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Eran las diez y media de la noche cuando Marcos López Hermida entró en su casa de Roquesas de Mar. Lucía Ramírez Esteban, su mujer, se encontraba en la cocina terminando de preparar la comida. La hermana de esta, Almudena Ramírez, se había marchado hacía apenas veinte minutos. Y es que desde la desaparición de Sandra no había dejado de venir a echar una mano a sus sufridos padres; y se había propuesto hacerlo más a menudo después de saber que la niña había sido hallada muerta. El diligente oficinista del banco de Santa Susana cerró tras de sí la puerta con cautela. Lo hacía siempre con todo; trataba todas las cosas como si se fueran a romper. Dejó las llaves del coche sobre un cenicero de madera traído de un viaje a Viella cinco años atrás. Por aquel entonces Sandra contaba once años y su sonrisa ya indicaba que iba a ser una niña alegre y despierta. Al lado de las llaves depositó el teléfono móvil, cerciorándose de quitar el sonido y enchufó el cable del cargador. Lucía Ramírez terminó de colocar las hojas de lechuga, recién lavadas, sobre un bol de cristal que le regaló su madre un día que vino a casa a ver a Sandra, cuando esta era pequeña. Se acordó, con lágrimas en los ojos, de su hija.

—Buenas noches —saludó Marcos quitándose los quevedos para besar a su mujer en la mejilla—. ¿Ha llamado alguien?

—Tu madre, pero hace un rato ya —respondió secándose las manos con un trapo de cocina—. Mi hermana se acaba de ir y… Mañana nos veremos todos —anunció con ojos llorosos.

El día siguiente a las doce enterraban a Sandra. Sería en el cementerio de Roquesas de Mar. El primer muerto de la familia, como decía Aureliano Buendía en Cien años de soledad: no se es de un sitio hasta que entierras a alguien allí. El médico forense terminó de realizar las pruebas, no había dudas de que el cuerpo inerte y destrozado que yacía en el interior de la fría cámara frigorífica era el de Sandra López. La risueña, la feliz, la chica que había dejado su belleza en el oscuro bosque de pinos que desembocaba en la calle Reverendo Lewis Sinise. La niña nunca había estado enferma y no disponían de placas óseas de ningún tipo, ni siquiera dentales, para realizar una comprobación de identidad lo suficientemente fidedigna como para garantizar que el cuerpo era el suyo. La ropa que vestía en el momento del hallazgo no se correspondía con las que su madre recordaba de ella, pero la chica era independiente hasta el punto de elegir ella misma su vestuario y acicalarse con prendas adquiridas en las galerías Sinise de la plaza mayor de Roquesas. El forense no quiso alargar más la agonía de la familia y dictaminó que el cuerpo hallado en el lóbrego bosque pertenecía a Sandra López.

—¡Dios nos ha quitado aquello que robamos! —exclamó Lucía echándose a llorar de nuevo en los endebles brazos de su marido—. ¡Es un castigo por nuestras acciones! —siguió murmurando apoyada en el pecho de Marcos López, que le acariciaba la cabeza para que se tranquilizara.

—No te preocupes. La policía hace todo lo posible para encontrar al culpable.

Marcos frotó sus dedos en la cabeza de su mujer de manera constante.

—¿Sabrán lo de Sandra? —preguntó ella fijándose en la camisa de su marido, que había dejado impregnada de lágrimas—. Sería curioso que después de dieciséis años supieran que la niña no es nuestra. ¡Sería horrible! —gritó antes de que su esposo le tapara la boca.

—¡Calla, Lucía! —gritó—. ¿O es que quieres que nos detengan? —la abroncó—. Estaría bonito que la misma semana que muere nuestra niña nos detuviera la policía por haberla robado hace años del asiento trasero de aquel coche.

Marcos bajó la voz y cerró la ventana del comedor para que ningún vecino pudiera escuchar aquella conversación.

Al joven matrimonio López no le iban bien las cosas en aquellos tiempos. Recién casados, Marcos trabajaba como ayudante de un gestor en Madrid. Salvo las épocas de las declaraciones de renta, el resto del año apenas tenía trabajo: acudir a alguna reunión de vecinos, la contabilidad de empresas pequeñas de pocos trabajadores o asesorar algún convenio entre partes.

Lucía se quedó embarazada a los pocos meses de contraer matrimonio.

«Buen caldo tiene Marcos», dijo la abuela de este ante la rapidez con que dejó preñada a su joven esposa.

El advenimiento del niño les aportaría nuevos retos. Lucía se empleó como ayudante en una tienda del barrio y solamente iba por las mañanas a echar una mano en lo que pudiese. En la panadería se encargaba de preparar los paquetes con los pedidos del día anterior. Como tenía que estar muchas horas de pie, de vez en cuando se sentaba para evitar que se le hincharan las piernas. El complemento de la maltrecha economía familiar lo rellenaba la abuela con unos cientos de pesetas que aportaba cada final de mes de su propia pensión.

