45
Sentado en la austera habitación del hotel y mientras miraba por la ventana la iluminación de las calles de Santa Susana, llorando como nunca había hecho antes, Álvaro Alsina Clavero pensó en qué era lo que había hecho mal. Había llegado el momento de reflexionar, el mundo, tal y como lo conocía, se desmoronaba a su alrededor. Cuarenta años y toda una vida de sacrificios y penurias dedicada a su familia, a la empresa heredada de su progenitor don Enrique Alsina, buen padre de sus hijos Javier e Irene, o por lo menos lo había intentado, se desvanecían sin que él pudiese evitarlo.
«¿Qué está ocurriendo?», se preguntó.
¿Qué podía pasar para que la apacible y organizada vida de un buen hombre se viera trastocada, de repente, por una serie de hechos imprevisibles e incontrolables que cambiaran, por completo, su trayectoria? El día siguiente a las doce se firmaría el acuerdo con el gobierno, la tarjeta espía estaría en manos de la Administración.
«¡Qué coño me importa a mí lo que hagan con ella! —pensó Álvaro—. No debería preocuparme tanto por ese tema, es posible que todos los problemas que tengo ahora sean por culpa de ese maldito contrato», meditó mientras se secaba una ristra de lágrimas que resbalaban por su rostro.
Encendió un cigarrillo y se tumbó en la cama boca arriba, intentando recordar todo lo acaecido últimamente, todas las palabras oídas y quién las había dicho. Recordó cómo Juan Hidalgo, su socio de Expert Consulting, se entendía con Rosa, su mujer, o por lo menos eso había dicho María, la sirvienta. César Salamanca Trellez, el jefe de la policía local de Roquesas, sospechaba de él y creía que era quien había violado y matado a Sandra López. Para tal acusación contaba con la camisa que presuntamente le había dado Rosa y las declaraciones de un testigo desconocido, del que no sabía nada. Su abogado le había dicho que eso no era suficiente para una imputación formal, cualquier jurado medianamente coherente la rechazaría. La tarjeta de transmisión de datos de Safertine estaba maliciosamente manipulada, eso lo había dicho Diego Sánchez, el jefe de producción. Rosa, su mujer, sabía que había tenido un desliz con Sonia García, la sirvienta argentina predecesora de María Becerra, según le había dicho Juan, sin que se supiese cómo llegó él a saber eso. Sofía Escudero estaba embarazada de otro aunque quería achacárselo a su hijo, aunque ese era el menor de los problemas. Un embarazo y un desliz son cosas inherentes a la vida de cualquier familia, pero una violación y un asesinato de una menor es algo más grave, terriblemente comprometido para alguien inocente que achacaba todos estos hechos a una implacable persecución orquestada por una mente enfermiza y malévola. Era un plan urdido con antelación, conjeturó. No quería parecer un obseso paranoico, pero era mejor mantenerse alerta y no confiar en nadie, que ser apuñalado por la espalda, como de hecho le estaba sucediendo.
Sus pensamientos fueron rescatados por una llamada telefónica.
—¿Sí? —dijo mientras apagaba el cigarrillo, que prácticamente se había consumido en sus dedos.
—¿Señor Alsina? —dijo una voz que le resultó familiar, pero que no pudo ubicar en ese momento—. Quedamos en que le llamaría cuando supiese algo.
—Perdón, no sé de qué me habla. ¿Quién es usted?
—Soy Luis Aguilar. Luis Aguilar Cervantes, el amigo de Cándido, ¿me recuerda? Nos vimos en la puerta del Chef Adolfo.
Álvaro centró sus pensamientos. Era el arquitecto del ayuntamiento de Santa Susana y ciertamente habían quedado en que le informaría acerca de sus extraños vecinos y de la casa que estaban construyendo enfrente de la suya.
—Ya me acuerdo, Luis —respondió—. ¿Qué tal estás? No me llames de usted.
