras una breve reflexión, una vez que Julián lo puso al día de todos los pormenores del caso.

—Pero Lolo, yo soy su abuelo, su única familia de sangre.

—Ricardo lleva conviviendo con la niña desde hace más de cuatro años. Es mucho tiempo, la mitad de la vida de Noelia. Además, nuestro ordenamiento jurídico no contempla el importante papel que desempeñan los abuelos en el seno de la institución familiar. De hecho, ni siquiera está garantizado judicialmente el derecho de los abuelos a visitar a sus nietos. Puede que algún día esto cambie, pero ahora no es así. Créeme, Julián, pienso que deberías aceptar lo que te propone.

—Pero ella quiere vivir conmigo —imploraba Julián, como si el abogado fuese el juez encargado de decidir sobre la custodia.

—Julián, por favor, atiende lo que quiero decirte. —El abogado se levantó de su asiento, colgó la chaqueta en el perchero, se acercó a Julián y con gesto fraternal colocó las manos sobre sus hombros—. Los jueces acaban dictaminando cuál es la situación que mejor se acopla a las necesidades del niño. En nuestro caso, va a pesar tu edad, el hecho de que vivas solo, que continúes trabajando y… tus problemas respiratorios. Los jueces habitualmente no prestan atención a la opinión de los menores de doce años.

—¡Por el amor de Dios, Lolo, debe haber algo que se pueda hacer! Ese hombre no es de fiar… —insistía Julián pretendiendo convencer al abogado para que dijera justo lo que él quería escuchar.

—Aunque sea así no lo aparenta. Tiene un buen trabajo, un puesto respetable y a su hermana viviendo en casa. A la niña no le faltan atenciones.

—¿Y si demostramos que ahora que no está su madre la niña no es feliz en esa casa? —sugirió Julián.

—Sería una tarea muy engorrosa. Tendríamos que encargar nosotros un informe pericial psicológico, porque dudo que lo solicitara de oficio el propio Juzgado de Primera Instancia, con el inconveniente de que la prueba pericial de parte es, evidentemente, menos imparcial y, por tanto, menos efectiva para los jueces a la hora de decidir. Y aunque el informe pudiera reflejar las preferencias de Noelia, no olvidemos: una niña de sólo ocho años, no tenemos nada en contra de Ricardo; al contrario, siempre ha demostrado una conducta paternal. Tiene demasiados puntos a su favor.

—Lo he visto llegar borracho en más de una ocasión —replicó Julián desesperado en su intento.

—¿Y cómo demostramos eso? Su abogado argumentará que salir un día con los amigos y tomar un par de copas no debe ser reprochable. Eso no tiene por qué afectar la estabilidad familiar. No tenemos nada, Julián, nada…

Finalmente Julián tuvo que admitir que no disponía de posibilidades reales de conseguir la custodia y no le quedó otro remedio que aceptar la propuesta de Ricardo.

Al principio todo parecía ir bien. Julián visitaba a Noelia a diario y no escatimaba esfuerzos para que su nieta se divirtiera los fines de semana que se quedaba con él: acudían al cine, a la piscina climatizada, a parques de ocio… y cenaban siempre en un restaurante chino; a Noelia le encantaban los rollitos de primavera. Pero a medida que avanzaban los meses Julián observó un cambio de actitud en Ricardo. Su tradicional —y falsa— cordialidad fue mudando paulatinamente. Comenzaron a suceder desplantes, respuestas fuera de lugar, arrogancia…; todo lo que Julián sabía que ocultaba bajo el disfraz de persona ejemplar. También percibió cierta transformación en la postura que adoptaba Dolores ante sus visitas. Siempre había sido parca en palabras, pero la indolencia e indiferencia de antaño habían sido sustituidas por una indiscreta posición fisgona. Julián la había sorprendido en un par de ocasiones asomando su hocico por la puerta, husmeando cual zorrilla hambrienta, intentando averiguar qué conversaciones mantenía con su nieta.

La situación fue tornándose cada vez más tensa. A veces simplemente no le abrían la puerta, simulando que no había nadie en casa cuando había oído murmullos en el interior. Sólo cuando Noelia hablaba se veían en la obligación de abrir, eso sí, con desgana y mala cara.

En verano se fueron un mes de vacaciones sin dar explicación alguna. Julián sólo pudo enterarse a través de una vecina que los vio salir con maletas.

La vuelta al colegio significó la excusa perfecta para establecer nuevos impedimentos a las visitas de Julián: la niña tenía que estudiar, estaba ocupada con los deberes…

Septiembre transcurrió sin que Julián pudiera disfrutar de su nieta el fin de semana acordado. Lo mismo ocurrió en octubre. A finales de noviembre pudo llevarse a la niña después de una fuerte discusión con Ricardo.

