Capítulo 18

Capítulo 18

Los tres funerales se sucedieron con notable rapidez. El calor no contribuyó a que se hicieran las clásicas ceremonias mortuorias. Los miembros de la comitiva fúnebre caminaron detrás de los ataúdes, transpirando. Un sol malvado y socarrón lucía su calcinada sonrisa, y la tierra recién removida —que debería de haber estado fresca y húmeda— recibió a los ataúdes con seca y polvorienta indiferencia.

Esa semana, las playas estuvieron a tope de su capacidad. En Calm’s Point, en Mott’s Island, el marcador registró la excepcional asistencia de 2 470 000 surfistas. La policía tuvo cualquier clase de problemas. La policía tuvo problemas de tráfico porque el que disponía de vehículo lo puso en la carretera. La policía tuvo problemas con las bocas de incendio, porque en toda la ciudad los chicos abrían las bocas de riego, cubrían el chorro con una lata de café aplastada y se bañaban debajo de la improvisada ducha. La policía tuvo problemas con los robos, porque la gente dormía con las ventanas abiertas; la gente dejaba los coches aparcados y no cerraba las portezuelas con llave; los dueños de las tiendas cruzaban la calle para tomar una Pepsi y dejaban los negocios sin protección. La policía tuvo problemas con los «flotadores», porque los achicharrados habitantes decidían buscar alivio al calor en las contaminadas corrientes de los ríos que bordeaban Isola (y algunos de ellos se ahogaron y algunos de ellos volvieron a la superficie con los cuerpos hinchados y los ojos fuera de sus órbitas).

En Walker Island, en el río Dix, la policía tuvo problemas carcelarios porque los presos decidieron que el calor era excesivo para ellos, y comenzaron a aporrear los barrotes de sus sofocantes celdas con los tazones de latón, y los policías oyeron el clamor y corrieron a buscar las armas antidisturbios.

La policía tuvo toda clase de problemas.

Carella hubiera deseado que ella no se vistiera de negro. Sabía que era absurdo. Cuando el esposo de una mujer ha muerto, la mujer se viste de negro.

Pero Hank y él habían charlado mucho en las tranquilas horas de su turno de medianoche y Hank le había descrito a Alice con los camisones negros que usaba para dormir. Y, aunque lo intentase con todas sus fuerzas, Carella no podía disociar los separados conceptos del negro: el negro como una indumentaria destinada a la seducción; el negro como la vestimenta del luto.

Alice Bush se encontraba sentada delante de él en la sala de estar del apartamento de Calm’s Point. Las ventanas se hallaban abiertas de par en par y podía ver como las altas estructuras góticas del campus de la Universidad de Calm’s Point se recortaban contra el brillante e inmisericorde azul del cielo. Carella había trabajado con Bush durante muchos años, pero ésta era la primera vez que estaba en el interior de su apartamento, y la asociación de Alice Bush vestida de negro arrojaba un sentimiento de culpabilidad sobre el recuerdo que tenía de Hank.

El apartamento no se parecía en absoluto a lo que él hubiera esperado de un hombre como Hank, grande, tosco. El apartamento, en cambio, era casi frívolo, era el apartamento de una mujer.

Carella no podía creer que Hank se sintiera cómodo en aquellas habitaciones. Sus ojos habían examinado los muebles, piezas pequeñas en las que Hank jamás hubiera podido estirar las piernas. Las cortinas de las ventanas eran de cretona fruncidas. Las paredes de la sala estaban pintadas de un amarillo limón pálido, realmente nauseabundo. Las mesitas auxiliares aparecían abarrotadas de volutas y de dibujos incrustados. En los rincones había estanterías, y éstas se hallaban cargadas de frágiles figuritas de cristal que representaban perros y gatos y gnomos, y también había una de Little Bo Peep sosteniendo un delicado cayado de pastor.

La salita, todo el apartamento, le pareció a Carella un escenario de intrincado desorden diseñado para representar una comedia de costumbres. En esa casa, Hank debió de sentirse tan fuera de lugar como un fontanero en una reunión literaria.

Pero no la señora Bush.

