Capítulo 19
Capítulo 19
—He aquí lo que yo llamo un tío guapo —dijo Hal Willis. Este era el único detective realmente pequeño que Carella había conocido nunca. Por supuesto, superaba el requisito de un metro setenta de altura mínima, pero por muy poco. Y, comparado su físico con el de los demás detectives de la división, que era impresionante, parecía más un bailarín que un policía duro. Pero no cabía la menor duda de que lo era. Aunque de huesos ligeros, rostro delgado, y el aspecto de no haber roto un plato en toda su vida dieran esa sensación, cualquiera que se hubiese mezclado con Hal Willis, no deseaba volver a tener tan dudoso placer. Porque Hal Willis era un experto en judo.
Podía estrecharte una mano y romperte el espinazo con el mismo movimiento. Si no ibas con cuidado con Hal Willis, quizá te encontrases sumido en el indescriptible dolor de un «apretón de pulgar». Si eras menos cuidadoso aún, podías salir volando por el aire impulsado por la furia de una «voltereta de rugby» o de «Extremo Oriente», «lanzamiento de tobillo», «yeguas voladoras», «ruedas traseras»… Todo ello formaba parte de la personalidad de Hal Willis, tanto como sus brillantes ojos castaños.
Esos ojos estaban ahora fijos en la fotografía de archivo del FBI que empujó hacia Carella a través del escritorio.
Dicha fotografía mostraba a un hombre que era «un tío guapo» de verdad. Le habían roto la nariz en al menos cuatro sitios. Una cicatriz le recorría la mejilla izquierda. Otra le cubría parcialmente los ojos. Tenía las orejas como coliflores y casi ningún diente. Lo llamaban, por supuesto, Niño Bonito Krajak.
—Es un verdadero muñeco —dijo Carella—. ¿Por qué nos la han enviado?
—Tiene el cabello negro, mide metro ochenta y pesa setenta y cinco kilos. ¿No te gustaría toparte con él una noche oscura y solitaria?
—¿Se encuentra en la ciudad?
—Está en Los Angeles —contestó Willis.
—Entonces, se lo dejaremos a Joe Friday —dijo Carella.
—Fuma otro Chesterfield —contestó Willis—. Es el único cigarrillo que existe con sesenta mil sistemas de redes barredoras en el filtro.
Carella se echó a reír. El teléfono comenzó a sonar. Willis contestó la llamada.
—Comisaría 87 —dijo—. Habla usted con el detective Willis.
Carella alzó la vista.
—¿Qué? —dijo Willis—. Déme la dirección. —Garabateó algo en su libreta—. Retenedle ahí. Ahora mismo vamos para allá.
Colgó el auricular, abrió el cajón del escritorio y sacó el revólver y la pistolera.
—¿Qué ocurre? —preguntó Carella.
—Ha llamado un médico de la calle 35 Norte. En su consulta hay un tío que tiene una herida de bala en el hombro izquierdo.
Un coche patrulla se hallaba aparcado delante del edificio de la calle 35 Norte cuando Carella y Willis llegaron.
—Los novatos nos han ganado por la mano —dijo Willis.
—Suponiendo que lo hayan cogido —contestó Carella como si estuviese rezando.
En la puerta había un aviso que decía: «EL DOCTOR ESTÁ DENTRO. LLAME AL TIMBRE Y TOME ASIENTO, POR FAVOR».
—¿Dónde? —preguntó Willis—. ¿En la escalera?
Llamaron al timbre, alguien abrió la puerta y entraron en el consultorio médico, que se encontraba situado al nivel de la calle. Sentado en un amplio sofá, un policía leía un ejemplar del Esquire. Cuando los detectives entraron, cerró la revista y se presentó:
—Soy el agente Curtis, señor.
—¿Dónde está el médico? —preguntó Carella.
—Dentro, señor. Country le está haciendo unas preguntas.
—¿Quién es Country?
—Mi compañero, señor.
—Vamos —dijo Willis.
Él y Carella entraron en el despacho del médico. Country, un muchacho alto y delgaducho, que tenía una espesa mata de cabello negro, se puso en posición de firmes cuando ellos entraron.
—Adiós, Country —dijo Willis secamente.
El policía se dirigió hacia la puerta y salió del despacho.
—¿El doctor Russell? —preguntó Willis.
—Sí —contestó el médico.