Luis Aguilar Cervantes debía de tener unos treinta años. Demasiado guapo para ser hombre. A Álvaro no le gustaba sentirse atraído por una persona de su mismo sexo, es más, era una cosa que repudiaba; aunque no le importaba que hubiera gente homosexual. Pero con el amigo de Cándido era diferente, le daba morbo. Lo ponía enfermo la sola idea de sentirse atraído por un hombre, pero era cierto que se había encontrado a gusto con él la mañana que el director del banco de Santa Susana les presentara, y también se sentía cómodo ahora, hablando por teléfono. Después de la desapacible semana que había pasado, de repente barruntaba que Luis era una persona de fiar. De hecho, necesitaba urgentemente confiar en alguien. Pensó en quedar con él y sincerarse, le contaría todo lo ocurrido y le pediría consejo. El agresivo presidente de Safertine necesitaba relatar a quien fuese todo lo que le inquietaba. Un confesor le aportaría la seguridad que había perdido en las últimas semanas.
—Te llamo por el tema de la casa de Roquesas de Mar —murmuró Luis como si se estuviera preparando para decir algún secreto inconfesable.
El bisbiseo de su voz provocó un agradable cosquilleo en la nuca de Álvaro.
—¿Recuerdas que quedé en decirte algo de los moradores de la casa que están construyendo enfrente de la tuya? —aclaró Luis, viendo que Álvaro no respondía.
—Sí, sí. ¿Sabes algo? —repuso Álvaro, y deseó que la conversación se alargara lo más posible. Hablar con Luis le estaba tranquilizando.
—He hecho mis pesquisas y el terreno lo compró una corporación independiente de la Administración estatal.
—¿Una corporación?
—Sí, es extraño, ¿verdad? Tiene su sede en Madrid —informó Luis en medio del chasquido de una cerilla, lo que le hizo suponer a Álvaro que había encendido un cigarrillo—. No he conseguido averiguar a qué se dedican ni qué intereses tienen en Roquesas de Mar, pero previsiblemente harán oficinas.
—Pero eso es imposible —repuso Álvaro tras haber puesto a cargar la batería del móvil, temiendo que se agotara—. En la calle Reverendo Lewis Sinise únicamente se pueden construir viviendas, la normativa municipal prohíbe la edificación de empresas, sea del tipo que sean. No es una zona industrial.
Recordó que Ana Ventura, la mujer del director del banco Santa Susana, Cándido Fernández, quería montar una tienda de comestibles en su calle y que no pudo pese a que su marido movió un montón de hilos con personas bien relacionadas. El poder de los adinerados vecinos pudo más que los entresijos del banquero. La urbanización quería mantener su esencia y desechaba cualquier posibilidad de convertirse en un tinglado de comercios.
—Intentaré averiguar algo más —afirmó Luis con el mismo susurro inicial—. Te mantendré informado.
—¿Estás haciendo algo ahora? —preguntó Álvaro.
Luis guardó silencio unos segundos.
—¿Por qué?
—Nada, por si querías quedar a tomar algo.
—¿Dónde estás? —preguntó Luis con tono normal.
—Quedemos en el bar Lastron —dijo Álvaro—. En quince minutos podría estar allí. Si quieres, te paso a recoger donde me digas.
—No te preocupes, ya sé dónde está. Ahora son las once. A las once y cuarto estaré allí.
Álvaro colgó enseguida para no perder tiempo. Tenía que afeitarse, ducharse y llegar al punto de encuentro. Se sentía como un adolescente en su primera cita. Presintió que había establecido un misterioso feeling con Luis, que tenía sentimientos encontrados y que, aunque no sabía el motivo, Luis era una persona de fiar. Al igual que hay personas que uno conoce de siempre y nunca desaparecen los resquicios de desconfianza, por otro lado hay individuos con los que se acaba de iniciar una relación y ya pondríamos nuestra vida en sus manos, como era el caso de Álvaro respecto a Luis.
