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Eran las siete de la tarde cuando César Salamanca entró en la sede provincial del CIN para entrevistarse con su director regional, el implacable Segundo Lasheras. El motivo de la cita era para tratar el tema de las grabaciones hechas a través de un Apolo, es decir, un coche camuflado del servicio secreto, que había estado días aparcado delante de la casa de la familia Alsina. Era una vieja furgoneta Mercedes, con el logotipo de una empresa de albañilería en su lateral. Los vecinos de la calle Reverendo Lewis Sinise nunca sintieron curiosidad por dicha furgoneta, porque pensaron que era de las obras del número 16.
Nadie sospechó. En la cinta que filmó el equipo del Apolo se observaba perfectamente cómo, la noche del 4 de junio, el día que fue asesinada Sandra, el jefe de policía salía del bosque de pinos sobre las cuatro de la madrugada y recorría la calle hasta desaparecer en la zona de los olivos, donde estaba la rotonda inacabada. El director del CIN quería preguntarle, en persona, los motivos que le llevaron a estar allí, en el lugar del crimen, esa noche y a esa hora, que casualmente coincidía con la del asesinato.
—Buenas tardes, jefe Salamanca —saludó un imperturbable director del CIN al mismo tiempo que le indicaba al agente que permanecía en la puerta de su despacho que se retirara.
César lo siguió con la vista.
—Espero no haberle distraído de sus obligaciones —se excusó Segundo Lasheras.
—No se preocupe, ya sabe que la vida de un policía está llena de inconvenientes —aseveró Salamanca desenvolviendo un chicle y buscando una papelera donde arrojar el envoltorio.
Segundo le acercó el cenicero de caoba que adornada su mesa.
—Dígame, ¿qué quiere de mí? —preguntó el barrigón jefe de la policía municipal.
Al director del CIN le sorprendieron las prisas. Su tono, desde luego, no era nada disciplinado. No había ningún ligamen jerárquico entre el servicio secreto y la policía local, pero aun así, Segundo Lasheras esperaba un trato más afable por parte de César Salamanca.
—Es acerca de la violación y asesinato de la joven Sandra —dijo.
—Estoy al corriente de ese asunto —replicó César, incómodo.
—Una de nuestras cámaras de vigilancia está situada muy próxima a la zona donde presumiblemente se cometió el crimen.
César asintió con la cabeza.
—En esa grabación aparece usted saliendo del bosque de pinos —dijo el director ante la impasibilidad del jefe de policía—. Sobre las cuatro de la madrugada, más o menos a la misma hora que murió la muchacha —afirmó—. No hay lugar a dudas —dijo antes de que César pudiera protestar— de que es usted el que aparece en la cinta. Su cara se vislumbra perfectamente en un momento en que pasa por debajo de una de las pocas farolas que iluminan la calle.
César entornó los ojos y lo miró fijamente.
—¿Qué hacía allí a esas horas? —interrogó Segundo Lasheras sin pestañear.
Para el jefe de la policía local era harto difícil poder intimidar con su mirada a todo un director del servicio secreto, de eso ya se había dado cuenta nada más entrar, pero albergaba la posibilidad de utilizar todos sus años de experiencia para poder zafarse de tan terrible encrucijada.
—¿Desde cuándo el servicio secreto investiga crímenes locales? —preguntó visiblemente irritado—. Pensaba que esos temas eran competencia de la policía.
—La seguridad es competencia de todos —le recordó Segundo Lasheras.
—¿Y los inspectores de Madrid? Tengo entendido que son ellos los encargados de resolver este crimen. —Se frotó la cara y añadió sin mirarlo a la cara—: ¿Estoy acusado?
—Cálmese, jefe Salamanca —sugirió Segundo Lasheras, que acababa de apretar un botón que había debajo de su mesa—. No le estoy acusando, simplemente le estoy haciendo una pregunta. —El director del CIN no esperaba una reacción tan enérgica por parte del policía municipal—. ¿Va usted armado? —preguntó ante la turbación de César.
—¡Pues claro que voy armado! —respondió levantándose la camisa a cuadros que llevaba por fuera del pantalón y mostrando las cachas de un 38 especial.
Segundo Lasheras agudizó la mirada.
—Soy policía —dijo César—, y como tal tengo derecho a llevar mi revólver.
El director del CIN no quería enredarse en esa discusión. El jefe de policía se encontraba exaltado y su voz se elevaba por momentos. La puerta del despacho se abrió y un agente uniformado de impecable azul entró. Segundo Lasheras le hizo una indicación con la mirada para que se situara entre él y el jefe de policía. César apenas lo miró, como si no quisiera reparar en él.
—¿Y bien? —insistió Segundo Lasheras, más tranquilo con la presencia del agente de seguridad—. Aún no ha contestado a mi pregunta.
—¿A qué pregunta se refiere? —repuso desafiante César—. ¿A si he matado a esa niña o a qué hacía allí esa noche?
—La primera pregunta no la he formulado yo, pero si lo prefiere puede contestar a las dos al mismo tiempo, puesto que creo que están ligadas entre sí.
La tensión creció en el despacho. El agente de seguridad tensó los músculos en previsión de una reacción desmedida de César.
