Capítulo 21

Capítulo 21

El hombre no se llamaba Leo.

Se llamaba Peter.

Su apellido era Byrnes.

Y estaba rugiendo.

—¿Qué demonios significa toda esta jodida basura, Carella?

—¿Qué quiere decir?

—¡La noticia que ha aparecido en… este maldito periodicucho! —vociferó, señalando el vespertino que había encima de su escritorio—. ¡Cuatro de agosto!

«Leo», pensó Carella.

—¿A qué…, a qué se refiere, teniente?

—¿A qué me refiero? —gritó Byrnes. Y luego más fuerte—: ¿A qué me refiero? ¿Quién demonios le dio autorización para contar toda esta basura a ese idiota de Savage?

—No entiendo…

—Hay policías que están pateando las calles en Bethtown por no haber sabido mantener la boca cerrada.

—¿Savage? Déjeme ver eso… —comenzó a decir Carella.

Byrnes desplegó el periódico con furia.

—«Policía desafía al Departamento» —gritó—. Ése es el titular:

¡POLICÍA DESAFÍA AL DEPARTAMENTO! ¿Qué te pasa Carella, no eres feliz aquí?

—Déjeme ver…

—Y debajo de eso:

«TAL VEZ YO SEPA QUIÉN ES EL ASESINO», DICE EL DETECTIVE.

—Tal vez sepa…

—¿Le dijiste eso a Savage?

—¿Que tal vez supiera quién era el asesino? Por supuesto que no. Caray, Pete.

—¡No me llames, Pete! Toma, lee esa maldita historia.

Carella cogió el periódico. Por alguna extraña razón las manos le temblaban.

La historia figuraba en la página cuatro, y el titular decía:

POLICÍA DESAFÍA AL DEPARTAMENTO.

«TAL VEZ SEPA QUIÉN ES EL ASESINO»,

DICE EL DETECTIVE.

—Pero esto es…

—Léelo —dijo Byrnes.

Carella lo leyó.

El bar estaba fresco y tenuemente iluminado.

Nos sentamos uno frente al otro, el detective Stephen Carella y yo. Él jugueteaba con su bebida y hablamos de muchas cosas; pero, sobre todo, del asesinato.

—Creo que sé quién asesinó a esos tres policías —dijo Carella—. No es, sin embargo, la clase de idea que uno puede explicar a sus superiores. Éstos no lo entenderían.

Y, de ese modo, surgió el primer rayo de esperanza en el misterio que ha traído de cabeza a los genios de Homicidios Norte y ha atado las manos del obstinado teniente-detective Peter Byrnes, de la comisaría 87.

—No puedo comentarle nada más por ahora sobre este asunto —me dijo Carella—, porque aún estoy investigando. Pero esa teoría acerca de un sujeto que odia a los policías es errónea. Se trata de algo que ha ocurrido en la vida de esos tres hombres, estoy seguro. Habrá que trabajar de firme, pero solucionaremos este caso.

Así habló el detective Carella ayer por la tarde en un bar situado en el corazón del Cinturón de la Muerte. Es un hombre tímido y reservado, un hombre que —según sus propias palabras— «no está buscando la gloria».

—El trabajo de la policía es como cualquier otro —me dijo—, excepto que nosotros tratamos con el delito. Cuando tienes una corazonada, la sigues. Si descubres algo, hablas con tus superiores, y tal vez ellos te escuchen, o tal vez no.

Hasta ahora, él sólo ha confiado su corazonada a su novia, una encantadora jovencita llamada Theodora Franklin, una muchacha que vive en Riverhead. La señorita Franklin cree que Carella «no puede equivocarse» y está segura de que él conseguirá resolver este caso a pesar de las torpezas cometidas por el Departamento.

—Hay esqueletos en los armarios —dijo Carella—. Y esos esqueletos apuntan hacia nuestro hombre. Tenemos que investigar más a fondo. Sólo es cuestión de tiempo.

Estábamos sentados en la fresca penumbra del bar y pude sentir la silenciosa fuerza que emanaba de este hombre que tiene el coraje de seguir adelante con su investigación a pesar de la Teoría del Sujeto que Odia a los Policías que invade los polvorientos cerebros de los hombres que trabajan a su lado.