El bar Lastron estaba situado en pleno centro de Santa Susana, en la confluencia de las calles Gracia y Relieve. Era un bar pijo, de gente bien. Sus paredes estaban finamente decoradas con estanterías llenas de libros sobre temas variados. Se distinguían dos apartados claramente diferenciados, uno para los que solo deseaban tomar café, con una pequeña barra de madera, rodeada de taburetes. Otro, más al fondo del alargado local, donde se sentaban las parejas en una especie de reservado, para charlar, leer, fumar, o lo que fuera. El apartado privado estaba ornamentado de forma retro, unos céntricos tresillos de escay rojo y unas pocas mesas de madera redondas. Servía como bar por la mañana y por la tarde, y por la noche parecía más bien un pub inglés donde compartir una buena charla.
A las once y dieciocho minutos, puntual como era de esperar, Álvaro Alsina Clavero entró en el bar. No había demasiada gente, pero era un local de ambiente y los pocos clientes se conocían entre sí. El hecho de ser la segunda o tercera vez que lo frecuentaba, hizo que las miradas de los asiduos de la barra se posaran en él. Cruzó el establecimiento no sin cierta incomodidad. Dejó atrás el mostrador y se fijó, a su derecha, en un grupo de mesas pequeñas con gente; su mirada se centró en la zona de reservados, donde, sentado en uno de los sofás, estaba Luis.
—Buenas noches, Álvaro —dijo mientras se levantaba en un gesto galante.
Luis vestía de forma elegante pero informal. Llevaba vaqueros negros, zapatos marrones, camisa beis de manga corta, que resaltaba sus brazos musculosos, y una cadenilla de oro de la que colgaba una figura de elefante del mismo material. Tenía el pelo perfectamente peinado, pero sin la gomina que llevaba el día que les presentó Cándido Fernández. También se fijó Álvaro en el pendiente de perla de la oreja derecha, detalle que en otra persona hubiese quedado chabacano, pero que en Luis realzaba su rostro moreno.
—Buenas noches, Luis —dijo Álvaro mientras decidía dónde sentarse—. ¿Hace rato que esperas?
—No, qué va, he llegado ahora mismo —respondió soltando la mano de Álvaro para sentarse de nuevo—. Ponte cómodo, por favor —le indicó señalando el sofá.
Álvaro miró en busca de una silla, taburete o algo parecido. Sentarse justo en el mismo sofá donde estaba Luis le incomodaría. Pensó que sería posicionarse como los brasileños: uno al lado de otro, y él prefería sentarse como los occidentales: uno enfrente del otro. Luis, que se dio cuenta de su vacilación, se sentó bien en la esquina e insistió:
—Álvaro, por favor, no pasa nada, ven y acomódate a mi lado.
Finamente el preocupado presidente de Safertine asintió y se colocó al lado de Luis, en una posición más propia de una pareja de enamorados que de dos amigos que se citan para charlar. Observó al resto de clientes que había en el reservado y se percató de que la mayoría estaban sentados igual que ellos, lo que lo tranquilizó.
—Te agradezco que hayas venido —dijo Álvaro mirando al resto de las personas que había en el local.
—Al contrario, soy yo el que tiene que estar agradecido. Estaba solo y me ha ilusionado quedar contigo para charlar. —El tono del arquitecto volvía a ser susurrante, como durante la llamada telefónica, y esto hizo que Álvaro se sintiera aún más cómodo.
—Últimamente tengo muchos y extraños problemas —le confió.
La presencia de Luis le inducía a sincerarse. Se encontró extraño y con la sensación de estar con su novia de toda la vida, aquella en la que podría confiar ciegamente, en caso de tenerla. La boca se le secó y balbuceó de forma pastosa. Luis se dio cuenta de ello.
—Espera —dijo—, antes pedimos algo de beber, ¿no te parece?
Y se levantó para encaminarse a la barra.
