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—¡Juan! —exclamó Álvaro—. ¿Qué tal estás?

—Álvaro, qué sorpresa, tenía pensado llamarte. —Juanito se desplazó con el móvil en la mano hasta el balcón, pues la cobertura en su apartamento no era muy buena—. ¿Qué quieres? —fue al grano para no perder tiempo.

—Tienes que aplazar la reunión con los representantes del gobierno —exigió Álvaro de forma tajante—. Hazlo por los viejos tiempos.

—Mira, Álvaro, de eso precisamente hace días que quiero hablar contigo. No sé qué te habrá dicho el jefe de producción, ni tus asesores, pero la transmisión de datos de la tarjeta de red es lo menos importante en estos momentos. Lo primordial en todo el asunto de la fusión es cerrar el contrato con la Administración. La tarjeta es solo el pretexto, luego vendrá la venta de otros componentes de nuestra empresa: monitores, memoria, impresoras…, ¿quién sabe, Álvaro? No echemos a perder la oportunidad de nuestra vida por una pizca de conciencia, ¿no te parece?

—Me equivoqué contigo, Juan, nunca debí sellar el acuerdo con tu empresa, Safertine no necesitaba una filial. —Álvaro encendió un cigarrillo mientras cambiaba el teléfono móvil de mano—. Ahora, mi compañía y la tuya no necesitan un tercer socio, ¡nos comerán a los dos! Sabes de sobra que la tarjeta de red que pretenden fabricar a nuestra costa es un fraude, quieren espiar a todos los organismos de la administración periférica, ¿entiendes lo que quieren hacer? ¡Instalar la tarjeta en todos los ordenadores!, incluso en los particulares. A través de ella retendrán los datos que consideren oportunos de los usuarios: con quién se escriben, qué páginas visitan, qué datos almacenan en sus ordenadores…

—¿Y qué? —exclamó Juan—. ¿Qué nos importa a nosotros? El gobierno de la nación quiere comprar algo que nosotros fabricamos, ¿por qué no lo ves así, Álvaro? —preguntó Juan en un intento de convencer a su socio—. En otros países se venden armas y el comerciante nunca piensa que las vayan a utilizar para matar a inocentes de forma indiscriminada, si lo hiciese nunca entregaría una pistola a nadie.

—¿Me hablas de armas ahora, Juan? —interrumpió Álvaro al percatarse de que su socio intentaba distraerlo del tema principal.

—Vale, he puesto un mal ejemplo. Veamos si te sirve el de un vendedor de coches: este no se plantea si lo van a utilizar para transportar drogas, armas o muertos en el maletero. El comerciante cierra el trato y entrega el vehículo al comprador. Luego se desentiende. Ni siquiera sabe adónde va a parar el vehículo o si el comprador lo utiliza para violar jovencitas en el asiento trasero. Nosotros deberíamos hacer lo mismo, Álvaro. —Juan encendió otro cigarro mientras recorría, de forma apresurada, los cuatro metros de largo que tenía su terraza—. Piensa en eso: vender la tarjeta de red al gobierno, fabricarla como ellos quieren, con las especificaciones que nos han facilitado… ¿Lo demás…? No nos importa.

Hubo un silencio.

Finalmente Álvaro dijo bajando la voz:

—¿Sabes que estoy acusado de asesinato?

Álvaro se dio cuenta de que su antes leal socio Juan seguía siendo el mismo que era: comedido, respetuoso, cabal y pragmático. Después de todo quizá se hubiese equivocado con él; desde luego las explicaciones que le acababa de dar eran, al menos, convincentes.

—¿Qué? —exclamó confuso Juan.

—Que si sabes que estoy acusado de violación y asesinato —repitió Álvaro alzando la voz, pensando que su socio no lo había oído, cuando en realidad era que no le había creído.

—No sabía nada —afirmó—. ¿Cuándo ha sido? ¿Por qué? —Las preguntas se acumulaban en su cabeza y las musitaba sin orden ni concierto, encadenadas conforme afloraban a su mente.

