5
—Silvia, tráeme una taza de café, por favor —pidió Álvaro Alsina a la eficiente y guapa secretaria, mientras abría con llave el primer cajón de la mesa de su despacho.
Allí guardaba la agenda azul con los asuntos pendientes de la semana, junto a un paquete de tabaco rubio, empezado el viernes, y un par de cajas de clips de diversos colores. Al abrir el cajón, los pocos objetos que contenía se bambolearon de un lado para otro, chocando entre ellos y produciendo un característico ruido metálico.
—Ahora mismo, Álvaro —replicó la simpática joven, apostada en la antesala que había antes de entrar a la oficina del presidente de la próspera Safertine.
Álvaro levantó la vista un momento. Sonrió a Silvia. Y le pidió disculpas con la mirada por su ya característica misantropía de los lunes por la mañana.
—Ha llamado Juan de Expert Consulting —anunció la chica.
Y acto seguido se levantó de la silla de su escritorio y anduvo hacia la zona de las máquinas de refrescos.
—¡Tan pronto! —exclamó Álvaro extrañado—. ¿A qué hora ha telefoneado?
Mientras se alejaba, Silvia respondió alzando la voz:
—Sobre las siete y cinco, más o menos.
La bella Silvia se contoneaba de esa forma que solo saben hacer las mujeres sensuales, sin mirar atrás en ningún momento, y sabiendo que estaba siendo observada por cuantos frecuentaban el largo pasillo de despachos. En unos segundos había recorrido los seis metros que separaban la sala del presidente, Álvaro Alsina, de la zona de fumadores, donde estaban las bebidas, cafés, papeleras y tentempiés. Lo hizo como si fuese un pase de modelos de alta costura. Las entreabiertas puertas de los despachos que poblaban el trayecto se abrieron lo suficiente como para que se oyeran anhelantes suspiros surgidos de su interior. Allí se encontraba Antonio Álamo, el reservado contable y solterón incorregible; Margarita, la de personal, que siempre le estaba tirando los tejos a Álvaro, y Matías Arbones, el incorregible informático al que se le empañaban las gafas cada vez que pasaba por su lado alguna de las oficinistas de la sección de ventas.
Silvia se detuvo delante de una de las máquinas expendedoras. Sonriente, como era habitual en ella. Y no tardaron en aparecer dos moscones de la oficina de estadística, aprovechando que ella estaba allí sola, para acompañarla, a pesar de que tenían máquina propia en su planta. Álvaro Alsina los censuró con la mirada.
—¡Acuérdate de mi café! —le gritó para que todos lo oyeran.
Silvia asintió con la barbilla.
Álvaro conocía de sobras a su socio Juan y sabía que nunca solía llamar antes de las ocho. «Debió de confundirse con la hora —meditó—, o es que verdaderamente le corría mucha prisa hablar conmigo y no ha podido esperar a que llegara al despacho».
Mientras pensaba en ello aprovechó para revisar la abultada cantidad de papeles que había encima de la mesa y ordenó, cronológicamente, los asuntos del día en su azulada agenda. Y es que a pesar de vivir en la era de la informática y disponer de un ordenador de bolsillo donde anotar sus citas, Álvaro prefería utilizar el eterno cuadernillo de ejecutivo, herencia de su padre, y apuntar en él todas sus anotaciones, citas y quehaceres diarios. Incluso Rosa, su mujer, le regaló una agenda de bolsillo tipo PDA (Personal Digital Assistant, o sea, ayudante personal digital), con un lápiz óptico para hacer las anotaciones cómodamente, pero el presidente de Safertine era fiel a sus orígenes. «Mi padre lo anotaba todo en una agenda de papel con anillas y nunca tuvo problemas de memoria», solía decir en una de sus frases más manidas.
Un fuerte carpetazo sobre la mesa hizo que los moscones de estadística cejaran en su acecho a Silvia.
—Luego almorzamos juntos —dijo uno de ellos.
Silvia ni siquiera respondió.
—Gracias —contestó Álvaro, al mismo tiempo que cogía el vaso caliente que le entregaba su secretaria.
—Luego le llamaré yo —dijo casi para sí mismo, refiriéndose a Juan.
Silvia le sonrió y se retiró a su mesa.