—Yo tomaré lo mismo que tú —indicó Álvaro, que no sentía predilección por ningún brebaje en especial.
—Ok, te voy a traer la mejor fórmula para las confesiones —replicó Luis mientras se dirigía hacia el mostrador.
Álvaro se fijó en su espalda.
«¿Qué me está pasando? —se dijo sin dejar de observar cómo Luis hablaba con el camarero en la barra—. ¿Acaso me he vuelto maricón?».
Nunca le habían gustado los hombres, es más, había sido una idea repudiada por él desde siempre. Pero con Luis era diferente. Ignoraba si era debido a la difícil situación que estaba viviendo, las presiones familiares, el acoso policial o los problemas laborales, pero el caso es que se sentía fuertemente atraído por su nuevo amigo. Le gustaba estar cerca de él. Oír su voz le tranquilizaba, su perfume le embriagaba. La falta de relaciones con su mujer, ni con nadie, desde hacía un par de días, empezaba a hacer mella en su portentosa sexualidad. Comenzó a sentir una ligera excitación. Álvaro recordó, en un instante, todas las mujeres que habían pasado por su alcoba. Rememoró a Sonia García, la exuberante sirvienta argentina que le hizo perder la cabeza por completo. Y a Elvira Torres Bello, la amiga de confianza desde siempre y con la que pasó tan buenos momentos. No pudo olvidarse de la amiga de su hija Irene, Natalia Robles, con la que gustoso hubiese mantenido relaciones, aunque sabía que estaba prohibido, o por lo menos no era ético, hacerlo con una menor de dieciséis años, la misma edad que tenía Sandra López, la niña secuestrada, violada y asesinada. Luis Aguilar regresó de la barra con dos cubatas. Los pensamientos de Álvaro se desvanecieron.
—La mejor bebida que hay: ron negro con coca-cola —afirmó, dejando los vasos en la mesa—. Esto hará que te sientas mejor —añadió mientras sacaba un paquete de tabaco rubio y lo dejaba al lado de un cenicero de cerámica con el logotipo del local cincelado en el centro.
—Gracias, Luis —dijo Álvaro y bebió un sorbo del cubata—. No sé por dónde empezar, pero para ser sincero, te diré que tengo muchos problemas y me están desbordando.
Sacó un cigarrillo del paquete que había dejado el arquitecto de Santa Susana sobre la mesa.
—¿Sabes algo de la chica asesinada en Roquesas de Mar? —preguntó mientras encendía el pitillo con una cerilla que le aproximó Luis.
—Sí, estoy al corriente. La noticia ha salido en la prensa nacional —afirmó bajando la voz para que no le escucharan los de la mesa de al lado.
—Era vecina mía —dijo Álvaro—. Vivía en la misma calle y además congeniaba con Irene, mi hija. —Mientras hablaba, sonó de fondo la canción The Year of the Cat de Al Stewart, lo que lo reconfortó profundamente. Aquella música le recordaba a sus años mozos, cuando frecuentaba el bar Oasis y entre todos consiguieron convencer a Hermann Baier de que pusiera música más moderna que aquellas entristecidas canciones de la posguerra que acababan tarareando muchos clientes.
—Estaba desaparecida, lo sé —aseveró Luis—, lo que desconocía era que hubieran encontrado su cuerpo.
Sonó el móvil de Luis. Lo sacó del bolsillo de su camisa y miró la pantalla. Pulsó un botón para rechazar la llamada y lo dejó encima de la mesa.
—Perdona —dijo—. Sigue, por favor.
—Pues… no quiero extenderme mucho, pero al parecer el jefe de la policía local sospecha de mí —aseguró Álvaro y dio una fuerte calada al cigarrillo—. De hecho tiene una prueba que considera concluyente para inculparme.
—Vaya, parece grave —replicó Luis, que acababa de encender un cigarro—. ¿Cómo sabes eso? Has de tener en cuenta que la información puede ser manipulada.
