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Pese a llevar varios días encerrada, ella no había notado ningún atisbo de decaimiento por parte de su captor. Suponía que aquella situación no podía prolongarse mucho más en el tiempo. ¿O es que acaso pensaba tenerla encerrada de por vida y violarla a diario?, se preguntó. Él la trataba con la misma dureza del primer día, pero había notado una alternancia entre las relaciones forzadas: un día tocaba felación, al otro coito y al siguiente la sodomizaba. Por suerte para ella, la resistencia física de su captor era pésima y prefería que se la chupara a penetrarla. Y, dada la situación, eso era una ventaja para ella.
Durante la semana que llevaba allí, él solamente había acudido una vez al día, siempre de noche; aunque había perdido la noción de las horas. Entraba en el sótano, dejaba la pistola encima del puf de mimbre y encendía una linterna de bolsillo, que ponía de pie en un rincón, alumbrando tenuemente la estancia. Se acercaba a ella y la ayudaba a ponerse de pie. Siempre se entretenía en tocarle el sexo y le lamía los pezones dejándolos llenos de saliva. Aquello era lo que más asco le daba: ver su cara de perverso. El olor era nauseabundo, se mezclaba el moho del encierro con el sudor de ella y el almizcle de orín y heces que se extendían por la estancia.
—Esto parece una pocilga —le dijo él una vez, como si ella tuviera la culpa.
—Podrías dejar que me lavara.
—¡Calla! —le gritó, y acto seguido le escupió en la cara—. ¿Quieres lavarte? Yo te limpiaré bien.
De un empujón la tiró al suelo, maniatada a la espalda como estaba. Se colocó encima, sentándose sobre su estómago, y le amordazó la boca para que no gritara. Luego se puso de pie sobre ella y orinó en sus piernas. Ella las recogió todo lo que pudo, pero aun así la mojó entera. Vio cómo su miembro se endurecía y se dio cuenta de que aquello lo excitaba. Tanto que en apenas unos segundos eyaculó.