La eficaz secretaria de dirección debía comenzar su labor a las ocho de la mañana, como el resto del personal de Safertine y como estaba estipulado en el contrato de trabajo, pero, y Álvaro aún no sabía por qué, a las siete estaba en la empresa, puntual como un reloj suizo. No hacía mucho tiempo que formaba parte de la plantilla de Safertine y todavía tenía un contrato temporal. Ese era, posiblemente, el motivo de que la chica viniera tan pronto y fuese tan eficaz. «Miedo a perder el puesto de trabajo», pensó en una ocasión Álvaro, acostumbrado a tener empleados eficaces mientras ejercían su puesto a través de contratos basura de unos pocos meses, para después pasar a convertirse en subalternos deslucidos, rancios y poco vigorosos, cuando franqueaban la temporalidad para transformarse en empleados fijos. Algo de influencia psicológica debía de haber en todo eso. Él había observado, en más de una ocasión, que los trabajadores con contratos de prueba ejercían su actividad con desmedida fiereza, algo así como una leona que defiende el alimento de sus crías. Pero esos mismos empleados se relajaban, incluso sucumbiendo a la desidia, cuando sus contratos pasaban de temporales a indefinidos.
El sonido del teléfono le distrajo de sus pensamientos. Miró a Silvia mientras contestaba la llamada, y luego, haciéndose el desinteresado, se adentró de nuevo en los papeles que desordenaban su mesa.
Los lunes era el peor día, sin duda alguna. Álvaro aún no había terminado de sentarse en la silla de su despacho y ya estaba llamando el director de Expert Consulting, y con prisas. La otra empresa era la filial más fuerte de la que dependían para realizar los informes de estado de los componentes informáticos. Álvaro Alsina era el presidente de Safertine, una compañía fundada por su padre, don Enrique Alsina Martínez, y relanzada por él, su único hijo. Al principio, en sus orígenes, manufacturaba componentes electrónicos para transistores, pero con el tiempo se fue centrando en la industria del chip, más rentable. En la actualidad se encargaba de fabricar periféricos de ordenador, como tarjetas de sonido, vídeos, redes, discos duros de gran capacidad, memoria RAM, procesadores de última generación o impresoras, por las que una vez llegó a tener una fuerte discusión con su socio. Aunque el negocio pasó épocas bajas, actualmente, después de la fusión con Expert Consulting, las ventas se habían incrementado notablemente gracias a la ampliación de clientes, y estaban a punto de abrir una oficina nueva en Madrid.
Sangre joven, sangre nueva, rezaba el dicho. Lo primero que hizo Álvaro Alsina al hacerse cargo de la presidencia de la empresa fue limpiar de delincuentes los talleres de producción. El bueno de su padre consiguió nutrir la factoría, en sus orígenes, de mano de obra barata, pero desleal. Con Álvaro las cosas cambiaron y todo aquel que tuviera antecedentes penales o estuviera inmerso en un proceso judicial no tenía cabida en la empresa; los estatutos de la compañía eran muy estrictos respecto a eso. El modelo lo copió del ejército, cuando se prohibió acceder a la Legión a todos aquellos que tuvieran asuntos pendientes con la justicia. Le pareció una buena idea aplicarlo a su empresa y además fue un sistema económico de regularización de plantilla. El enorme salto de la manufacturación a la industria del chip dejó numerosos puestos de trabajo sin razón de ser y un tercio de la plantilla fue puesto de patitas en la calle, lo que le granjeó más de un enemigo. Pero Álvaro ya sabía que nunca llueve a gusto de todos. Aun así hizo lo imposible para contentar a todos los trabajadores, recurriendo al ya legendario incremento de las pensiones, para que estos pudieran sobrevivir con la paga que les quedó.
—¡Silvia, llama a Juan de Expert! —dijo—. Quiero hablar con él.
Acababa de leer los informes de las tareas pendientes de ese lunes y quería saber qué es lo que tanto le preocupaba al director de la filial, para molestarse en llamar tan pronto. Era de los mayores defectos que podía tener Álvaro: que cuando algo le corroía por dentro no cejaba en su empeño hasta subsanarlo.
La secretaria asintió con la cabeza y casi de inmediato marcó el número memorizado de Juan. Álvaro se quedó mirándola, paseando sus ojos por su cintura, algo de lo que ella se percató y la hizo sentirse incómoda.
