Capítulo 9
Capítulo 9
Ese 26 de julio, a las doce del mediodía la temperatura alcanzó los 35° C. En la comisaría, dos ventiladores hacían circular el aire húmedo que se arrastraba lentamente a través de las ventanas abiertas y de las rejas que había detrás de ellas. Todo lo que había en la Sala de Detectives parecía marchitarse bajo la sostenida y maligna presión del calor. Sólo los archivadores y los escritorios se mantenían firmes. Informes, fichas de archivo, papel carbón, sobres y notas estaban húmedos y pegajosos al tacto, y se adherían allí donde eran dejados, con una húmeda transparencia.
Los hombres que estaban en la sala trabajaban en mangas de camisa. Las camisas estaban manchadas de sudor, eran como grandes amebas oscuras que mordisqueaban la tela, y se extendían, desde las axilas, desde la concavidad de la columna vertebral. Los ventiladores no mitigaban en absoluto el intenso calor. Los ventiladores hacían circular el sofocante aliento de la ciudad, y los hombres succionaban ese aliento y escribían a máquina sus informes por triplicado, y comprobaban sus notas, y soñaban con pasar veranos en las Montañas Blancas, o en Atlantic City, con el océano salpicándoles el rostro. Llamaban a los demandantes y a los sospechosos, y sus manos transpiraban sobre el plástico negro del teléfono, y podían sentir el Calor como algo vivo que les invadía los cuerpos y les quemaba como un millón de dagas al rojo vivo.
El teniente Byrnes tenía tanto calor como cualquier otro hombre de los que había en la Sala de Detectives. Su despacho se encontraba justo a la izquierda de la barandilla divisoria y tenía una gran ventana en un rincón, pero esa ventana estaba abierta y no entraba ni un soplo de aire. El periodista que se hallaba frente a él no parecía sentir el calor. El periodista se llamaba Savage, llevaba un traje de lino azul y un panamá azul oscuro, estaba fumando un cigarrillo y lanzaba el humo hacia el techo, donde el calor lo convertía en una sólida masa gris azulada.
—No puedo decirle nada más —dijo Byrnes.
El periodista le fastidiaba espantosamente. Le resultaba difícil creer que un ser humano pudiese llamarse «Savage».[5] Y, además, no podía creer que ningún hombre pudiera mantenerse tan fresco como pretendía estarlo Savage.
—¿Nada más, teniente? —preguntó Savage con voz muy suave.
Era un hombre bien parecido que tenía el pelo rubio y corto y una nariz recta, casi femenina. Los ojos eran grises, fríos. Muy fríos.
—Nada —dijo el teniente—. ¿Qué diablos esperaba? ¿Si supiéramos quién lo hizo, ya lo tendríamos aquí, no le parece?
—Debí imaginarlo —dijo Savage—. ¿Algún sospechoso?
—Estamos trabajando en ello.
—¿Sospechosos? —repitió Savage.
—Pocos. Los sospechosos son cosa nuestra. Si los coloca en primera página, se largarán a Europa.
—¿Cree que lo hizo un chico?
—¿Qué quiere decir con un chico?
—Un adolescente.
—Cualquiera pudo haberlo hecho —dijo Byrnes—. Que yo sepa, usted lo hizo.
Savage sonrió, y al hacerlo exhibió su blanca dentadura.
—Hay muchas bandas de adolescentes en este distrito, ¿verdad?
—Las tenemos controladas a todas. Este distrito no es el jardín de rosas de la ciudad, Savage, pero nos gusta pensar que lo hacemos lo mejor posible. Comprendo que su periódico puede sentirse molesto por lo que estoy diciendo, pero lo intentamos de verdad, Savage, tratamos de hacer bien nuestro insignificante trabajo.
—¿Detecto cierto sarcasmo en sus palabras, teniente? —preguntó Savage.
—El sarcasmo es un arma de los intelectuales, Savage. Todo el mundo sabe, especialmente su periódico, que los policías no son más que lentas y estúpidas bestias de carga.
—Mi periódico jamás ha dicho eso, teniente.
—¿No? —Byrnes se encogió de hombros—. Bueno, puede utilizarlo en la edición de mañana.