Juan se sobresaltó y no pudo evitar pensar en la carpeta que había encontrado en la vieja fábrica y en quién le mandaría el anónimo para ubicarla dentro del abandonado almacén. Se acordó del texto escrito por don Enrique Alsina, donde decía que en caso de que Álvaro Alsina fuese condenado por delito doloso, calificado como grave en el Código Penal, la empresa Safertine, todas sus propiedades y capital pasarían a manos del gitano José Soriano Salazar, el capo del narcotráfico de toda la provincia. En su día, le había parecido una buena acción por parte de alguien que quería ponerlo al corriente de aquel documento redactado por el padre de Álvaro, pero ahora, visto el rumbo de los acontecimientos, Juan sospechó que había sido utilizado por alguien para destronar a Álvaro y dejar que fuese, finalmente, el gitano quien se quedara con la empresa. Probablemente lo primero que haría este sería cerrar la producción y vender los terrenos. Desde luego, al gitano no le importarían nada los puestos de trabajo, las familias y el futuro de la empresa…

—¡Juan! ¿Me estás escuchando? —preguntó Álvaro, pues su interlocutor se había quedado abstraído en sus pensamientos.

—¡Sí, sí! Perdona. —El director de Expert Consulting reaccionó lentamente e intentó concentrarse en la conversación.

—¿Y tú qué piensas? —preguntó Álvaro—. ¿Crees que realmente puedo haber matado a alguien?

Su socio no salía del asombro.

Sin embargo, apenas necesitó unos segundos para planearlo todo. Debía actuar con cautela y asegurarse su futuro, porque eso era lo que le importaba realmente. Ningún chorizo le iba a quitar la dirección de la empresa que tanto esfuerzo le había costado posicionar entre las mejores de su sector. No diría nada a Álvaro de lo que sabía respecto al documento de don Enrique. De momento era mejor callar. Así tendría tiempo de planificar lo que le iba a decir a su socio.

—Llamaré a los representantes del gobierno —dijo Juan, enchufando el móvil antes de que se quedara sin batería—, y les diré que nos den un plazo de cuarenta y ocho horas más, es decir, hasta el lunes catorce de junio.

Álvaro escuchaba sin decir nada.

—Ya me inventaré alguna excusa —añadió Juan buscando ganar tiempo—. Ese es el tiempo de que dispones para decidir qué hacer, Álvaro. Quiero seguir adelante contigo, como en los viejos tiempos. Esto lo empezamos juntos y no quiero acabarlo solo —afirmó para animar al presidente de Safertine—. Nos llamaremos para cualquier cosa, ¿ok?

Juan no contestó la pregunta de Álvaro, lo que este interpretó como una duda razonable hacia él.

Álvaro no respondió. Es como hacían antes en la empresa, las llamadas eran rápidas y fugaces, no se podía perder tiempo contestando: el silencio era positivo. Colgar el móvil sin decir nada era señal de asentimiento.

La mejor forma de arruinar el tratado con el gobierno sería, eso estaba claro, denunciando a la Administración central en los juzgados de Santa Susana. «Qué bonito», pensó Álvaro mientras yacía en la cama del hotel, mirando los botones iluminados de su teléfono móvil y toqueteando la boquilla de un cigarro encendido en su mano izquierda. Esas cosas solo ocurrían en las películas americanas: un hombre solo ante el peligro. La posibilidad de boicotear la fabricación de los chips de transmisión de datos tampoco le parecía lo más correcto. Ya eran tantos problemas los que asolaban el cerebro de Álvaro Alsina, que creía sufrir un cortocircuito y le pareció que de un momento a otro iba a arrojarlo todo por la borda. Desechó la idea que le rondó la cabeza acerca de coger todo el dinero que pudiera de su cuenta y marcharse a un país de Sudamérica.

Todo estaba interrelacionado. Los problemas se enlazaban como en un juego de inteligencia. Cada inconveniente tenía su antagónico. Eso no era del todo malo, porque suponía que la eliminación de un problema anulaba automáticamente otro. Cogió la libreta donde había anotado todo lo que le ofuscaba. La ojeó por encima. Cogió un lápiz y se dispuso a simplificar las anotaciones. Cada punto no debía ocupar más de un renglón, así, de un golpe de vista, vería cada línea y ubicaría mejor los problemas.

Punto 1: La construcción de la casa de enfrente.

Punto 2: Firma del contrato con el gobierno por la venta de la nueva tarjeta de red.

Punto 3: Replanteamiento del amor por Elvira Torres.

Punto 4: Embarazo de Sofía Escudero.

Punto 5: ¿Soy bisexual?

Punto 6: ¿Es mala la infidelidad?