Este hombre encontrará al asesino —pensé—. Este hombre aliviará a la ciudad de su constante temor, de su terror ante un asesino que vaga por las calles llevando una automática del 45 en su puño ensangrentado. Este hombre…

—¡Caray! —exclamó Carella.

—¡Eso! —exclamó Byrnes—. Y ahora, ¿qué me cuentas de esa historia?

—Jamás dije semejantes cosas. Quiero decir, no de este modo. ¡Y él me dio su palabra de que no las publicaría! —explotó Carella—. ¿Dónde está el teléfono? ¡Voy a empapelar a ese hijo de puta por libelo! No puede salir impune…

—Cálmate —le aconsejó Byrnes.

—¿Por qué demonios tuvo que meter a Teddy en todo esto? ¿Acaso quiere convertirla en un pato de tiro al blanco para ese hijo de puta del 45? ¿Es que ha perdido la chaveta?

—Cálmate —repitió Byrnes.

—¿Que me calme? ¡Jamás le dije que supiera quién era el asesino! Jamás.

—¿Qué le dijiste?

—Sólo que tenía una idea sobre la que trabajar.

—¿Y cuál es esa idea?

—Que tal vez ese sujeto no fuese tras los policías. Que quizá fuese sólo tras los hombres. Y es posible que ni siquiera eso. ¿Quién nos dice que no fuese tras un solo hombre?

—¿Sobre cuál de ellos?

—¿Cómo demonios puedo saberlo? ¿Por qué tuvo que mencionar a Teddy? Caray, ¿qué le pasa a ese tío?

—Nada que un especialista en enfermedades mentales no pueda curar —aseguró Byrnes.

—Teniente, tengo que ir a ver a Teddy. Sólo Dios sabe…

—¿Qué hora es? —preguntó Byrnes.

Carella echó un vistazo al reloj que había en la pared.

—Las seis y cuarto —contestó.

—Espera hasta las seis y media. Para entonces, Havilland ya habrá regresado de cenar.

—Si vuelvo a encontrarme con ese Savage —prometió Carella—, lo rajaré en dos.

—O, al menos, múltale por exceso de velocidad —sugirió Byrnes.

El hombre del traje negro permanecía fuera de la puerta del apartamento, escuchando. Un ejemplar del periódico de la tarde asomaba por el bolsillo derecho de su chaqueta. El hombro izquierdo le palpitaba de dolor, y el peso de la pistola del 45 automática hundía el otro bolsillo de la chaqueta, de modo que —para que le doliese menos la herida a causa del peso de la pistola— se inclinaba ligeramente hacia su izquierda mientras escuchaba con atención.

Del interior del apartamento no le llegaba ningún ruido.

Había leído con enorme atención el nombre en el periódico.

Theodora Franklin, y luego había buscado la dirección en el listín de Riverhead hasta encontrarla. Quería hablar con la chica. Tenía que averiguar cuánto sabía Carella. Necesitaba averiguarlo.

Ella está muy silenciosa ahí dentro —pensó—. ¿Qué estará haciendo?

Con cautela, probó el pomo de la puerta. Lo hizo girar lentamente a un lado y al otro varias veces. La puerta estaba cerrada con llave.

Oyó pasos que se acercaban. Intentó apartarse de la puerta, pero era demasiado tarde. Buscó la pistola en el bolsillo. La puerta se abrió de par en par.

La muchacha estaba allí, y pareció sorprenderse mucho. Era una joven pequeña y bonita, que tenía el cabello oscuro y grandes ojos castaños. Estaba vestida con una bata de felpa, que tenía manchas de humedad. Él supuso que acababa de salir de la ducha. Los ojos de la muchacha se dirigieron al rostro del hombre y, luego a la pistola que sostenía en la mano. Su boca se abrió pero de ella no salió ningún sonido. Trató de cerrar la puerta, pero él encajó el pie junto al marco y después abrió violentamente.

La chica retrocedió hacia el interior de la habitación. Él cerró la puerta y echó la llave.

—¿Es la señorita Franklin? —preguntó.

La chica asintió, aterrorizada. Había visto ese rostro dibujado en las primeras páginas de todos los periódicos y en todos los programas de televisión. No cabía error, ése era el hombre que Steve estaba buscando.

—Vamos a tener una pequeña conversación, ¿eh? —dijo él.