Ésta se hallaba repantigada en un sofá demasiado acolchado, con sus largas piernas plegadas debajo del cuerpo y los pies descalzos. La señora Bush pertenecía a esa habitación. Esa habitación había sido diseñada para la señora Bush, diseñada para la feminidad, y el Animal Masculino debía ser condenado.

Llevaba ropa de seda negra. Tenía unos senos bastante voluminosos, una cintura increíblemente estrecha y unas caderas amplias, carnosas. Era una mujer cuyo cuerpo había sido diseñado para criar hijos pero, de alguna manera, no parecía ser de este tipo. Carella era incapaz de imaginársela dando vida desde sus ijares. Sólo podía imaginarla tal como Hank se la había descrito, en su papel de seductora. El vestido de seda negro contribuía a fortalecer esa idea. La recargada habitación no dejaba lugar a dudas. Ése era un escenario dispuesto para Alice Bush.

El vestido no era escotado. No tenía necesidad de ello.

Y no era particularmente ceñido, y tampoco tenía necesidad de ello.

No era caro, pero se adaptaba a la perfección a la figura de la mujer. Carella no abrigaba duda alguna de que cualquier cosa que Alice se pusiera se adaptaría perfectamente a su figura. Tampoco dudaba de que, incluso un saco de patatas, sería muy sugestivo en la mujer que había sido la esposa de Hank.

—¿Qué voy a hacer ahora? —preguntó Alice—. ¿Arreglar las camas en la comisaría? Ésa es la rutina habitual que sigue la viuda de un policía, ¿verdad?

—¿Dejó Hank algún seguro? —preguntó Carella a su vez.

—Casi nada. Los policías no se ocupan demasiado de esas cosas, ¿no crees? Además… Steve, él era un hombre joven. ¿Quién piensa en esas cosas? ¿Quién piensa que esas cosas pueden llegar a pasar?

Le miró con los ojos abiertos de par en par. Sus ojos eran muy castaños; el cabello, muy rubio; su cutis, blanco y perfecto. Era una mujer hermosa y a Carella no le gustaba considerarla como a tal. Quería que fuese fea y desaliñada. No quería que tuviese aspecto lozano y adorable. ¡Maldita sea!, ¿que había en esta habitación que hacía que un hombre se sintiera sofocado? Era como si fuese el único hombre vivo en el mundo, rodeado por bellezas con los pechos desnudos en una isla tropical asediada por tiburones asesinos. No había ningún lugar adonde escapar. La isla se llamaba Amazonia, o algún nombre por el estilo, y era una isla habitada sólo por mujeres, y él era el único hombre en el mundo.

La habitación y Alice Bush.

La sexualidad femenina se extendía hasta envolverle en un abrazo empalagoso y persistente.

—Cambia de idea, Steve —dijo Alice—. Bebe una copa.

—Está bien, lo haré —repuso él.

La mujer se levantó, exhibió una generosa porción de muslo mientras se incorporaba del sofá y exhibió un olvido casi indecente de la forma en que movía su cuerpo. Él supuso que Alice había vivido demasiado tiempo con ese olvido. Ella ya no se maravillaba ante su propia fascinación. La aceptaba, y vivía con ella, y los demás eran los que podían maravillarse. ¡Un muslo no era más que un muslo, qué demonios! ¿Qué había de especial en el muslo de Alice Bush?

—¿Whisky?

—Sí.

—¿Cómo se siente uno cuando hace algo así? —preguntó Alice.

Estaba de pie junto al mueble bar, delante de él. Su actitud corporal era la de una modelo de alta costura, algo de todo punto incongruente, ya que él siempre había imaginado a las modelos como mujeres altas y delgadas y con el pecho plano. Alice Bush no era nada de eso.

—¿Algo como qué?

—Investigar la muerte de un colega y amigo.

—Extraño —dijo Carella.

—Apuesto a que sí.

—Te lo estás tomando muy bien —dijo Carella.

—Debo hacerlo —repuso ella, escueta.

—¿Por qué?

—Porque me rompería en pedazos si no lo hiciera. Él está enterrado, Steve. El hecho de llorar y gimotear no va a ayudarme en nada.

—Supongo que no.

