19

—Buenas noches, Álvaro —dijo Rosa con aspecto rendido.

—Hola. ¿Qué tal te ha ido el día? —preguntó, sabiendo que aunque su mujer hubiera pasado una jornada nefasta, le diría que había sido agradable.

Rosa no era una mujer a la que le gustase transmitir negatividad, al contrario, el positivismo formaba parte de su carácter y aportaba al matrimonio lo mejor de ella misma. Por eso era una buena compañera. Alegre, jovial y llena de buenas vibraciones. Era la persona ideal para un día de decaimiento, como el que parecía tener ese día el poderoso presidente de Safertine.

—¿Duermen los niños? —preguntó, sin siquiera saber qué hora era.

—Están los dos en casa de mi madre —respondió Rosa—. Ya han terminado los exámenes y así hacen compañía a la abuela. Aunque creo que esos dos poco pararán por casa.

Rosa Pérez Ramos, con treinta y nueve años recién cumplidos, era una profesional consagrada. Jefa de planta del hospital San Ignacio, compaginaba perfectamente las tareas propias del hogar y la dedicación a la familia con su cargo en la clínica. Era una mujer atractiva, de figura impresionante y piernas preciosas. Cabello corto, media melena y rubia. Ojos verde oscuro y nariz respingona, fruto de una operación de cirugía estética; antes de la operación era puntiaguda. No le gustaba que se supiera que su apéndice nasal era hermoso a causa de una intervención quirúrgica, así que para evitar cualquier comentario al respecto, se la hizo en el propio hospital San Ignacio, con la promesa del doctor Pedro Montero Fuentes de no decir nada a nadie. Ese médico era amigo de la familia Alsina desde hacía muchos años y las comidillas de Roquesas de Mar, cómo no, insinuaban que había tenido un romance con Rosa Pérez; aunque solo eran cuchicheos de las viejas del pueblo.

—¿Ocurre algo? —preguntó.

Los quince años que llevaba unida a él eran suficientes para saber, con solo mirarle a los ojos, que algo le preocupaba. Y ahora había advertido la angustia de su esposo.

—No, cariño, todo marcha bien, solo estoy cansado —respondió Álvaro mientras se dirigía al lavabo.

Le urgía lavarse y desinfectar la herida del codo.

—¿Cansado tú? —preguntó su mujer, incrédula, siguiéndolo hasta la puerta del lavabo.

Rosa sabía que era imposible que su marido, el presidente de Safertine, el ejecutivo agresivo capaz de estar veinte horas seguidas trabajando, estuviera exhausto. Lo conocía demasiado bien y sabía que era una persona infatigable y que después de una jornada laboral intensa, podía llegar a casa, meterse en la ducha, cambiarse de ropa y salir toda la noche de juerga con alguna pareja de amigos, sin que apenas se le notara un atisbo de cansancio. Incluso algunas veces, antes de cenar, le sobraban energías para hacer un rato de footing por las aceras iluminadas de Roquesas.

—Estoy bien, Rosa —afirmó, intentando que su esposa no se percatara de su abatimiento—. Hoy ha sido un día…

Se detuvo un instante, justo el momento en que ella detectó que verdaderamente ocurría algo anormal. «Algo no marcha bien en la empresa», pensó sin dejar de mirarlo a los ojos.

—¿Un día cómo? —preguntó Rosa, tratando de comprender la inquietud de Álvaro.

A veces le ocurría llegar a casa enfadado o cabizbajo. Eso no era raro. Al principio, de recién casados, siempre era reacio a explicar los motivos de su malhumor, pero finalmente acababa rindiéndose y le contaba a su querida mujer las razones de su tristeza. Era una forma de buscar apoyo y demostrar ante ella que no era el decidido empresario que todo el mundo creía.

—He desayunado con Cándido Fernández, el director de banco de Santa Susana —le contó.

