26

—Hola, ¿cómo estás? —Álvaro saludó a la que había sido su compañera durante los últimos quince años y que ahora parecía una extraña. Los dos se conocían desde que eran adolescentes y frecuentaban la misma pandilla de amigos. Ambos iban al bar Oasis, donde trabajaba de camarero César Salamanca. Fue allí donde Álvaro se había enamorado de ella nada más verla.

—¡Álvaro! —exclamó Rosa visiblemente afectada—. Esperaba ansiosa tu llamada. ¿Cómo estás? ¿Necesitas algo? ¿Cuándo vendrás a casa?

—No pareces sorprendida… ¿Esperabas mi llamada? —preguntó Álvaro con calma.

—No, lo que ocurre es que no sabía dónde parabas, solo estaba preocupada por ti. ¿Cómo te encuentras? —Rosa evitó hablar del asesinato de Sandra y de la inculpación de su marido. Eso era secundario por el momento. Después de todo, seguía queriendo a su marido; aunque no estaba del todo segura de su inocencia.

—Estoy confuso —se sinceró él—. ¿Crees que maté a esa chica? —preguntó, convencido de que su esposa no iba a ser clara en la respuesta.

—Confío en ti, pero las pruebas que tiene César son irrefutables… —respondió con una frase sacada de una película de cine negro de los años treinta.

Temía ese argumento por parte de su mujer. «Me fío de ti, pero es que la cosa está clara». Lo había visto cientos de veces en las series televisivas, el inocente que es inculpado con pruebas falsas y sus allegados que no le creen por haber indicios muy claros de su delito. Lo que prima en casos así es la predisposición que tienen esas personas a la hora de etiquetar la actitud de alguien. Los envidiosos dirán: claro, es normal, ya me extrañaba a mí; ese algo ocultaba, es imposible que pudiera ser tan feliz con su familia. La gente de Roquesas de Mar estaba deseando la inculpación de un ciudadano como Álvaro Alsina, uno de los suyos, uno que nunca había pasado penurias económicas, que vivía en la mejor urbanización del pueblo, exitoso con las mujeres, casado con la bella Rosa Pérez Ramos, amigo del jefe de policía, que desayunaba con el director del banco más importante de Santa Susana. Y como lo tenía todo, encima se tiraba a la chiquilla más guapa de Roquesas, la espléndida Sandra López, la bonita adolescente de los sueños de cualquier cuarentón venido a menos. Esas dianas en la espalda de los individuos son lo que hacen vulnerable al ser humano y encarnan los instintos más primitivos. Convencer a los vecinos sobre la culpabilidad de uno de ellos es sencillo, la sociedad juzga a sus miembros por anticipado.

—¿Pruebas? —repitió Álvaro, en un intento de demostrar su inocencia—. ¿A un trozo de tela le llamas prueba para una acusación tan grave? Sabes de sobra que la camisa me la rompí ayer por la noche y que la desaparición de Sandra ocurrió hace más de una semana —Álvaro estaba fuera de sí.

No era habitual en él, pero esa situación se le estaba escapando de las manos. Había pasado de la fase de incredulidad a la de desconfianza. Su querida consorte, la persona que siempre le había servido de apoyo en épocas de abatimiento a causa de asuntos laborales, esa comprensiva compañera, que lo había alentado a continuar con numerosos proyectos empresariales que de otra forma hubiera dejado a medias, era la misma mujer que ahora sospechaba de él. Álvaro estaba elevando el tono de voz, visiblemente enfurecido, por la situación tan absurda en que se encontraba.

«Quizá Rosa no tenga culpa de nada», pensó para tranquilizarse.

—Salamanca dice que la hija de los López murió hace menos de veinticuatro horas —argumentó su mujer—, y tu camisa se rasgó ayer por la noche, es decir, dentro de ese plazo. Ya sé que la prueba que aporta tiene poco peso, pero…

—¿Pero qué? —replicó Álvaro—. ¿Después de los años que llevamos juntos desconfías de mí? ¿Cómo has sido capaz de entregarle la camisa a César? Yo siempre he estado contigo en todo, he sido sincero y nunca te oculté nada.

—¡Excepto lo de Elvira! —lo cortó Rosa con un grito.

Durante unos segundos que parecieron siglos hubo un silencio incómodo para ambos. Álvaro creía que Rosa no sabía nada de su desliz con Elvira Torres Bello, la compañera de trabajo de su mujer, con la que mantenía una relación imposible. Pero Rosa siempre había estado al corriente del asunto, aunque había callado para no destrozar la familiar. Álvaro optó por pasar al ataque:

—Tú también estuviste enrollada con Pedro Montero, el médico que te operó la nariz. Y yo me callé, ¿sabes?, aguanté los cuernos con dignidad. Nunca dije nada, ni siquiera aquellas noches que me decías que tenías turno y te ibas a casa de él, a retozar como una perra en celo.

—Por lo menos lo hacía en su casa —chilló Rosa, rozando la afonía—. Pero tú lo hiciste en nuestra cama, Álvaro, en nuestro salón, en el sofá donde nuestros hijos ven la televisión.

—¿Por qué no me lo dijiste? Podríamos haber hablado sobre ello, sabes que yo siempre estoy abierto al diálogo.

