Capítulo 8

Capítulo 8

La noche que asesinaron a David Foster, un descuidado chucho que buscaba comida en los cubos de la basura hizo una pausa lo bastante larga como para ensuciar la acera. El perro había sido descuidado, sin duda, y un ser humano había sido igualmente descuidado y había un trozo de huella de tacón sobre la que los muchachos del laboratorio estaban trabajando, debido exclusivamente a esta combinación de descuidos.

Los muchachos del laboratorio lo examinaron con bastante desagrado.

La huella fue fotografiada en el acto, no porque a los muchachos les gustara jugar con las cámaras, sino sencillamente porque sabían que, con frecuencia, se producían accidentes al hacer un molde. La huella del tacón fue colocada sobre una cartulina graduada en centímetros. La cámara, sostenida encima de la huella con un trípode reversible y con la lente paralela a la huella para evitar una perspectiva falsa, se disparó alegremente. Satisfechos por el hecho de que la huella del tacón quedase preservada para la posteridad —al menos, fotográficamente—, los muchachos del laboratorio se dedicaron a la menos antiséptica tarea de hacer el molde.

Uno de ellos procedió a llenar una copa de goma con medio litro de agua. Luego, vertió yeso de París en el agua, cuidando de no removerla, y dejó que se depositara en el fondo del recipiente. Continuó añadiendo el yeso hasta que el agua ya no pudo absorberlo más, hasta que hubo vertido casi 250 grs dentro de la taza. Luego, llevó la taza hasta donde se encontraba otro de los muchachos preparando la huella para hacer el molde.

Como la huella se hallaba impresa en un material blando, fue rociada primero con laca y luego con una fina capa de aceite. La mezcla de yeso de París fue agitada y luego aplicada cuidadosamente a la huella preparada. Se la aplicó con una cuchara y en pequeñas porciones. Cuando la huella estuvo cubierta con un grosor de aproximadamente un centímetro, los muchachos esparcieron trozos de cordel y astillas de madera para reforzar el yeso, procurando que los restos no tocaran el fondo de la huella y destruyeran sus detalles. Luego, procedieron a aplicar otra capa de yeso a la huella y dejaron que el molde se endureciera. De vez en cuando, tocaban el yeso, y controlaban su calor; sabían que el calor significaba que el molde se estaba endureciendo.

Como sólo había una huella, y como ni se trataba de una huella completa, y puesto que era imposible conseguir una Imagen Móvil de esta única huella, y puesto que la fórmula

una fórmula destinada a aportar un cuadro completo de la forma de caminar de un hombre en términos de longitud del paso, amplitud del paso, longitud del pie izquierdo, del pie derecho, amplitud máxima del pie izquierdo, del pie derecho, desgaste del tacón y de la suela; considerando que la fórmula no podía ser aplicada a una sola huella, los muchachos del laboratorio hicieron todo cuanto pudieron con lo que tenían a mano.

Y, después de un cuidadoso estudio, decidieron que el tacón estaba muy gastado en el borde exterior, una peculiaridad que les indicó que el hombre a quien pertenecía ese tacón caminaba con un andar similar al de un pato. Decidieron, asimismo, que el tacón no era el que correspondía originalmente al zapato, que era un tacón de goma que había sido colocado durante una reparación y que el tercer clavo del lado del enfranque del tacón, sobre la izquierda, había sido doblado al aplicar el nuevo tacón.

Y —muy casualmente si la huella del tacón había sido dejada por el asesino—, el tacón presentaba la nítidamente estampada marca de fábrica «O’Sullivan», y todo el mundo sabe que O’Sullivan es el Tacón Número Uno de Norteamérica.

El chiste era muy viejo. Los muchachos del laboratorio no se rieron en absoluto.

Los periódicos tampoco se reían demasiado.

Los periódicos se tomaban muy en serio el tema de los policías asesinados. Dos matutinos, exhibiendo una notable versatilidad para titular el mismo incidente, informaron respectivamente de la muerte de David Foster con las palabras:

SEGUNDO POLICÍA ASESINADO y ASESINO MATA A OTRO POLICÍA.

El periódico vespertino, un diario sensacionalista que tenía dificultades financieras y se veía obligado a no quedarse atrás con respecto a los periódicos matutinos, anunciaba a toda página:

UN ASESINO VAGA POR LAS CALLES

Y entonces, debido a que este periódico competía por la circulación de sus ejemplares, y debido a que este periódico se había esmerado en «exponer» cualquier episodio que concitara la atención del público en ese momento —cualquier cosa, desde Daniel Boone hasta ropa interior para el invierno, cualquier cosa que les permitiese una libre circulación en el carro de los ganadores—, ese día su primera página exhibía un titular a toda página en caracteres rojos que exclamaba «La jungla policíaca: Qué sucede en nuestras comisarías», y luego, en tipos más pequeños y blancos contra fondo rojo, «Ver el artículo de Murray Schneider, página 4».