—La vida sigue, ¿no es así? No podemos rendirnos sólo porque alguien a quien amábamos se ha ido para siempre, ¿verdad?

—No —convino Carella.

Alice caminó hacia él y le tendió la copa. Sus dedos se rozaron por un instante. Carella la miró. El rostro de Alice permanecía impasible. Estaba seguro de que el contacto había sido accidental.

Alice se acercó a la ventana y miró hacia el campus de la universidad.

—Esto es muy solitario ahora que él no está —dijo.

—La comisaría también está muy sola sin él —dijo Carella, sorprendido. Hasta ese instante no se había dado cuenta de cuán ligado estaba a Hank.

—Había pensando hacer un viaje —dijo Alice—; alejarme algún tiempo de las cosas que me lo recuerdan.

—¿Qué cosas? —preguntó Carella.

—Oh, no lo sé —contestó Alice—. Como… Anoche vi su cepillo para el cabello en la cómoda, me acordé de Hank, de su salvajismo. Él era una persona salvaje, Steve. —Hizo una pausa—. Salvaje.

La palabra era, de alguna manera femenina. Le recordó el retrato oral que Hank le había hecho; el retrato real que había delante de él, junto a la ventana, toda la feminidad que le rodeaba en esta isla. Sabía que no podía culpar a Alice de eso. Sólo era ella misma, siendo Alice Bush, siendo Mujer. No era más que un peón del destino, una muchacha que encarnaba automáticamente el sexo femenino, una muchacha que… ¡demonios!

—¿Hasta dónde habéis llegado en las investigaciones? —preguntó Alice.

Se apartó de la ventana, volvió al sofá y se derrumbó en él. El movimiento no resultó nada elegante. No obstante, fue un movimiento felino. Se tendió en el sofá como si fuese una pantera y, luego, volvió a recoger las piernas debajo del cuerpo; a Carella no le hubiera sorprendido que Alice hubiese comenzado a ronronear en ese mismo instante.

Le contó lo que creían saber acerca del sospechoso.

Ella asintió con la cabeza.

—Aún queda mucho trabajo por delante —dijo ella.

—En realidad, no.

—Quiero decir, en el caso de que busque la ayuda de un médico.

—Aún no lo ha hecho. Y las posibilidades son de que no irá a ningún médico. Es probable que él mismo se haya curado la herida.

—¿Es una herida grave?

—Al parecer, sí. Pero se trata de una herida limpia.

—Hank tendría que haberle matado —dijo.

Sorprendentemente, no había maldad alguna en sus palabras. Ellas mismas contenían todo el potencial letal de una cascabel enroscada, pero su expresión las volvía inofensivas.

—Sí —convino Carella—. Tendría que haberlo hecho.

—Pero no lo hizo.

—No.

—¿Cuál es el siguiente paso? —preguntó Alice.

—Oh, no lo sé. En Homicidios Norte están desconcertados con estos asesinatos, y supongo que nosotros también. Sin embargo, tengo algunas ideas que me rondan por la cabeza.

—¿Una pista? —preguntó la mujer.

—No. Sólo ideas.

—¿Qué clase de ideas?

—Te aburrirían.

—Mi esposo ha sido asesinado —dijo Alice con frialdad—. Te aseguro que nada que llevara a descubrir a su asesino puede aburrirme.

—Bueno, prefiero no airear mis ideas hasta no saber con toda exactitud de qué estoy hablando.

Alice sonrió.

—Esto es diferente. Aún no has probado la bebida.

Carella se llevó el vaso a los labios. El whisky era muy fuerte.

—¡Caray! —exclamó—. No escatimas el alcohol, ¿verdad?

—A Hank le gustaban las bebidas fuertes —dijo Alice—. Le gustaba todo fuerte.

Y de nuevo, como una entretejida hebra de personalidad, de una personalidad dictada por las exigencias de un cuerpo que sólo podía ser incitante, Alice Bush había encendido, sin quererlo, otra mecha. Carella tuvo la sensación de que la mujer estallaría de pronto en miles de fragmentos voladores de senos y caderas y muslos, que se esparcirían sobre el paisaje como si fuese un cuadro de Dalí.