Su voz era agradable, suave, casi tierna. Era un hombre atractivo. ¿Por qué había matado a esos policías? ¿Por qué semejante hombre…?

—¿Me ha oído? —preguntó.

La chica asintió. Podía leer en los labios del hombre, podía entender todo lo que decía, pero…

—¿Qué sabe su novio? —preguntó.

Sostenía la pistola del 45 relajadamente, como si ya estuviese acostumbrado a su poder mortífero, como si la considerara más un juguete que un arma mortal.

—¿Qué le pasa, está asustada?

La chica se tocó los labios con las manos y las retiró con un gesto que denotaba su imposibilidad de hablar.

—¿Qué?

Ella repitió el gesto.

—Vamos —dijo él—, hable, ¡por el amor de Dios! Estoy seguro de que no está tan asustada.

La chica repitió el gesto y sacudió la cabeza. Él la observó con curiosidad.

—¡Que me cuelguen! —exclamó por fin—. ¡Es una mudita! —Se echó a reír. La risa llenó el apartamento y reverberó en las paredes—. ¡Una mudita! ¡No puedo creerlo! ¡Una mudita! —Dejó de reír. Estudió a la joven con atención—. No estará tratando de engañarme, ¿verdad?

La chica sacudió vigorosamente la cabeza. Se llevó las manos hasta la abertura de la bata y aferró la prenda contra el cuerpo.

—Bien, creo que esto tiene sus ventajas, ¿no lo cree así? —dijo, sonriendo—. No puede gritar, no puede usar el teléfono, no puede hacer nada, ¿verdad?

Teddy tragó saliva con dificultad sin dejar de mirarle.

—¿Qué sabe Carella? —preguntó él.

Ella sacudió la cabeza.

—El periódico afirma que él tiene una pista. ¿Sabe él algo de mí? ¿Tiene alguna idea de quién soy?

Teddy volvió a sacudir la cabeza.

—No lo creo.

Ella asintió. Intentaba convencerle de que Steve no sabía nada. ¿A qué periódico se refería? ¿Qué quería decir? Abrió las manos en un gesto de inocencia, con la esperanza de que él comprendiera.

El hombre sacó el periódico que llevaba en el bolsillo de la chaqueta.

—Página cuatro —dijo—. Léalo. Tengo que sentarme. Este maldito hombro…

Se sentó sin dejar de apuntarla. Teddy abrió el periódico y leyó la historia, sacudiendo de vez en cuando la cabeza mientras lo hacía.

—¿Y bien? —preguntó él.

Teddy continuó sacudiendo la cabeza. No, esto no es verdad. No, Steve jamás diría estas cosas. Steve…

—¿Qué le ha contado él? —preguntó el hombre.

Los ojos de Teddy se abrieron, implorantes. Nada, no me ha contado nada.

—El periódico dice…

Teddy arrojó el periódico al suelo.

—Mentiras, ¿eh?

, dijo ella con la cabeza.

Los ojos del hombre se entornaron.

—Los periódicos no mienten —dijo.

¡Sí, lo hacen, lo hacen!

—¿A qué hora viene Carella?

Ella sacudió la cabeza.

—Está mintiendo. Puedo notarlo en su expresión. Él va a venir, ¿verdad?

Teddy corrió hacia la puerta. El hombre la agarró de un brazo y la arrojó a través de la habitación. La bata dejó sus piernas al descubierto cuando cayó al suelo. Ella se las cubrió rápidamente y miró al hombre.

—No vuelva a intentarlo —advirtió él.

Ella respiraba agitadamente. Presentía que el hombre era como un muelle aprisionado que saltaría hacia la puerta en el instante en que Steve abriese. Pero éste le había dicho que no llegaría hasta medianoche. Eso, al menos, era lo que le había dicho, y aún faltaban varias horas para que ese momento llegara. En ese tiempo…

—¿Acaba de tomarse una ducha? —preguntó él.

La chica asintió.

—Tiene unas piernas muy bonitas —comentó, y Teddy sintió su mirada sobre ella—. Mujeres —dijo el hombre con tono filosófico—. ¿Qué lleva puesto debajo de esa bata?

Los ojos de Teddy se dilataron.

El hombre se echó a reír.