Los hermosos ojos de la pequeña no habían perdido la melancolía en que se sumieron tras el fallecimiento de Beatriz, pero al menos irradiaban cierto fulgor cuando se encontraba con su abuelo. Julián la notaba más triste, con menos ganas de salir; sólo quería estar con él.

La tarde del domingo Julián tuvo que vivir uno de los momentos más amargos de su vida. Noelia no quiso almorzar. Se encontraba abatida, postrada en el sofá, con la mirada ausente, perdida… A la hora de regresar se agazapó bajo la mesa del salón, como animal acorralado, emitiendo aterradores gritos cada vez que Julián la tocaba para intentar sacarla de allí. Le costó Dios y ayuda convencerla. Le prometió que el día siguiente iría de nuevo a verla y, entre un mar de lágrimas, se la dejó a Dolores casi entrada la noche.

Era evidente que la niña no era feliz en ese hogar. Julián sufría muchísimo al saber que Noelia no recibía el cariño que necesitaba. En reiteradas ocasiones le preguntó si le hacían daño, si le pegaban o si no se portaban bien con ella, pero la niña respondía que no, que Ricardo y Dolores la trataban bien pero prefería vivir con él porque lo quería más que a nadie.

Una noche regresaba a casa después de jugar unas partidas de dominó con sus compañeros cuando un taxi paró a escasos metros de distancia. Del vehículo bajó Dolores, tan hortera como siempre, con su ridículo bolso de flores. Se cruzó con él sin verlo —o simulando no verlo— y se dirigió hacia la entrada del bingo. En ese momento una ráfaga de aire gélido azotó la cara de Julián, sintiendo al unísono un intenso escalofrío en todo su cuerpo. Un mal presentimiento pasó por su cabeza. De inmediato dio la vuelta y fue en busca de Noelia.

Sus dedos temblorosos se pararon un instante antes de pulsar el timbre. Era ya tarde y se había dejado llevar por una sensación que carecía de cualquier indicio de sensatez. ¿No se encontraría sustentado su impulso en la repulsa que sentía hacia los execrables hermanos y en la continua angustia que le producía el hecho de no poder vivir con su nieta? ¿Tenía algún fundamento presentarse ante Ricardo a esas horas de la noche? ¿Qué pensaba decirle cuando le abriera: está bien la niña? Lo miraría de arriba abajo y cerraría la puerta en sus narices refunfuñando: «Estúpido viejo paranoico…». Y sin embargo no quería dar la vuelta, no sin ver a Noelia. Entonces pasó por su cabeza una idea escabrosa. Sin retirar la mano derecha del timbre de la puerta palpó con la otra el bolsillo izquierdo de su pantalón. Fue un acto reflejo porque sabía que ahí guardaba el llavero; ahí estaban todas sus llaves: la del acceso a su portal, la del cajetín de la correspondencia, la de la entrada a su vivienda… y la de la casa de Beatriz. Su hija le dejó una copia hacía algunos años «porque nunca se sabe lo que puede pasar». Y ahora se acordó de que la tenía.

Sus dedos seguían temblando, empapados en sudor, con el corazón saliéndosele por la boca. Sin pensar en las consecuencias, abrió la puerta con sigilo.

La casa estaba a oscuras, pero no necesitaba luz para moverse por ella. Dejó la cocina a su izquierda y avanzó por el pasillo. De repente se detuvo sobresaltado: le pareció oír un leve sonido en el fondo, como un gemido. Continuó con mucha cautela, acercándose a las habitaciones. Un fuerte resuello le heló la sangre, luego un ligero gruñido…; era Ricardo que dormía en su habitación. Después de nuevo el silencio, al que se unió el martilleo incesante de su corazón y otra vez ese imperceptible quejido. «¡Dios mío!», exclamó Julián al comprobar que el sollozo provenía de la habitación de Noelia. La conmoción le hizo precipitarse sobre el cuarto de la pequeña, tropezando con una pequeña mesita donde reposaba el teléfono, que estuvo a punto de caer al suelo.

La habitación emanaba un hedor a garito de madrugada. Podía distinguir el olor a tabaco, a alcohol, a sudor…; parecía encontrarse en un tugurio de carretera en lugar del infantil dormitorio de su nieta. En su cama, Noelia gimoteaba acurrucada en posición fetal. Julián se acercó y la tomó en sus brazos. Desprendía el mismo desagradable olor de la habitación. La pequeña se aferró a su cuello sin dejar de llorar. A pesar de ser invierno vestía un sencillo camisón de verano. Horrorizado, Julián pudo sentir sobre sus delgadas piernas temblorosas, frías de sudor seco, una sustancia pegajosa. No necesitó olerla para comprender que era semen.