Ella era la secretaria con la que soñaba todo directivo: voluptuosa, sensual, lasciva y eficiente. Tenía veintiocho años recién cumplidos; la semana anterior habían brindado por ella en la oficina. Para semejante evento se juntaron todos los departamentos y los moscardones de la empresa no pararon de rodearla, mientras las otras mujeres ponían cara de circunstancia. Y es que una mujer, por mucho que lo intente, no puede disimular la envidia. Delgada, aunque con unos enormes pechos que cuando llevaba el vestido rojo de tirantes era imposible dejar de mirar, poseía unos pies perfectos, unas uñas preciosas y pulcramente arregladas, que incitaban a mirarlas cuando calzaba los zapatos de esparto y tacón alto, con unos lazos atados a sus insinuantes tobillos, de sobra conocidos entre los hombres de la empresa. Era habitual que las visitas masculinas de Álvaro Alsina se entretuvieran en el acceso a la oficina hablando con ella antes de entrevistarse con él, algo que no gustaba al presidente, y no por descortesía hacia su persona, sino, y eso siempre se decía en los corrillos y comidillas, por celos.
—¡Juan! ¿Qué pasa? Soy yo —dijo Álvaro mientras hablaba con el teléfono en la mano izquierda y el vaso de plástico con café hirviendo en la derecha—. Me ha dicho mi secretaria que has llamado esta mañana a primera hora y ya sabes que no llego hasta las ocho en punto.
Miró de reojo a Silvia y ella entendió que debía ausentarse para no escuchar la conversación. Se levantó y salió al pasillo.
Álvaro percibió un movimiento ajetreado de papeles al otro lado del hilo telefónico, y lejos de apresurar en sus explicaciones a Juan, optó por sorber el café que sostenía. Mientras tanto pensó lo importante que debía de ser la llamada de su socio a esas horas, según le dijo su secretaria, cuando Juan sabía muy bien que él nunca llegaba a la oficina antes de las ocho, y en caso de que el asunto en cuestión fuese urgente, siempre podía recurrir al teléfono móvil.
—Hola, Álvaro —respondió Juan finalmente, con la voz grave que le caracterizaba—. Oye, necesito hablar contigo.
Hizo una pausa, seguramente para ordenar las ideas.
—Sí, te he llamado esta mañana —afirmó gritando, como si pensara que no le estaba escuchando—. Lo he intentado varias veces a tu móvil, pero lo tenías apagado —añadió mientras carraspeaba para aclararse la voz.
—Ya lo sé —aseveró Álvaro—. Ya me ha dicho Silvia que has llamado. El teléfono móvil lo desconecté ayer por la noche y esta mañana no recordé encenderlo. Podrías haber probado en el fijo de mi casa —sugirió mientras alargaba la mano para encender el ordenador de sobremesa que tenía bajo el escritorio y que aún no había puesto en marcha.
Juan Hidalgo Santamaría era un yuppie, es decir, un ejecutivo agresivo y liberal, o como indican sus siglas: Young Urban Professional, profesional joven y urbano. Con treinta años recién cumplidos ya dirigía una empresa de las más importantes de la ciudad y posiblemente de la provincia. Fumador empedernido, había probado tantas marcas de tabaco que al final se decantó por una, que solo fumaba él o por lo menos lo hacía muy poca gente, unos cigarrillos turcos de tabaco negro, con un olor muy característico y boquilla lila. Era guapo, según decían las mujeres. Alto y moreno de solárium, esto es, de todo el año. Pupilas negras con la esclerótica muy blanca, lo que hacía que aún resaltara más el oscuro de su iris. Cuando la fusión de Safertine con Expert Consulting, él y Álvaro habían conectado enseguida y sabido que estaban condenados a llevarse bien. Se puede decir que los dos eran, además de socios, buenos amigos. Aunque no siempre fue así; al principio tuvieron algunos roces. La disciplina y organización de Álvaro Alsina contrastaba con la anarquía rebelde e insubordinada de Juan Hidalgo. Empezaron juntos en el edificio nuevo, donde se ubicaron las oficinas resultado de la unificación. Inicialmente la compañía se denominó Safertine Consulting, para conservar el nombre de la primera, fundada por el padre de Álvaro, y el adjetivo de la segunda, constituida por el propio Juan Hidalgo cuando apenas contaba veintitrés años, lo que le otorgó el título de empresario más joven de la