21
Al día siguiente, en su oficina, lo primero que hizo Álvaro Alsina fue llamar a César Salamanca Trellez, el jefe de la policía local de Roquesas de Mar. Bueno, lo que primeramente hizo fue observar, con disimulo, las impresionantes y largas piernas de Silvia Corral Díaz mientras caminaba hacia la máquina de café, pero no les prestó la misma atención que otros días, estaba enteramente saciado; la noche anterior con su mujer había sido apoteósica.
—César, ¿qué ocurre? —preguntó sin prolegómenos—. Me llamaste ayer a casa… —Prefirió no mencionar el encuentro que habían tenido la noche anterior en la rotonda de la calle Reverendo Lewis Sinise, debajo de los olivos.
—Sí —respondió una potente voz ronca desde el otro lado de la línea—. ¿Puedes pasar por mi oficina? —El tono distaba mucho de ser el de un buen amigo que llama para ir a cenar juntos, más bien era la del fiscal que telefonea a un testigo para recordarle la obligación de comparecer el día fijado.
—¿Ocurre algo? —preguntó Álvaro, al notar la actitud poco afable en su amigo.
—Pues para ser sincero… —Hizo una pausa—. Sí. Mejor acércate a mi despacho. Algunas cosas es preferible decirlas personalmente —añadió antes de colgar con tal fuerza que incluso Álvaro oyó el chasquido del plástico.
El presidente de Safertine colgó, no sin cierta incomodidad. Aquello le olía mal. Desde su encuentro en la urbanización, bajo el olivo de la rotonda inacabada, sospechaba que algo no iba bien. No era el mismo César Salamanca que conoció de pequeño, el amigo de correrías, aquel camarero del antiguo bar Oasis, situado en el casco antiguo de Roquesas de Mar, donde iban todos los chavales del pueblo a tomar cerveza. César había trabajado allí en su adolescencia. El bar lo fundó Hermann Baier, un alemán adoptado por el pueblo al final de la Segunda Guerra Mundial. Desde su llegada de Berlín se refugió en Roquesas de Mar, al menos eso es lo que siempre había dicho. Al principio no hablaba ni una palabra en castellano, pero en muy poco tiempo consiguió pronunciar vocablos de la lengua de Cervantes con la misma facilidad que un niño aprende un idioma extraño. Cuando César y Álvaro eran jóvenes, el delgado Hermann ya era viejo. «Siempre lo he conocido anciano», decía Enrique Alsina, el padre de Álvaro. Los lugareños sabían poco de ese hombre. Hacía tiempo que se especulaba que era un nazi refugiado de la guerra, que lo buscaba el servicio secreto israelí para darle caza y llevárselo a suelo judío, donde sería ajusticiado por los crímenes atroces que había instigado. Sea como fuere, el esquelético y alto Hermann Baier, se estableció en el bar Oasis para dar sustento a sus malogrados huesos, que se le marcaban por encima de su prominente mandíbula. Nunca vino nadie a preguntar por él, y ningún vecino de Roquesas se interesó por averiguar los orígenes del alemán. César había trabajado en su bar varios años. Comenzó en verano, en la temporada alta. Luego, poco a poco, se empleó todo el año. El pueblo se llenaba de turistas y los comercios necesitaban de más personal para atender la demanda extra de gente. El sueldo no era malo, aunque tampoco bueno. El actual jefe de policía era de progenie pobre, no había tenido la suerte de Álvaro, que se había criado en una de las familias más pudientes del pueblo, ya que Enrique Alsina Martínez fue un potentado que daba trabajo a más de veinte personas, y eso, en una localidad como aquella, suponía ser una personalidad importante. Álvaro tenía de todo: coche, un Renault 8 TS, cuando la gente del pueblo viajaba en tren; novia, la más guapa del lugar, por la que suspiraban todos los chiquillos del colegio; dinero, siempre llevaba encima: para invitar, para ir al cine, para tomar copas; amigos, los que quería. Era un triunfador: guapo, buen