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El inspector Eugenio Montoro Valverde solicitó al juzgado de lo penal número 1 de Santa Susana una orden de entrada y registro de la empresa Safertine, cuyo presidente era, hasta la fecha, Álvaro Alsina Clavero. No estaba probado aún que el señor Alsina fuera el autor material de la violación y asesinato de la adolescente Sandra López Ramírez. El trozo de la camisa con manchas de sangre no le vinculaba al crimen, ya que podía ser una prueba manipulada, y la hija de Álvaro, Irene, se había retractado, a última hora, de las declaraciones que había hecho en la comisaría de la policía municipal, en las cuales afirmó que su padre y Sandra se entendían y que los había pillado juntos en el comedor de su casa, descartando por tanto el móvil pasional. En la motivación presentada al juez para que autorizara el registro de la sede de Safertine, figuraba como motivo principal la búsqueda de un recibo que acreditaba que Álvaro Alsina había pagado una enorme cantidad de dinero a Ramón Berenguer Sarasola, el cual, y siempre según el jefe de la policía local, habría visto cómo Álvaro se citaba con Sandra López detrás de la casa de aquel, en el bosque de pinos, justo donde fue hallado el cadáver de la menor una semana después de su desaparición. Dicho desembolso sería una recompensa para Ramón Berenguer por retractarse de su declaración y no inculpar a Álvaro del asesinato. Según la investigación paralela del jefe de policía de Roquesas de Mar, Ramón entregó un documento firmado a Álvaro Alsina, por el cual se comprometía a no declarar contra él en el juicio oral por la violación y asesinato de Sandra. Encontrar ese escrito de puño y letra de Ramón confirmaría poca cosa, ya que podía ser falso y no necesariamente vinculante como prueba contra el presidente de Safertine, pero sería un paso más en la serie de argumentos que reunía la acusación contra Álvaro Alsina. Asimismo, en el mismo escrito se solicitaba la intervención de las cuentas del señor Alsina, para comprobar el pago de una cantidad aproximada de sesenta mil euros a Ramón Berenguer, pues al parecer el chico había visto, la noche que violaron y asesinaron a la menor, cómo esta se citaba con Álvaro detrás de su casa, en el bosque de pinos de la calle Reverendo Lewis Sinise, número 15. La justicia había movilizado todo su engranaje para acusar, o en cualquier caso, exculpar al presidente de Safertine, único sospechoso firme, hasta ese momento.
Los dos agentes de Madrid, acompañados de dos secretarias del juzgado de lo penal número 1 de Santa Susana, entraron en la sede central de Safertine, situada en la calle General Fuentes. Les abrió la puerta Antonio Álamo Caparrós, el contable de la empresa y hombre de confianza de Álvaro Alsina.
—¿Los libros? —preguntó Eugenio mientras una de las secretarias judiciales tomaba nota de todos los pasos que daban los agentes.
—Aquí los tiene todos, inspector —manifestó Antonio Álamo mientras extraía seis libros con el logotipo de la empresa, de un armario que había en su despacho—. Aquí está el balance de cuentas de la empresa desde enero —afirmó abriendo el primer libro.
—¿Los van a inspeccionar ahora? —preguntó la secretaria judicial sin dejar de tomar nota.
—No —respondió tajante el experto agente de Madrid—. Nos llevaremos todo a la comisaría de Santa Susana y allí los inspeccionaremos con calma. —Miró de reojo a su compañero—. También queremos registrar el despacho del señor Alsina Clavero —afirmó abriendo el libro correspondiente al mes de mayo.
—Me temo que no va a ser posible —intervino la secretaria judicial.
—¿Por qué? —preguntó Eugenio.
—La orden que ustedes solicitaron solamente les permite requisar los libros de cuentas y el traslado de los mismos hasta la sede del juzgado…
—Eso es lo que queremos —dijo.
—Sí, pero en ningún caso se los podrán llevar a la comisaría, como ha dicho usted, inspector —recriminó la funcionaria al veterano agente, que no salía de su asombro.
Eugenio Montoro miró de nuevo a su compañero, que había sido quien solicitara el auto al juez.
«Debí haber especificado que lo quería para registrar la oficina de Álvaro Alsina —pensó Santos mientras observaba a la secretaria judicial—. ¡Vaya con la tía! Y eso que parecía una mosquita muerta». Los policía de Madrid se sorprendieron de la diligencia que mostraba la enviada del juzgado y de cómo aplicaba las leyes a rajatabla, pero contra eso no podían luchar, quisieran o no, el juzgado competente era quien mandaba en el registro.
Tras dudar unos instantes y buscar la mejor manera de completar el registro, optaron por llevarse los libros de cuentas de Safertine al juzgado. Montoro y Santos quemaron un cartucho, constatar un pago millonario a Ramón Berenguer no demostraría nada y tampoco era buena idea solicitar otro registro, ya que seguramente sería rechazado por el juez al no tener pruebas suficientes como para violar el domicilio del presidente de Safertine. Los expertos de Madrid tampoco solicitaron pinchazos telefónicos porque estos tendrían que hacerse desde Santa Susana y tardarían un par de días en iniciarse y no disponían de tiempo, el crimen se tenía que resolver antes del fin de semana. Por otro lado, el que alguien afirmara por teléfono que había matado a la chica era del todo improbable. Así las cosas, no les quedó más remedio que escarbar en otro lugar para asegurarse una incriminación fiable contra Álvaro Alsina.