—Justo lo que pensaba. Una chica lista. Una buena manera de combatir el calor. ¿A qué hora llega Carella?

La chica no contestó.

—¿A las siete, a las ocho, a las nueve?; ¿está hoy de servicio? —Él la observó—. No piensa decirme nada, ¿eh? ¿Qué turno tiene hoy?, ¿de cuatro a medianoche? Seguro que sí; de otro modo, en este momento estaría con usted. Bien, creo que podemos ponernos cómodos, deberemos esperar varias horas aún. ¿Tiene algo de beber?

Teddy asintió.

—¿Qué tiene?… ¿Ginebra?… ¿Whisky de centeno?… ¿Bourbon? —La observó con atención—. ¿Ginebra?… ¿Tiene tónica? No, ¿eh? ¿Agua de seltz? Muy bien, prepáreme un Tom Collins. Oiga, ¿adónde va?

Teddy señaló la cocina.

—La acompaño —dijo el hombre.

La siguió hasta la cocina. Teddy abrió la nevera y sacó una botella abierta de agua de seltz.

—¿No tiene una botella sin abrir? —preguntó el hombre.

Teddy estaba de espaldas a él y, por tanto, no podía leer sus labios. Él la cogió del hombro y la hizo girar. La mano permaneció sobre el hombro.

—Le he preguntado si no tiene una botella sin abrir —dijo él.

Ella asintió, se inclinó y cogió una botella sin abrir del estante inferior de la nevera. También sacó algunos limones del recipiente de la fruta y, luego, fue a buscar la botella de ginebra al aparador.

—Mujeres —repitió el hombre.

Teddy sirvió un trago largo de ginebra en un vaso alto. Añadió azúcar y luego abrió un cajón.

—¡Eh! —dijo él cuando vio el cuchillo en las manos de la joven—. Que no se le ocurran ideas extrañas. Sólo tiene que cortar el limón.

Teddy cortó el limón en dos mitades y las exprimió en el vaso. Echó el agua de seltz hasta llenar tres cuartas partes del contenido del vaso, y luego se dirigió de nuevo hacia la nevera en busca de los cubitos de hielo. Cuando la bebida estuvo lista, se la alcanzó al hombre.

—Prepare uno para usted —dijo él.

Ella sacudió la cabeza.

—¡He dicho que prepare uno para usted! No me gusta beber solo.

Paciente, Teddy, se preparó un vaso.

—Venga. Volvamos a la sala de estar —ordenó él.

Regresaron a la salita y el hombre se sentó en el sofá de modo que el hombro herido estuviese cómodo.

—Cuando suenen los golpes en la puerta —dijo—, usted se quedará sentada, ¿entendido? Ahora vaya y quite la llave, pero antes abra la cerradura.

Teddy se acercó a la puerta e hizo lo que le ordenaba. Entonces, sabiendo que la puerta estaba abierta, que Steve entraría y se encontraría con una pistola del 45 apuntándole para matarle, sintió que el miedo se arrastraba por su cabeza como arañas en un nido.

—¿En qué piensa? —preguntó el hombre.

Teddy se encogió de hombros. Se alejó de la puerta y se sentó frente a él, pero no dejó de mirar hacia la puerta.

—Es una buena bebida —dijo él—. Adelante, beba.

Teddy bebió apenas un sorbo de su Tom Collins, mientras su mente trabajaba a toda velocidad pensando en el instante en que Steve llegaría.

—Voy a matarle, lo sabe, ¿verdad? —dijo el hombre.

Ella lo miró con los ojos abiertos de par en par.

—A estas alturas, eso no supone ninguna diferencia, ¿no cree usted? Un policía más o menos… Hace que parezca un poco mejor, ¿verdad?

Teddy estaba confusa y lo reflejaba en su rostro.

—Es la mejor manera —continuó él—. Si Carella sabe algo…, bueno, no conviene que siga con vida. Y si no sabe nada, completará el cuadro. —Se removió en el sofá—. Caray, tengo que hacer que me curen este hombro. ¿Qué me dice de ese asqueroso doctor? Fue una sucia jugarreta la que me hizo. Yo creía que su trabajo consistía en curar a las personas.

Habla como cualquier hombre —pensó ella—. Excepto que habla con tanta indiferencia de la muerte. Va a matar a Steve.

