Capítulo 22

Capítulo 22

Carella abandonó la comisaría a las seis y media en punto. Havilland aún no había regresado de cenar, pero él no podía esperar ni un minuto más. No quería dejar sola a Teddy en el apartamento, sobre todo después de la estupidez cometida por Savage.

En su coche, se dirigió a toda velocidad hacia Riverhead. Hizo caso omiso de semáforos y señales de stop que le impedían avanzar rápido. Hizo caso omiso de todo. En su mente sólo había un pensamiento; y ese pensamiento incluía a un hombre con una pistola del 45 y a una joven sin habla.

Cuando frenó delante del edificio en que Teddy vivía, alzó la vista hacia la ventana de su apartamento. Las persianas no estaban bajadas. El apartamento parecía muy tranquilo. Comenzó a respirar con algo más de tranquilidad y entró en el edificio. Subió las escaleras mientras su corazón palpitaba descontrolado. Sabía que no tenía por qué estar alarmado, pero no podía apartar de su mente la persistente sensación de que la columna escrita por Savage había invitado al peligro para Teddy.

Se detuvo al llegar delante de la puerta. Hasta él llegó el sonido de lo que parecía ser la radio, en el interior del apartamento. Agarró el pomo de la puerta. Como hacía siempre, lo hizo girar a un lado y al otro varias veces, esperando oír los pasos de Teddy; sabía que ella abriría en cuanto viera la señal.

Oyó el ruido de una silla al ser movida y luego a alguien que gritaba:

—¡Maldita zorra! ¿Por qué ha hecho eso?

Su cerebro se despertó. Sacó el revólver del 38 y, con la otra mano, abrió la puerta.

El hombre se volvió.

—¡Usted…! —gritó, y la pistola del 45 se agitó en su mano.

Carella disparó hacia abajo, lanzándose al suelo en el momento de entrar en el apartamento. Sus dos primeros disparos alcanzaron al hombre en el muslo. El asesino cayó hacia adelante y la pistola del 45 se escapó de su mano. Carella amartilló el revólver del 38, y esperó.

—¡Maldito hijo de puta! —dijo el hombre, desde el suelo—. ¡Maldito hijo de puta!

Carella se incorporó. Recogió la pistola del 45 y se la metió en un bolsillo.

—¡Levántate! —ordenó—. ¿Estás bien, Teddy?

Ella asintió. Respiraba con agitación mientras miraba al hombre que seguía tendido en el suelo.

—Gracias por el aviso —dijo Carella. Se volvió hacia el hombre—. ¡Levántate!

—No puedo, hijo de puta. ¿Por qué me ha disparado? Por el amor de Dios, ¿por qué ha tenido que hacerlo?

—¿Por qué disparaste tú a esos tres policías?

El hombre no contestó.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Carella.

—Mercer. Paul Mercer.

—¿No te agradan los policías?

—Los adoro.

—Entonces, ¿por qué los matas?

—Supongo que ahora comprobarán mi arma con los datos que ya tienen.

—Exacto —dijo Carella—. No tienes escapatoria, Mercer.

—Ella me metió en todo este fregado —dijo Mercer e hizo una mueca de dolor—. Ella es la verdadera asesina. Yo me limité a apretar el gatillo. Ella dijo que teníamos que matarle, que era el único camino que teníamos. Nos cargamos a los otros sólo para despistarles, para que creyeran que era obra de un tío que odiaba a los policías. Pero fue idea de ella. ¿Por qué iba a hacer yo semejante cosa, por mí mismo?

—¿Idea de quién? —preguntó Carella.

—De Alice —contestó Mercer—. Verá… Queríamos que todos pensaran que se trataba de un tío que odiaba a los policías. Queríamos…

—Idea de ella… —murmuró Carella.

Cuando condujeron a Alice Bush a la comisaría, iba vestida con un discreto traje gris. Se sentó en el Departamento de Detectives y cruzó las piernas.

—¿Tienes un cigarrillo, Steve? —preguntó.

Carella le dio uno. Pero no se lo encendió. Alice permaneció sentada con el cigarrillo colgando entre sus labios hasta que fue evidente que tendría que encendérselo ella.

Con absoluta tranquilidad, prendió una cerilla.

—¿Qué sucedió? —preguntó Carella.

—¿Qué sucedió? —repitió Alice, con un encogimiento de hombros—. Todo ha terminado, ¿verdad?

—Debiste odiarle con toda tu alma; a muerte.

—Tú eres quien dirige —dijo Alice—. Yo soy sólo la estrella.

—¡No te burles, Alice! —exigió Carella, furioso—. ¡Jamás he golpeado a una mujer, pero te juro por Dios…!

—Relájate —le aconsejó ella—. Todo ha terminado. Tendrás tu estrella dorada y luego…

—Alice…

—¿Qué demonios quieres que haga, derrumbarme y estallar en llanto? Yo le odiaba, ¿me comprendes? Odiaba sus manos, grandes y sobonas, odiaba su estúpido pelo rojo, odiaba todo lo relacionado con él, ¿me comprendes?