Álvaro no quería que Rosa pensara que ocurría algo fuera de lo normal. No era su intención preocuparla con tonterías sin fundamento, así que prefirió no comentar que la noche anterior había visto al jefe de la policía local merodeando por el barrio y que creía que le estaba espiando. Era solo una sensación, pero no le gustó ver a César Salamanca a esas horas en su calle y en actitud de no ser visto, o eso le había parecido. A ello había que sumar el negocio importante, el más transcendental de su empresa, y la desaparición de la hija de los López. Álvaro pensaba que cualquier injerencia de César en su vida personal podía mandar al traste tantos años de esforzado trabajo. No podía asegurarlo, pero siempre detectó una animadversión manifiesta en el jefe de la policía y creía, aún no sabía por qué, que este aprovecharía cualquier fleco en su tambaleante moral para hundirlo del todo.

—Lo sabía —dijo Rosa—. Tienes problemas de dinero en la empresa, es eso, ¿verdad? Por eso has quedado con Cándido, él lleva las finanzas de Safertine.

Aunque Rosa conocía la sólida amistad que unía al director del banco y a su marido, no dejaba de pensar que las citas matinales para desayunar implicaban, forzosamente, hablar de negocios. Álvaro era muy dado a charlar con sus conocidos en lugares públicos: restaurantes, bares, plazas. Esos encuentros le ayudaban a huir de la frialdad de la oficina y, además, seguramente las entrevistas en esos emplazamientos eran más reservadas.

—No. No es eso —respondió Álvaro para tranquilizar a su mujer, e intentó ordenar sus pensamientos. Algo le preocupaba, pero ni él mismo sabía bien qué era. Esa pesadumbre asolaba su rostro, pero aun así se esforzaba en convencer a su mujer de que todo iba bien—. De hecho no pasa nada —agregó—. Está todo bien. Solo que cuando salimos de desayunar, Cándido me presentó a un amigo suyo, un tal Luis, que yo no conocía.

Rosa asintió con la cabeza y esperó a que le contara algo más.

—Hablamos unos minutos en la puerta del restaurante.

Álvaro estaba hablando como si tuviera algún tipo de contrariedad. Buscaba convencer a su mujer de que no tenía ningún malestar, y para ello decía cosas sin demasiada lógica. Rosa esperó a que él se aclarase.

Se hizo el silencio.

Y ciertamente no acontecía nada significativo, pensó Álvaro. Un lunes más de trabajo y de problemas relacionados con el trabajo. Quería explicarle a su esposa que el tal Luis no le había caído en gracia y que le había transmitido vibraciones negativas, como se suele decir. Pero no quería que su mujer pensara que eso era un problema. Sus sentimientos hacia otros hombres era algo que no le gustaba comentar con Rosa. No obstante, cualquier tema de conversación era preferible a hablar sobre el sospechoso comportamiento de César Salamanca. Eso sí que era extraño. Tampoco podía comentarle a su mujer que había estado comiendo, como cada lunes, con Elvira, a la cual se sentía ligado sentimentalmente. Y tampoco quería contarle que esa tarde le había visitado el alcalde con una historia infumable sobre la supuesta relación de su mujer con Juanito. «Pero, entonces, de qué sirve casarse con una persona que se supone es tu confidente, si no puedes contarle las cosas que te preocupan», pensó Álvaro. Y menos podía comentarle que Luis, el amigo de Cándido, le había parecido homosexual. Era la sensación que le había dado al estrecharle la mano y hablar con él. Realmente se había sentido incómodo. Le costaba asimilarlo, pero Luis había flirteado con los dos: con Cándido y con él. En su cabeza se sumó todo lo acontecido esa jornada. Qué día más extraño, se dijo. Como cuando Cándido hizo un gesto al camarero cubano y él lo percibió como si ellos tuvieran algo. Una complicidad entre ambos. «¿Por qué pienso estas cosas?», se preguntó.

Últimamente se aturullaba mucho la cabeza con temas sin importancia. Le remordía la conciencia el haberse sentido ligeramente atraído por el amigo del director del banco Santa Susana. Pero, claro, eso tampoco se lo podía decir a su mujer. De repente se acordó del inhalador de Elvira. «¿Cuánto tiempo llevaría en la guantera de su coche? —se preguntó—. ¿Lo habrá visto Rosa?». En su cabeza le dio vueltas a la visita del alcalde a su despacho. ¿Por qué le había pedido a él ayuda para que Juan dejara de verse con su mujer? Más que ayuda, parecía como si Bruno Marín le hubiera amenazado. Era un hombre poderoso y no convenía contrariar sus decisiones.

