Capítulo 30

Noelia sabía que todos los vehículos que entraban eran fotografiados y que podría haber cámaras de vigilancia en cualquier punto. Si se percataban de que ellos estaban dentro todo habría acabado, no tendrían la más mínima posibilidad de escapar. Intentar atravesar el túnel era con diferencia el mayor disparate que podría ocurrírsele a cualquiera. Nadie en su sano juicio lo haría…; nadie excepto ella.

Necesitaban ganar tiempo a toda costa, y la mejor manera de lograrlo era hacer creer que viajaban en dirección contraria. ¿Podría alguien imaginar que dos fugitivos tomaban deliberadamente el camino más peligroso? Era como si un prófugo decidiera escabullirse pasando descaradamente por la puerta de una comisaría. La idea era sin duda descabellada, pero Noelia estaba convencida de que un primer impulso incitaría a cortar los accesos a los pueblos del este y a controlar minuciosamente las entradas a Oslo. Pocos podrían sospechar que habían elegido huir hacia Bergen por aquella ruta. Era evidente que si lograban atravesar el túnel sin ser descubiertos, sus opciones se multiplicarían.

La travesía subterránea se les hizo eterna. Con el corazón en un puño, Noelia tuvo que reprimir en varias ocasiones el febril deseo de pisar el acelerador hasta el fondo, pues era importantísimo circular como el resto de vehículos para no llamar la atención. Fueron diecisiete minutos interminables en los que no intercambiaron una sola palabra, como si temieran ser oídos. Luego por fin se hizo de nuevo la luz del sol. Exhalaron una profunda bocanada de aire, como si hubiesen estado conteniendo la respiración durante el tiempo que duró aquel angustioso trayecto.

La irrupción de la luz solar y el hecho de dejar atrás el cuartel general de RH les proporcionó algo de ánimo. Noelia siguió concentrada hasta que dejó de ver el túnel por el espejo retrovisor. Luego, aprovechando un pequeño tramo en línea recta, giró su cabeza hacia Samuel. Ambos se miraron con una sonrisa. En aquel mágico segundo todo un universo de sentimientos desfiló ante sus ojos. No hizo falta hablar para compartir cuantos deseos y temores habían acumulado. Desde aquel momento supieron que sus vidas habían cambiado para siempre, que para ellos no habría más futuro que el después y que jamás podrían hacer planes más allá de unas horas. Y lo siguiente era llegar a Bergen y abandonar el claustrofóbico coche para fundirse en un apasionado abrazo bajo la atmósfera de libertad que envuelve el aire del espacio abierto… aunque para eso tenían que recorrer aún doscientos kilómetros, una distancia que se les antojaba un mundo.

Durante la primera hora se contaron atropelladamente cuanto les había sucedido desde que se separaron en el aeropuerto, pero luego la locuacidad fue remitiendo para dar paso a intermitentes períodos de silencio, en los que ambos se dejaron arrastrar por la marejada de angustiosos interrogantes que, cual fúnebres aves carroñeras, planeaban sobre sus cabezas: ¿habría dado el controlador del acceso a las instalaciones la voz de alarma?, ¿habrían rescatado ya a Flenden?, ¿se habrían establecido puestos de control a la entrada de todas las ciudades? En definitiva: ¿conseguirían llegar a Bergen? Llegar; ése era el único objetivo, la única meta, la prioridad en sus pensamientos. Ni en una sola ocasión se preguntaron por lo que harían luego, más que nada porque desconfiaban bastante de que pudieran conseguirlo.

Pero lo lograron. Llegaron justo cuando el señor de la luz bostezaba anunciando que abandonaría por unas horas la Puerta de los Fiordos. Accedieron a la ciudad por la zona norte, siguiendo la prolongación de la carretera E16. Enseguida vieron las indicaciones para llegar al aeropuerto de Bergen-Flesland. Ambos comprendieron que, aun siendo tarde, cabía la posibilidad de que hubiera algún vuelo disponible para abandonar el país. Noelia, sin embargo, continuaba conduciendo en dirección al centro de la ciudad. Nuevos carteles indicaban que el aeropuerto se encontraba a sólo 20 kilómetros en dirección sur. Se miraron en silencio. Samuel conservaba la billetera con su carné de identidad; ¡habían subestimado tanto sus posibilidades que ni siquiera se molestaron en requisar sus pertenencias! Sabían que tenían una oportunidad. Si habían logrado entrar en Bergen era razonable suponer que Flenden seguía encerrado. Y si eso era así no se toparían con ningún obstáculo para comprar sus billetes… pero también era cierto que si había sido liberado, aunque hubiera transcurrido sólo cinco minutos de ello, habría dado instrucciones precisas para vigilar de inmediato todas las vías de salida del país; si eran sorprendidos en el aeropuerto todo habría definitivamente acabado. Se hallaban inmersos en un mar de dudas y había que tomar una decisión: arriesgar en ese preciso instante o hacerlo más adelante, porque de una forma u otra era evidente que, más pronto que tarde, tendrían que intentar salir de Noruega. La lógica sugería que cuanto más retrasaran la huida más dificultarían su éxito; el corazón, no obstante, les impulsaba a detenerse en Bergen. Por nada del mundo pensaban exponerse ahora. Aunque sólo existiera una posibilidad entre mil de ser identificados en el aeropuerto, no estaban dispuestos a comprometer el único plan que habían programado, su objetivo inmediato, lo único que les importaba en ese momento: abrazarse, amarse… Luego pensarían en el mañana.