—Estamos tratando de ayudar —dijo Savage—. A nosotros tampoco nos gusta que maten a los policías. —Savage hizo una pausa—. ¿Qué me dice de la banda de adolescentes?
—Todavía no la hemos considerado. Esas bandas no actúan de ese modo. ¿Por qué diablos tienen que achacar todo cuanto pasa en esta ciudad a los adolescentes? Mi hijo es un adolescente y no anda por las calles matando policías.
—Eso es alentador —dijo Savage.
—El fenómeno de las bandas es algo muy especial para poder entenderlo —explicó Byrnes—. No le estoy diciendo que las hayamos barrido de la ciudad, pero las tenemos controladas. Si hemos suprimido las peleas callejeras, los tiroteos y los navajazos, entonces esas bandas se han convertido en clubes sociales. En la medida en que continúen así, yo me daré por satisfecho.
—Su punto de vista es extrañamente optimista —dijo Savage fríamente—. Mi periódico no cree que las peleas callejeras hayan cesado. Mi periódico sustenta la opinión de que la muerte de esos dos policías puede rastrearse directamente hasta esos «clubes sociales».
—¿Sí?
—Sí.
—Entonces, ¿qué diablos quiere que haga yo? ¿Que encierre a todos los chicos de la ciudad y los muela a palos? ¿Para que su maldito periódico consiga vender otro millón de ejemplares?
—No. Pero nosotros vamos por delante con nuestra propia investigación. Y si logramos resolver este caso, la Comisaría 87 no saldrá muy bien parada.
—Tampoco saldrá bien parado Homicidios Norte. Y tampoco saldrá bien parado el comisario. Hará que todos los policías del departamento parezcan aficionados, comparados con los genios que trabajan en su periódico.
—Sí, podría ser —convino Savage.
—Me gustaría darle un par de consejos, Savage.
—Usted dirá.
—A los chicos de esta zona no les gusta que les hagan preguntas. No trata usted con los adolescentes de Snob Hill, que arman una gresca después de haber bebido unas cuantas latas de cerveza. Trata con muchachos cuyo código es radicalmente diferente al suyo o al mío. No se haga matar.
—No lo haré —dijo Savage dirigiéndole una sonrisa resplandeciente a Byrnes.
—Y otra cosa.
—Diga usted.
—No se burle de mi comisaría. Ya tengo suficientes quebraderos de cabeza para que encima usted y sus jodidos compañeros de profesión me creen más problemas.
—¿Qué es más importante para usted, teniente? —preguntó Savage—. ¿Que no me meta con su comisaría…, o que no me asesinen?
Byrnes sonrió y comenzó a llenar la pipa.
—Ambas cosas vienen a ser casi lo mismo —contestó.
La llamada de Danny Gimpo llegó cincuenta minutos más tarde. El sargento de guardia recibió la llamada y se la pasó a Carella.
—Sala de Detectives de la Comisaría 87 —dijo—. Aquí, Carella.
—Le habla Danny Gimpo.
—Hola, Danny. ¿Qué has averiguado?
—He encontrado a Ordiz.
—¿Dónde?
—¿Esto es un favor o un negocio? —preguntó Danny.
—Un negocio —contestó Carella brevemente—. ¿Dónde puedo verte?
—¿Conoce Jenny’s?
—¿Bromeas?
—Hablo en serio.
—Si Ordiz es drogadicto, ¿qué diablos está haciendo en la Vía de las Putas?
—Está escondido en el apartamento de una furcia. Sería usted un hombre con suerte, si consigue sacarle algunos balbuceos.
—¿En el apartamento de quién?
—Para eso debemos encontrarnos, Steve. ¿No le parece?
—Llámame «Steve» a la cara y perderás unos cuantos dientes, amigo —dijo Carella.
—Está bien, detective Carella. Si quiere encontrar a ese drogadicto, estaré en Jenny’s dentro de cinco minutos. Traiga un poco de pasta.
—Ordiz, ¿está armado?
—Puede estarlo.
—Espérame —ordenó Carella.
