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Pedro Montero Fuentes, el eminente cirujano del hospital San Ignacio de Santa Susana, acababa de llegar de un viaje durante el cual había impartido una charla en un congreso de medicina de Madrid. Estaba al corriente de todo lo acaecido en Roquesas de Mar esos últimos días. Las largas conversaciones telefónicas con Rosa Pérez Ramos, la mujer de Álvaro Alsina, le mantenían informado de las acusaciones que pesaban sobre el presidente de Safertine como principal sospechoso de la violación y asesinato de Sandra López. Pero Pedro Montero sospechaba que aquel horrendo crimen era obra de la esposa de Álvaro. Fundamentaba esas sospechas en que Rosa había actuado por despecho hacia su marido y por librarse de una excelente competidora. Ella sabía, desde hacía tiempo, las relaciones que mantenía Álvaro con la guapa y morbosa joven, así como el idilio de su hija Irene con la chiquilla. Así que Rosa había centrado todas sus frustraciones en una sola persona. Pedro recapacitó sobre el día que se sinceró con su amada Rosa y le relató, sin ahondar en detalles, la tarde en que la joven y atractiva Sandra López Ramírez entró en su consulta, interesada en reafirmar más sus prominentes senos. Le detalló cómo la joven se le había insinuado e incitado para que se los tocara. Pedro Montero le dijo que aún era muy joven para someterse a una operación de cirugía estética, que debía esperar un par de años a que los pechos estuvieran completamente formados. Pero la provocadora joven aprovechó la proximidad del maduro doctor y, mientras este le sobaba su magnífico busto, ella llevó su mano derecha al abultado paquete del médico. Sobresaltado, el doctor alargó la visita, que normalmente duraría quince minutos, hasta llegar a los cuarenta.
El doctor Montero se lo contó a Rosa en una muestra de confianza. La mujer de Álvaro creyó que el centro de todos sus males era esa horrible chica que en poco tiempo había encandilado a su marido Álvaro, a su hija Irene y a su amante, amigo y posiblemente futuro consorte. Por eso el sobresaliente cirujano sospechaba de la dulce Rosa y pensaba que había sido ella la asesina de Sandra, sobre todo porque era quien más motivos podía tener para hacerlo. El forense encargado de la autopsia le había adelantado, como colega, que la joven había sido violada por vía anal y vaginal, con gran fuerza y saña. Pedro recordaba que en un viaje que hicieron él y Rosa a Madrid, a un simposio sobre medicina, una noche cenaron juntos y luego visitaron un sexshop típico del barrio de Chueca. Allí habían comprado un consolador de grandes dimensiones que ella prometió utilizar en las noches desenfrenadas con Pedro. Y ese era el mismo instrumento que Rosa podía haber utilizado para penetrar a la niña antes de matarla.
«La forma en que la mataron revela un crimen pasional», había manifestado el forense nada más tener el cadáver delante de él.
Y quién puede tener más pasión y arrebato que una mujer despechada, herida, resentida. Para Pedro Montero la cosa estaba clara: Rosa era la asesina de Sandra López.
Ya eran las once de la noche cuando el buen doctor se adentró en el bosque de pinos en busca de pruebas que incriminaran a su amada. No lo hacía para reunir elementos que la llevaran a la cárcel. Nada de eso. Lo que quería era averiguar si la mujer de Álvaro Alsina se había dejado por descuido algún vestigio que la pudiera relacionar con el crimen. Sí así era, ayudaría a Rosa destruyendo esos rastros. Se colocó, entre sus perfectos dientes, la pipa de brezo que había comprado en uno de sus viajes a Girona. La encendió con una cerilla especial para cachimbas, más larga de lo normal. Previamente había llenado la cazoleta con su tabaco de pipa preferido: Borkum Riff, de suave y fino aroma. Una pequeña linterna de pilas alcalinas le acompañaba en su búsqueda por el lóbrego bosque de pinos.
«Aquí debieron de encontrar a la niña», pensó enfocando con el haz una zona marcada por una vieja cinta del ayuntamiento, donde ponía: NO PASAR – OBRAS.
«La policía local podría haber utilizado cintas policiales más acordes con la situación —se dijo husmeando la zona donde había aparecido el cuerpo—. Rosa es muy nerviosa, seguramente dejó el arma homicida en el trayecto a su casa».
Pedro Montero recorrió despacio el itinerario desde la zona marcada hasta la casa de los Alsina. Zigzagueó la linterna para no dejar ningún rincón sin mirar. Después de un par de horas, ya lejos del lugar del crimen, encontró un puntiagudo punzón de plástico duro, de unos doce centímetros de largo. «Esta es el arma homicida», pensó. Lo cogió del suelo sin tomar ninguna precaución y comprobó que la punta estaba ligeramente manchada de sangre. Lo envolvió con un pañuelo y, sin buscar nada más, se alejó de allí. Había dejado el coche en la rotonda inacabada de la calle Reverendo Lewis Sinise. Antes de subirse, arrojó el punzón en el pañuelo por encima de la tapia de las obras que había frente a la casa de los Alsina, y vio cómo caía dentro de un cubo de agua que utilizaban los obreros para preparar el cemento.
«Demasiado fácil —pensó al percatarse de que el punzón seguía allí después de pasar cinco días desde que encontraran el cuerpo de Sandra López—. La policía local son unos inútiles», reflexionó mientras abría las puertas de su automóvil con el mando a distancia.
Pedro Montero montó en su Chrysler Voyager y se marchó del lugar despacio, para no levantar sospechas. Se acordó de una película de Peter Sellers donde la policía buscaba a un coche que huía del lugar de un crimen, entonces el actor principal aconsejaba al secuaz que conducía el vehículo que no corriera. «¿Por qué?», preguntaba el atónito ladrón. «Porque la policía sigue a un coche que corre, y si no corremos no levantaremos sospechas», respondió un espléndido Peter Sellers.
El cirujano Pedro Montero estaba convencido de haber ayudado, con su acción, a su enamorada Rosa Pérez, la señora de nariz respingona que un día había decidido quitar de en medio a aquella jovencita alegre, jovial y atractiva que sin querer había osado seducir a dos miembros de su familia. Pedro no cuestionaba la actitud de Rosa, solo la había ayudado de la mejor manera posible. Meditó sobre hablar con ella cuando todo eso acabara. «Ella no es normalmente así», pensó mientras conducía en dirección a su piso de Santa Susana. Esa noche no quería pernoctar en el chalé que tenía en Roquesas de Mar. Sabía que Rosa no se comportaba así, que no era su personalidad, que simplemente estaba pasando un mal momento y necesitaba toda la ayuda posible. Todo el apoyo que no le prestaba su familia se lo daría él, pero tenía miedo de ser inculpado por ayudar a Rosa, de ser acusado de cómplice porque con su acción evitaba, o por lo menos eso creía, que las autoridades pudieran acusar a Rosa del asesinato de la hija de los López.
Circulando por la carretera tuvo una intuición y pensó que era demasiado extraño que el punzón hubiera estado tantos días cerca del lugar donde habían encontrado a Sandra sin que nadie lo hubiera visto. Y por primera vez barajó la posibilidad de que alguien lo hubiera dejado allí expresamente, para ser encontrado.