Pero de todas las preocupaciones del día, la que más le acuciaba era la extraña atracción que había sentido hacia Luis, el amigo de Cándido. Recordó que en la adolescencia había pasado una época en la que cuestionó su sexualidad hasta el punto de no saber si realmente le gustaban los chicos. Llegó a excitarle tanto un compañero del colegio de Roquesas de Mar, donde estudió antes de ir a la universidad de Santa Susana, que su sola visión en los vestuarios del gimnasio le provocaba erecciones involuntarias. Había estado mucho tiempo aterrorizado con la idea de ser gay.

—¿Quién es ese Luis? —preguntó Rosa, como si le leyera el pensamiento.

Álvaro se sonrojó. Se agachó para desabrocharse los zapatos y así fingir que los colores de su rostro eran por el cambio de postura.

—Es el arquitecto del ayuntamiento de Santa Susana —respondió—. Nos ha presentado esta mañana Cándido al salir del Chef Adolfo.

—¿Y…?

—Pues que hemos charlado sobre la casa que están construyendo aquí enfrente, en la glorieta inacabada. Me ha dicho que intentará averiguar el nombre del promotor y el del propietario.

Rosa se sosegó.

—¿Ocurre algo con esa casa? —preguntó—. No tienes que inquietarte; cuando vengan a vivir ya veremos quiénes son los nuevos vecinos. Seguramente serán de Santa Susana y por eso nadie del pueblo sabe de ellos.

—Que yo sepa no pasa nada con esa casa, pero… ¿no te parece extraño que no sepamos quiénes son los dueños?

—No, y tampoco es algo que nos interese. Creo que te preocupas por cosas sin importancia —dijo ella acariciándole la mejilla—. Por cierto, y antes de que se me olvide, te ha llamado César justo antes de que llegaras.

—¿César?

—Sí, debías de estar metiendo el coche en el garaje cuando llamó. Me ha extrañado que no lo hiciera a tu móvil. ¿Lo tienes encendido?

—Sí —dijo sacándolo del bolsillo para mirarlo—. ¿Ha dicho qué quería?

—Pues no… pero parecía perturbado —respondió Rosa sonriendo—. Ya sabes que César es muy excéntrico y le gusta revestir todo lo que dice de una aureola misteriosa.

—Mañana le llamaré desde la oficina —dijo Álvaro intentando restarle importancia—. Si es urgente ya volverá a telefonear esta noche.

—Ponte cómodo que sirvo la cena en un periquete —dijo Rosa y se dirigió a la cocina.

Mientras se desvestía en el cuarto de baño, Álvaro meditó sobre la llamada de César. «¿Qué querrá? —pensó—. Ayer por la noche no me comentó nada». Colgó la camisa en la percha de las toallas.

—¿Te va bien dos trozos de lomo y unas patatas? —le preguntó Rosa desde la cocina.

—Vale. Pero no me pongas nada más, que apenas tengo hambre.

Se quedó pasmado delante del espejo del baño, mirándose a los ojos. Su reflejo le pareció el de un completo desconocido.

—¿Qué le ha pasado a tu camisa? —preguntó Rosa extrañada, apostada en el marco de la puerta del baño.

Álvaro se asustó. Pensaba que su mujer seguía en la cocina.

—¿La camisa? Se ha roto —respondió girando la manga para mirar el rasgón—. Con la ilusión que puso tu madre cuando me la regaló —añadió, poniendo el dedo en el siete que le había hecho el alambre del muro de la obra.

—¿Cómo te lo has hecho? Oh, tienes sangre —se alarmó Rosa, y examinó el rasguño.

—En la obra de la casa de la glorieta. He intentado asomarme para ver el interior y me he quedado enganchado en el alambre.

—Déjame la camisa encima del tocador y mañana le diré a María que la cosa, la chica tiene buena mano y no se notará. ¿Te duele?

Álvaro no respondió, pensativo.

—Hay que curar ese arañazo, se podría infectar —dijo Rosa. Vertió un poco de agua oxigenada en un algodón y lo restregó varias veces por el codo, limpiando los restos de sangre—. Ya está. No es nada. A simple vista parece muy superficial.

—Ya te lo había dicho, solo es un roce —replicó Álvaro quitándole importancia.