Un sábado, cuando Lucía ya estaba de siete meses, salieron a cenar los dos a casa de unos amigos de Alcorcón. Conducía el coche Marcos, un Seat 850 de segunda mano. Lucía iba acurrucada a su lado, buscando alguna emisora en la radio.

—¿Regresaremos pronto? —le preguntó a su marido.

Él asintió con la barbilla. El estado de gestación de Lucía era muy avanzado y no quería sentirse indispuesta o cansada, por lo que le sugirió a su marido regresar nada más terminar de cenar.

No llegaron a casa de los amigos: un vehículo se salió de la carretera en el carril contrario y se estrelló contra el coche del matrimonio López. La noche se oscureció más si cabe y solamente se escuchaba el sonido del claxon del otro coche. El conductor había incrustado su cabeza encima de él.

Marcos apenas se hizo un rasguño en la cara y se golpeó las rodillas, pero Lucía sangraba por todas partes. Su pelo se había teñido de rojo y sobre el asiento había un bulto grasiento.

—¡El niño, el niño! —gritó al darse cuenta de que estaba perdiendo sangre.

Y siguió gritando histérica, fuera de sí. Marcos no sabía qué hacer. Los del otro automóvil no se movían. Salió a la carretera buscando ayuda. Gritó. Luego volvió al coche donde su mujer trataba de incorporarse.

—No te muevas, cariño, enseguida vendrá alguien.

En unos minutos pasó un coche con un viajante de joyería y se paró. Y al ver el accidente salió corriendo hasta una cabina telefónica que había a la entrada de Alcorcón para llamar a los servicios de emergencias.

En los accidentes el tiempo pasa muy despacio, posiblemente solo transcurrieron unos minutos, pero allí, entre el amasijo de hierros y el olor de aceite quemado y goma, pasaron horas. Marcos oyó el llanto de un niño y supuso que era el suyo propio, expulsado del vientre de su mujer a causa del violento golpe. Se acercó hasta el otro coche, un Seat 131, y vio en el asiento de atrás a una niña preciosa. Lloraba a lágrima viva, e incluso así era enormemente bella. No tendría más de un mes. Sus padres la habían atado a una silla recauchutada, lo que evitó que sufriera el menor rasguño. Marcos miró a los ocupantes de los asientos delanteros: un hombre y una mujer jóvenes. No hacía falta saber de medicina para saber que los dos estaban muertos. A la chica le faltaba la mitad de la cabeza y el chico tenía los sesos desparramados por el salpicadero del coche. Marcos desató a la niña y la acunó en sus brazos. Había visto en las películas que los coches que arden en los accidentes acaban estallando en mil pedazos. Se alejó del Seat 131 con la niña en brazos. A lo lejos vio el destello de varios vehículos de emergencias que había alertado el viajante de joyería.

Lucía lloraba mucho y sus gritos eran el único sonido que aporreaba la noche.

—Tranquila, ya viene la ambulancia —le dijo para apaciguarla—. No te muevas, por si acaso.

Entre el humo de los coches se vieron luces de sirenas y voces gritando en la noche:

—¿Están ustedes bien?

La niña dejó de llorar, se encontraba segura en los brazos de Marcos, para ella eran fuertes como los de un guerrero que afianza a su hijo y no permite que le pase nada.

—Han tenido suerte —dijo un médico que estaba examinando a Lucía en el coche—. Los del otro no han tenido tanta.

Al poco llegaron dos coches de bomberos y el aire se transformó en humo. Los médicos estabilizaron a Lucía y la trasladaron en una UVI móvil al centro médico de Alcorcón. Marcos la acompañó en otra ambulancia, con la niña en brazos. Solamente contaba unas semanas de edad y la joven pareja acababa de llegar de un país del Este de Europa.

—¿Quiere que le eche un vistazo a la niña? —le preguntó una enfermera.

—Sí, sí, claro —dijo Marcos.

Estuvo a punto de decirle que no era su hija, que era la niña que viajaba en el otro coche. «¿Qué será de ella?», se preguntó.

—Aparentemente no tiene nada —le dijo la enfermera tras palpar su pequeño cuerpo—. Han tenido ustedes mucha suerte.

Cuando llegaron al hospital ingresaron a Lucía en planta. Los restos del accidentado aborto podrían dejarle secuelas si no la atendían enseguida. El hospital de Alcorcón era enorme y los médicos de urgencias no tenían conexión con los de planta. Nadie cayó en la cuenta de que el feto que había perdido Lucía tenía siete meses y la niña recién nacida de la pareja fallecida, unas semanas. No pudieron hacer nada para salvarlo, pero la pequeña del otro coche sustituiría esa pérdida.