físico y siempre rodeado de buena compañía femenina. Por el contrario, César Salamanca era un infortunado. Sus padres no eran precisamente modélicos. La madre trabajaba fregando suelos por las mañanas en la empresa de Enrique Alsina; por las tardes cuidaba a una anciana que vivía sola en la parte antigua del pueblo, en una casa de madera que luego heredaron al morir la mujer. El padre era un alcohólico, conocido como el Gordito. Estaba siempre metido en algún bar, dejándose invitar por los pocos amigos que tenía, más por pena que por otra cosa. El alemán Hermann lo sacó, con sus propias manos, en varias ocasiones del bar Oasis, ante la mirada impasible de un joven César que no comprendía muy bien la actitud de su padre. El jefe de policía local no acabó los estudios, se casó con Almudena, una pobre chica solterona que no había tenido ningún novio antes y murió a los cinco años de matrimonio, un accidente doméstico —la muerte dulce—, dijeron: una fuga de gas en la cocina. La buena mujer no se dio cuenta y se quedó dormida en el suelo de la cocina, viendo la televisión. Con esos antecedentes no era de extrañar que el carácter de César se hubiese tornado agrio con el paso de los años y hasta Álvaro comprendía, en cierta manera, su desdén hacia él y todo lo que representaba.
—Silvia, si llama alguien le dices que he salido —pidió a su secretaria—. Si es urgente me puedes localizar en el móvil, ¿de acuerdo? —preguntó para asegurarse de que lo entendía.
—Vale. ¿Pasa algo? —se interesó. Siempre lo hacía cuando veía a Álvaro excesivamente preocupado.
—No, nada importante, me ha llamado un amigo que necesita hablar conmigo —respondió, quitando importancia al requerimiento del jefe de policía—. Recuerda que solo tienes que llamarme al móvil si es algo apremiante, en caso contrario le dices, a quien sea, que llame más tarde.
Silvia asintió con una mueca de preocupación en el rostro.
Bajó hasta el garaje de la empresa. Cogió su coche y se dirigió a la oficina de César. La paranoia planeaba sobre su conciencia y tuvo buen cuidado de comprobar que en su coche no había nada que pudiera implicarlo en algún asunto turbio. No es que tuviera nada que esconder, pero pensó en la posibilidad de que algún posible enemigo hubiera puesto algo en su coche.
«Tranquilízate —se ordenó—. Todo está bien».
En veinte minutos se encontraba subiendo las escaleras de la sede de la policía local de Roquesas de Mar. Santa Susana y Roquesas estaban unidas por una autovía de ocho kilómetros, lo que hacía más fácil ir de una ciudad a otra que cruzar Santa Susana en hora punta. El tráfico era horrible, sobre todo en las rotondas.
—Pasa, Álvaro. —César le acompañó con la mano apoyada en el hombro al interior de su despacho y cerró la puerta detrás de él.
Álvaro se esforzó en no mostrar ningún signo de preocupación, pero no lo consiguió.
—¿Cómo está Rosa? —preguntó el policía para quitar hierro al asunto que le había hecho reclamar la presencia de su «amigo».
Álvaro sabía que esa pregunta era pura formalidad, ya que la noche anterior César había hablado con su mujer por teléfono. Y también intuía que algo había cambiado entre los dos desde la última vez que se vieran. César no era el mismo.
—Bien —contestó sacando el paquete de tabaco del bolsillo de su camisa, los nervios le daban ganas de fumar—. Debe de ser muy importante para hacerme venir aquí por la mañana; sabes que tengo mucho trabajo —añadió visiblemente intranquilo.
—Si te he de ser sincero, el asunto es grave. No he querido decirte nada por teléfono para evitar que huyeras —observó el jefe ante la creciente alarma de Álvaro, a quien el corazón le latía desbocado.
—¿Huir? ¡César, te lo ruego! ¿Qué ocurre? —replicó, rojo como una bombilla de cien vatios a punto de estallar.
