56
El taxista llegó hasta la Rue de la Académie, pero antes de entrar en la calle el gitano José Soriano le dijo que lo dejara allí mismo. El conductor entendía perfectamente español ya que sus padres habían sido emigrantes. No advirtió al ocupante de su taxi de que esas calles eran poco recomendables porque en su cara vio el rostro de la muerte y supuso que ya sabía él dónde se metía.
—Tenga —le dijo el gitano y pagó la carrera entregando el importe exacto.
El taxi dio la vuelta en la plazoleta y regresó por donde había venido.
José Soriano empezó a caminar por la calle. La tenue luz aún alumbraba sus pasos y pensó que sería mejor esperar a que fuese de noche. Encendió un cigarrillo y se dirigió al puerto próximo para hacer tiempo. Con el codo tocó la culata de la pistola y se sintió más tranquilo, seguía ahí, donde la había puesto esa misma mañana cuando salió del hotel de Allauch. Su informante le había dado hacía tiempo la dirección de los dos marselleses que habían matado a su hermana. Uno de ellos se había ido a vivir a Vitrolles y el otro seguía en Marsella. Planeó matar primero a uno y después al otro, pero sabía que una vez abatido el primer objetivo, el otro estaría sobre aviso y sería más difícil. Podía haber encargado sus muertes y hasta decidir el modo en que se producirían. Pero José Soriano Salazar quería hacer ese trabajo con sus propias manos. El informante le dijo que esa noche se citarían los dos con una mujer para pactar un trabajo que tenían que hacer en París. Era una mujer rica y quería quitar de en medio a su marido. Un asunto de herencias.
El bar estaba en la Rue de la Académie. A esa hora había pocos clientes y por la calle pululaban un sinfín de prostitutas ya viejas, que ofrecían sus encantos a los marineros del puerto próximo. El informante le describió a los dos asesinos de su hermana. Le dijo que eran mayores y que la edad los había vuelto más desconfiados, así que tenía que ser rápido. No tenía intención de matar a la mujer, que tendría que arreglárselas con otros sicarios para matar a su marido; estos no le servirían cuando José Soriano los encontrara.
Oculto entre unos contenedores de basura se cercioró de que el arma estaba a punto. Desplazó un poco la corredera hacia atrás hasta que vio la bala en la recámara. Luego comprobó que el cuchillo seguía en el bolsillo de su chaqueta. Si la pistola no era suficiente tendría que usarlo. La vigilancia en esa zona era escasa, la policía vivía y dejaba vivir. Así que una vez que hubiese terminado el trabajo saldría andando rápido, sin mirar atrás, y cogería un taxi en la plazoleta del final de la calle.
En la única mesa que había gente en el bar estaban los dos hombres y la mujer. Tenía que matarlos sin tocarla a ella. El gitano tenía sus principios y la guerra solo era con los marselleses, la mujer no tenía nada que ver.
Inspiró aire con fuerza y entró en el bar deprisa, pero sin correr. Los hombres lo conocían y el tiempo de respuesta era importante. Cuando estuvo a la altura de la mesa sacó la pistola y descerrajó un tiro en la cabeza al primero, el que estaba frente a él. La mujer empezó a chillar como una posesa. Los sesos se desparramaron sobre un cuadro de barcos que había a su espalda. El otro hizo ademán de sacar algo, no supo qué, ya que el gitano no le dio tiempo y le disparó en el pecho. Se acababa de girar y estaban tan cerca que no tuvo tiempo de apuntar a la cabeza. Luego disparo otra vez en su frente y cayó sobre la mesa, rebotando y terminando en el suelo. La mujer seguía chillando. El gitano apuntó al camarero, no le iba a disparar pero quería que no hiciese ninguna tontería.
Salió por la puerta de entrada. Arrojó el arma y el cuchillo en el primer contenedor de basura que vio. En la calle había una prostituta mayor, pero ni siquiera lo miró. En Marsella cada uno va a lo suyo. Luego en la plazoleta, cuando montó en el taxi, vio dos coches de policía que entraban en la Rue de la Académie. El taxista lo miró por el retrovisor.
—¿Adónde?
—Allauch —dijo.
En veinte minutos estaría en el hotel y en una hora saldría para España. En Roquesas de Mar tenía asuntos pendientes y allí, en Marsella, ya estaba todo hecho.