Era un hombre de unos cincuenta años, con un cabello gris plateado que desmentía su edad. De hombros anchos, se mantenía erguido como un poste de teléfonos y se le veía inmaculado con su bata blanca. Era un hombre bien parecido y producía la impresión de ser muy competente. En cuanto a Carella se refería, el hombre podría haber sido un carnicero, pero hubiese confiado en él para que le sacara el corazón.
—¿Dónde está ese hombre?
—Se ha ido —respondió el doctor Russell.
—¿Cómo…?
—Llamé en cuanto reparé en la herida que tenía. Salí discretamente de mi despacho y llamé a la policía. Cuando regresé, el desconocido se había marchado.
—¡Mierda! —exclamó Willis—. ¿Quiere contarnos la historia desde el principio, doctor?
—Con mucho gusto. Él llegó…, veamos, hace menos de veinte minutos. La consulta estaba vacía, algo poco frecuente a esta hora del día, pero me imagino que las personas que sufren molestias menores prefieren curárselas a orillas del mar. —Esbozó una breve sonrisa—. Me dijo que se había herido mientras limpiaba su rifle de caza. Le hice pasar a la sala de reconocimiento (que es esta sala, caballeros), y le pedí que se quitara la camisa. Él lo hizo así.
—¿Qué pasó luego?
—Examiné la herida. Le pregunté cuándo había tenido el accidente. Me contestó que esta misma mañana. En el acto supe que mentía. La herida que yo estaba examinando no era reciente. Estaba muy infectada. En ese momento me acordé de las noticias aparecidas en los periódicos.
—¿Sobre el asesino de los policías?
—Sí. Recordé haber leído algo acerca de un sujeto que había sido herido por encima de la cintura con un arma de fuego. Fue en ese instante cuando me excusé y salí a telefonearles.
—¿Y era una herida de bala?
—Sin duda. Había sido curada, pero de una forma burda. No llegué a examinarla con detalle, ustedes me comprenderán, porque me apresuré en salir de la consulta para llamarles. Pero tengo la impresión de que empleó yodo para desinfectarla.
—¿Yodo?
—Sí.
—Pero, aun así, ¿estaba infectada?
—Oh, no cabe la menor duda. Tarde o temprano, ese hombre tendrá que buscar otro médico.
—¿Cómo era?
—Bueno, ¿por dónde debo empezar?
—¿Qué edad tenía?
—Treinta y cinco años, más o menos.
—¿Estatura?
—Yo diría que algo más de metro ochenta.
—¿Peso?
—Unos ochenta kilos.
—¿Cabello negro? —preguntó Willis.
—Sí.
—¿Color de los ojos?
—Castaños.
—¿Cicatrices, marcas de nacimiento? Cualquier característica que nos ayude a identificarle.
—Tenía unos feos arañazos en el rostro.
—¿Tocó algo de este despacho?
—No… Espere, sí.
—¿Qué?
—Hice que se sentara en la camilla. Cuando comencé a tocarle la herida, dio un respingo y se agarró en las estriberas que hay en cada lado.
—Ésta puede ser nuestra oportunidad, Hal —afirmó Carella.
—Caray, puede que sí. ¿Cómo iba vestido, doctor Russell?
—De negro.
—¿Llevaba un traje negro?
—Sí.
—¿De qué color era la camisa?
—Blanca. Estaba manchada en el sitio de la herida.
—¿Corbata?
—A rayas. Dorada y negra.
—¿Alfiler de corbata?
—Sí. Con un dibujo.
—¿De qué clase?
—¿Una corneta? O algo así.
—¿Trompeta, cuerno de caza, cuerno de la abundancia?
—No lo sé. No podría identificarlo con seguridad. Sólo lo recuerdo porque era un broche poco corriente. Lo vi cuando se estaba quitando la camisa.
—¿De qué color eran los zapatos?
—Negros.
—¿Iba bien afeitado?
—Sí. ¿Se refiere a si llevaba barba?
—Sí.
—Bueno, entonces sí, iba bien afeitado. Pero necesitaba otro rasurado.
—¡Hum! ¿Llevaba algún anillo?
—Ninguno que yo haya podido ver.
—¿Camiseta?
—No llevaba camiseta.
—No puedo decir que le culpe, con este calor. ¿Puedo hacer una llamada, doctor?
—Adelante, por favor. ¿Cree que se trata del hombre que están buscando?