Dejaron el coche en un parking de la calle Kaigaten. Nada más sentir en sus poros la pureza del aire exterior sus cuerpos se fundieron en un beso apasionado. Una leve y casi imperceptible brisa acarició sus rostros. El instinto les animó a buscar su origen, deseosos de sentir el aroma de la sal marina adentrándose en sus pulmones, como haría cualquier criatura acuática después de una ineludible estancia en tierra, como hacen todas las personas que nacen en la costa y pasan largas temporadas en el interior. El mar; el lugar de donde procedemos y que aún hoy, cuatrocientos millones de años después, nos resistimos a abandonar…

Caminaron por una amplia acera. A su derecha se sucedían variadas edificaciones con locales comerciales en los bajos; a la izquierda una disciplinada formación de árboles flanqueaban el precioso estanque del Byparken, el parque más importante de la zona centro. Acabaron en el Fisketorget, el conocido mercado del pescado, y el mar se abrió al fin ante sus ojos. Eran casi las once de la noche, y aunque el mercado había cerrado hacía varias horas, aún se palpaba en el ambiente el eco del bullicio diario, fruto del despliegue de turistas que atiborran esta bella ciudad en la época estival. Pidieron unos refrescos y unos perritos calientes en un puesto y continuaron el paseo bordeando el muelle. Parecían una pareja más de turistas disfrutando de su luna de miel. Entonces presenciaron algo espectacular. Justo cuando el remolón astro se despedía de la ciudad aparecieron ante sus ojos las famosas casas de madera del muelle de Bryggen. El baño crepuscular vistió el pintoresco paraje de un elegante traje escarlata para recibir a sus invitados; el reflejo dorado sobre el trozo de mar cautivo en el puerto de Vagen aderezó el recibimiento. Samuel y Noelia se tomaron de la mano y contemplaron mudos la belleza en su estado puro. Permanecieron inmóviles durante varios minutos, porque aquello era lo más maravilloso que jamás habían visto… y porque necesitaban dilatar el hechizo de aquella prodigiosa estampa, en el temor de que fuera la última puesta de sol que volvieran a ver juntos.

Consumado el ocaso, la noche hizo suya aquel bastión del patrimonio de la humanidad. El fuego de la vida desaparecía de las calles por unas horas, pero el fuego de la pasión ardía con virulencia en las manos entrelazadas de los jóvenes amantes. Ansiaban intimidad, cuanto antes, con urgencia, porque había llegado por fin el momento, porque estaban solos en el Universo y querían hacer que sus cuerpos imitaran a sus almas ya unidas para la eternidad, porque si esperaban un minuto más se iban a volver locos.

Abordaron a una pareja de japoneses que pasaban justo a su lado en ese instante para que les aconsejaran sobre algún buen hotel cercano, pero ni ellos hablaban inglés ni Noelia tenía nociones de su idioma, por más que dominara varias lenguas, entre ellas el chino. Sólo comprendieron la palabra «hotel» y le indicaron con gestos que siguiendo la dirección que llevaban encontrarían el Radisson Blu, un buen hotel a juzgar por la expresión de satisfacción de los nipones. Pero como no conseguían verlo en el horizonte, Samuel no se lo pensó dos veces y paró un taxi. «El Radisson Blu Norge, ¿verdad? —preguntó el taxista—. ¡No iba a ser el Radisson Blu Royal, que está justo ahí al lado!». Ambos asintieron. Efectivamente, detrás de la hilera de casas de madera de Bryggen se encontraba el hotel sugerido por los japoneses, apenas a cien metros de donde estaban. Intercambiaron una mirada de complicidad y luego comenzaron a reír sin reparo, ante el mosqueado gesto de reproche del taxista, que no entendía a cuento de qué venía aquella explosiva manifestación de hilaridad.

No se atrevieron a ordenar detener el taxi en ese instante, menos aún después de las carcajadas. Por suerte, no tardaron en llegar al Radisson Blu Norge Hotel; se ubicaba cerca del Byparken, el lugar por donde habían pasado hacía sólo un rato.