No entendía por qué su amigo de la infancia le hablaba de esa forma. César no era dado a las bromas; al contrario, su rostro distaba mucho de ser afable y de estar gastando una cruel inocentada. Tenía el mismo brillo en los ojos que la noche en que Hermann Baier había sacado a su padre del bar Oasis agarrándolo por los hombros y empujando su obesa figura hasta la puerta de la calle, ante las risotadas de los parroquianos. Álvaro no pudo dejar de comparar la mirada del César de ahora con la de entonces: era la misma.
—Esta noche han encontrado el cuerpo de Sandra —aseveró César con rostro impertérrito.
Álvaro se acercó un poco más a él para comprobar su aliento. Un tufo a cerveza le hubiera tranquilizado: si estaba borracho quizá podría decir alegremente algo tan grave. Le miró a los ojos otra vez para cerciorarse de que no bromeaba.
—¿Dónde? ¿El cuerpo? Entonces…, ¿está muerta? —dijo consternado mientras se rascaba nerviosamente la barbilla—. ¿Es verdad? —Álvaro de pronto temió que César fuera a acusarlo del asesinato. Si no, ¿a qué se venía esa tensión y el haberlo citado urgentemente en la comisaría? Le empezó a doler la cabeza y los nervios le impedían pensar con claridad.
—Así es —confirmó el jefe—. Ha sido violada, asesinada y enterrada en el bosque de pinos que hay detrás de tu casa. —Enfatizó «tu casa»—. La han matado a golpes, posiblemente con una piedra o un martillo, a juzgar por el boquete que tiene en el cráneo. El forense aún está trabajando con el cuerpo; su rostro está desfigurado por completo, pero no hay lugar a dudas: es la chiquilla. —César hablaba como un policía de serie americana, con prestancia y exactitud. Narraba los hechos seguro de que habían sido así, datos objetivos, contrastados.
—¡Es horrible! —exclamó Álvaro, ostensiblemente alterado—. ¿Se lo has dicho a sus padres? —preguntó en una reacción lógica, la familia López estaba sufriendo mucho con la desaparición de la niña.
Álvaro buscaba apresuradamente dar concordancia a sus palabras. Quería evitar mostrarse sospechoso, algo que a César le habría facilitado la tarea de inculparlo.
—Álvaro —le dijo este—, la chica tenía un trozo de tela en la mano derecha. —Se detuvo un instante para tragar saliva—. Lo hemos comprobado con una camisa tuya, y el pedazo encaja perfectamente. —César miró a su amigo fijamente a los ojos; ya no era aquel compañero de parranda cuando eran jóvenes, aquel camarero del bar Oasis que se avergonzaba cuando su padre aparecía como una cuba y el viejo Hermann tenía que sacarlo en volandas del local, en ese momento era un feroz inquisidor, un lobo que había olido la sangre de su presa y la perseguía incansable para darle caza.
—¿Mi camisa, de dónde la has sacado? —preguntó estupefacto, incapaz de reaccionar ante aquellas revelaciones—. ¡Me la rompí ayer por la noche! —exclamó—, justo antes de entrar en mi casa… porque hablas de esa camisa, ¿verdad? No tienes nada contra mí.
—¿Por qué piensas que es la camisa que llevabas puesta ayer? —preguntó César rozando con los dedos la pistola que asomaba por encima de su cintura.
Álvaro se asustó. Quiso explicarse, pero ni siquiera empezó a hablar: sabía que el jefe no le creería.
—La ha traído tu mujer —dijo César—. Me la ha dado esta mañana, justo después de que te fueras a tu oficina.
En realidad no había sido así, ya que esa misma mañana César había ido a la casa de Álvaro y, al no encontrarlo, habló con su mujer. César le dijo que sospechaba de Álvaro, algo que Rosa rechazó de inmediato, pero se acordó de la camisa rasgada y, sincerándose con el jefe de policía, optó por entregarla, aun a sabiendas de que eso podía perjudicar a su marido. No obstante, si era inocente, como ella creía firmemente, descartarían que la sangre de la camisa fuese de Sandra.