—De todos modos, pensábamos irnos a México. Pensábamos largarnos esta misma tarde, hasta que su novio de usted apareció con esta brillante idea. Nos iremos mañana. Tan pronto como yo haya acabado con este asunto. —Hizo una pausa—. ¿Cree que podré encontrar un buen médico en México? Diablos, las cosas que es capaz de hacer un hombre, ¿eh? —Observó con atención el rostro de Teddy—. ¿Ha estado enamorada alguna vez?

Ella le estudió, confundida. No parecía un asesino. Asintió.

—¿De quién?, ¿de este policía?

Volvió a asentir.

—Bueno, es una lástima. —Daba la sensación de sentir auténtica compasión—. Es una maldita lástima, muñeca, pero lo que tiene que ser, será. No hay otra alternativa, lo comprende, ¿verdad? Quiero decir, que no hubo otra alternativa desde el principio, desde el momento en que comencé esto. Y cuando uno empieza algo, debe llegar hasta el final. Ahora es una cuestión de supervivencia, ¿lo comprende? Maldita sea, las cosas que un hombre es capaz de hacer. Bueno, usted ya lo sabe. —Hizo otra pausa—. Usted sería capaz de matar por él, ¿verdad?

Teddy vaciló.

—Para conservarle a su lado, mataría por él ¿verdad? —repitió el hombre.

Teddy asintió.

—¿Se da usted cuenta? Ahí lo tiene. —Sonrió—. Yo no soy un asesino profesional. Soy mecánico. Ése es mi oficio. Y soy un excelente mecánico. ¿Cree que podré encontrar trabajo en México?

Teddy se encogió de hombros.

—Seguro, deben de tener coches allí —prosiguió él—. En todas partes hay coches. Más tarde, cuando todo esto se haya enfriado, regresaremos a Estados Unidos. Diablos, las cosas tendrán que enfriarse tarde o temprano. Pero lo que intento decirle es que no soy un asesino profesional, de modo que no piense así de mí. Sólo soy un tío normal.

Los ojos de Teddy decían que no creía en estas palabras.

—No, ¿eh? Bueno, es la verdad. A veces, no hay otra alternativa. Si te percatas de que algo no tiene solución, y alguien te explica dónde hay alguna esperanza… pues, bueno, tú lo aceptas. Nunca le había hecho daño a nadie hasta que maté a esos policías. ¿Cree que deseaba matarles? Se trataba de una cuestión de supervivencia, eso es todo. Hay cosas que uno no tiene más remedio que hacer. Pero ¿qué demonios puede entender usted? No es más que una muda.

Ella permaneció sentada, mirándole fijamente.

—Una mujer se mete debajo de tu piel. Algunas mujeres son así. Escuche, yo he corrido mucho mundo. He tenido más mujeres de las que usted podría contar. Pero esta mujer es…, es diferente. Lo ha sido desde el principio. Ella se metió debajo de mi piel. Justo debajo de mi piel. Cuando eso ocurre, eres incapaz de comer, de dormir, no puedes hacer nada. Te pasas todo el maldito día pensando en ella. ¿Y qué puedes hacer cuando comprendes que nunca la tendrás a menos que…, bueno…, a menos que…? ¡Diablos! ¿Acaso no le pidió el divorcio? ¿Es culpa mía que él fuese un terco hijo de puta? Bueno, sigue siendo terco, sólo que ahora está muerto.

Los ojos de Teddy apartaron la mirada del rostro del hombre. Se clavaron en la puerta que había detrás de él y bajaron hasta el pomo.

—Y se llevó a dos de sus compañeros con él. —Miró dentro de su vaso—. Así son las cosas. Tendría que haber atendido a razones. Una mujer como ella… ¡Jo! Uno hace cualquier cosa por una mujer así. ¡Cualquier cosa! El mero hecho de estar en la misma habitación con ella…

Teddy miraba el pomo de la puerta como si estuviese fascinada. De repente se incorporó. Llevó hacia atrás la mano que sostenía el vaso y lo lanzó contra el hombre. El vaso le pasó rozando la frente y el líquido se derramó sobre su hombro. Él se puso de pie con el rostro contraído por la furia mientras la apuntaba con la pistola del 45.

—¡Maldita zorra! —gritó—. ¿Por qué demonios ha hecho eso?