Noelia presentó su documento de identidad y una tarjeta de crédito, ambos con su verdadero nombre. Confiaba que su identidad siguiera siendo un secreto al menos por una noche más. Solicitó hospedaje para cinco días, con idea de eludir una posible comprobación de las pernoctaciones contratadas para sólo esa noche. Poco después cerraban la puerta de la habitación y se quedaban a solas.

Sus ojos se clavaron en los de Samuel. Al fondo se le aparecía difuminado el cabecero de la cama: un marco de sapeli y dos bandas transversales, una verde y la otra azul: la naturaleza y el cielo, la esperanza y la paz…; luego dejó de ver nada que no fuera él.

Sus cuerpos comenzaron a bailar al son de una imaginaria melodía, atrapados en un beso de fuego, mientras se acariciaban con la serena paciencia del que logra detener el tiempo y puede disponer de él a su antojo, haciéndolo infinito, ambiguo hasta perder su primordial razón de ser, y en esa mística coyuntura se dejaron atrapar por la ingrávida sensación de que no existía nada en el mundo salvo ellos. Los giros se sucedían y a cada nueva vuelta sus cuerpos se entrelazaban más y más, confundiéndose ambos en una espiral de ternura. Se miraban y sonreían, conscientes del amor que envolvía aquel maravilloso momento. Sus manos querían multiplicarse para abarcar más piel, sus cuerpos buscaban tocarse hasta fusionarse, con la ambición del que quiere más, muchísimo más, del que lo quiere todo, del que se entrega por completo porque su cuerpo no es uno diferenciado, porque su ser no existe sin el otro que está a su lado, porque necesita de su aire para respirar, de su roce para vivir… Noelia acercó su índice al ojo izquierdo de Samuel, haciendo saltar una pequeña lágrima que temblaba temerosa de ser descubierta; luego la acercó hasta su boca y la besó con dulzura. Lloraban los dos, de emoción, de alegría inmensa, agradecidos por la dicha suprema que Dios, el destino, la casualidad o lo que fuera les había concedido, esa felicidad que todos hemos sentido alguna vez, el hechizo de ese instante, esos mágicos segundos minuciosamente escogidos de entre tantas miles de sacrificadas horas que acumula una vida, esos ratos inolvidables que nos inundan de felicidad y se quedan grabados a perpetuidad en la primera página de lo mejor de nuestra vida, ese amor al que entregamos toda nuestra esencia; ese venturoso instante, que un día recordamos emocionados, por el que todo valió la pena… Y ellos danzaban aislados en la sala del amor, como todos lo hemos hecho alguna vez…, deseosos de sellar para siempre un tácito trato: que el tiempo que les quedase por vivir lo hicieran juntos, juntos o nada, los dos o nada, pasara lo que pasara, pasaran los años, pasara la pasión…; juntos para siempre.

Luego dejaron de girar. Se detuvieron para contemplarse, para volcar los sentimientos a través de sus miradas, y comenzaron a desnudarse, con detenimiento, gozando de cada segundo, haciendo cada instante eterno. Sintieron un indescriptible escalofrío cuando sus pechos desnudos se encontraron. Sus manos emprendieron un minucioso recorrido por cada milímetro de la codiciada piel, haciendo inmortal cada instante, hasta que se dejaron caer sobre el lecho y cada cual hizo suyo el cuerpo del otro, respirando su aire, sorbiendo gota a gota el jugo de su vida, con la extraordinaria mezcla de mimo y vehemencia que sólo el amor es capaz de conjugar. Y así permanecieron en silencio, los únicos seres del Universo unidos en uno solo, piel con piel, alma con alma, en un tiempo que les pareció imperecedero… hasta que Samuel, separándose un poco, se dirigió a ella acariciando sus mejillas.

—Ahora sé quién eres realmente: tu sola presencia ayuda a quien te contempla a luchar contra ese enemigo invisible que habita en las mentes devorando las células de la entereza. Con sólo mirarte consigo mantenerme estable en la cordura. Sé quien eres, Noelia: tú eres el equilibrio, la viva reencarnación de la armonía…; eres todo para mí. No me dejes nunca…

Ella tomó su mano.

—¿Sabes? Lo pasé muy mal durante mucho tiempo, pero siempre supuse que había algo, una razón para continuar con ilusión más allá de la satisfacción de entregarme al prójimo…; hoy sé que la razón eres tú.

—Te amo.

Acto seguido se fundieron en un beso y el magnetismo de su pasión los unió de nuevo en un solo ser, manteniendo vivo en un tiempo inexistente el fascinante embrujo de aquella inolvidable noche.