comarca. Por aquel entonces fue portada de una revista de moda de tirada mensual, donde salían personalidades destacadas de la provincia. Sin embargo, tras establecerse en los nuevos despachos y distribuir tareas equitativas entre los socios, asignar ocupaciones a los ejecutivos y promover el negocio desde el enfoque de la multinacional en que se había convertido, surgieron encontronazos de más o menos calado entre los dos que desestabilizaron su ya mermada confianza. El punto álgido de la ruptura llegó el día en que un visceral Juanito, como gustaba llamarle Diego, el jefe de producción, y el flamante presidente de la recién creada Safertine Consulting, casi llegan a las manos por una venta de impresoras láser a un país musulmán presuntamente implicado en dar apoyo a terroristas árabes. El negocio lo cerró Juan sin consultar a Álvaro, y nunca se supo si a sabiendas o por un error de protocolo. El caso es que los gritos de los dos socios se escucharon por todo el bloque de oficinas y los insultos y desprecios retumbaron por los largos pasillos. E incluso las puertas por donde pasaba la lujuriosa secretaria de Álvaro, que siempre estaban entreabiertas para oír el aleteo del vestido de esta cuando se dirigía a la máquina de café, se cerraron aquel día para vergüenza de los recién estrenados copartícipes. Juan mantenía que era igual el uso que le dieran los árabes a las impresoras, mientras que Álvaro afirmaba que su empresa nunca vendería material informático a gobiernos que apoyaban el terrorismo. El primero abanderaba una cuestión comercial; el segundo abogaba por unos principios éticos. Finalmente zanjaron el asunto a favor de Álvaro, aunque acordaron separar las dos compañías y así evitar futuros conflictos. Álvaro Alsina Clavero se quedó como presidente de Safertine, en el edificio de la calle Mistral, y Juan Hidalgo Santamaría se fue como director de Expert Consulting, ubicada en el bloque de la plaza Andalucía. De este modo, cada uno gestionaba la empresa respectiva a su manera. Tras la separación aumentaron las ventas de material informático, así que determinaron que cualquier conflicto posterior lo solventarían sometiéndolo al dictamen de la junta de accionistas. Desde entonces y a pesar de no verse con regularidad, Álvaro no podía dejar de censurar el carácter bohemio del director de Expert Consulting y su soltería recalcitrante, ya que no se le conocía ninguna relación estable, pese a que las casadas de la empresa le relacionaban o querían hacerlo con Silvia Corral Díaz, la atractiva secretaria de dirección. Las habladurías acerca de las tareas de gigoló sobre mujeres casadas e insatisfechas, a las que Juan dedicaba algunas horas a la semana, no tenía que corresponderse, necesariamente, con la realidad, pero sí acaloraban a más de un marido cuando lo veían tamborilear la barandilla de las escaleras a modo de reclamo y garbear su escultural cuerpo riendo cínicamente.
—Quiero hablarte sobre la última partida de tarjetas de red —comentó el yuppie de Expert Consulting.
—Tosió un par de veces para aclararse la garganta, a esas horas probablemente ya se habría fumado tres o cuatro cigarrillos turcos.
—He leído el informe de producción —prosiguió con voz seria— y hay un defecto en el chip de transferencia de comunicación. Todo apunta a que tiene un fallo de emisión y no coinciden las especificaciones. —Carraspeó—. Sale más información que entra —precisó como si estuviera leyendo un papel—. La transmisión de datos es desigual. Es como un garaje donde entran dos coches y salen tres. Al principio no nos damos cuenta, pero pasado un tiempo nos planteamos de dónde salen esos automóviles extra. ¿Entiendes?
Juan se esforzaba en poner ejemplos para que le comprendieran mejor, algo muy propio de él a la hora de explicar cualquier proyecto que tuviese en mente, lo que no siempre gustaba a sus interlocutores. Álvaro se sintió molesto.
«Se debe de creer que soy tonto», pensó.
Ciertamente, en ocasiones Juan ponía ejemplos estúpidos para dar explicaciones sencillas, lo que embrollaba más sus razonamientos.
—Haré que las revisen de inmediato —replicó para tranquilizar a su socio—. Este asunto es tan importante para ti como para mí.
