Capítulo 4
Capítulo 4
Siempre hay olores dentro de un edificio, y no es sólo el olor a repollo. Para muchos, éste es y siempre será un olor saludable, y hay muchos que se sienten ofendidos por la continua propaganda que asocia al repollo con la pobreza.
El olor que se percibe dentro de un edificio es el olor a vida.
Es el olor de cada función de la vida, el sudor, la comida, la eliminación, la crianza. Son todos estos olores y están unidos en un gigantesco olor que penetra en la nariz de uno en el mismo instante en que uno atraviesa el portal de la planta baja. Porque ese olor ha estado durante décadas dentro del edificio. Se ha filtrado a través de las tablas del piso y ha impregnado las paredes. Se adhiere al pasamano y a los escalones cubiertos de linóleo. Se agazapa en los rincones y flota alrededor de las lamparillas desnudas en cada rellano. El olor está siempre allí, noche y día. Es el hedor de la vida, y jamás ve la luz del día, y nunca alcanza a ver la tenue luz de las estrellas.
Estaba allí a las tres de la mañana del 24 de julio. Estaba allí con toda su intensidad porque el calor del día lo había calcinado contra las paredes. Ese olor golpeó cuando él y Bush entraron en el edificio. El primero resopló y encendió una cerilla para iluminar el sumidero del patio.
—Aquí está —dijo Bush—. Clarke. 3 B.
Carella apagó la cerilla y los dos hombres se dirigieron hacia la escalera. Los cubos de la basura estaban amontonados debajo del rellano de la escalera, en la planta baja. Su aroma se unía a los otros olores para conformar una mezcla de podredumbre. El edificio dormía, pero los olores estaban despiertos. En el segundo piso, un hombre —o una mujer— roncaba ruidosamente. En cada una de las puertas, cerca del suelo, la trampa circular para una botella de leche colgaba con desaliento esperando la llegada del lechero. En una de las puertas había una placa, y en ella podía leerse EN DIOS CONFIAMOS. Y detrás de esa puerta estaba, sin duda, la rígida barra de acero de una cerradura policial, empotrada en el suelo e inclinada para que se apoyara contra la puerta.
Carella y Bush subieron hasta el tercer piso. La bombilla del rellano estaba apagada. Bush encendió otra cerilla.
—Es un poco más adelante.
—¿Quieres hacerlo a lo grande? —pregunto Carella.
—Ese tío tiene una pistola del 45, ¿verdad?
—Aun así…
—¡Qué diablos! Mi esposa no necesita el dinero de mi seguro de vida —dijo Bush.
Se acercaron a la puerta 3 B y se colocaron uno a cada lado de la misma. Sacaron sus revólveres con indiferencia. Carella no pensó ni por un momento que fuese necesario, pero nunca estaba de más tomar precauciones. Llamó a la puerta golpeando con la mano izquierda.
—Probablemente esté durmiendo —dijo Bush.
—Eso revela una conciencia tranquila —aseveró Carella.
Volvió a golpear con los nudillos.
—¿Quién es? —preguntó una voz.
—La policía. ¿Quiere abrir la puerta?
—Oh, por el amor de Dios —murmuró la voz—. Un momento.
—No vamos a necesitar esto —dijo Bush, y enfundó su revólver.
Carella hizo lo mismo. Desde el interior del apartamento, les llegó el ruido de unos muebles que crujían y, luego, la voz de una mujer que preguntaba: «¿Quién es?». Acto seguido, oyeron unos pasos que se acercaban a la puerta y, después, a alguien que manipulaba torpemente la cerradura de seguridad; y la pesada barra de acero cayó al suelo. La puerta se entreabrió.
—¿Qué quieren? —preguntó la voz.
—Somos de la policía. Nos gustaría hacerle unas preguntas.
—¿A esta hora de la madrugada? Jesús, ¿es que no puede esperar?
—Me temo que no.
—Bien, ¿qué sucede? ¿Hay algún ladrón en el edificio?
—No. Nos gustaría que respondiera a unas preguntas. Usted es Frank Clarke, ¿verdad?
—Sí. —Clarke titubeó—. Déjeme ver su placa.
Carella buscó en un bolsillo el estuche de piel donde estaba prendida su placa. La sostuvo delante de la puerta ligeramente entreabierta.
—No puedo ver nada —dijo Clarke—. Un momento.
—¿Quién es? —preguntó la mujer.
—La policía —farfulló Clarke.
Se alejó de la puerta y un momento después se encendió una luz dentro del apartamento. Regresó a la puerta. Carella volvió a exhibir la placa.
—Sí, está bien —dijo Clarke—. ¿Qué desean?
—¿Tiene usted una pistola del 45, Clarke?
—¿Qué?
—Una pistola del 45. ¿Tiene usted una?