Y cualquiera que tuviese estómago para abrirse paso a través de las tres primeras páginas de liberalismo con fotografías de bellezas femeninas semidesnudas y con pechos enormes, descubría en la página 4 que Murray Schneider culpaba de las muertes de Mike Reardon y David Foster a la «corrupción de nuestra asquerosa Gestapo».

En la corrupta sala de reunión de la asquerosa Comisaría 87, dos detectives llamados Steve Carella y Hank Bush permanecían sentados detrás de un inmundo escritorio y examinaban numerosas fichas que sus igualmente corruptos compañeros habían traído del archivo de Condenas.

—A ver qué te parece esto —dijo Bush.

—Te escucho —dijo Carella.

—Un miserable es detenido por Mike y Dave, ¿sí?

—Sí.

—El juez le condena y el tío consigue que el Estado se haga cargo de él durante los próximos cinco o diez años. ¿Me sigues?

—Te sigo.

—Luego, le dejan en libertad. Ha tenido mucho tiempo para meditar sobre este asunto mucho tiempo para que su resentimiento original se convierta en odio. De modo que sale a buscarles. Primero se carga a Mike, y luego a Dave, antes de que el odio se le enfríe. ¡Zas! También se carga a Dave.

—Suena bien —dijo Carella.

—Por eso no veo claro que el sospechoso sea Flannagan.

—¿Por qué no?

—Echa un vistazo a su ficha. Robo, posesión de herramientas para robar, una violación en el 47. Mike y Dave le detuvieron después de su último trabajo. Era la primera vez que le condenaban, y le cayeron diez años. Salió el mes pasado en libertad condicional después de cumplir cinco años.

—¿Y qué?

—No creo que un sujeto que sienta un odio tan grande sea capaz de observar buena conducta para que le reduzcan la condena a la mitad. Además, Flannagan jamás iba armado cuando trabajaba. Era un tío pacífico.

—Es fácil conseguir un arma.

—Por supuesto. Pero no creo que él sea el hombre que estamos buscando.

—Sin embargo, me gustaría investigarle —dijo Carella.

—Está bien, pero antes quiero que investiguemos a este otro sujeto. A Ordiz. A Luis «Dizzy» Ordiz. Echa un vistazo a su ficha.

Carella cogió la ficha de su condena. Era un rectángulo blanco de 4 × 6, dividido en rectángulos más pequeños de distintas formas y tamaños.

—Es un toxicómano —dijo Carella.

—Sí. Imagínate el odio que puede generar un toxicómano en cuatro años.

—¿Ha cumplido su condena?

—Salió en libertad a primeros de mes —comunicó Bush—. A la sombra durante todo ese tiempo. Eso es algo que no contribuye a hacer sentir amor fraternal por los policías que le enviaron a prisión.

—No, por supuesto que no.

—Echa un vistazo también a sus antecedentes. Le detuvieron en el 51 y le acusaron de escándalo público. Al parecer eso ocurrió antes de que se enganchara con la droga. Pero llevaba una pistola del 45, que tenía el percutor inutilizado, lo que no impedía que siguiera siendo una pistola del 45. Volvamos al año 49. Detenido otra vez por pelearse en un bar. Tenía una pistola del 45, y esta vez el percutor estaba en perfecto estado. Tuvo suerte. Le salió condena condicional.

—Parece que tiene predilección por las pistolas del 45.

—Como el tío que se cargó a Mike y a Dave. ¿Qué dices a eso?

—Digo que será mejor que echemos un vistazo. ¿Dónde está?

Bush se encogió de hombros.

—Tu suposición es tan buena como la mía.

Danny Gimpo era un hombre que había tenido la polio cuando era pequeño. Y había tenido la suerte de no quedar tullido. Había salido de la enfermedad con una leve cojera y con un apodo que le duraría toda la vida. Su verdadero nombre era Nelson, pero muy poca gente lo sabía, y en el vecindario todo el mundo le llamaba Danny. Incluso las cartas que recibía venían dirigidas a ese nombre.

Danny tenía cuarenta y cuatro años, pero resultaba imposible calcular su edad fijándose por el rostro o por el cuerpo. Era muy pequeño; todo en él era pequeño; los huesos, los rasgos, los ojos, la estatura. Caminaba con los movimientos desmañados de un adolescente, su voz era aguda y chillona, y en su rostro no se advertían arrugas u otros signos que revelaran su edad.

Danny Gimpo era un soplón.

Era un hombre muy valioso, y los hombres de la Comisaría 87 le consultaban con regularidad. Danny siempre estaba dispuesto a complacerles… Siempre que podía. Eran pocas las ocasiones en que Danny no pudiera proporcionar la información que los detectives necesitaban. En esas ocasiones, siempre podían recurrir a otros soplones. Alguien, en alguna parte, tenía la respuesta. Sólo era una cuestión de encontrar al hombre adecuado en el momento adecuado.