Punto 7: Si yo no maté a Sandra, ¿quién lo hizo? ¿Rosa?

Encendió otro cigarrillo y paseó la mirada por la nueva lista, más concreta respecto a los siete problemas que conformaban el nuevo orden en su vida. No era casualidad que el primero fuese la construcción de la casa de enfrente, aunque Álvaro no reparó en ello hasta que lo vio todo anotado a la vez. Si fue el primer punto que anotó, es que todo había empezado cuando se iniciaron las obras de aquella casa. «Simple coincidencia», pensó. Se acordó de su abuelo, que solía decir que existe una extraña relación entre los sucesos de nuestra vida y los objetos que nos rodean. Algo así como en la astrología, que mantiene una concordancia entre los astros y el porvenir de las personas. «Siete problemas», meditó al darse cuenta de la coincidencia. El siete es un número mágico, lo sabía de cuando estudiaba en la universidad de Santa Susana y le interesaban los temas cabalísticos: las Siete Trompetas que anunciaban el juicio de Dios sobre Roma, las Siete Copas de la Ira, las Siete Plagas Postreras que anunciaban el Apocalipsis.

«¿Tendrá alguna relación la casa de enfrente con todo lo que me está sucediendo?», se volvió a preguntar mientras se vestía.

Allí quieto no podría solucionar nada y la prioridad, siguiendo el orden de su lista, era averiguar todo lo que pudiera acerca de esa misteriosa casa. Cerró la agenda y se la metió en el bolsillo de la camisa.

Llamó a Luis Aguilar Cervantes, el amigo de Cándido Fernández, y ahora amigo suyo.

«Quizá solucionaré dos problemas a la vez: el de la casa y el de mi homosexualidad», pensó mientras apretaba el botón de la agenda de su móvil, donde tenía memorizado el teléfono de Luis.

—¿Luis? —preguntó inseguro, pues quizás había anotado incorrectamente su número de teléfono.

—Sí. Eres Álvaro, ¿verdad? —replicó el arquitecto de Santa Susana, con voz ronca de haberse levantado hacía un momento—. ¿Qué ocurre?

—Necesito hablar contigo.

Luis contuvo la respiración unos segundos y finalmente dijo:

—¿Es un tema personal o profesional?

—Las dos cosas —replicó Álvaro—. Quiero saber todo lo que pueda sobre la casa de enfrente —afirmó sin rodeos—. ¿A qué hora podemos quedar en tu despacho? —preguntó en tono autoritario y visiblemente nervioso.

—En quince minutos estoy en mi oficina del ayuntamiento. —Luis se había aclarado la garganta y hablaba mejor—. Ahora nos vemos.

—Ok.

Como ya estaba vestido, Álvaro salió del hotel enseguida dirección al ayuntamiento. Aprovechó para ir andando, el punto de encuentro no estaba muy lejos y calculó que en quince minutos estaría allí.

El ayuntamiento de Santa Susana era de estilo modernista. Situado en la avenida principal de la ciudad, su construcción databa de 1913. Totalmente reformado en su interior y con la fachada original restaurada, combinaba los detalles Art Nouveau, propios de la época, con los más modernos y actuales. Como Álvaro andaba muy rápido, llegó cinco minutos antes de la hora prevista. Dio un par de vueltas al edificio para hacer tiempo, no convenía llegar antes que Luis Aguilar, y así también aprovechó para meditar y tranquilizarse.

Cuando estaba a punto de entrar, le llegó un mensaje al móvil. Lo sacó del bolsillo y lo miró. Era de su mujer Rosa: «A la una te espero para comer en casa, como siempre. Besos».

Era un mensaje como los que se mandaban antes. Sencillo, escueto. El tipo de comunicación que tenían antes de todo ese embrollo en que se había convertido su vida. Álvaro no buscó malas interpretaciones, le dio la sensación de que Rosa quería reconciliarse con él, y desde luego no podía desaprovechar esa oportunidad de hablar con su esposa. Así que contestó con un OK.

Un vigilante de seguridad le indicó que dejara todos los objetos metálicos encima de una bandeja de plástico.

—Está todo —afirmó Álvaro mientras rebuscaba en los bolsillos alguna cosa más para soltar.

El vigilante le dijo que recogiera sus objetos personales.

