Capítulo 20

Capítulo 20

Cuando Carella salió de la comisaría a las cuatro de la tarde del día siguiente, Savage lo estaba esperando en la calle.

Llevaba un traje de seda Dupioni marrón, corbata dorada, y un sombrero de paja con una cinta amarillo pálido.

—Hola —dijo, apareciendo por un costado del edificio.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó Carella.

—Usted es detective, ¿verdad?

—Si tiene alguna queja que presentar —dijo Carella—, hable con el sargento de guardia. Yo me voy a casa.

—Me llamo Savage.

—Oh —dijo Carella. Miró al periodista con expresión gélida.

—¿Usted también pertenece a la fraternidad? —preguntó Savage.

—¿A cuál de ellas?

—A la fraternidad contra Savage. Beta Piecea Cliff.

—Yo soy Phi Beta Kappa[10] —dijo Carella.

—¿De verdad?

—No.

El policía echó a andar en dirección a su coche. Savage se puso a su lado y acompasó su paso al de él.

—Lo que quiero decir es que usted también está resentido conmigo.

—Lo que ocurre es que usted mete la nariz donde no le llaman —respondió Carella—. Y por esa razón hoy tenemos a un policía en el hospital y a un chico en el Tribunal de Menores, en espera de juicio. ¿Qué quiere que haga, que le conceda una medalla?

—Si un chico le pega un tiro a alguien, se merece todo lo que le pueda pasar.

—Tal vez él no hubiera hecho eso si usted no hubiese metido la nariz donde no le llaman.

—Soy periodista. Mi trabajo consiste en establecer hechos.

—El teniente me ha comentado que ya había discutido con usted la posibilidad de que alguna banda de adolescentes estuviese detrás de estas muertes. Y que le había respondido a usted que consideraba esa posibilidad como muy remota. Pero aún así, usted tuvo que ir a meter el dedo en el pastel. ¿Se da cuenta de que podrían haber matado a Kling?

—Pero no lo hicieron. ¿Se da cuenta de que podrían haberme matado a ?

Carella no hizo comentario alguno.

—Si ustedes cooperasen más con la prensa…

Carella se detuvo.

—Escuche —dijo—, ¿qué hace usted en este vecindario? ¿Acaso busca más problemas? Si alguno de los Grovers lo reconoce, tendremos otro lío. ¿Por qué no vuelve a su periódico y escribe una columna sobre la recolección de basura?

—Su sentido del humor…

—No pretendo ser gracioso —replicó Carella—, y tampoco tengo ganas de discutir precisamente con usted. Acabo de terminar mi turno. Voy a casa a ducharme y, luego, tengo una cita con mi novia. Estoy de servicio veinticuatro horas diarias, cada día de la semana, pero, por fortuna, esa rutina no incluye ser cortés con cada aprendiz de periodista que hay en la ciudad.

—¿Aprendiz? —Savage estaba muy ofendido—. Ahora escúcheme…

—¿Qué demonios quiere de mí? —le cortó Carella con dureza.

—Hablar de esos asesinatos.

—Yo, no.

—¿Por qué no?

—Caray, es usted una verdadera sanguijuela, ¿no es verdad?

—Soy periodista, y un maldito buen periodista además. ¿Por qué no desea hablar de esos asesinatos?

—Estoy dispuesto a hacerlo con cualquier persona que sepa de lo que estoy hablando.

—Soy un buen oyente —dijo Savage.

Por supuesto —replicó irónico Carella—. Se tapó bien las orejas con Rip Desanga.

—Está bien, cometí un error, lo admito. Creí que esos chicos eran los responsables de los asesinatos, y yo estaba equivocado. Ahora sabemos que el responsable es un adulto. ¿Qué más conocemos de él? ¿Sabemos por qué lo hizo?

—¿Piensa seguirme todo el camino hasta mi casa?

—Preferiría invitarle a tomar una copa —contestó Savage.

Miró expectante a Carella. Éste sopesó la invitación.

—De acuerdo —dijo.

Savage tendió la mano.

—Mis amigos me llaman Cliff. Aún no sé su nombre.

—Steve Carella.

Ambos se estrecharon las manos.