El siguiente registro se efectuaría en la casa del doctor Aquilino Matavacas Raposo. Los agentes de Madrid y las secretarias llegaron a la casa del médico en la calle Replaceta número 8 de Roquesas de Mar. Aquilino les abrió la puerta de su consulta.
—Buenos días —dijo a los policías, que exhibían una orden judicial en alto.
—Señor Matavacas —dijo Eugenio mostrando un oficio del juzgado en el que eran autorizados a llevarse los ordenadores de la casa del médico. Este asintió con la cabeza. Su expresión era de confusión—. Venimos a llevarnos su ordenador. Será trasladado a la sede del juzgado de lo penal número 1 de Santa Susana.
Cuando hubo terminado miró a las secretarias judiciales en señal de conformidad.
—De acuerdo —respondió el médico tras una pausa de incredulidad—, no tengo ningún inconveniente en colaborar con la ley —afirmó—. Pero ¿me pueden decir si estoy acusado de algo? —preguntó sin saber exactamente a qué se debía eso, pero sospechando que sería por las fotos de menores que almacenaba en su ordenador.
—¡Tenga! —expresó el inspector entregándole una copia de la orden judicial—. Aquí pone el motivo del registro y los derechos y deberes que tiene usted como registrado.
Las secretarias sonrieron por el juego de palabras del inspector.
Dos policías uniformados entraron entonces en la consulta del médico y desenchufaron el ordenador de sobremesa de su despacho, dejándolo, enseguida, en la puerta de la entrada. Después subieron los doce escalones de la escalera de caracol hasta la planta de arriba y se llevaron otro que tenía en su habitación. Los policías bajaron con la caja del ordenador.
—Solo hemos encontrado este —indicaron al inspector y dejándolo al lado del otro en la entrada de la vivienda.
—¿El portátil? —preguntó Eugenio.
—¿Perdón? —respondió Aquilino sin saber a qué se refería Montoro—, ¿qué portátil?
—Si mira la orden de entrada y registro, verá que especifica claramente que nos tenemos que llevar dos ordenadores de sobremesa y un portátil.
—Tiene razón —afirmó una de las secretarias, que había permanecido callada hasta entonces—. En caso de no hacernos entrega de ese ordenador, los agentes podrán registrar su domicilio hasta que lo encuentren.
Aquilino Matavacas Raposo hizo un minuto de silencio.
—Lo tengo en mi coche —afirmó finalmente—, no me acordaba de que lo dejé en el vehículo este fin de semana, aunque al final no lo he usado porque no he tenido que ir a los campamentos.
—¿Campamentos? —preguntó Eugenio.
—Sí, soy médico de los niños de las colonias de Roquesas de Mar; el fin de semana convivo con ellos por si hiciese falta mi atención médica —reveló sacando del cajón del recibidor las llaves de un coche.
Eugenio lo miró inquisidoramente.
—¿Me acompañan? —dijo Aquilino intentando esquivar las miradas del inspector.
Los dos policías de Madrid, las secretarias judiciales y los policías uniformados, cada uno de los cuales llevaba una caja de ordenador, salieron a la calle Replaceta. Encima de un paso cebra vieron aparcado el pequeño utilitario del médico, que lo señaló con la barbilla. Aquilino abrió el maletero del mismo y extrajo de su interior un ordenador portátil perfectamente guardado en su maletín. Los agentes siguieron con cautela los movimientos de sus manos mientras lo sacaba del coche.
—¿Nos permite? —preguntó un policía de uniforme.
—Adelante —dijo el médico.
Durante unos minutos registraron el interior del coche. Abrieron la guantera, levantaron las alfombrillas y corrieron los asientos hacia delante para cerciorarse de que no había nada debajo.
Aquilino, por su parte, hizo entrega del maletín, conteniendo el portátil, a uno de los policías que acababa de meter la caja del ordenador del despacho del médico en el furgón policial.
—¿Esto es lo que buscaban? —preguntó el doctor cerrando el maletero una vez que hubieron terminado los agentes.
—Sí, con eso hemos cumplido nuestra misión —respondió la secretaria judicial ante la mirada desconfiada de Eugenio Montoro, que no se acababa de fiar del doctor.
Los dos agentes de Santa Susana se fueron al juzgado, donde depositaron los tres ordenadores de Aquilino Raposo y los libros de cuentas de Álvaro Alsina. Los policías de Madrid, Eugenio Montoro y Santos Escobar, junto con las secretarias judiciales, se dirigieron andando por las estrechas calles de Roquesas de Mar hasta la casa de los López, los padres de Sandra. Era la tercera entrada y registro prevista para ese día. La lentitud de las actuaciones se debía a la poca práctica de las funcionarias para agilizar los trámites pertinentes; ese tipo de actuaciones no eran habituales en el pueblo. Desde el juzgado llamaron a los padres de Sandra y les preguntaron si tendrían algún inconveniente en que unos experimentados agentes inspeccionaran la habitación de la niña. No les podían obligar a ello y por tanto estaban en su derecho de negarse. Marcos y Lucía no pusieron ningún impedimento. Todo lo contrario, los padres de la chica solamente querían justicia y encontrar al culpable de tan horrendo crimen… y que pagara por ello.