—Espero que sí —dijo Willis—. Dios, espero que sí.
Cuando un hombre está nervioso, transpira, aun cuando la temperatura no supere los veinticinco grados. Hay glándulas sudoríparas en los dedos, y el líquido que segregan contienen 98,5% de agua y de 0,5 a 1,5% de materia sólida. Ésta se descompone en una tercera parte de materia inorgánica —fundamentalmente sal— y dos terceras partes de sustancias orgánicas, como urea, albúmina y ácidos fórmico, acético y butírico. El polvo, la suciedad y la grasa se adhieren a la secreción que se produce en las puntas de los dedos.
La transpiración, mezclada con cualquier sustancia que se le pueda adherir en ese momento, deja una impresión pelicular en cualquier superficie que el hombre toque con los dedos.
El sospechoso había tocado la suave superficie cromada de la estribera que había en la consulta del doctor Russell.
Los técnicos del laboratorio espolvorearon las huellas dactilares. El exceso de polvo cayó sobre una hoja de papel. Las huellas fueron cepilladas ligeramente con una pluma de avestruz. Luego las fotografiaron.
Había dos buenas huellas de los pulgares, una de cada mano cuando el sospechoso se aferró a las estriberas Asimismo había dos buenas huellas de la segunda articulación de cada mano en la zona inferior de las estriberas.
Las huellas fueron enviadas al Departamento de Identificación. Se realizó una búsqueda exhaustiva en el archivo. Pero la búsqueda resultó estéril y las huellas fueron enviadas al FBI, mientras los detectives se sentaban a esperar los resultados.
Entretanto, un dibujante de la policía fue a ver al doctor Russell. Escuchando la descripción que el médico hacía, comenzó a dibujar un retrato robot del sospechoso. Introducía cambios en el boceto a medida que el doctor Russell se los sugería —«No, la nariz es un poco más larga; sí, así está mejor. Trate de dibujar una pequeña curva en el labio, sí, sí, eso es»—, hasta que, por fin, obtuvieron un dibujo que respondía fielmente a lo que el doctor Russell recordaba del sospechoso. El dibujo fue enviado a todos los periódicos y a todas las emisoras de televisión de la zona, junto a una descripción verbal del hombre que estaban buscando.
Entretanto, los detectives esperaron el informe del FBI. Al día siguiente continuaban esperando.
Willis miraba el dibujo que había aparecido en la primera página de uno de los diarios matutinos.
El titular rezaba:
¿HA VISTO A ESTE HOMBRE?
—No es mal parecido —observó Willis.
—Niño Bonito Krajak —murmuró Carella.
—No, hablo en serio.
—Tal vez sea bien parecido, pero es un hijo de puta —dijo Carella—. Espero que se le caiga el brazo a pedazos.
—No sería raro que le ocurriera eso —dijo Willis, secamente.
—¿Dónde demonios está ese informe del FBI? —preguntó Carella furioso. Se había pasado toda la mañana contestando llamadas de personas que afirmaban haber visto al asesino. Por supuesto, todas las llamadas, tenían que ser investigadas, pero, hasta ese momento, al sospechoso lo habían visto por toda la ciudad a la misma hora—. Pensé que esos detectives federales eran rápidos.
—Y lo son —repuso Willis.
—Voy a hablar con el teniente.
—Adelante —dijo Willis.
Carella se dirigió al despacho del teniente. Llamó a la puerta.
—Pase —autorizó Byrnes.
Éste se hallaba sentado, hablando por teléfono. Hizo señas a Carella de que esperara. Luego asintió con la cabeza.
—Pero Harriet —dijo suave—, no veo que eso tenga nada de malo.
Escuchó, paciente.
Carella se acercó a la ventana y miró en dirección al parque.
—No, no veo ninguna razón para que…
«El matrimonio —pensó Carella. Y luego pensó en Teddy—. Con nosotros, será diferente».
—Harriet, deja que se marche —dijo Byrnes—. Es un buen chico y no se meterá en problemas, estoy seguro. Escucha, te doy mi palabra. Por el amor de Dios, sólo es un parque de atracciones.
Byrnes suspiró con expresión de paciencia.
—De acuerdo, entonces. —Escuchó lo que le decían—. Aún no lo sé con seguridad, cariño. Estamos esperando un informe del FBI. Si decido ir a casa, te llamaré antes. No, nada especial. De todos modos, hace demasiado calor para comer. Sí, cariño, adiós.