—Encantado de conocerle. Ahora vamos a por ese trago.

El bar tenía aire acondicionado, y era un agradable santuario para protegerse del bochornoso calor que hacía en la calle. Pidieron las bebidas y luego ocuparon un reservado contra la pared izquierda.

—Todo cuanto quiero saber —dijo Savage— es lo que usted piensa de este caso.

—¿Se refiere a mí o al Departamento?

—A usted, por supuesto. No espero que hable en nombre del Departamento.

—¿Va a publicar mis palabras? —preguntó Carella.

—Diablos, no. Sólo trato de aclarar mis propias ideas sobre este asunto. En cuanto el caso se resuelva, habrá una enorme cobertura informativa. Para hacer un buen trabajo necesito estar al corriente de todas las facetas de la investigación.

—Sería un tanto difícil que un profano en la materia entendiera todas las facetas de una investigación policial —dijo Carella.

—Por supuesto, por supuesto… Pero, al menos, usted podrá decirme lo que piensa, ¿no?

—Claro. Siempre que no lo publique.

—Palabra de honor —prometió Savage.

—Al Departamento no le gusta que los policías traten de exaltar…

—No publicaré una sola palabra de lo que usted me cuente —aseguró Savage—. Créame.

—¿Qué quiere saber?

—Tenemos el arma y tenemos la oportunidad —expuso Savage—. ¿Cuál es el motivo?

—A todos los policías de la ciudad les gustaría poder responder a esa pregunta —contestó Carella.

—Puede tratarse de un loco.

—Tal vez.

—¿Piensa usted que no?

—No. Algunos lo piensan. Yo, no.

—¿Por qué no?

—Por nada en especial.

—¿Hay alguna razón para ello?

—No, sólo una sensación. Cuando uno trabaja en un caso durante cierto tiempo, comienza a experimentar sensaciones sobre ese caso. Yo no creo que haya un chiflado mezclado en esto.

—¿Qué cree usted?

—Bueno, tengo algunas ideas.

—¿Como cuáles?

—No quisiera exponerlas en este momento.

—Oh, vamos, Steve.

—Mire, el trabajo de la policía es como cualquier otro trabajo, excepto que nosotros tenemos que tratar con el delito. Si uno dirige una compañía de importación y exportación, hace caso de algunas corazonadas y otras las deja de lado. Lo mismo nos sucede a nosotros. Si uno tiene una corazonada, no va por ahí haciendo tratos de un millón de dólares con ella hasta comprobarlo.

—Entonces, ¿debo entender que usted tiene una corazonada que desea verificar?

—No, en realidad no se trata ni siquiera de una corazonada. Es tan sólo una idea.

—¿Qué clase de idea?

—Sobre el motivo.

—¿Qué me puede decir de este motivo?

Carella sonrió.

—Es usted un sujeto tenaz, ¿verdad?

—Soy un buen periodista. Ya se lo había dicho.

—Muy bien, mírelo de este modo. Estos hombres eran policías. Tres policías asesinados, uno detrás del otro. ¿Cuál es la conclusión inmediata?

—Alguien a quien no le gustan los policías.

—Exacto. Un sujeto que odia a los policías.

—¿Entonces?

—Quíteles los uniformes. ¿Qué es lo que tiene?

—Esos hombres no llevaban uniformes. Ninguno de ellos era un policía uniformado.

—Lo sé. Estaba hablando en sentido figurado. Quiero decir, conviértales en ciudadanos de a pie. No en policías. ¿Qué tiene, entonces? Desde luego no a un sujeto que odia a los policías.

—Pero ellos eran policías.

—Primero eran hombres. Lo de policías póngalo como una coincidencia, algo secundario.

—Entonces usted piensa que el hecho de que fuesen policías no tuvo nada que ver con el motivo por el cual fueron asesinados.

—Tal vez. Por eso quiero profundizar un poco más en este asunto.

—Me temo que no acabo de entenderle.

—Se trata de lo siguiente —dijo Carella—. Nosotros conocíamos perfectamente a esos policías, trabajábamos con ellos cada día. Policías. Los conocíamos como policías. No les conocíamos como hombres. Tal vez hayan sido asesinados porque eran hombres, no porque fuesen policías.