Mientras hablaba, Luis recordó un caso de cuando estaba estudiando la carrera. En la universidad de Madrid se había estilado durante mucho tiempo la teoría del rumor, según la cual, las malas noticias se distribuían a una velocidad treinta veces más rápida que las buenas. De esta forma era más lógico que se supiera que alguien era maricón, que no que le había tocado la lotería, por ejemplo.
—Ya lo sé —dijo Álvaro—, la acusación no es formal, pero lo será dentro de poco, en cuanto reúnan más pruebas. La investigación la llevarán unos agentes de la policía judicial de Madrid —declaró Álvaro, abstraído en el humo de la colilla que acababa de apagar en el cenicero.
Los dos se observaron a los ojos durante unos eternos segundos. Finalmente Luis preguntó:
—¿Mataste a la chica?
Daba por supuesto que el presidente de Safertine no había violado ni matado a la hija de los López, pero quería oírlo de su propia boca.
Comenzaron a oírse Los sonidos del silencio de Simon y Garfunkel. Parecía la canción más apropiada para una jornada de confesiones íntimas. Luis aprovechó para aproximarse, de manera sugerente, a Álvaro. Su mano izquierda acarició, de forma sinuosa, su hombro derecho, en un gesto que buscaba tranquilizar al tenso acusado del crimen más horrendo de Roquesas de Mar.
—No, no maté a la chiquilla —respondió tajante—, y tampoco mantuve ningún romance con ella, como insinúa mi mujer.
—¿Tu mujer cree que te entendías con la chica asesinada? —Luis mostró curiosidad y puso cara de circunstancia.
—Así es —afirmó Álvaro, que no se había retirado ante las caricias de Luis sobre su hombro—. Me lo largó en una conversación telefónica. Según ella, cualquier hombre de mi edad sueña con jovencitas y gustosamente mantendría relaciones con ellas.
—Despecho; tu mujer está llena de resentimiento —observó Luis—, eso no te ayudará. Posiblemente lo que te dijo y la declaración ante el jefe de policía hayan sido más por rencor que por otra cosa. Si está convencida de tu relación con la muchacha, utilizará todas las artimañas posibles para inculparte. Pero, para aceptar eso, que te follaras a una chavala de dieciséis años, tiene que haber algún precedente anterior. Déjame preguntarte una cosa, Álvaro.
—Adelante.
—¿La has engañado con otra mujer u otro hombre alguna vez?
La pregunta no carecía de estrategia. Era evidente que se sentía atraído por Álvaro, y así, de esta forma, al mismo tiempo que intentaba ayudarlo, pretendía averiguar si podía tener alguna esperanza con él.
—Mira, Luis, la única persona con la que he follado ha sido una sirvienta argentina que teníamos antes en casa, de hecho. Más bien hacíamos el amor —puntualizó.
—O sea que llegaste a quererla. —Luis sorbió el último dedo de cubata, mientras se oían los aplausos del directo de Simon y Garfunkel.
—¡Mucho! Y no es que no quiera a Rosa —aclaró—, pero con Sonia fue diferente, ella me entendía como nunca antes ninguna mujer. Nos veíamos siempre que era posible y aprovechábamos cualquier momento para hacer el amor.
—¿Cómo se enteró tu mujer? —preguntó Luis mientras sacaba un pañuelo del bolsillo y se secaba los labios.
—La verdad es que no lo sé —respondió Álvaro, cuadrando el cenicero en el centro de la mesa—. Alguien se lo debió de decir.
Reflexionó unos instantes.
—Según la sirvienta, fue Juan, mi socio.
—¿La sirvienta que te tirabas? —preguntó incrédulo Luis y encendió otro cigarrillo tras haberse limpiado la boca.
—No, hombre, la actual, María Becerra, la sustituta de Sonia.