La Vía de las Putas era una calle que corría de norte a sur a lo largo de tres manzanas. Los indios probablemente tuvieron un nombre para esa zona, y los teepees, que flanqueaban el camino en aquellos ricos días de pieles de castor y cuentas pintadas, seguramente desarrollaban un negocio floreciente ya entonces. Cuando los indios se retiraron a sus ricos territorios de caza y los transitados senderos se convirtieron en calles pavimentadas, los teepees dieron paso a los edificios de apartamentos, y las practicantes del oficio más viejo del mundo reclamaron como suyos los pequeños cuartos revestidos de felpa. Hubo un tiempo en que esa calle fue bautizada con el nombre de «Piazza Putana» por los inmigrantes italianos, y como «The Hussy Hole»[6] por los inmigrantes irlandeses. Con la llegada de la marea puertorriqueña, la calle había cambiado de idioma, pero no su única fuente de ingresos. Los puertorriqueños se referían a ella como «La Vía de las Putas». Los policías la llamaban «La calle de las Putas». En cualquier idioma, uno pagaba y podía elegir.
Las mujeres que controlaban los emporios del sexo se llamaban a sí mismas Mamá esto o Mamá lo otro. Mamá Theresa era el local más famoso de toda la calle. Mamá Carmen era el más inmundo. Mamá Luz había sido allanado dieciséis veces por la policía debido a algunas cosas que pasaban detrás de su inestable fachada de ladrillos. Los policías solían frecuentar también esos locales en plan social. Las visitas de negocios incluían allanamientos ocasionales y ocasionales comisiones ilícitas. Estos allanamientos solían ser bastante interesantes, pero habitualmente eran dirigidos por miembros del Escuadrón Antivicio, quienes no estaban familiarizados con los arreglos a los que algunos policías de la Comisaría 87 habían llegado con las encargadas de los prostíbulos. Nadie hay como un policía ignorante para echar por tierra un buen trato.
Carella, tal vez, era un policía ignorante. O un policía honesto, depende como se lo mirase. Se encontró con Danny Gimpo en el Jenny’s, que era un cafetín situado en la esquina de la calle de las Putas, un cafetín que, supuestamente, servía absenta a la antigua, completada con ajenjo y agua para mezclarla. Ningún viejo bebedor de absenta se hubiera dejado engañar jamás por la porquería que servían en Jenny’s, pero el café aún representaba una especie de tierra de nadie entre el respetable mundo cotidiano del proletariado y los pecaminosos vestíbulos de los burdeles. Un hombre podía colgar su sombrero en Jenny’s, un hombre podía tomar un trago en ese lugar, un hombre podía simular que sólo estaba pasando el rato y, al llegar a la tercera copa, estaba dispuesto a reflexionar sobre el siguiente paso que daría. Jenny’s era algo necesario para el funcionamiento de la calle. Jenny’s, para dar un ejemplo, servía al mismo propósito que el cuarto de baño en una suite nupcial.
El 26 de julio, cuando el calor calcinaba la pintura negra que cubría la mitad inferior de la ventana del Jenny’s —una ventana que había sido destrozada una docena de veces desde que se fundara el establecimiento—. Carella y Danny no se hallaban interesados en los aspectos cruzar-la-barrera-social del cafetín. Se hallaban interesados en un hombre llamado Luis «Dizzy» Ordiz, quien podía o no haber disparado un total de seis balas a un total de dos policías. Bush investigaba al tal Flannagan. Carella se había trasladado al Jenny’s en un coche patrulla conducido por un joven novato llamado Kling. Ahora, el coche patrulla se encontraba aparcado afuera, y Kling estaba apoyado contra el guardabarros, la cabeza erguida, sofocándose dentro de su uniforme azul. Mechones de pelo rubio se le escapaban de la gorra ligera. Tenía calor. Tenía una calor de mil demonios.
Dentro del café, Carella también tenía calor.
—¿Dónde está? —le preguntó a Danny.
Danny hizo girar el pulgar contra el índice.
—Hace días que no hago una comida decente —dijo.
Carella extrajo un billete de diez dólares de la billetera y se lo entregó a Danny.
—Está en el Mamá Luz —informó Danny—. Está con una furcia a la que llaman La Flamenca. Pero no es tan caliente.
—¿Qué está haciendo ahí?
