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La habitación de la muchacha estaba tal y como la había dejado ella misma la tarde del 4 de junio, cuando salió con una amiga a las fiestas del pueblo. Su madre no quiso tocar nada; quería conservar intacto el recuerdo de su hija. Encima de la cama tenía la muñeca de trapo que le había traído el ratoncito Pérez el día que mudó su primer diente. En la pared, el cuadro de los labios de Marilyn Monroe coloreados al estilo Andy Warhol. En la mesita de noche, el despertador con la figura del pájaro loco que repiqueteaba cada mañana a las ocho en punto para que se levantara y fuese al colegio. Cuatro folios con dibujos hechos cuando contaba diez años, coloreados con las acuarelas que le regaló su padre Marcos López. Las cortinas estaban echadas.
—Es para conservar el olor de mi hija —dijo Lucía antes de romper a llorar.
—¿Sabe usted si salía con algún chico? —preguntó el inspector mientras el oficial Santos miraba un teléfono móvil que había encima del tocador.
—Que nosotros sepamos no —respondió Marcos abrazando a su mujer—. Lo siento —se excusó—, no soportamos ver la habitación vacía.
—No se preocupe, nos hacemos cargo —repuso Eugenio—. No estaremos mucho rato. Solo buscamos encontrar al asesino de su hija —anunció torpemente.
—Sandra no salía con ningún chico —respondió Lucía a la pregunta del experimentado agente—, sus preferencias sexuales iban por otros derroteros —aseveró ante la callada mirada de su marido.
La mueca en la cara de todos la obligó a aclarar:
—Sí, así es, no me importa decirlo… a Sandra le gustaban las mujeres.
Los dos policías de Madrid y las secretarias judiciales guardaron silencio. El oficial Santos Escobar miró a su superior con un gesto de incomodidad y las enviadas del juzgado salieron al pasillo pensando que su trabajo había acabado.
—Entonces ¿no había ningún chico que le fuera detrás? —insistió el fogueado inspector de policía—. Aunque su hija tuviera una orientación sexual bien definida, no quita que algún compañero de clase o vecino del pueblo la pretendiera.
Lucía arrugó la frente.
—Tengo entendido que su hija era muy guapa —puntualizó Montoro.
«Como la madre», pensó.
—No lo sabemos, agente —respondió el padre y marido, observando al oficial que toqueteaba el móvil de su hija—. Es de Sandra —afirmó—, lo devolvió el jefe de la policía local junto con sus pertenencias halladas al lado de su cadáver.
Lucía volvió a sollozar.
—Lo siento —se disculpó.
—Es de tarjeta —observó Santos—. A través de la compañía telefónica podremos sacar las llamadas enviadas y las recibidas durante un periodo bastante amplio de tiempo.
—¿Está seguro de eso? —preguntó una de las secretarias judiciales.
—Sí. Las operadoras de telefonía tienen la obligación de almacenar en sus ordenadores las llamadas realizadas por sus abonados al menos durante seis meses. ¿Tienen algún inconveniente en que nos lo llevemos? —preguntó al matrimonio, que permanecía abrazado y desolado.
—Necesitan un mandamiento del juez —afirmó una secretaria.
—No es necesario si existe autorización expresa de los padres —dijo el policía, viendo que las enviadas del juzgado pondrían reparos.
Tanto Marcos como su mujer Lucía asintieron con la cabeza. En aquella habitación no había nada que permitiera avanzar en la investigación del asesinato de su hija, pero el teléfono podría apretar los pasos hacia su violador y asesino. Nunca hubieran pensado en esa posibilidad.
Se marcharon de casa de los López. Su trabajo allí había terminado, de momento. «¿Cómo pudieron dejar escapar una prueba tan importante como la del teléfono móvil?», pensó el inspector, afianzado en la idea de que el jefe de la policía local era un inútil. César Salamanca, lejos de ayudar en la búsqueda del asesino, lo que hacía era entorpecer. Era de vital importancia extraer las últimas llamadas que hizo y recibió Sandra, posiblemente habló con alguien antes de ser asesinada, una llamada de socorro, quién sabe. Eugenio llamaría al juez de Santa Susana y le solicitaría por escrito, como mandaba el protocolo, la intervención del teléfono móvil. En poco tiempo, según la celeridad de la compañía telefónica, tendrían el listado de llamadas, los números y hasta el tiempo de conversación. Posiblemente la resolución del caso se encontrara dentro de ese teléfono móvil. César Salamanca, el panzudo policía local, no habría pensado que eso se pudiera hacer y para Eugenio sería una buena muestra de destreza policial.