—¿Cómo ahora? —preguntó Rosa casi sin voz.

—Está bien, esto no lo podemos tratar por teléfono. Me acerco un momento a casa y hablamos…, ¿te parece? —sugirió en un intento de arreglar las cosas de la mejor manera posible.

Desde luego, pensó, no era el momento de sacar a relucir las infidelidades de ambos, ahora que se estaba cuestionando una violación y un asesinato de una menor de edad. Debía calmarse. Lo primero era demostrar su inocencia. Luego ya vendrían las relaciones familiares.

—¡Ahora no, Álvaro! Ya te avisaré cuando puedas venir o ya quedaremos en algún sitio público —sugirió su mujer, dando muestras de una desconfianza total. Estaba claro que no quería verlo a solas—. Hay algo más —continuó—. Irene, te vio hace unos meses con Sandra López. Os oyó en la habitación de invitados. Nuestra hija os oyó a ti y a la hija de los López haciendo el amor.

—¡Eso no puede ser! —gritó él—. ¿Cómo puedes pensar, siquiera, que sea capaz de follar con una niña de dieciséis años? ¡Dios mío, Rosa! Ella tenía la edad de nuestra hija. Te han comido el coco… ¿Quién ha sido? ¿César? ¿Pedro Montero? ¿Tal vez el cirujano que te sodomiza cada vez que quiere, o tu madre, esa bruja amargada, te han puesto en mi contra…? —Álvaro hablaba fuera de sí, había perdido completamente los papeles y el respeto que siempre había profesado a su mujer.

«Debo tranquilizarme —pensó—. Lo que mi hija oyó eran los gemidos de Sonia, la anterior sirvienta, y debió de creer que era Sandra y se lo contó a mi mujer. La única solución que me queda es explicar la verdad, no tengo otra alternativa», recapacitó en un intento de quemar los últimos cartuchos para salvarse de la acusación de asesinato, y lo más importante: salvar a su familia.

—Rosa —le dijo—, sí que estuve aquel día en la habitación de invitados. Tiene razón nuestra hija, pero no era Sandra López la chica que me acompañaba.

—Venga, Álvaro, no vengas con esas. Es la peor excusa que podías buscar —vociferó su mujer—, ahora me dirás que era Elvira. Pues no vale esa justificación, ya me ha dicho nuestra hija que aquel día Elvira no vino a casa.

—No —la interrumpió—, tienes que creerme, con quien mantuve un romance fue con Sonia, la argentina. Las voces que oyó Irene eran las de la anterior sirvienta.

—¿La chacha? ¡Ja! Eso no te lo crees tú ni borracho. Venga, Álvaro, no seas crío. Una cosa es que soñaras o tuvieras la intención de acostarte con esa escultural mujer y otra bien distinta es que lo hicieras.

Rosa Pérez no dudaba de la relación de su marido con la doctora Elvira Torres, una buena compañera de trabajo. Elvira no era muy agraciada, pero se cuidaba físicamente, le gustaba caminar mucho y a pesar de no tener unas facciones hermosas, su imponente físico unido a su carácter encantador habían hecho que el presidente de Safertine se «enganchara» con ella. Se quedó pillado el día que coincidió con ella en una caminata matinal de dos horas, para regular el peso y hacer algo de deporte. Aquella vez hablaron mucho y conectaron enseguida.

Algunas tardes venía antes del trabajo y quedaba en casa con ella y charlaban hasta que llegaba su mujer, entonces decían que acababan de llegar y Elvira se quedaba a cenar con la joven pareja. Durante el día se telefoneaban varias veces con la excusa de comentar cualquier tontería. Lo de Sonia fue sexo, pero lo de Elvira… eso fue amor.

—Entonces —siguió rebatiendo Álvaro en una huida desesperada hacia delante. Lo importante era disipar las sospechas de que él fuera el asesino de la hija de los López—, si piensas que una mujer así no se puede enamorar de mí, cómo es posible que lo haga una belleza como la hija de los López. ¿Acaso crees, de verdad, que se puede colar por mí una quinceañera?

—¿Una belleza, has dicho? ¿Ves, Álvaro?, te has referido a una niña, que podía ser tu hija, como una belleza. No me negarás que entre esa muchacha y tú había algo más que amistad.

—Esta conversación es absurda, Rosa. Estamos hablando por no callar, cuando creas en mi inocencia me llamas —repuso Álvaro antes de colgar sin más.

La situación era realmente crítica. «No debería haber mantenido aquella relación con la bella Sonia —pensó Álvaro mientras encendía un cigarrillo—. Fue un error, pero ahora es tarde para arrepentirse. Evidentemente, Elvira se enterará del devaneo con la sirvienta, lo que hará que rompamos nuestra excelente relación. Cuando tenga un momento la llamaré, ella seguro que me comprenderá», reflexionó mientras marcaba el número del móvil de su hijo Javier. No quería que el menor de sus retoños pensara que su padre era un monstruo. Quería hablar con él para tranquilizarlo. Sabía que Rosa no lo iba a utilizar como arma arrojadiza en contra de su padre, pero era posible que ni siquiera supiera nada de lo ocurrido. «De todas formas —se dijo—, qué complicado es hablar de todo esto por teléfono».