—Será mejor que me vaya —dijo él—. La ciudad no me paga por estar bebiendo tan tranquilo toda la mañana.

—Quédate un rato —pidió Alice—. Yo también tengo algunas ideas.

Carella alzó la vista rápidamente, casi sospechando el matiz de una doble intención en su voz. Pero se equivocaba. Alice le había vuelto la espalda y miraba de nuevo a través de la ventana, mostrando su rostro de perfil, todo su cuerpo de perfil.

—Cuéntamelas —pidió Carella.

—Un tío que odia a los policías —dijo ella.

—Puede ser.

—Tiene que serlo. ¿Qué otra persona sería capaz de matar a lo tonto a tres hombres? Tiene que tratarse de alguien que odia a los policías Steve. ¿Qué piensan en Homicidios Norte?

—No he hablado con ellos desde hace un par de días. Sin embargo, eso era lo que pensaban al principio.

—Y ahora ¿qué piensan?

—Es difícil decirlo.

—¿Qué piensas ahora?

—Tal vez se trate de un tío que odia a los policías. Reardon y Foster. Sí, alguien que les odiaba. Pero Hank… Lo ignoro.

—Creo que no te entiendo.

—Bien, Reardon y Foster eran compañeros, de modo que es posible suponer que alguien les guardaba rencor. Trabajaban juntos… Tal vez se habían propasado juntos con algún idiota.

—¿Tú crees?

—Pero Hank jamás trabajó con ellos. Oh, bueno, tal vez jamás no. Quizá una o dos veces en algún caso. Él nunca realizó arresto importante alguno con ellos, con ninguno de los dos. Lo hemos comprobado en nuestros archivos.

—¿Quién dice que tiene que ser alguien que sienta un rencor personal, Steve? Puede tratarse tan sólo de un maldito lunático. —Alice parecía enfadada. Carella ignoraba por qué se estaba poniendo de ese modo; hasta el momento, su comportamiento había sido de lo más tranquilo. Pero su respiración se había vuelto agitada y sus senos se henchían de una forma perturbadora—. Sólo un jodido y podrido chiflado al que se le ha metido entre ceja y ceja que debe liquidar a todos los policías de la comisaría 87. ¿Te parece una idea descabellada?

—No, en absoluto. De hecho, hemos investigado en todas las instituciones mentales de la zona, en busca de aquellas personas que pudieran haber sido dadas de alta en fecha reciente y que, quizá, tuvieran un historial de… —Sacudió la cabeza—. Ya sabes, pensamos que podría tratarse de un paranoico, de alguien que pierde la chaveta cuando ve un uniforme. Excepto que ninguno de los tres llevaba uniforme.

—No, no lo llevaban. ¿Y entonces?

—Pensábamos que teníamos una pista. No creíamos que fuese cualquiera con un historial de odio hacia los policías, sino un hombre joven, que había tenido innumerables problemas con los mandos durante su paso por el Ejército. Recientemente salió de Bramlook. Los médicos dicen que está curado, pero eso no significa una condenada cosa. Hablamos con los psiquiatras de Bramlook y ellos piensan que la enfermedad de ese hombre jamás se manifestaría a través de un acto de violencia, y mucho menos de un estallido prolongado de violencia.

—¿Y dejasteis esa pista?

—No, buscamos al chico. Es inofensivo. Lleno de coartadas.

—¿Y a quién más habéis investigado?

—Hay un montón de gente que habla con nuestros contactos en los bajos fondos. Creímos que podría tratarse de un asunto entre bandas, de algún chico que estuviera resentido por algo que nosotros hubiésemos hecho para fastidiarle, y tratara de demostrarnos que no somos tan maravillosos. Consigue una pistola y comienza su guerra particular contra la policía. Pero no ha habido peleas callejeras en mucho tiempo, y es imposible mantener las venganzas en secreto durante mucho tiempo, sobre todo en los bajos fondos.

—¿Qué más?

—He estado revisando fotos del FBI. Caray, no te imaginas cuántos hombres coinciden con la posible descripción que tenemos del asesino.