A Danny se le podía encontrar habitualmente en el tercer reservado a mano derecha en un bar llamado Andy’s Pub. No era alcohólico, y tampoco bebía en exceso. Sólo usaba el bar como una especie de oficina. Era más barato que pagar un alquiler en algún lugar situado en el centro y contaba con el beneficio adicional de tener una cabina telefónica que Danny utilizaba regularmente. El bar, además, era un buen lugar para aguzar los oídos… Y aguzar los oídos era la mitad del negocio de Danny. La otra mitad era hablar.

Estaba sentado delante de Carella y Bush y primero escuchó. Luego habló.

—«Dizzy» Ordiz —dijo—. Sí, sí.

—¿Sabes dónde está?

—¿Qué ha hecho?

—No lo sabemos.

—La última vez que oí hablar de él, estaba en la prisión.

—Salió a primeros de mes.

—¿En libertad condicional?

—No.

—Ordiz, Ordiz. Oh, sí. Es un drogadicto.

—Sí.

—Debería ser fácil localizarle. ¿Qué ha hecho?

—Tal vez nada —dijo Bush—. Tal vez mucho.

—Oh, ¿están pensando en los asesinatos de esos policías? —preguntó Danny.

Bush se encogió de hombros.

—No ha sido Ordiz. Siguen un camino equivocado.

—¿Por qué dices eso?

Danny bebió un trago de cerveza y, luego, miró el ventilador que giraba en el techo.

—¿Nunca se imaginaron que había un ventilador como éste en este tugurio? ¿verdad? Jesús, si este calor no afloja pronto, creo que me marcharé al Canadá. Tengo un amigo allí, en Quebec. ¿Han estado alguna vez en Quebec?

—No —contestó Bush.

—Es bonito y fresco.

—¿Qué hay de Ordiz?

—Le llevo conmigo, ¿quiere venir? —dijo Danny; y luego se echó a reír de su propio chiste.

—Hoy está encantador —dijo Carella.

—Siempre soy encantador —aseguró Danny—. Delante de mi habitación hay más mujeres de las que podría contar en un ábaco. Soy el más mono de todos.

—No sabíamos que te dedicabas a chulear a las mujeres —dijo Bush.

—No lo hago. Es todo por amor.

—¿Cuánto amor sientes por Ordiz?

—No le conozco de nada. Y tampoco me importa. Los drogadictos me ponen enfermo.

—Muy bien, ¿dónde está?

—Aún no lo sé. Necesito un poco de tiempo.

—¿Cuánto tiempo?

—Un par de horas. No es difícil seguir la pista de un tío que se pincha. Sólo hay que hablar con algunos camellos y ya lo tienes en el bote. Salió de la prisión a primeros de mes, ¿verdad? Eso significa que ahora debe estar bien enganchado otra vez. Esto es pan comido.

—Puede haberlo dejado —dijo Carella—. Tal vez no resulte tan sencillo como te parece.

—Nunca lo dejan —dijo Danny—. No crean esos cuentos de hadas. Es probable que continuara pinchándose incluso en la prisión. Yo daré con él. Pero si piensan que fue él quien se cargó a sus compañeros, se equivocan.

—¿Por qué?

—Le he visto algunas veces. Es un tío de ninguna parte. Un verdadero trombenik, si es que conocen esa palabra. No tiene idea de nada. Sólo le importa una cosa en la vida. El caballo. Ese es Ordiz. Vive para el Dios Blanco. Es lo único que le importa.

—Reardon y Foster le metieron en chirona —dijo Carella.

—¿Y qué? ¿Acaso creen que un drogadicto guarda rencor? Todo forma parte del juego. No tiene tiempo para el rencor. Sólo lo tiene para encontrarse con su camello y comprar la droga. No podría mantenerse sereno ni siquiera para dispararse a su propio pie. ¿Y creen que podría dejar fríos a dos «polis»? Eso es ridículo.

—De todos modos, nos gustaría hacerle una visita —dijo Bush.

—Claro está. ¿Acaso les digo yo cómo deben dirigir la jefatura? ¿Acaso soy el comisario? Pero este tío es de Squaresville, amigos. No podría distinguir una pistola del 45 de una mezcladora de cemento.

—Ha tenido algunas en el transcurso de su vida —dijo Carella.

—Para jugar con ellas, para jugar con ellas. Si uno de esos chismes se dispara a cien metros de él, Ordiz tendría una diarrea que le duraría una semana. Créanme, a ese tío sólo le importa la heroína. Escuchen, no le llaman Dizzy[4] por nada. Está chiflado. Tiene mariposas en la cabeza. Las ahuyenta con heroína.

—No confío en los drogadictos —dijo Bush.

—Yo tampoco —replicó Danny—. Pero les doy mi palabra de que ese tío no es un asesino. Ni siquiera sabe cómo matar el tiempo.

—Haznos un favor —dijo Carella.

—Ustedes dirán.

—Encuéntrale por nosotros. Ya conoces nuestro número.

—Por supuesto. Les llamaré dentro de una hora aproximadamente. Esto será pan comido. Los drogadictos son pan comido.