Álvaro trató de ordenar sus pensamientos.
—¿Rosa? —preguntó intentando enlazar las conclusiones del policía—. ¿Te refieres a Rosa mi mujer? —preguntó sabiendo la respuesta, aunque sin acabar de creerse esa ficción inconcebible.
—Sí, fue ella la que nos ha puesto sobre la pista —le mintió de nuevo—. No te creyó ayer por la noche cuando llegaste tan tarde y con la camisa rota. La guardó sin lavar y me la entregó esta misma mañana.
César hablaba desde la puerta de su despacho, sin perder de vista el armero donde asomaban los cañones de tres escopetas Franchi semiautomáticas. Destapó un poco más la culata del arma que portaba en el cinto; un claro intento de intimidar a Álvaro.
—Pero esto es una locura, yo no he tocado a esa chica. ¡Por Dios, César!, pero qué está pasando. ¿Dónde está Rosa? Quiero hablar con ella. Tiene que haber una explicación para todo esto.
César intentó interrumpir a Álvaro, pero viéndolo tan nervioso optó por dejar que se desahogara.
—La camisa me la rasgué en la obra que hay delante de mi casa. Fue ayer lunes, justo antes de entrar en casa y cuando regresaba de mi habitual paseo nocturno. No hace ni veinticuatro horas que me la he roto, ¡comprueba la sangre! —gritó—, y verás que digo la verdad.
—Ya lo hemos hecho. La chica desapareció hace una semana —aseveró el policía—, pero fue asesinada ayer por la noche, la noche del lunes al martes —especificó—. Siempre según el dictamen del forense; como puedes ver, no me invento nada.
Álvaro bajó la mirada y se encontró con el suelo de la comisaría. ¿Cómo era posible que la policía y el forense trabajaran tan rápido? César vio la duda en su mirada y se adelantó a decir:
—Cuando encontramos el cuerpo cerca de tu casa, empecé a tomarte en consideración como sospechoso principal. Ya tenía pensado hablar contigo, somos amigos, ¿no? —aclaró—, así que fui a tu casa para eso. Pero lo que ayer era una desaparición, hoy es un asesinato y casualmente tu mujer me ha hecho entrega de la camisa que llevabas ayer por la noche.
—Qué sencillo —dijo Álvaro.
—Así es —corroboró César.
El jefe de policía se estaba marcando un farol. Ciertamente aún no habían hecho ningún examen al cadáver de Sandra y mucho menos a la camisa de Álvaro, y tampoco se había rastreado la zona donde se halló el cuerpo, pero César, como policía de la vieja escuela, creía que si Álvaro se confesaba culpable se ahorrarían muchas horas de pesquisas.
—¿Te sirve de algo si te digo que yo no maté a Sandra? —dijo Álvaro.
—La pregunta es si me lo dirías en caso contrario.
—Pues te lo digo ya. Yo no he sido —añadió despacio, y repitió silabeando—: Yo-no-he-si-do.
—¿Qué hacías en la obra del número trece de tu calle? —preguntó el jefe mientras Álvaro observaba cómo se le ensanchaban las aletas de su enorme nariz, síntoma inequívoco de irritabilidad.
—¿A qué viene esa pregunta? ¿Tú ya lo sabes? ¿O es que no me viste la noche del domingo y sabes de sobras que me gusta pasear por la urbanización antes de llegar a casa?
—Sí —dijo César—, pero no has contestado a mi pregunta.
—Estaba paseando —respondió el presidente de Safertine—. Pero eso fue ayer por la noche, como es obvio, bastante después de la desaparición de la hija de los López. Me refiero a que la niña desapareció antes que mi trozo de camisa. Por tanto, no entiendo qué relación guarda mi camisa con el asesinato.
—Ya sabemos que Sandra fue secuestrada hace una semana, pero la mataron ayer por la noche.
—¿Y una camisa es suficiente para inculparme?