—Estaba vigilando al presidente de Safertine —respondió Salamanca sin quitarle ojo al fornido agente.
Lasheras le animó con la cabeza a que siguiera hablando.
—Hacía días que lo seguía —dijo César—. Bueno, lo investigaba, como dirían ustedes. Álvaro Alsina no es una persona de fiar y en varias ocasiones lo vi rodeado de chicas jóvenes, de las que gustaba hacerse acompañar. En las fiestas de Roquesas de Mar estuvo merodeando a la pequeña Sandra y fue ella misma la que denunció el acoso a la que se veía sometida últimamente por parte de Alsina.
—¿Dice usted que la chica denunció a Álvaro Alsina por acoso?
—No fue una denuncia por escrito —precisó César—, la chiquilla me lo dijo a mí confidencialmente.
—¿Y qué le dijo exactamente?
—Me contó que Álvaro la acosaba y la seguía constantemente con el propósito de mantener relaciones sexuales con ella. Según Sandra, Álvaro se aprovechaba de su desahogada posición económica para comprar sus favores, cosa que la chica rechazaba de plano.
—¿Y por qué no lo denunció en la comisaria?
—Mire, Roquesas es un pueblo muy pequeño, todo el mundo se conoce. ¿Sabe qué supondría para la endeble moral lugareña el que una chiquilla denunciara a uno de sus vecinos más respetables?
—Entiendo que fue usted el que la convenció para que no denunciara, ¿no? —preguntó Segundo Lasheras.
—Más o menos. Cuando Sandra acudió a contarme el problema que tenía, lo primero que hice fue tranquilizarla y aconsejarle que no dijera ni hiciera nada. Le aseguré que yo mismo me encargaría de solucionarlo de la mejor manera posible. No hay que olvidar que Alsina y yo somos amigos desde la infancia. Nadie mejor que yo lo conoce y sabe de sus debilidades. Aquella noche precisamente —dijo antes de que el director le replicara— los seguí a los dos a través del bosque de pinos. Sandra se ausentó de la fiesta para marcharse a su casa y Alsina no tardó ni unos segundos en salir tras ella. La espesura del bosque los engulló a los dos.
—¿Y? —preguntó Segundo.
—Pues nada, los perdí de vista en algún momento del seguimiento, pero de lo que estoy seguro es de que… —Hizo una pausa, meditando sus siguientes palabras—. Bueno, pues que casi podría asegurar que la única persona que cruzó el bosque de pinos aquella noche aparte de Sandra fue Álvaro Alsina.
Sobrevino un silencio sepulcral. El vigilante miró a su superior esperando instrucciones. César se secó el sudor de la frente con un pañuelo de tela.
—Y si está tan seguro de la autoría de Álvaro Alsina —dijo Segundo Lasheras—, ¿por qué no lo ha detenido ya? Que yo recuerde —dijo peinando con la mirada la mesa del despacho—, en ningún momento ha dicho usted a nadie esto que acaba de contarme.
—Es que Roquesas es un…
—Ya sé, ya sé. Roquesas es un pueblo pequeño donde toda la gente se conoce y no conviene airear demasiado estas cosas.
La interrupción irónica por parte del director del CIN no gustó demasiado a César. Su mirada se clavó en la sonrisa de Lasheras.
—¿A qué espera para mandar detenerlo? —continuó—. Lo que acaba de contarme es motivo suficiente para interrogar a Alsina en los calabozos de la Policía Nacional de Santa Susana.
—Necesito reunir pruebas —admitió César—. De lo contrario, sería mi palabra contra la suya.
En ese momento recordó la grabación de la que habló el director al principio de la entrevista.
—Pero si ustedes tienen la grabación donde dicen que me vieron salir del bosque, en esa misma cinta saldrá la imagen de Álvaro e incluso Sandra, ¿no?
El director del CIN lo miró con aire despectivo. El jefe de la policía local se percató de ello y se sintió aún más incómodo. El móvil esgrimido por César para atribuir el asesinato de Sandra a Álvaro era perfectamente creíble: amor, celos, odio, pasión. No había más motivos que esos para matar a alguien. Pero, tal como había dicho él mismo, ese caso era estrictamente policial y, por lo tanto, correspondía a la policía solucionarlo. Así que la cinta de la grabación la cedería el servicio secreto a los inspectores de Madrid para que ellos encontraran al culpable del crimen. Pero eso no se lo dijo a Salamanca. Así pues, César se marchó sin saber a ciencia cierta si lo de la cinta era verdad o un farol del servicio secreto buscando sonsacarle algo.
Mientras caminaba por las pobladas calles de Santa Susana fue repasando mentalmente todos los aspectos de la entrevista, para saber si en algún momento había metido la pata. Ya era tarde. Se dirigió a un estanco, el único que encontró abierto, y compró un paquete de chicles. Sentía la boca seca por culpa de Segundo Lasheras. Aquel hombre realmente lo había puesto nervioso. Se acordó de su mirada altiva, sus frases pedantes, la seguridad con que hablaba. Cogió el coche y condujo tranquilo hasta Roquesas, con la tranquilidad que da el no sentirse acusado. Pensó que había salido airoso de la encerrona del CIN. O por lo menos eso creyó.