—¿Adónde se dirige, señor? —preguntó amablemente, pero sin perder de vista las manos de Álvaro, el joven y cauteloso guardia de seguridad.

—Al despacho del señor Aguilar —respondió alejándose del arco de seguridad electrónica, no le gustaba estar expuesto innecesariamente a radiaciones.

—Segunda planta a mano derecha, no tiene pérdida —indicó el joven señalando con la mano izquierda y posando la derecha sobre el revólver en un signo de precaución desmedida, muy propia de los vigilantes bisoños.

Cuando Álvaro llegó a la planta se encontró el pasillo vacío, algo que no concordaba con la gente que había visto en la entrada y en las escaleras; había muchas personas en la entrada y ninguna allí arriba. Luis ya le esperaba.

—Es la planta noble —dijo el arquitecto anticipándose a cualquier comentario del presidente de Safertine al respecto—. Aquí apenas vienen visitas —declaró, acompañándolo a su despacho, posando su mano izquierda sobre el hombro derecho de Álvaro—. Has venido por la casa de enfrente, ¿verdad? Tengo todos los datos que necesitas —afirmó.

Al arquitecto le hubiera gustado que Álvaro hubiera ido por él, pero ya sabía que su amor con el presidente de Safertine iba a ser imposible, visto lo hablado la anterior vez que se habían visto.

—No es necesario que me digas nada —replicó Álvaro lanzando un farol; aunque le preocupaba sobremanera la construcción de la casa de enfrente, no pretendía que Luis creyera que realmente estaba interesado por ese tema—. No te sientas obligado —le dijo a su nuevo amigo—, si te va a poner en un compromiso no me digas nada —repitió.

—Igual esa casa es más importante en tu vida de lo que piensas —dijo Luis.

Álvaro se sintió incómodo, pero intentó no forzar una mueca que lo delatara.

—No sé si te va a gustar lo que tengo que decirte —le previno Luis, mirando unos papeles que sostenía en su mano—. Pero es mi obligación, como amigo tuyo, el ponerte al corriente de todo.

Luis hablaba como si lo hiciera con un viejo amigo de la infancia, cuando en realidad se conocían hacía apenas unos días, concretamente desde el lunes por la mañana en que los dos fueron presentados por Cándido, el director del banco Santa Susana, a las puertas del restaurante Chef Adolfo.

—La casa de enfrente pertenece al jefe de policía de Roquesas de Mar —dijo Luis.

Álvaro no se sorprendió demasiado. Le extrañó que César no le hubiera dicho nada, pero era sabido que le gustaba mucho el barrio donde residía él, y siempre había manifestado su intención de vivir en la calle Reverendo Lewis Sinise.

—No entiendo por qué no me va a gustar eso —dijo, sin saber aún adónde quería llegar Luis.

Ciertamente era extraño que César se hiciese construir una casa en la urbanización y no dijera nada, incluso cuando Álvaro recordaba habérselo preguntado una noche, justo delante de las obras. Pero lo achacaba más a un problema del carácter de Salamanca, siempre tan reservado, que a una verdadera intención de ocultamiento.

—La casa es una tapadera —continuó el arquitecto, para mayor incomodidad de Álvaro—. No está destinada a vivienda, de hecho se han manipulado los permisos para autorizar su construcción.

Álvaro escuchaba impasible, no quería interrumpirle, pero tampoco adivinaba adónde quería ir a parar y qué tenía que ver todo eso con él.

El repentino silencio de Luis lo obligó a preguntar:

—Y… ¿a qué está destinada esa vivienda?

—He investigado a través de contactos que tengo en Madrid. —Luis hablaba ahora como un hombre poderoso, como un mafioso que tuviese amigos en las más altas esferas de las oligarquías nacionales—. Esa casa es un encargo del servicio secreto, el CIN, al propio jefe de policía, para investigar las actividades del alcalde de Roquesas, el ilustre don Bruno Marín Escarmeta.

Álvaro se fijó en el reflejo que producían los rayos de sol, que entraban por el amplio ventanal, sobre el pendiente que llevaba Luis en la oreja derecha. Era como si necesitara un punto fijo para acomodar su vista y así poder centrarse en la realidad y apartarse de las tonterías que creía le estaba contando el arquitecto de Santa Susana.