—Hay que saber qué ocurre con la información que se pierde —insistió Juan—. Los datos no se desvanecen, creo, sino que se filtran por otro conducto.
Esta última explicación no fue entendida por Álvaro, pero se abstuvo de comentarlo. Mientras hablaba su socio, aprovechó para ojear los papeles que Silvia le había dejado encima de su mesa. No se detenía ni un instante. Era un auténtico hombre multitarea, capaz de realizar varias labores al mismo tiempo. Podía conversar por teléfono y leer informes con la misma capacidad de concentración en ambas cosas.
—Estamos a lunes —dijo mirando su reloj de pulsera—. El jueves, a más tardar el viernes, te informaré de los fallos que se hayan podido encontrar en la tarjeta —aseguró.
Álvaro necesitaba unos días para que los técnicos averiguaran qué ocurría con esas dichosas tarjetas de red. No hacía mucho que el encargado del taller, Diego, le había hecho llegar un informe exhaustivo respecto a una serie de fallos en los cálculos de frecuencia, pero que según dicho dosier no supondría mucho problema corregirlos eficientemente. La transferencia de datos no era uniforme, la entrada y salida de bits no era la misma, eso ya lo sabía Álvaro, y después de leer el informe estuvo seguro de ello. Lo que le restaba por saber era adónde iban a parar esos datos sobrantes, algo que también inquietaba a su socio, como ahora comprobaba. Pero Álvaro estaba molesto porque Juan le mencionase ese pequeño detalle en la fabricación de las tarjetas, ya que era a él, personalmente, a quien le correspondía subsanar el problema.
Lo oyó carraspear de nuevo.
—¿Cómo estás? —le preguntó Álvaro intentando desviar su atención.
Desde el encontronazo con las impresoras vendidas a los árabes, su relación se había ido helando hasta convertirse ambos en dos témpanos.
Juan no contestó, y Álvaro supuso que estaría atendiendo otra llamada.
Juan no quería que su socio se preocupara por las tarjetas, ya que sabía de su perfeccionismo enfermizo, y cuando algo salía mal Álvaro no dormía hasta que se arreglaba.
—Tenemos que quedar un día para tomar café —sugirió Álvaro cuando creyó oír el aliento de Juan al otro lado de la línea—. Desde que estamos pendientes de cerrar el contrato con el gobierno apenas nos vemos, ¿verdad?
Mientras hablaba, Álvaro aprovechó para escribir en su agenda azul la necesidad de hablar con Diego Sánchez Pascual, el jefe de producción de la empresa. Él era quien más sabía de los aspectos técnicos de las tarjetas. En sus manos estaba la resolución técnica del problema.
—Bien, estoy bien —respondió Juan—. Un poco cansado estos días.
—Sí, te entiendo, todos estamos cansados.
—Vaya palo lo de la hija de los López —comentó Juan cambiando de tema.
Álvaro esperó unos segundos creyendo que su socio iba a hacer algún comentario más, pero, viendo que no era así, dijo:
—Todo el pueblo está en ascuas con eso. Figúrate, una vecina de Roquesas, donde nunca pasa nada, y va y desaparece misteriosamente…
Álvaro oyó cómo Juan exhalaba una bocanada de humo.
—Espero que todo se resuelva pronto y la encuentren antes de que sus padres hagan una locura.
—¿La encuentren? —repitió Juan en medio de un torbellino de bocanadas de humo.
Álvaro se dio cuenta de lo poco apropiado de su comentario, así que se corrigió:
—Quiero decir cuando la chica vuelva.
Silvia entró de nuevo en el despacho, presumiblemente a coger unos papeles. Álvaro la alejó con la mano y siguió hablando.
—Aún no se sabe qué ha pasado —puntualizó—. Si se ha ido con un chico, si la han raptado, si la han…
—Casi no duermo cuando me acuerdo de la pobre familia. Cada vez que pienso en el bueno de Marcos y la buena de Lucía me estremezco.
Juanito siempre hacía chistes con esas expresiones. El padre de Sandra, Marcos López, era una buena persona: honrada y honesta. Su mujer, Lucía Ramírez, era también agradable, pero pícara, siempre según los comentarios de Juan. La verdad es que parecía que se estuviera insinuando constantemente, aunque era más una apreciación de las personas que la conocían que una realidad. Era de aquellas mujeres que todo hombre que las conoce tiene la sensación de haberlas conquistado.
