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Ya era casi mediodía cuando los agentes de Madrid y las agotadas secretarias del juzgado llegaron al albergue de los curas, donde vivía, comía y trabajaba Bartolo Alameda, el tonto del pueblo. El registro de su pequeña habitación lo había ordenado el juez al saber, a través de los comentarios de los vecinos, que Bartolo era un enfermo y que espiaba a las chicas en la playa y se masturbaba escondido entre las rocas del espigón del puerto. Solo fueron necesarias dos hojas de un informe rápidamente redactado para que el juez autorizara, sin dilaciones, el registro de la habitación de Bartolo. Los investigadores vinculaban la violación de Sandra con su sinvergonzonería, bien conocida por los vecinos de Roquesas, pero que según Eugenio Montoro bien podría haber dado un salto cualitativo y pasar de ser un mirón a autor de semejante crimen.
Los agentes pidieron permiso al cura, don Luis Semprún, un hombre bueno y lleno de energía que se desvivía por los más necesitados, como solía llamar a los pobres que no tenían hogar y que en el albergue de transeúntes de Roquesas de Mar encontraban un lugar donde pernoctar, unos días, hasta seguir su marcha al siguiente pueblo, donde seguro también les daría cobijo alguna persona de la talla de don Luis.
Los agentes se encontraron con una habitación perfectamente ordenada; la disciplina del albergue recordaba al rigor militar. Los clérigos no permitían el más ligero atisbo de desorganización y mucho menos de perturbación de la tranquilidad eclesiástica, tan querida por ellos. Los internados en el albergue debían respetar las más básicas normas de conducta e higiene personal y Bartolo Alameda era el ejemplo más gratificante de lo que una buena educación podía ejercer sobre una persona con las facultades psíquicas mermadas. Obediente y organizado, según las palabras del propio don Luis, nada hacía presagiar que Bartolo pudiese ser el cruel asesino que llevaba de cabeza a toda la policía. Los agentes de Madrid observaron la cama perfectamente hecha. Los zapatos alineados con la alfombra. Las puntas de la sábana en ángulo perfecto con las patas del lecho. La mesita de noche recogida y limpia de cualquier objeto puntiagudo con el que se pudiera lastimar. El joven permanecía de pie al lado de la puerta. No se perdía detalle de cualquier movimiento de los policías.
—Bartolo —dijo don Luis—, enseña tu armario a los señores.
El hábil cura evitó utilizar la palabra «policía», que tanto lo hubiera asustado.
Bartolo abrió el armario de madera de dos puertas y mostró el interior. Allí había dos camisas perfectamente planchadas y colgadas, unos pantalones de tergal fino, una chaquetilla de verano y tres camisetas blancas sin estampado alguno.
—Abre los cajones a los señores —indicó el cura hablando en tono pausado y tranquilizador.
Bartolo estiró el cajón superior del interior del armario, nervioso. En el mismo había dos calzoncillos blancos, una camiseta de tirantes y tres o cuatro pares de calcetines finos de color azul.
—¿Qué hay debajo? —preguntó el oficial Santos viendo asomar una punta negra bajo los calzoncillos impecablemente doblados.
Él no respondió.
—¿Qué es eso, Bartolo? —preguntó don Luis sumándose a la intriga ocasionada por un pequeño triángulo oscuro que asomaba entre la ropa interior del primer cajón.
Ante el silencio del interno, Santos alargó la mano y apartó uno de los calzoncillos, asomando bajo ellos una revista de alto contenido pornográfico.
Don Luis se irritó.
—Pero ¿qué es esto? —exclamó ante la imagen de una chica frente a un enorme pene.
Bartolo bajó la cabeza y sus ojos tropezaron con el suelo.
—¿No habíamos quedado en que estas cosas estaban prohibidas en el albergue? —preguntó a Bartolo, que seguía con la cabeza gacha.
Las enviadas del juzgado sonrieron mientras se miraban, hecho que hizo sonrojar al oficial Santos. La situación era incómoda. No era la primera vez que Bartolo Alameda traía revistas pornográficas a su cuarto. Se las facilitaba el viejo Ezequiel, el pescador que se había caído al agua ante la visión de la bella y escultural Sonia, hecho que los lugareños todavía recordaban entre risotadas. Ezequiel pensaba, es más, estaba convencido, de que no había nada malo en masturbarse: «Es algo natural», le dijo varias veces a un abstraído Bartolo con la intención de quitarle el hábito de hacerlo a escondidas mientras observaba a las chicas en la playa.
—Les ruego lo disculpen —solicitó avergonzado el cura ante la imagen impúdica de la revista—. Nos está costando mucho hacer de Bartolo un chico de provecho.
—No se preocupe, don Luis —lo tranquilizó Eugenio haciendo un gesto a su ayudante para que apartara la publicación de la vista de Bartolo, al cual se le había inflamado sobremanera un bulto a la altura de su cremallera.
Las chicas dejaron de reír percibiendo el estado de ansiedad creciente de Bartolo y los agentes revisaron, minuciosamente, todas las pertenencias que hallaron en la habitación. Vaciaron los cajones, cachearon las prendas, levantaron los cuadros de la pared y hasta la ropa que en ese momento vestía el chico fueron palpadas, superficialmente, en busca de alguna prueba que pudiera relacionarlo con Sandra.
Finalmente y al no hallar nada relevante, Eugenio optó por finalizar el registro.
—¿Qué ocurre? —preguntó Bartolo, más tranquilo al percibir en el rostro de los agentes la ausencia de agitación.
Don Luis le siseó para que callara.
—Deja, Bartolo —dijo—, están haciendo su trabajo.
—¿Ya? —preguntó una de las secretarias del juzgado.
—Ya —respondió Eugenio.
Salieron del albergue con la sensación de haber perdido el tiempo durante toda la mañana. Los policías no avanzaban nada en la investigación. Estaban en el mismo sitio que hacía tres días, cuando llegaron al pueblo. El tiempo apremiaba y no conseguían desenmascarar al asesino de Sandra López. Y cuanto más tiempo pasara, menos posibilidades tendrían de resolver el caso. Eran muchos los sospechosos del brutal crimen, pero resultaba muy difícil elegir uno como autor. Eugenio empezó a creer que el asesino, o los asesinos, eran del pueblo o de la vecina Santa Susana. Cabía la posibilidad, nada descartable, de que fuesen forasteros, gente de otro sitio y que nunca más volvieran al lugar del crimen. Pruebas, restos, hallazgos fútiles, envidias, celos… Era tal el amasijo de situaciones y líneas de investigación, que difícilmente podrían apuntar a alguien como autor. Aun así Eugenio albergaba la posibilidad, nada descabellada, de que un buen día, no sabía cuándo, se acercara hasta la comisaría de Roquesas alguien del pueblo y se confesara culpable del crimen. ¿Y por qué pensaba eso? Porque sabía, a través de la experiencia de sus años de carrera policial, que cuando un vecino del lugar, alguien que convive con la gente del pueblo, hace algo así, es tanta la desazón y zozobra que lo desconsuela que su única escapatoria para salir del atolladero psicológico es entregarse a las autoridades. Pero también sabía el experimentado agente que cuando son dos los autores de un crimen así, siempre hay uno que acaba matando al otro para que no los descubra.
Un coche de la policía dejó a las secretarias en la sede de los juzgados de Santa Susana y acompañó a los inspectores hasta el hotel Albatros. Era tarde y el cansancio se cebó en todos. De nada servía seguir con las indagaciones ese día.