—Mercer me ha dicho que pediste el divorcio a Hank. ¿Es eso verdad?

—No, nunca se lo pedí. Hank jamás me lo hubiera concedido.

—¿Por qué no le diste una oportunidad?

—¿Por qué? ¿Acaso él me dio alguna oportunidad a mí? ¿Encerrada en ese maldito apartamento, esperando que acabara de investigar algún robo, una pelea o un asalto? ¿Qué clase de vida es ésa para una mujer?

—Tú sabías que era policía cuando te casaste con él.

Alice no respondió.

—Hubieras debido pedirle el divorcio, Alice. Podrías haberlo intentado al menos.

—Yo no quería el divorcio, maldita sea. ¡Quería verle muerto!

—Bien, ya está muerto. Él y otros dos. Supongo que te sentirás satisfecha.

De súbito, Alice sonrió.

—No estoy demasiado preocupada, Steve.

—¿No?

—En el jurado tiene que haber algunos hombres. —Hizo una pausa—. Y yo gusto a los hombres.

De hecho, hubo ocho hombres en el jurado.

El jurado alcanzó su veredicto en seis minutos exactamente.

Mercer sollozaba mientras el portavoz del jurado leía el veredicto y el juez emitía la sentencia. Alice escuchó al juez con tranquila indiferencia, los hombros echados hacia atrás, la cabeza erguida.

El jurado había encontrado a ambos culpables de asesinato en primer grado, y el juez los sentenciaba a morir en la silla eléctrica.

El 19 de agosto, Stephen Carella y Theodora Franklin escucharon su propia sentencia.

—Si cualquiera de los presentes conoce alguna razón por la cual estas dos personas no deberían unirse legalmente en matrimonio, o puede presentar alguna causa justa por la cual estas dos partes no deberían unirse legalmente, que hable ahora o calle para siempre.

El teniente Byrnes no dijo nada. El detective Hal Willis mantuvo la boca cerrada. El grupito de amigos y parientes observaban la ceremonia con los ojos húmedos.

El oficial del juzgado se volvió hacia Carella.

—¿Toma usted, Stephen Louis Carella, a esta mujer como su legítima esposa para vivir juntos en estado de matrimonio? ¿La amará, honrará y cuidará, como un hombre fiel debe hacerlo, en la salud y la enfermedad, en la prosperidad y en la adversidad, y dejando a todos los demás, permanecerá a su lado hasta que la muerte los separe?

—Sí —dijo Carella—. Sí, lo haré. Sí.

—¿Toma usted, Theodora Franklin, a este hombre como su legítimo esposo para vivir juntos en estado de matrimonio? ¿Le amará, honrará y confortará, como una mujer fiel debe hacerlo, en la salud y en la enfermedad, en la prosperidad y en la adversidad, y dejando a todos los demás, permanecerá a su lado hasta que la muerte los separe?

Teddy asintió con la cabeza.

Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero la sonrisa no se borró de sus labios.

—Y como ambos habéis consentido en este matrimonio, y así lo habéis reconocido ante esta compañía, yo, en virtud de la autoridad que me ha sido conferida por las leyes de este estado, os declaro marido y mujer. Y que Dios bendiga esta unión.

Carella tomó a Teddy entre sus brazos y la besó. El oficial del juzgado sonreía. El teniente Byrnes se aclaró la garganta. Willis alzó la vista hacia el techo. El oficial besó a Teddy cuando Carella se separó de ella. Byrnes también la besó. Willis la besó. Todos los parientes y amigos masculinos se acercaron a besarla.

Carella sonreía con expresión estúpida.

—Vuelve pronto —le dijo Byrnes.

—¿Que vuelva pronto? ¡Me voy de luna de miel, Pete!

—Bueno, de todos modos date prisa. ¿Cómo vamos a dirigir la comisaría sin ti? Eres el único policía en toda la ciudad que tiene el coraje de oponerse a las decisiones del obstinado teniente-detective Byrnes de la…

—¡Oh, váyase al infierno! —exclamó Carella, sonriendo.

Willis le estrechó la mano.

—Buena suerte, Steve. Teddy es una chica maravillosa.

—Gracias, Hal.

Teddy se acercó a él.

Carella la rodeó con sus brazos.

—Bien —dijo—, en marcha.

Salieron juntos de la sala.

Byrnes los miró con añoranza.

—Es un buen policía —murmuró.

—Sí —convino Willis.

—Andando —dijo Byrnes—, veamos qué se está cocinando en la comisaría.

Salieron juntos a la calle.

—Quiero comprar un periódico —dijo Byrnes.

Se detuvo en el puesto de diarios y revistas y compró un ejemplar del periódico en el que Savage trabajaba. Las noticias del juicio habían desaparecido de las primeras páginas. Ahora, las que había eran más importantes. Los titulares decían simplemente:

¡CEDE LA OLA DE CALOR!

¡FELIZ DÍA!