—Le robó a un camello hace un par de horas. Tres dosis de heroína. Se arrastró hasta el Mamá Luz con amorosas intenciones, pero la heroína ganó la batalla. Mamá Luz me ha dicho que Ordiz ha estado durmiendo durante la última hora.
—¿Y La Flamenca?
—Está con él, probablemente ya le ha limpiado la billetera. Es una tía grande y pelirroja que tiene dos dientes de oro en la parte delantera de la boca, y que es capaz de dejarte ciego con esos malditos dientes. Es una mujer de caderas peligrosas. No se haga el duro con ella, a menos que quiera que se lo trague de un bocado.
—¿Ordiz está armado? —preguntó Carella.
—Mamá Luz no lo sabe. Pero cree que no.
—¿No lo sabe la pelirroja?
—No se lo he preguntado —contestó Danny—. No tengo tratos con la mano de obra alquilada.
—¿Cómo es entonces que sabes lo de sus caderas? —preguntó Carella.
—Sus diez pavos no compran mi vida sexual —respondió Danny, sonriendo.
—Está bien —dijo Carella—, gracias.
Dejó a Danny sentado a la mesa y se dirigió a Kling, que seguía apoyado en el guardabarros.
—Qué calor —refunfuñó Kling.
—Si quieres beber una cerveza, adelante —dijo Carella.
—No, sólo quiero irme a casa.
—Todo el mundo quiere lo mismo —dijo Carella.
—Nunca he entendido a los detectives —afirmó Kling.
—Vamos, tenemos que hacer una visita —le comunicó Carella.
—¿Adónde?
—Calle arriba. En el Mamá Luz. Sólo tienes que poner el coche en marcha; él conoce el camino.
Kling se quitó la gorra y se pasó una mano por el pelo.
—Muy bien —dijo Kling. Se acomodó la gorra y se instaló detrás del volante—. ¿A quién estamos buscando?
—A un sujeto llamado Ordiz.
—Nunca he oído hablar de él.
—Él tampoco ha oído hablar de ti —dijo Carella.
—Sí —dijo Kling secamente—, bueno, le agradecería que nos presentara.
—Lo haré —dijo Carella, y sonrió mientras Kling ponía el coche en marcha.
Mamá Luz se encontraba en el portal del establecimiento cuando los dos hombres llegaron. Los chicos que estaban en la acera lucían amplias sonrisas, esperaban un allanamiento. Mamá Luz sonrió y dijo:
—Hola, detective Carella. Hace calor, ¿verdad?
—Sí, hace calor —contestó Carella, preguntándose por qué demonios todo el mundo se dedicaba a hacer comentarios sobre el tiempo.
Era absolutamente evidente para cualquiera que tuviese dos dedos de frente, que era un día muy caluroso, que era un día sofocantemente caluroso, que era, probablemente, más caluroso que un día en Manila, o incluso si uno pensaba que Calcuta era más caluroso, éste era incluso un calor más caliente que ese.
Mamá Luz llevaba un quimono de seda. Mamá Luz era una mujer grande y gorda que tenía una masa de pelo negro recogido en la parte posterior de la cabeza. Mamá Luz había sido una famosa prostituta, al parecer una de las mejores en la ciudad; pero ahora era una madame y jamás practicaba el oficio, excepto con los amigos. Era escrupulosamente limpia, y siempre olía a lilas. Su tez era tan blanca como podía serlo la de cualquiera, más blanca aún porque raramente veía la luz del sol. Tenía rasgos patricios y una sonrisa angelical. Si uno no sabía que dirigía uno de los burdeles más tumultuosos de la calle, podría pensar que era la madre de alguien.
Pero no lo era.
—¿Se trata de una visita social? —le preguntó a Carella, guiñándole un ojo.
—Si no puedo tenerte a ti, Mamá Luz —dijo Carella—, no quiero a nadie.
Kling parpadeó y luego enjugó la badana de su gorra.
—Por ti, toro —dijo Mamá Luz, guiñando nuevamente el ojo—, Mamá Luz hace cualquier cosa. Por ti, Mamá Luz vuelve a ser una muchacha.