—Una teoría interesante —murmuró Savage.

—Se trata de profundizar en sus vidas en un plano más personal. No será divertido, porque el asesinato tiene una extraña manera de sacar los esqueletos de los armarios más limpios.

—Quiere decir, por ejemplo… —Savage hizo una pausa—. Bien, digamos que Reardon estaba liado con otra mujer, o que Foster apostaba fuerte a los caballos, o que Bush conseguía dinero de un chantaje, algo por el estilo.

—Sí, algo por el estilo.

—Y, de alguna manera, sus actividades por separado convergieron, quizá, en una sola persona que quería verles muertos por razones diferentes. ¿Es eso lo que me está diciendo?

—Eso es un poco complicado —respondió Carella—. No estoy seguro de que las tres muertes estén relacionadas de un modo tan complicado.

—Pero sabemos que los tres fueron asesinados por el mismo hombre.

—Sí, estamos completamente seguros de eso.

—Entonces, las muertes están relacionadas.

—Sí, por supuesto. Pero quizá… —Carella se encogió de hombros—. Es difícil hablar de esto con usted porque no estoy muy seguro de saber de qué estoy hablando. Es sólo una idea, nada más. Una idea acerca de que el motivo puede ir más allá de las placas que esos tres hombres llevaban.

—Comprendo. —Savage suspiró—. Bueno, consuélese pensando que todos los policías de esta ciudad tienen, probablemente, sus propias ideas sobre la forma de resolver este caso.

Carella asintió, aunque no comprendió del todo lo que Savage había querido decir, pero sin desear prolongar más la conversación. Echó un vistazo a su reloj.

—Debo marcharme pronto —dijo—. Tengo una cita.

—¿Con su novia?

—Sí.

—¿Cómo se llama?

—Teddy. Bueno, Theodora.

—¿Theodora qué?

—Franklin.

—Bonito nombre —dijo Savage—. ¿La cosa va en serio?

—Tan en serio como pueden ir estas cosas.

—En cuanto a estas ideas suyas, Steve —insistió Savage—, sobre el motivo del asesino. ¿Las ha comentado con sus superiores?

—Diablos, no. Uno no comenta todos los ataques de inspiración que tiene. Uno los analiza y luego, si encuentra alguna cosa que pueda ser remotamente prometedora…, bien, entonces, airea esa idea.

—Comprendo. ¿Y con Teddy?

—¿Con Teddy? No, aún no.

—¿Cree que le dará a usted la razón?

Carella sonrió embarazado.

—Teddy piensa que no puedo equivocarme.

—Parece una chica maravillosa.

—La mejor. Y me voy ahora mismo antes de que la pierda.

—Por supuesto —dijo Savage. Carella volvió a mirar el reloj—. ¿Dónde vive su novia?

—En Riverhead —contestó el policía.

—Theodora Franklin, de Riverhead —dijo Savage.

—Sí.

—Bien, me ha encantado oír lo que usted piensa sobre este caso.

Carella se puso de pie.

—Recuerde que nada de esto puede ser publicado.

—Por supuesto que no —le aseguró Savage.

—Gracias por el trago —dijo Carella.

Se estrecharon las manos. Savage se quedó en el reservado y pidió otro Tom Collins. Carella se marchó a casa para ducharse y afeitarse para acudir a su cita con Teddy.

Estaba vestida de un modo encantador cuando le abrió la puerta. Retrocedió para que él la admirara. Llevaba un vestido blanco, sandalias de paja blancas, un broche rojo en el cuello del vestido y pendientes escarlata vivo de forma ovalada.

—¡Caramba! —exclamó Carella—. Esperaba sorprenderte en enaguas.

Teddy sonrió y simuló desabrocharse el vestido.

—Tenemos la mesa reservada —dijo él.

¿Dónde?, preguntó el rostro de Teddy.

—En Ah Lum Fong —contestó Carella.

La chica asintió alborozada.

—¿Dónde está tu lápiz de labios?