Colgó. Carella se alejó de la ventana.
—¡Mujeres! —exclamó Byrnes, aunque no de mala gana—. Mi hijo quiere ir a Jollyland con algunos amigos esta noche. Pero mi esposa piensa que no es prudente ir. No comprende por qué quiere ir a mediados de semana. Dice que ha leído en los periódicos un montón de historias sobre grupos de muchachos que se enzarzan en violentas peleas en esos sitios. Por todos los santos, sólo es un parque de atracciones. El chico tiene diecisiete años.
Carella asintió.
—Si uno les vigila todo el día, se sienten como prisioneros. Muy bien, ¿cuáles son las probabilidades de que haya una pelea en un lugar de esos? Larry sabe bastante bien cómo evitar los problemas. Es un buen chico. Tú le conoces, ¿verdad, Steve?
—Sí, y me parece un chico bastante sensato.
—Eso es precisamente lo que le he dicho a Harriet. Ah, ¡qué diablos! Las mujeres nunca acaban de cortar el cordón umbilical. Una mujer nos cría y luego, cuando ya estamos maduros, caemos de nuevo en manos de otra.
Carella sonrió.
—Es una conspiración —comentó en tono jocoso.
—A veces creo que sí —dijo Byrnes—. Pero ¿qué haríamos sin ellas? —Sacudió la cabeza tristemente, era un hombre atrapado por una estructura social.
—¿Hay alguna novedad de los federales? —preguntó Carella.
—No, aún no. Dios, no hago más que rezar para tener un descanso.
—¡Hum!
—Nos lo merecemos, ¿no crees? —preguntó Byrnes—. Hemos trabajado con ahínco en este caso. Nos merecemos un descanso —repitió.
Alguien llamó a la puerta.
—Pase —dijo Byrnes.
Willis entró en el despacho, llevaba un sobre en la mano.
—Esto acaba de llegar, señor —dijo.
—¿Del FBI?
—Sí.
Byrnes cogió el sobre. Lo abrió rápidamente y sacó una hoja del interior.
—¡Mierda! —exclamó—. ¡Maldita sea!
—¿Malas noticias?
—¡No tienen nada en absoluto de ese sujeto! —gritó Byrnes—. ¡Maldita sea! ¡Puñetera mala suerte!
—¿Ni siquiera huellas de su servicio militar?
—Nada. Es probable que ese hijo de puta fuera declarado no apto para el servicio.
—Lo sabemos todo sobre ese individuo —dijo Willis con vehemencia, mientras paseaba por el despacho—. ¡Conocemos su aspecto, su estatura, su peso, su grupo sanguíneo, cuándo se cortó el pelo por última vez, el tamaño de su abertura anal! —Se golpeó la palma de la mano con el puño—. ¡Lo único que ignoramos es de quién demonios se trata! ¿Quién es, maldita sea, quién es ese tiparraco?
Ni Carella ni Byrnes pudieron responder a esa pregunta.
Esa noche, un muchacho llamado Miguel Aretta fue llevado al Tribunal de Menores. La policía lo había detenido porque era uno de los chicos que no estaban durante la redada de los Grovers. A la policía no le llevó mucho tiempo averiguar que Miguel había sido el autor del disparo contra Bert Kling.
Llevaba un arma de fabricación casera la noche en que Kling fue herido. Cuando uno de los Grovers, llamado Rafael Rip Desanga, informó al resto de la pandilla que un tío listo había estado haciendo preguntas, Miguel fue con ellos para darle una lección.
Según su declaración, el tío listo —o la persona que ellos imaginaron que era el tío listo—, sacó un arma cuando estaba fuera del bar. Miguel hizo lo mismo con la pistola casera que llevaba en el bolsillo y le disparó.
Por supuesto, Bert Kling no era el tío listo que ellos buscaban. Resultó ser nada menos que un policía. De modo que ahora Miguel Aretta se encontraba en el Tribunal de Menores, y la gente que trabajaba allí intentaba comprender qué le había llevado a apretar el gatillo con el fin de presentar adecuadamente el caso cuando fuese juzgado en el Tribunal.
Miguel Aretta tenía quince años. Podía alegar que no sabía lo que hacía.
El verdadero tío listo —un periodista llamado Cliff Savage— contaba treinta y siete años, y él sí tendría que saber lo que hacía.
Pero no lo sabía.