—Aún no sé qué tiene que ver conmigo todo esto que me cuentas —replicó—, todo el pueblo sabe que el alcalde no es persona de fiar. No es que quiera dudar de ti —añadió mientras Luis extraía un cenicero del cajón de su escritorio, percibiendo las ganas de fumar de su amigo—, pero es demasiado enrevesado el construir una casa, con todo el coste que eso conlleva, con el único y simple objetivo de investigar a un corrupto alcalde de una localidad de tres mil habitantes. ¿No saldría, en cualquier caso, más barato aparcar una furgoneta de cristales tintados delante de su casa?

Mientras hablaba, Álvaro recapacitó: si la historia que contaba Luis era cierta, la casa espía la construían precisamente delante de la suya. No pudo evitar que le asaltara entonces una duda: ¿por qué no la construían delante de la casa del alcalde?

—Estás pensando por qué no han construido la casa delante de la vivienda del alcalde, ¿verdad? —dijo Luis como si le leyera el pensamiento.

Álvaro no supo qué responder.

—Pues esa es la parte que te atañe a ti, querido amigo. —Álvaro sacó un cigarrillo del paquete, intuyendo que no le iba a gustar lo que Luis se disponía a decirle—. El objetivo del servicio secreto es investigarte a ti también.

—¿A mí? —preguntó Álvaro Alsina, poniéndose el dedo índice en el pecho con tal fuerza que hasta le causó dolor.

—¡Sí, Álvaro! —confirmó Luis, ahora cruzando las manos sobre la mesa—. El CIN cree que tu empresa vende material informático a grupos terroristas, por eso…

—¡De qué coño estás hablando, Luis! —lo interrumpió el presidente de Safertine—. Si eso fuese cierto —argumentó—, investigarían a mi empresa y no mi casa.

—No cargues tus armas contra mí —se defendió Luis—. Yo solo quiero ayudarte y lo que te estoy diciendo es información reservada, me juego mucho con ello.

Álvaro asintió con la cabeza y se calló para que Luis pudiera seguir hablando.

—Ya lo hacen —dijo Luis—. Han infiltrado varios espías en Safertine. Son trabajadores normales y corrientes, pero que en realidad extraen datos de tu empresa y los facilitan al servicio secreto.

—En ese caso, a estas horas ya sabrán que soy inocente. —Sonrió—. Mi empresa no realiza ninguna actividad ilegal —concluyó, mientras se levantaba de la silla para marcharse sin más.

—¡Álvaro, Álvaro! —lo llamó el arquitecto mientras el presidente de Safertine bajaba rápido las escaleras ante la desconcertada mirada del vigilante de seguridad y un matrimonio de ancianos que se disponía a coger el anticuado ascensor. El eco de la voz de Luis resonó por todo el edificio.

Álvaro rompió en pedazos la libreta de anillas y tapas azules donde efectuaba sus anotaciones y arrojó los trozos en la papelera de la entrada del ayuntamiento. Salió por la puerta, tropezando con el arco de seguridad, y se dirigió hacia el hotel Albatros.

En el lateral del hotel tenía aparcado su coche y lo necesitaba para ir a Roquesas a comer a casa de su mujer. A su casa. Tenía que hablar con Rosa sobre todo lo ocurrido esa semana. Tenía que saber qué estaba pasando. Lo necesitaba. Luis le había contado la historia más increíble que podría haber escuchado jamás. Según él, el servicio secreto le estaba espiando para saber si vendía material informático a organizaciones terroristas. «¡Qué locura!», exclamó para sus adentros. Intuyó que, de ser cierto todo el enredo que le acababa de relatar el arquitecto de Santa Susana, entonces habría cámaras escondidas en la casa de enfrente. «Y entonces seguramente tienen la imagen del asesino de Sandra López», razonó al darse cuenta de que el CIN debía de tener la clave de su inocencia. También existía la posibilidad de que todo eso fuese mentira, que realmente no existiera tal espionaje y en caso afirmativo, era admisible que parte de esa vigilancia pasara por la oficina del jefe Salamanca, como máxima autoridad policial de Roquesas de Mar.

«Todo esto es por culpa de la venta de impresoras láser a los árabes —meditó Álvaro, achacando las culpas del espionaje al pasado oscuro de su socio Juan Hidalgo—. Ya sabía yo que aquel negocio solamente nos traería problemas», concluyó, viendo que su empresa, su vida y su familia se estaban desmoronando por culpa del infortunio.