—Siempre has sido una muchacha —dijo Carella, propinándole una palmada en el trasero; y luego le preguntó—: ¿Dónde está Ordiz?
—Con la roja —dijo Mamá Luz—. A esta hora ya debe haberle sacado los ojos. —Se encogió de hombros—. A estas chicas nuevas, lo único que les interesa es el dinero. En los viejos tiempos… —Mamá Luz inclinó la cabeza, sentía añoranza—. En los viejos tiempos, toro, a veces había amor, ¿sabes? Qué ha pasado hoy con el amor, ¿eh?
—Está todo encerrado en tu gordo corazón —dijo Carella—. Ordiz, ¿está armado?
—¿Acaso cacheo a mis huéspedes? —preguntó Mamá Luz—. No creo que tenga un arma, Stevie. No empezarás un tiroteo, ¿verdad? Hoy hemos tenido un día tranquilo.
—No, no empezaré ningún tiroteo —dijo Carella—. Muéstrame donde está Ordiz.
Mamá Luz asintió. Cuando Kling pasó junto a ella, le echó un vistazo a la entrepierna y se echó a reír ruidosamente cuando él se sonrojó. Siguió a los dos policías y luego pasó delante de ellos e indicó:
—Por aquí. Está arriba.
La escalera crujió bajo el peso de Mamá Luz. Miró a Carella por encima del hombro y le dijo, mientras le guiñaba un ojo:
—Me siento segura si estás detrás de mí, Stevie.
—Gracias —dijo Carella.
—No mires debajo de mi vestido.
—Reconozco que es una tentación —dijo Carella y, detrás de él, oyó que Kling ahogaba una mezcla de risas y jadeos.
Mamá Luz se detuvo cuando llegaron al primer rellano.
—Es la puerta que hay al final del corredor. Que no haya sangre, Stevie, por favor. Con este tío, no necesitas sangre. Ya está medio muerto.
—Está bien —dijo Carella—. Ahora, ya puedes bajar, Mamá Luz.
—Y más tarde, cuando hayas terminado el trabajo… —dijo Mamá Luz sugestivamente, y chocó una cadera carnosa contra Carella, haciendo que estuviera a punto de perder el equilibrio. Pasó junto a Kling riendo y la risa se elevó por la caja de la escalera.
Carella suspiró y miró a Kling.
—Qué se puede hacer, chico —dijo—, estoy enamorado.
—Nunca entenderé a los detectives —afirmó Kling.
Recorrieron el corredor. Kling sacó su revólver de reglamento cuando vio que Carella ya tenía el suyo en la mano.
—Mamá Luz ha dicho que nada de disparos —le recordó a Carella.
—Hasta ahora, sólo dirige un prostíbulo —dijo Carella—. No el Departamento de Policía.
—Por supuesto —admitió Kling.
Carella golpeó la puerta con la culata de su revólver del 38.
—¿Quién es? —preguntó una voz femenina.
—Policía —respondió Carella—. Abra la puerta.
—Un momento —rogó la voz.
—Se está vistiendo —le comunicó Kling a Carella.
Al cabo de un instante, la puerta se abrió. La muchacha era una pelirroja imponente. No sonreía, de modo que Carella no tuvo oportunidad de examinar el diente de oro que llevaba en la parte delantera de la boca.
—¿Qué quiere? —preguntó la mujer.
—Hazte a un lado —ordenó Carella—. Queremos hablar con ese sujeto.
—Por supuesto —dijo ella.
Le lanzó a Carella una mirada destinada a transmitir una actitud de virginidad ofendida y luego pasó junto a él y se alejó por el corredor. Kling la observó. Cuando se volvió hacia la puerta, Carella ya estaba dentro de la habitación.
En el cuarto había una cama, y una mesilla de noche y una palangana de metal. La persiana estaba cerrada. La habitación olía mal. Un hombre, con los pantalones puestos, yacía en la cama. Se había quitado los zapatos y los calcetines. Tenía el torso desnudo, los ojos cerrados y la boca abierta. Una mosca volaba alrededor de su nariz.
—Abre la ventana —le ordenó Carella a Kling—. Jesús, este lugar apesta.