Bebió un poco de whisky. Comenzaba a sentirse más cómodo en compañía de Alice. Al fin y al cabo, tal vez no fuese tan hembra. O quizá su feminidad te envolvía después de pasar un rato en su compañía y hacía que perdieras toda perspectiva. A pesar de todo, la habitación ya no le parecía tan opresiva.

—¿Has encontrado algo en esas fotos?

—Todavía no. La mitad de esos sujetos están en prisión y el resto anda repartido por todo el país. Verás, lo difícil de este caso es… Bueno…

—¿Qué?

—¿Cómo sabía el asesino que los tres hombres eran policías? Ellos iban vestidos de paisano. A menos que hubiese tenido algún contacto con ellos, ¿cómo podía saberlo?

—Sí, comprendo lo que quieres decir.

—Tal vez se sentaba en un coche aparcado delante de la comisaría y controlaba a todos cuantos entraban y salían. Si lo hizo durante cierto tiempo, quizá supo quiénes trabajaban allí y quiénes no.

—Sí, pudo hacerlo de esa forma —asintió Alice, pensativa—. Sí, pudo haberlo hecho.

Cruzó las piernas en un gesto inconsciente. Carella apartó la vista.

—No obstante, hay varios puntos en contra de esa teoría —dijo—. Eso es lo que hace que este caso resulte tan jodido.

Escupió la palabra y luego alzó la vista con aprensión. A Alice Bush no pareció importarle el epíteto. Seguramente lo habría oído cientos de veces en boca de Hank. Seguía con las piernas cruzadas. Eran unas piernas estupendas. La falda se había deslizado hacia una posición muy curiosa. Carella volvió a apartar la vista.

—Si alguien se hubiese dedicado a vigilar la comisaría, le hubiéramos descubierto. Es decir, si lo hubiese hecho durante el tiempo suficiente para saber quién trabajaba allí y quién era tan sólo un visitante…, eso le hubiera llevado tiempo. Y lo habríamos descubierto.

—No, si estaba escondido.

—Delante de la comisaría no hay edificios. Sólo el parque.

—Podría haber estado en algún lugar del parque… Tal vez con unos gemelos.

—Sí. Pero ¿cómo distinguía a los detectives de los agentes?

—¿Qué?

—Ese hombre ha asesinado a tres detectives. Tal vez fue una casualidad. Pero no lo creo. Muy bien, ¿cómo diablos supo quién era detective y quién agente?

—Muy sencillo —contestó Alice—. Si suponemos que vigilaba la comisaría, él veía a los hombres cuando llegaban y también cuando salían a hacer su ronda. En ese momento llevarían el uniforme. Me refiero a los agentes.

—Sí, supongo que pudo haber sido de ese modo —dijo Carella, y dio un largo trago a su bebida. Alice se movió en el sofá.

—Tengo calor —dijo.

Carella no la miró. Sabía que su mirada se habría dirigido hacia abajo, y no quería ver lo que Alice, inconsciente, estaba mostrando.

—No creo que este calor ayude a las investigaciones —dijo ella.

—Este calor no ayuda a nada —añadió Carella.

—Me pondré unos pantalones cortos y una blusa sin espalda en cuanto te hayas marchado.

—Me parece que esto es una indirecta —dijo Carella.

—No, no quería… Oh, diablos, Steve, me hubiera cambiado ahora si hubiese pensado que ibas a quedarte un rato más. Sólo pensé que te marcharías pronto. Quiero decir… —Hizo un gesto vago con la mano—. ¡Oh, qué tontería!

—Me marcho, Alice. Tengo un montón de fotos esperándome. —Se puso de pie—. Gracias por la bebida.

Se dirigió hacia la puerta, sin volver la vista atrás; no quería mirar de nuevo las piernas de aquella mujer.

En la puerta, Alice le cogió una mano. Su contacto era cálido y firme. Su carnosa mano apretó la de él.

—Buena suerte, Steve. Si hay algo que yo pueda hacer para ayudar…

—Nos mantendremos en contacto. Gracias otra vez.

Abandonó el apartamento y salió al exterior. En la calle, el calor era terrible.

Y había un hecho curioso: tenía ganas de irse a la cama con una mujer.

Con cualquier mujer.