—Mira, Álvaro —recapacitó Luis, que había dejado de acariciarle el hombro—, lo mejor es que no te fíes de nadie. No creo que todo el mundo esté en tu contra, pero seguramente hay alguien próximo a ti que te quiere quitar de en medio, y para ello usa el engaño. ¿Has leído la cizaña de Astérix? —preguntó mirándolo a los ojos.
—Hace tiempo —respondió Álvaro, que no tenía ganas de acertijos.
Antes de seguir hablando, Luis se levantó y volvió a la barra del bar. Ahora sonaba Sad Lisa de Cat Stevens.
«Es evidente que Luis me quiere ayudar de forma desinteresada —pensó Álvaro—, aunque también es posible que lo haga por amor. Me encuentro muy bien con él, me ha gustado cuando me acariciaba el hombro y su voz murmurante se mete en mi cabeza de la misma forma que lo hacía la de Sonia García».
Por un momento le apeteció besarlo. Pero lo achacó al alcohol, al cual no estaba acostumbrado.
—¿Qué ocurre con la cizaña de Astérix? —le preguntó cuando Luis regresó a la mesa con dos cubatas de ron negro con coca-cola—. ¿Es una especie de parábola?
—Más o menos —respondió el arquitecto de Santa Susana mientras levantaba el vaso para brindar—. Esa parábola trata de una persona que consigue que los demás discutan por malentendidos, y para ello utiliza toda clase de mentiras. Es muy sencillo: si yo quiero que te lleves mal con tu mujer solo tengo que decirle algo que me consta que la molestará. —Álvaro alargó el paquete de tabaco a Luis para que cogiera un cigarrillo—. Ella se enfadará contigo, pero no te dirá quién se lo ha dicho y tú también te encresparás, y entonces se creará un círculo vicioso en que los dos estaréis enfrentados. Todo eso por el comentario de una persona mala, es decir: cizañera.
—Ya, eso está muy bien —asintió Álvaro y bebió del cubata—, pero ¿qué saca esa persona con todo esto? —cuestionó.
—Posiblemente se trate de un despecho por amor, algún desengañado que quiera vengarse de ti, o alguna persona de tu empresa que intenta desbancarte… tu socio, algún jefe de planta, ¿quién sabe? Cualquier hombre o mujer de tu círculo personal podría estar implicado.
—Veo que estás muy puesto en el tema. —El alcohol empezaba a soltar la lengua y las manos de Álvaro—. ¿Cómo podría desenmascarar al cizañero?
—La mejor forma —Luis acercó la boca a la oreja de Álvaro— es no fiarte de nadie, lo primero, y luego tender una trampa a la persona de la que más sospeches.
La mezcla de tabaco y alcohol en el aliento de Luis produjo un efecto afrodisiaco en Álvaro, que se excitó enormemente cuando este le susurró en el oído.
—Mañana firmo un contrato muy importante —explicó, nervioso por la seducción de Luis—. Yo no lo apruebo, me parece un engaño al usuario y una treta del gobierno para espiar a los trabajadores de la Administración y posiblemente a todos los usuarios de Internet. Mi socio sabe que no estoy de acuerdo, por lo que es el primero de la lista en querer quitarme de en medio. Podría empezar por él…
—Deberías hacer una lista de los problemas surgidos en la última semana —interrumpió Luis, que prácticamente tocaba con su pierna la de Álvaro—. Eso te ayudaría a organizar un plan. Habla con todas las personas que creas que están implicadas y anota las peculiaridades que te vayan contando.
—Parece una buena idea —aseveró Álvaro, deteniéndose un momento para escuchar Escalera al cielo de Led Zeppelin—. La pondré en práctica a partir de mañana. Pero, Luis, el problema que más urge es la firma del contrato con el gobierno; es mañana a las doce, como ya te he dicho. —El alcohol hacía que Álvaro se sincerara como si Luis fuera un amigo de toda la vida, aunque no le comentó que ya había planeado anotar todos los problemas en una libreta azul, idea que heredó de su padre don Enrique, que siempre la había puesto en práctica—. ¿Cómo lo solucionarías tú? —preguntó con un brillo chispeante en sus ojos.