La indignación y la ira invadieron su cuerpo provocando un desgarrador grito en sus adentros, inaudible para los demás, ensordecedor para su alma. Quiso soltar a la pequeña y lanzarse sobre el cuello de Ricardo hasta estrangularlo, pero los quejidos de la niña le hicieron entender que tenía que sacarla de aquel infierno cuanto antes.

Salió a toda prisa de la casa, sin comprobar siquiera si Ricardo seguía durmiendo. Su única obsesión era correr todo lo que pudiera.

Aun siendo una noche bastante fría, la primera andanada de aire sacudió sus cuerpos como una bendición, ahuyentando la repugnante fetidez que los envolvía. Luego volvió a sentir las piernas heladas de Noelia. La apretó aún más sobre su pecho, intentando cubrir al máximo su delicada piel, sin dejar de correr, sin mirar atrás.

La calle estaba desierta: ningún coche, nadie a quien pedir ayuda. Corría y corría sin parar camino del cuartel de la Guardia Civil. No se encontraba muy lejos de allí, pero el camino se le antojó interminable, sobre todo cuando empezó a notar la falta de aire. Hubiera querido parar un instante, estirar sus agarrotados brazos para conceder un momento de descanso a sus músculos, exhaustos por el peso de la pequeña, y sacar del bolsillo de su chaqueta su inhalador, inseparable compañero en su vida. Tardaría sólo un segundo en insuflar sus pulmones de salmeterol y recuperar así el aliento…, pero no tenía tiempo que perder.

A duras penas consiguió llegar a las dependencias del Instituto Armado. Entregó la niña al primer agente que vio, sin percatarse de la oposición de la pequeña. Se ahogaba, el aire no llegaba a sus pulmones. Se sentó e inhaló varias dosis del medicamento. Al cabo de dos minutos alcanzó a exclamar: «¡Mi reinita, por Dios, un médico para mi pequeña!».

Los procesos judiciales en estos casos son bastante complejos. La justicia actúa sobre los hechos que se consideran probados, y en el caso de Noelia sólo existían pruebas físicas de la noche en que Julián rescató a la niña de aquella casa.

Dolores declaró no haber notado nunca nada, ni enrojecimiento en la zona próxima a los genitales de la cría ni cualquier otro indicio que pudiera hacerla sospechar de una conducta anormal por parte de su hermano. Julián sabía que lo encubría, que en todo momento tuvo conocimiento de lo que sucedía, pero esto era imposible de demostrar en los tribunales.

La defensa pretendía que sólo se reconociera un único delito de abuso sexual, con la atenuante del estado de embriaguez de su defendido, mientras que la acusación solicitaba una condena por continuos delitos de agresión sexual.

El informe de los doctores que examinaron a la niña descartaron la posibilidad de que aquella noche se hubiese consumado una penetración completa, pues la desproporción anatómica habría conllevado un desgarro vaginal que no pudieron detectar. Sin embargo, manifestaron en el juicio oral no existir ningún dato objetivo a favor o en contra de que se hubiese producido una tentativa de penetración parcial. El semen que se halló estaba fuera de la vagina y la duda quedó en el aire.

El informe pericial psicológico encargado de oficio señalaba que la menor puntuaba muy alto en trastornos del sueño, pesadillas, miedo a quedarse sola, ánimo decaído, tristeza, miedo a represalias, lloros frecuentes, rememoración de la experiencia de las agresiones, conducta depresiva y sentimientos de culpa por no haberlo contado antes. En el acto del juicio, la psicóloga que elaboró el informe explicó que la niña no lo contó antes por miedo a que su padrastro cumpliera sus amenazas y la matara a ella y a su abuelo. Asimismo, indicó que según las palabras de la menor, «hacía mucho tiempo, desde los carnavales» venía siendo objeto de abusos y agresiones sexuales continuadas, pues «notaba que quería meterle cosas por su cosita y por su culito y que le dolía» y que «muchas veces la tocaba con sus manos frías y le hacía daño si ella quería marcharse».

La defensa rechazó el testimonio de la menor, pero, en su conjunto, el informe pericial rebatía la argumentación de la defensa basada en la falta de intimidación y de violencia.

Finalmente, Ricardo fue condenado por un delito de agresión sexual a la pena de siete años y seis meses de prisión y al pago de una indemnización de tres millones de pesetas por los daños morales sufridos por Noelia.