—Jesús, ¿es eso lo que desean saber? ¿Para eso vienen a golpear mi puerta a medianoche? Tengo que ir a trabajar por la mañana.
—¿Tiene usted una pistola del 45 o no?
—¿Quién les ha dicho que yo tenía una?
—Eso no tiene importancia. ¿Qué me dice?
—¿Por qué quieren saberlo? He estado aquí toda la noche.
—¿Hay alguien que pueda confirmar esas palabras?
Clarke bajó la voz.
—Eh, amigos, no estoy solo, ¿comprenden lo que quiero decir? Denme una oportunidad, ¿de acuerdo?
—¿Qué me dice del arma?
—Sí, tengo una.
—¿Una pistola del 45?
—Sí. Una pistola del 45.
—¿Le importa que le echemos un vistazo?
—¿Para qué? Tengo licencia para usarla.
—De todos modos, nos gustaría echarle un vistazo.
—¡Eh! ¿Qué clase de rutina es esta? Ya les he dicho que tengo licencia para llevar armas. ¿Qué he hecho? ¿Qué quieren de mí?
—Queremos ver esa pistola del 45 que usted tiene —dijo Bush—. Búsquela.
—¿Tienen una orden de registro? —preguntó Clarke.
—No se moleste por esa tontería —respondió Bush—. Traiga esa pistola.
—No pueden entrar aquí sin una orden de registro. Y tampoco pueden obligarme a que les enseñe la pistola. No quiero enseñarles la pistola, de modo que ya pueden irse.
—¿Qué edad tiene la chica? —preguntó Bush.
—¿Qué?
—Ya me ha oído. ¡Despierte, Clarke!
—Tiene veintiún años y se equivocan de objetivo. Estamos prometidos —dijo Clarke.
Desde el fondo del corredor, alguien gritó:
—¡Eh! ¿Quieren callarse de una vez? ¡Por el amor de Dios! ¡Por qué no van al salón de billares si tienen ganas de hablar!
—¿Qué le parece si nos permite entrar, Clarke? —preguntó Carella amablemente—. Estamos despertando a los vecinos.
—No tengo por qué dejarles entrar en ningún sitio. Será mejor que vayan a buscar esa orden.
—Sé que no tiene por qué dejarnos entrar, Clarke. Pero han matado a un policía y le asesinaron con una pistola del 45. Y si yo fuese usted, no pondría obstáculos. ¿Ahora qué le parece si abre la puerta y nos demuestra que no tiene nada que ocultar? ¿Qué me dice, Clarke?
—¿Un policía? ¡Jesús, un policía! ¡Jesús!, ¿por qué no me lo dijeron antes? Sólo…, sólo un momento, ¿de acuerdo? Sólo un momento. —Se alejó de la puerta. Carella podía oírle hablar con la mujer y podía oír también la susurrada respuesta de ella. Clarke regresó a la puerta y quitó la cadena de seguridad—. Adelante —dijo.
Había un montón de platos en la pileta de la cocina. Ésta era un rectángulo de seis por ocho y, junto a ella, se encontraba el dormitorio. La muchacha estaba de pie en el vano de la puerta que comunicaba con el dormitorio. Era una rubia baja y algo regordeta. Llevaba una bata de hombre. Tenía los ojos hinchados de sueño y no estaba maquillada. Sus ojos parpadearon cuando miró a Carella y Bush mientras éstos se dirigieron hacia la cocina.
Clarke era un hombre de baja estatura, que tenía cejas negras y espesas y ojos marrones. Su nariz era larga, quebrada abruptamente en la mitad. Los labios eran gruesos y necesitaba un afeitado urgente. Llevaba pantalones de pijama y nada más. Estaba de pie, descalzo y con el torso desnudo, iluminado por la claridad de la cocina. El grifo de la misma tatuaba la suciedad de los platos apilados en la pileta.
—Veamos esa pistola —dijo Bush.
—Tengo licencia para usarla —repitió Clarke—. ¿Puedo fumar?
—Es su apartamento.
—Gladys —dijo Clarke—, hay una cajetilla en la cómoda. Trae algunas cerillas también, ¿quieres? —La muchacha desapareció en la oscuridad del dormitorio y Clarke musitó—: Muchachos, seguro que estuvieron llamando a la puerta un buen rato.
Trató de sonreír, pero ni Carella ni Bush parecían divertidos, así que borró la sonrisa instantáneamente. La muchacha regresó con la cajetilla de cigarrillos. Colocó uno entre sus labios y luego le entregó la cajetilla de Clarke. Éste encendió su cigarrillo y le pasó las cerillas a la rubia.
—¿Qué clase de permiso? —preguntó Carella—. ¿Para llevar armas o para tenerla en un local o en su domicilio?
—Para llevar armas.
—¿Cómo es eso?