—Vaya, parece un asunto grave, de hecho es en lo primero que debes centrarte. —La mano de Luis estaba tocando la entrepierna de Álvaro—. Lo mejor que puedes hacer es llamar a tu socio y marcarte un farol. Dile que han sobreseído el asunto de la chica asesinada y que quieres revisar el contrato con la Administración antes de firmar, una cuestión de protocolo empresarial, podrías argumentar. De su respuesta sabrás el nivel de implicación que tiene en toda esta trama. Si accede al aplazamiento, es que no tiene nada que ver y por lo tanto es inocente, en caso contrario, es decir, si insiste en sellar el acuerdo mañana a las doce, es que tiene intereses ocultos en el negocio.
—Luis, creo que te has equivocado conmigo —dijo Álvaro, que no podía aguantar más la tensión.
—No te entiendo —replicó Luis sin quitar la mano.
—Yo no soy gay —afirmó Álvaro, e intentó apartar la mano de su nuevo amigo sobre sus genitales.
—No es cuestión de ser marica o no —replicó Luis—, aquí el tema es si te complace o te desagrada lo que te estoy haciendo ahora. Lo de la homosexualidad es un tema más de prejuicios que de otra cosa. Ven a mi piso esta noche y mañana decidirás lo que eres —propuso, pasando el nudillo del índice de la mano derecha por su barbilla.
—Tengo demasiados problemas como para añadir uno nuevo a mi enrevesada vida —aseveró el presidente de Safertine, y se acabó de un trago el cubata antes de ponerse en pie—. Me voy —anunció—. Agradezco tu comprensión y tus consejos y el que me hayas escuchado tan atentamente. Mañana llamaré a Juan y haré lo que me has dicho. Te mantendré informado del resultado.
Álvaro se despidió de Luis dándole un beso en la boca. Demasiadas cosas en una semana como para asimilarlas todas de golpe.
Sin tiempo que perder, se dirigió andando al hotel. La brisa nocturna le despejó la mente, mientras intentaba aclarar sus ideas. Zozobraba como una nave a la deriva en un mar de corales. Se dio varios golpes con cuantas farolas se encontró a su paso y esquivó, con torpeza, algún que otro coche que se saltaba los semáforos en ámbar.
Cuando llegó a su habitación cogió una libreta pequeña de tapas azules y anillas doradas. Se dispuso a registrar, siguiendo el consejo de Luis Aguilar, todas las cosas anormales que le habían ocurrido a lo largo de la semana.
Esto fue lo que anotó.
Punto 1: La construcción de la casa de enfrente. Calle Reverendo Lewis Sinise. Desde que empezaron las obras mi vida se ha torcido. El sustento de la acusación de asesinato de Sandra López se basa en el trozo de camisa que me desgarré al asomarme al patio de esa casa.
Punto 2: Firma del contrato con el gobierno por la venta de la nueva tarjeta de red. Enfrentamientos con Juan Hidalgo y Diego Sánchez. No apruebo ese tipo de operaciones comerciales, aunque he de reconocer que son importantes para la continuidad de la empresa. Mi padre no lo hubiera consentido, pero hay que tener en cuenta que eran otros tiempos.
Punto 3: Replanteamiento del amor por Elvira Torres. ¿Hasta dónde quiero llegar? —Dibujó un corazón al lado de la anotación—. En esta vida hay otras cosas aparte del amor: los niños, el trabajo, la familia, las propiedades, la herencia de los padres. Antes buenos amigos que malos amantes —escribió subrayado—.
Punto 4: Embarazo de Sofía Escudero.
Punto 5: ¿Soy bisexual?
Punto 6: ¿Es mala la infidelidad?
Punto 7: Si yo no maté a Sandra, ¿quién lo hizo? ¿Rosa?
Tachó esta última pregunta cruzándola con varias rayas.