—Lo siento. Te he llamado porque somos amigos, al menos eso creo —puntualizó—. El domingo llegan unos inspectores de la policía judicial de Madrid que se harán cargo de la investigación. No estás oficialmente detenido, solo tenemos en tu contra un trozo de camisa y la declaración de un chico que asegura haberte visto merodeando por el bosque de pinos la noche que desapareció Sandra. Cuando tengamos elementos suficientes, pediremos al juez una orden para hacerte las pruebas de ADN, el hospital ha recogido restos del violador y podrán cotejarlos con muestras tuyas. Pero como acabo de decir, ahora el caso lo llevará la oficina central de homicidios. Ya no depende de mí.
César abrió la puerta y uno de los agentes que había en el mostrador se acercó al umbral. Cruzó los brazos, vigilante.
—¿Dices que un chico me vio? —«Todo esto parece una broma de mal gusto», pensó Álvaro mientras un sudor frío le bajaba por la espalda. La boca se le secó y empezó a hablar de forma pastosa mirando a Alfredo, el joven policía apostado en la puerta—. ¿Qué chico? —preguntó y echó un vistazo al armero con las tres escopetas Franchi, por lo que el agente entró en el despacho.
—Sí —confirmó César—, el que acompañó a la chica hasta la puerta de tu casa, donde la recogiste tú. Luego se marchó cruzando el bosque de pinos a la fiesta mayor de Roquesas de Mar.
Había subido el tono de voz: ya no sugería, ahora amenazaba.
—¡Eso es mentira! —exclamó Álvaro—. La chica llegó sola…
César lo miró y respiró hondo antes de replicar:
—¡Sola! ¿Cómo lo sabes? ¿No dices que no estuviste allí? —añadió tajante ante la asombrada mirada de Alfredo, que hacía un mes escaso que se había incorporado a la policía municipal y admiraba a su maduro jefe y la forma que tenía de sonsacar información a los sospechosos.
—Es lo que declaró mi hija Irene, ¿recuerdas? —argumentó Álvaro.
—Sí, sí —dijo con ironía—, eso está bien, pero la niña estaba confundida, su declaración estuvo llena de vaguedades. Tu mujer dice…
—¿Mi mujer? —chilló Álvaro, enfadado por la presión del policía—. ¿Qué sabe Rosa de todo esto? La has engañado —afirmó colérico—. ¡Qué coño le habrás contado para ponerla en mi contra!
El agente Alfredo Manrique permanecía tenso, pendiente de los gestos de César. Hacía dos meses que había salido de la academia de Madrid y estaba ansioso por entrar en acción. Ante la menor señal de su ídolo se lanzaría como un perro rabioso sobre el cuello de Álvaro, indefenso ante el atosigamiento del que un día fuera amigo suyo.
—La verdad —dijo César, bajando el tono y haciendo parecer al presidente de Safertine un enajenado—, tu hija debió de ver lo ocurrido y por eso está tan asustada. Tantos años de violencia doméstica la han amedrentado y convertido en una muchacha temerosa…
—¿Violencia domés…? —interrumpió Álvaro, desquiciado—. ¡Por el amor de Dios! ¿Qué dices, César? Si se trata de una broma la estás llevando demasiado lejos. ¿Cómo puedes siquiera sospechar de mí? Hace más de treinta años que nos conocemos. Hemos crecido juntos, has estado muchas veces en mi casa, conoces a mi familia, a mi mujer, a mis hijos. Cielo santo, César, ¡soy yo! —exclamó señalándose el pecho con los dos pulgares tensos y arqueados, mientras el joven agente ponía cara de cordero asustado, pendiente de alguna indicación del jefe para saber si debía tranquilizarse o pasar a la acción.
César esperaba que, de un momento a otro, Álvaro confesara el crimen.
—Pues tienes un problema y gordo —lo cortó el atocinado César, desenvolviendo un chicle azucarado—. No te vayas de la ciudad —agregó—. El lunes querrán hablar contigo los inspectores de Madrid. No es nada personal, Álvaro, pero las pruebas mandan. Yo, por mi parte, lo tengo bastante claro; aunque mi opinión poco cuenta —manifestó metiéndose el chicle rosa en la boca.