—También nosotros —replicó Álvaro—. Mi mujer no pega ojo desde hace días. ¿Sabías que la chica es amiga de Irene?
—Ya me lo comentó Rosa —aseveró Juan, mientras se oía el chasquido del Zippo prendiendo otro cigarrillo—. En Roquesas debéis de estar alerta.
Su socio siempre encendía los cigarrillos con un Zippo de plata esterlina, regalo de una mujer casada con la que había mantenido un tórrido romance; aunque él nunca dijo de quién se trataba, las comidillas de la empresa señalaban a la mujer del alcalde de Roquesas, Elisenda Nieto Manrique, una cincuentona de buen ver y que no hacía buena pareja con su marido, Bruno Marín Escarmeta, primera autoridad gubernativa del ayuntamiento y conocido cornudo.
—Pues un poco —respondió Álvaro, encendiendo un cigarrillo rubio probablemente contagiado por el ímpetu fumador de Juan.
La conversación se estaba alargando más de lo momentáneamente soportable. Era tal la frialdad que demostraban los dos, que apenas pronunciaban palabras banales con el único fin de buscar la forma de terminar de hablar.
—El jefe de la policía local le quita hierro al asunto y opina que es un tema de chiquillas —dijo Álvaro—. Veremos a ver qué pasa —afirmó, mientras observaba la luz roja en los botones del teléfono, que indicaba la entrada de otra llamada.
—Pues seguramente será eso. Lo mejor es que todo se resuelva de la mejor manera posible. ¿Se sospecha de alguien?
Álvaro se sonrojó, suerte que Juan no pudo verlo a través del teléfono. Y no porque se sintiera culpable, sino porque le chocó que su socio le hiciera esa pregunta, ya que él no tenía la respuesta. Antes de plantearse qué responder, Juan añadió:
—Te dejo, Álvaro. Llámame sin falta el fin de semana, el viernes a más tardar. Los clientes de Madrid me están azuzando con las dichosas tarjetas de red.
—No te preocupes, así lo haré. Yo también estoy interesado en que todo esto salga bien.
Por un momento Juan se sintió como si su frase sirviera para englobar el asunto de la empresa y la desaparición de la niña. Quiso corregirse puntualizando, pero optó por no decir nada, era lo mejor.
—Da recuerdos a Rosa y los niños —dijo Juan—. A ver si encuentro tiempo y me acerco un día a verlos. Respecto al tema de esa tarjeta de red…
—Y venga con lo mismo —lo interrumpió Álvaro visiblemente molesto—. Tengo a todos los técnicos trabajando a destajo para subsanar el problema. Déjalo en mis manos. Antes de una semana seremos ricos. Estamos centrándonos en el chip nuevo de transmisión de datos. Me hago cargo de lo importante que es la corrección del problema —aseveró—; el viernes te llamo. No te preocupes, Juan.
Álvaro dijo unas cuantas frases «clave» para que Juan se tranquilizara y dejara de espolearlo. Frases del tipo: «seremos ricos», «estamos centrándonos» o «el viernes te llamo». Aún recordaba algo de su socio de la época en que eran amigos y sabía cómo apaciguarlo.
—Vale —dijo Juan—, igual hay incompatibilidad con el mecanismo de transmisión, pero eso no se puede tocar, toda la velocidad de la tarjeta se basa en él. Lo que me preocupa es que a cambio de subsanar el problema las tarjetas pierdan velocidad. Recuerda que el negocio se basa en eso precisamente: en la rapidez de los datos.
—Ok —dijo Álvaro, y colgó para no alargar innecesariamente la conversación.
Sabía que Juan era un neurasténico y que mientras no consiguiera solventar el problema de la tarjeta seguramente no dormiría ni le dejaría dormir a él. Quedaron en que le llamaría el fin de semana, pero estaba seguro de que él lo haría cada día, Juan era así.
Tras colgar apretó el botón rojo de la línea tres, para aceptar la llamada entrante mientras apagaba el cigarrillo a medio fumar que aún sostenía.
Silvia, que se había dado cuenta de la finalización de la llamada de Álvaro a Juan, entró en el despacho y ocupó su asiento. Acto seguido desplegó todas las carpetas del día sobre la mesa.