La chica sonrió y se acercó a él. Carella la rodeó con sus brazos y la besó. Entonces, ella se aferró a él como si, al cabo de diez minutos, tuviera que irse a Siberia.

—Vamos —dijo él—, píntate los labios.

Teddy se metió en el dormitorio, se puso carmín en los labios y volvió a la sala llevando un pequeño bolso rojo.

—Las chicas suelen llevar un bolso como éste en la calle —dijo él—. Es su placa de identificación profesional.

Y Teddy le dio una palmada en el trasero cuando salían del apartamento.

El restaurante chino alardeaba de una comida excelente y de una decoración exótica. Para Carella, contar sólo con la comida no hubiese sido suficiente. Cuando iba a un restaurante chino, quería que pareciera chino. No le agradaban las versiones tapizadas y agrandadas de los restaurantes de la avenida Culver.

Pidieron sopa wonton, rollos de langosta, chuletas de cordero asadas, Hon Shu Gai, bistec Kew y cerdo agridulce. La sopa wonton estaba aderezada con vegetales chinos: exquisitos guisantes, castañas, setas y raíces que no hubiera podido nombrar aunque lo hubiese intentado. Los wontons estaban crujientes y la sopa tenía un sabor rico y penetrante. Hablaron muy poco mientras comían. Comenzaron por disfrutar de los rollos de langosta y continuaron con las chuletas de cordero.

—¿Conoces el asunto del cordero? —preguntó Carella—. Una disertación sobre…

Teddy asintió y luego continuó comiendo. El pollo Hon Shu Gai estaba delicioso. Dejaron los platos limpios. Apenas les quedaba lugar para el bistec Kew, pero lo intentaron de todas maneras y, cuando Charlie —el camarero— pasó a recoger los platos, los miró con reprobación porque habían dejado algunos trozos de carne.

Charlie cortó para ellos una piña de manera que la cáscara pudiese quitarse en una sola pieza, dejando expuesta la madura carne amarilla del corazón que había debajo del rugoso exterior, y con la fruta cortada en pequeñas tajadas. Bebieron sendas tazas de té, disfrutando de su aroma y calidez, con los estómagos llenos y las mentes y los cuerpos relajados.

—¿Qué te parece el diecinueve de agosto?

Teddy se encogió de hombros.

—Es sábado. ¿Te gustaría casarte un sábado?

, dijeron los ojos de Teddy.

Charlie les sirvió las galletas de la fortuna y volvió a llenar la tetera.

Carella abrió una de sus galletas. Luego, antes de leer el papelito que había en su interior, preguntó:

—¿Conoces la historia de un hombre que abrió una de estas galletas en un restaurante chino?

La muchacha sacudió la cabeza.

—Decía: «No tome la sopa». Firmado: «Un amigo».

Teddy se echó a reír y luego señaló el trozo de papel de Carella. Éste leyó en voz alta:

—«Es usted el más feliz de los mortales. Está a punto de casarse con Theodora Franklin».

—La chica exclamó «¡Oh!» con silenciosa exasperación y cogió el papel de manos de Carella. El breve mensaje decía: «Se desenvuelve usted bien con los números».

—Tu figura[11] —dijo Carella.

Teddy sonrió y abrió su galleta. Por un instante su rostro se ensombreció.

—¿Qué dice? —preguntó él.

La chica sacudió la cabeza.

—Déjame verlo.

La chica intentó evitar que él cogiera el papel, pero Carella consiguió hacerse con él y lo leyó.

—«El león rugirá, el sueño acabará».

Carella se quedó mirando el mensaje.

—Qué endemoniadas cosas meten en las galletas —dijo—. ¿Qué significa? —Pensó durante un momento—. Oh, león… Leo. Leo el León. Desde el veintidós de julio hasta algún día de agosto, ¿verdad?

Teddy asintió.

—Bien, entonces el significado está perfectamente claro. En cuanto estemos casados, tendrás todo el tiempo que quieras para dormir.

Carella sonrió y la preocupación abandonó los ojos de Teddy. Ésta también sonrió y, luego, cogió una mano a su amado a través de la mesa.

La galleta rota quedó a un lado y, más allá, el mensaje de la fortuna.

El león rugirá, el sueño acabará.