—Ahora lo veo claro —protestó Álvaro, acercándose a la ventana del despacho, como si quisiera huir a través de ella—. Ya entiendo, es envidia…, ¿verdad? ¡Sé sincero, César! Tienes celos de mí, de mi familia, de mi forma de vida, del dinero que tanto te cuesta ganar en esta apestosa comisaría, de las noches que pasabas en el bar Oasis soportando el mal genio del Nazi, de la vergüenza de tu padre alcoholizado, de…
—¡Basta! —interrumpió César rabioso y con los ojos inyectados en sangre—. Deja de decir sandeces y atente a los hechos. —El agente Alfredo posó su mano derecha sobre la culata de la pistola, en previsión de un estallido de nervios—. Yo no soy el que te acusa, eres tú mismo quien lo hace. Con esta actitud no conseguirás nada; yo soy tu amigo, aunque creas lo contrario. Si puedo ayudarte lo haré. —Miró al joven pupilo y por primera vez le hizo un gesto para que se sosegara.
Álvaro comenzó a palparse los bolsillos de la chaqueta.
—Me he quedado sin tabaco —dijo.
—Sabes que no fumo, pero tengo un paquete para ofrecer a los detenidos que sufren síndrome de abstinencia tabaquil —manifestó César, inventándose una palabra para el mono del tabaco, mientras abría el último cajón de su escritorio y extraía una cajetilla de Pehgta—. Ten, fuma, allá tú con tu salud —dijo ofreciéndole el paquete.
—Vaya, son de la misma marca que fuma Juan Hidalgo, mi socio de Expert Consulting —dijo el presidente de Safertine, cogiendo todo el paquete y mirando las letras. La cajetilla de aquellos cigarrillos turcos era inconfundible: lila y con letras grandes y amarillas. Los pitillos también eran singulares, de color lila oscuro y con una boquilla más larga de lo habitual.
—Alguien se los debió de dejar aquí —dijo César Salamanca—. Quédate el paquete si quieres, yo no lo necesito. —Asintió, sacando otro chicle del mismo cajón y llevándoselo a la boca después de quitar el plástico que lo envolvía con una habilidad adquirida por la costumbre.
Álvaro salió fumando y cabizbajo del despacho del jefe de policía.
«Debo reaccionar y pensar rápido —pensó—. Algo muy raro está ocurriendo y no sé qué es». Recapacitó mientras daba fuertes caladas al cigarrillo.
«La chica llevaba desaparecida una semana, más o menos, y mi camisa me la rompí ayer mismo. ¿Realmente ha aparecido el cuerpo de Sandra? ¿Estarán intentando hacer que me derrumbe? Está claro que sospechan de mí y no tienen otra manera de pillarme ¿Qué tiene que ver Rosa en todo esto? ¿Entregó ella mi camisa a César? ¿Por qué? Y ¿qué ha declarado el chico que dice haberme visto? ¿Quién es ese chico?».
Se dio cuenta de que no había reaccionado convenientemente. Había muchas cosas que no le había preguntado a César, y debía haberlo hecho, por su bien. No creyó que fuese cierto lo de Rosa, pensó que su mujer nunca se tragaría una mentira así sobre él. «De ser verdad —se dijo—, ¿a qué vino lo de ayer por la noche? ¿Acaso se ha transformado en una mantis religiosa y hace el amor con su pareja antes de sacrificarla?».
Arrojó el cigarrillo en el suelo del vestíbulo de la comisaría, ante la mirada vigilante de Alfredo, que lo había seguido durante su trayecto hasta la puerta de la calle.
«Hasta que hable con ella no sabré qué piensa realmente de mí», pensó sobre Rosa. Y sonrió al darse cuenta de que su mujer, su compañera, comenzaba a ser una desconocida. Estaba empezando a dudar de ella…