—Bueno, al principio era un permiso para poder tener la pistola en casa. La registré cuando me licenciaron del Ejército. Fue un regalo —dijo rápidamente—. De mi capitán.
—Continúe.
—Así, pues, solicité el permiso cuando me licenciaron. Esa es la ley, ¿verdad?
—Es usted quien está contando esta historia —dijo Bush.
—Bueno, así es como yo lo entendía. O hacía eso, o tendría que inutilizar el cañón llenándolo de plomo. No lo recuerdo. En cualquier caso, me dieron la licencia.
—¿Está inutilizado el cañón de la pistola?
—No. ¿Para qué necesitaría un permiso si la pistola estuviera inutilizada? Tenía el permiso para conservar el arma en mi casa y luego encontré trabajo en una joyería, ¿sabe? Para hacer entregas de piedras preciosas y cosas por el estilo. De modo que cambié el permiso que tenía por otro para llevar armas.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace un par de meses.
—¿Para qué joyero trabaja?
—Dejé ese trabajo —dijo Clarke.
—Está bien, traiga el arma. Y el permiso también.
—Por supuesto —dijo Clarke.
Se acercó a la pileta, sostuvo el cigarrillo debajo del grifo y luego arrojó la colilla mojada entre los platos sucios. Pasó junto a Gladys y se metió en el dormitorio.
—Ya son horas de andar haciendo preguntas —dijo la muchacha sin ocultar su enfado.
—Lo sentimos mucho, señorita —dijo Carella.
—Sí, supongo que sí.
—No pretendíamos perturbar sus hermosos sueños —prosiguió diciendo Bush.
La muchacha alzó una ceja.
—Entonces, ¿por qué lo han hecho?
Lanzó una bocanada de humo, del mismo modo que había visto que lo hacían las estrellas de cine. Clarke regresó a la cocina llevando la pistola del 45. La mano de Bush se movió imperceptiblemente hacia la pistolera que llevaba en la cadera derecha.
—Déjela sobre la mesa —ordenó Carella.
Clarke obedeció.
—¿Está cargada? —preguntó Carella.
—Creo que sí.
—¿No lo sabe?
—No he mirado este chisme desde que dejé ese trabajo.
Carella se envolvió la mano con un pañuelo y cogió la pistola. Quitó el cargador.
—Está cargada —afirmó.
Olió brevemente el cañón.
—No tiene que olerlo —dijo Clarke—. No la he disparado desde que salí del Ejército.
—Sin embargo, en una oportunidad estuvo muy cerca de hacerlo, ¿verdad?
—¿Eh?
—Aquella noche, en el Shamrock.
—Oh, eso —dijo Clarke—. ¿Por eso están aquí? Demonios, aquella noche yo estaba completamente pasado de rosca. No pensaba hacerle daño a nadie.
Carella volvió a meter el cargador en su sitio.
—¿Dónde está el permiso, Clarke?
—Oh, sí… Lo he buscado, pero no puedo encontrarlo.
—¿Está seguro de que tiene un permiso para llevar esta pistola?
—Sí, claro que lo estoy. Pero no puedo encontrarlo.
—Será mejor que vaya a echar otro vistazo. Un buen vistazo.
—Ya he echado un buen vistazo. No puedo encontrarlo. Miren, tengo ese permiso. Pueden comprobarlo. Yo no les mentiría. ¿Quién era ese policía asesinado?
—¿Quiere ir a echar otro vistazo para ver si encuentra el permiso?
—Ya le he dicho que no puedo encontrarlo. Mire, le digo la verdad, tengo un permiso.
—Lo tenía, amigo —le corrigió Carella—. Lo ha perdido.
—¿Eh? ¿Qué? ¿Qué ha dicho?
—Cuando un policía le pide el permiso para llevar armas, o usted lo enseña o lo ha perdido.
—Bueno, Jesús, sólo debo haberlo extraviado temporalmente. Miren, pueden comprobar todo lo que les he dicho. Quiero decir… Miren, ¿qué les pasa a ustedes, amigos? Yo no he hecho nada. He estado aquí toda la noche. Pueden preguntarle a Gladys. ¿No es verdad, Gladys?
—Ha estado aquí toda la noche —dijo la muchacha.
—Nos llevamos la pistola —dijo Carella—. Dale un recibo por ella, Hank.
—No ha sido disparada desde hace muchos años —dijo Clarke—. Ya verán. Y comprueben lo que les he dicho del permiso. Tengo uno. Pueden comprobarlo.
—Ya le avisaremos —dijo Carella—. No estaría planeando marcharse de la ciudad, ¿verdad?
—¿Qué?
—¿No estaría planeando…?
—Diablos, no. ¿Adónde podría ir?
—Creo que la cama es un lugar tan bueno como cualquier otro —dijo la rubia.