El hombre que yacía en la cama despertó. Alzó la cabeza y miró a Carella.
—¿Quién es usted? —preguntó.
—¿Se llama usted Ordiz? —respondió Carella.
—Sí. ¿Es usted policía?
—Sí.
—¿Qué he hecho?
Kling abrió la ventana. Desde la calle llegaba un bullicio de voces infantiles.
—¿Dónde se encontraba el domingo por la noche?
—¿A qué hora?
—Cerca de medianoche.
—No lo recuerdo.
—Será mejor que lo haga, Ordiz. Será mejor que empiece a recordar aprisa. ¿Acaba de pincharse?
—No sé de qué me habla.
—Usted es un drogadicto, Ordiz, y nosotros lo sabemos. Y también sabemos que le birló tres dosis a un camello hace unas horas. ¿Está drogado o comprende lo que le digo?
—Le escucho —dijo Ordiz.
Se pasó una mano por los ojos. Tenía un rostro delgado, una nariz fina y labios gruesos y carnosos. Necesitaba un afeitado urgente.
—Está bien, hable.
—¿El viernes por la noche ha dicho?
—He dicho el domingo.
—Domingo. Oh, sí. Estaba jugando una partida de póquer.
—¿Adónde?
—En la calle 4 Sur. ¿Qué pasa? ¿No me cree?
—¿Tiene testigos?
—Había cinco tíos en la partida. Puede comprobarlo hablando con cualquiera de ellos.
—Quiero que me dé sus nombres.
—Por supuesto. Louie Descala y su hermano, John. Un chico llamado Pete Díaz. Otro chico llamado Pepe. Ignoro su apellido.
—Esos son cuatro —dijo Carella.
—Yo era el quinto.
—¿Dónde viven esos tíos?
Ordiz desgranó unas cuantas direcciones.
—Está bien. ¿Qué me dice del lunes por la noche?
—Estaba en casa.
—¿Había alguien con usted?
—Mi casera.
—¿Qué?
—Mi casera estaba conmigo. ¿Qué le pasa? ¿No oye bien?
—Cierre la boca, Dizzy. ¿Cómo se llama esa mujer?
—Olga Pazio.
—¿Dirección?
Ordiz se la dijo.
—¿Qué suponen que he hecho? —preguntó.
—Nada. ¿Tiene algún arma?
—No. Escuche, he estado limpio desde que salí.
—¿Qué me dice de esas tres dosis?
—No sé de dónde sacó esa basura. Alguien le está tomando el pelo, «poli».
—Seguro que sí. Vamos, vístase, «Dizzy».
—¿Para qué? He pagado por esta habitación.
—Está bien, ya la ha usado. Vístase.
—Eh, escuche, ¿por qué? Le digo que he estado limpio desde que salí en libertad. ¿Qué demonios pasa aquí, «poli»?
—Si no le importa, quiero tenerle en comisaría mientras compruebo los nombres que me ha dado.
—Le dirán que estuve con ellos, no se preocupe. Y esa mierda de la droga, Jesús, no sé de dónde ha sacado esa historia. Diablos, hace años que no me acerco al caballo.
—Eso se ve a simple vista —dijo Carella—. Supongo que esas marcas que tiene en los brazos son por culpa del beriberi o algo por el estilo.
—¿Eh? —preguntó Ordiz.
—Vístase.
Carella se puso en contacto con los hombres que Ordiz había nombrado. Cada uno de ellos estaba ansioso por jurar que había tomado parte en esa partida de póquer desde las diez y media de la noche del 23 de julio hasta las 4 de la madrugada del 24. La casera de Ordiz admitió de mala gana que había pasado la noche del 24 y la madrugada del 25 en la habitación de Ordiz. Éste poseía sólidas coartadas que cubrían las horas en que alguien se había dedicado a asesinar a Foster y a Reardon.
Cuando Bush regresó con su informe sobre Flannagan, los muchachos estaban en el mismo lugar de donde habían empezado.
—Tiene una coartada tan larga como el territorio de Texas —dijo Bush.
Carella suspiró y luego invitó a Kling a tomar una cerveza antes de ir a visitar a Teddy.
Bush maldijo el calor y fue a su casa con su esposa.