Fueron a cenar a la cocina. Era enorme, como el resto de la casa. Medía cuarenta metros cuadrados y estaba bien distribuida. Presidía el centro una encimera, rodeada del fregadero, y una enorme campana de aluminio para los humos. En una pared había un enorme ventanal que daba al jardín y en el lado opuesto estaba la mesa de madera con seis sillas donde solían comer todos los miembros de la familia. El comedor solo lo utilizaban cuando tenían invitados. Rosa acababa de poner sobre la mesa un plato hondo repleto de trozos de lomo y repartir dos servilletas de tela a ambos lados. Mientras estaba de espaldas cortando el pan, Álvaro observó sus magníficas piernas. «Son preciosas —se dijo—. Ni una modelo de pasarela las tiene mejor». Entonces le dio por meditar acerca de su sexualidad. «¿Cómo me puedo plantear mi sexualidad sabiendo lo que siento cuando veo a una mujer?», recapacitó sin dejar de observar el cuerpo escultural de su esposa.

—Ahora me contarás qué es lo que te preocupa —dijo Rosa mientras sacaba una botella de vino rosado de aguja del frigorífico—. No quiero que mi maridito se preocupe por nada.

—No seas pesada —repuso Álvaro mirando toda la parada que había montado su mujer sobre la mesa, algo inusual los lunes—. No me pasa nada —insistió—, solamente estoy cansado y un poco nervioso.

—¿Nervioso por qué?

—Ya lo sabes, el contrato con el gobierno —argumentó mientras cogía un trozo de pan para regarlo con aceite de oliva—. El dichoso acuerdo con la Administración central me está inquietando. A veces pienso que aún no estamos preparados para una alianza de tanta importancia.

—Pues yo no le daría tantas vueltas —replicó Rosa mientras se servía un trozo de lomo en su plato—. En caso de que ese acuerdo no se lleve a cabo, no pasaría nada, todo seguiría igual que antes…, ¿verdad?

—Sí, es cierto, pero me sabe mal pensar que la cosa fracase por causas ajenas a mí. Es más una cuestión de honor empresarial que otra cosa. Además, tengo la sensación de que me están engañando. ¿No te ha sucedido alguna vez que piensas que todo el mundo te miente, que no te puedes fiar de nadie, ni siquiera de los más allegados a ti? —preguntó buscando consejo en su mujer.

—¿Juan? —se interesó Rosa—. ¿Es de él de quién desconfías?

—No lo sé. La verdad es que dudo tanto de Juan como de Diego, el jefe de producción. Uno de los dos no me está diciendo la verdad sobre el asunto de las tarjetas de red. Y eso me inquieta.

—Encarga un informe a alguien de fuera —aconsejó Rosa—. Es algo bastante normal, no te debes preocupar por eso. Puedes solicitar ayuda a una empresa de Santa Susana que no esté vinculada al proyecto y que no conozca a tu socio ni a los empleados.

—Eso es difícil. Santa Susana no es tan grande para que alguien no sea conocido, al menos de oídas. Pero de todas formas el tiempo juega en nuestra contra. Falta muy poco para la firma del contrato y aún no entiendo qué ocurre con las tarjetas de red. Ahora tengo que centrarme en ultimar el acuerdo y después ya dispondré de tiempo para seguir investigando y averiguar lo que ocurre.

—Eso es un contrasentido —objetó su mujer—. Deberías comprobar primero que las tarjetas, objeto del negocio, funcionan correctamente, tal y como se pide. Sin ellas no hay garantías de que el acuerdo llegue a buen puerto. La Administración podría sentirse engañada.

—Puede que tengas razón. Como ya te he dicho, creo que no estamos preparados para un negocio de este calado.

—Bueno —repuso Rosa—, dejemos de hablar de trabajo.

—Y llenó la copa de vino de su marido y lo miró de una forma como no lo miraba hacía tiempo. Álvaro lo advirtió.

Cenaron deprisa, sin comentar nada más. Cuando terminaron, no recogieron la mesa. Subieron a la habitación conyugal, quitándose la ropa por las escaleras.

Esa noche Álvaro no se acordó de Safertine, ni de la tarjeta de red, ni de la niña desaparecida, ni de su hipotética homosexualidad, ni de los celos de Bruno y la traición de Juan. Esa noche Álvaro no se acordó de nada…