Capítulo 3

Capítulo 3

Había dieciséis detectives asignados a la Comisaría 87 y David Foster era uno de ellos. La comisaría, en realidad, podría haber contado con ciento dieciséis detectives y, aún así, le faltaría personal. El área de la comisaría se extendía hacia el sur desde la River Highway y los altos edificios que aún se jactaban de contar con porteros y ascensoristas, hacia el Stem con sus salas de cine y sus tiendas de comestibles, continuaba hacia el sur hasta la Avenida Culver y el barrio de los irlandeses, y más hacia el sur hacia la zona de los puertorriqueños y luego hacia Grover Park, donde asaltantes y violadores campaban por sus respetos. Hacia el este y el oeste, la comisaría cubría cerca de treinta y cinco calles. Y encerrada en este rectángulo —norte y sur desde el río hasta el parque, este y oeste a lo largo de treinta y cinco manzanas— había una población de 90 000 almas.

David Foster era una de ellas.

David Foster era negro.

Había nacido en la zona comprendida dentro de la jurisdicción de la Comisaría 87, y había crecido allí, y cuando cumplió los veintiún años, sano de mente y cuerpo, con algunos centímetros más que el metro setenta exigido, con una visión de 20/20 sin gafas, y sin antecedentes criminales, se había presentado al examen del Servicio Civil y le habían nombrado agente de policía.

En aquella época, el sueldo inicial de un agente de policía era de 3725 dólares al año, y Foster se había ganado bien el sueldo. Se lo había ganado tan bien que, en el espacio de cinco años, había sido asignado a la División de Detectives. Ahora era detective de tercera y ganaba 5230 dólares al año, y seguía ganándoselo.

A la una de la mañana del 24 de julio, mientras un compañero llamado Mike Reardon yacía derramando su sangre junto al bordillo de la acera, David Foster se ganaba el sueldo interrogando al hombre que él y Bush habían detenido después de la pelea en el bar.

El interrogatorio se llevaba a cabo en la segunda planta de la comisaría. A la derecha del escritorio, en la primera planta, se podía ver un letrero de un blanco sucio que anunciaba DIVISIÓN DE DETECTIVES, y una mano que les señalaba a los visitantes que los detectives se alojaban en la planta superior.

Las escaleras eran metálicas y estrechas, pero estaban escrupulosamente limpias. Ascendían a lo largo de un total de dieciséis escalones, luego giraban sobre sí mismas y continuaban durante otros dieciséis y allí se encontraba uno.

Donde uno se encontraba era un corredor estrecho y débilmente iluminado. Hacia la derecha de las escaleras, había dos puertas y un letrero sobre ellas que decía VESTUARIO. Si uno giraba a la izquierda y caminaba a lo largo del corredor, pasaba junto a un banco de madera a su izquierda, a un banco sin respaldo a la derecha (colocado en un nicho estrecho delante de las puertas selladas de lo que en otro tiempo había sido el pozo de un ascensor), una puerta a la derecha con el letrero LAVABO DE CABALLEROS y una puerta a la izquierda sobre la que colgaba un pequeño letrero, y el letrero decía simplemente PERSONAL.

Al final del corredor se encontraba la Sala de Detectives.

Primero, se veía una barandilla de madera a modo de división. Detrás, se veían escritorios y teléfonos y un tablero mural en el que habían noticias y fotografías fijadas con chinchetas, y un globo de luz que colgaba del techo y, más allá, más escritorios y las ventanas enrejadas que se abrían hacia el frente del edificio. No podía verse mucho de lo que sucedía detrás de la barandilla hacia la derecha, porque dos enormes archivadores de metal bloqueaban la visión de esa zona del cuarto. Y era precisamente en ese lugar donde Foster estaba interrogando al hombre que habían detenido en el bar, esa noche.

—¿Cómo se llama? —le preguntó al hombre.

No hablo inglés[2] —respondió el hombre.

—Oh, mierda —dijo Foster.

Era un hombre fornido, tenía la tez color chocolate oscuro y cálidos ojos marrones. Llevaba una camisa blanca con el cuello abierto. Tenía las mangas arrolladas sobre sus musculosos antebrazos.

¿Cómo se llama usted? —preguntó Foster en un vacilante español.

—Tomás Perillo.

—¿Dónde vive? —Hizo una pausa para pensar—. ¿Dirección?

Tres-tres-cuatro Mei-son.

¿Edad?

Perillo se encogió de hombros.

—Está bien —dijo Foster—, ¿dónde está el cuchillo? Oh, mierda, esta noche no llegaremos a ninguna parte. Por favor, ¿dónde está el cuchillo? ¿Puede usted decírmelo?

Creo que no.

—¿Por qué no? Por todos los santos, usted tenía un cuchillo, ¿verdad?

No lo sé.

—Mire, maldito hijoputa, sabe muy bien que lo tenía. Una docena de personas le vieron con él. ¿Qué me dice de él?

Perillo permaneció en silencio.

¿Tiene usted un cuchillo? —preguntó Foster.

No.

—¡Está mintiendo! —dijo Foster—. Usted tiene un cuchillo. ¿Qué hizo con él después de apuñalar a este tío en el bar?

¿Dónde está el servicio? —preguntó Perillo.

—No importa dónde diablos esté el lavabo de caballeros —exclamó Foster—. Y póngase derecho, por el amor de Dios. ¿Qué se ha creído que es esto, una sala de apuestas? Saque las manos de los bolsillos.

Perillo obedeció.

—Ahora dígame, ¿dónde está el cuchillo?

No lo sé.

—No lo sabe, no lo sabe —dijo Foster imitándole—. Está bien, lárguese de aquí y siéntese en el banco que hay ahí fuera. Voy a buscar a un policía que hable su idioma, compañero. Ahora, vaya a sentarse en el corredor. Vamos, andando.

Bien —dijo Perillo—. ¿Dónde está el servicio?

—A la izquierda del corredor. Y no se quede allí toda la noche.

Perillo salió de la habitación. Foster sonrió. El hombre al que había apuñalado no tenía heridas de consideración. Si se dedicaran a intervenir en todas las peleas con cuchillo que se producía en la zona, no podrían hacer otra cosa. Se preguntó cómo sería estar destinado a una comisaría donde trinchar fuese algo que se le hacía exclusivamente a un pavo.

Sonrió ante su propia muestra de humor, colocó un folio en la máquina de escribir y comenzó a redactar un informe completo sobre el robo que habían investigado hacía algunos días.

Cuando entraron Carella y Bush, parecían tener mucha prisa. El primero se dirigió directamente al teléfono, consultó una lista de números y comenzó a marcar un número.

—¿Qué sucede? —preguntó Foster.

—Se trata de ese homicidio —respondió Carella.

—¿Y bien?

—Era Mike.

—¿Qué quieres decir?

—Era Mike Reardon.

—¿Qué? —dijo Foster.

—Tiene dos balazos en la cabeza. Estoy llamando al teniente. Querrá que nos movamos rápidamente en este caso.

—Eh, ¿está de guasa? —le dijo Foster a Bush; y entonces vio la expresión del rostro de éste y comprendió que no se trataba de una broma.

El teniente Byrnes era el hombre que estaba a cargo del grupo de detectives de la Comisaría 87. Tenía un cuerpo pequeño y compacto y una cabeza que parecía un remache. Los ojos eran azules y diminutos, pero eran ojos que habían visto demasiadas cosas, y no se perdían casi nada de lo que sucedía alrededor del teniente. Éste sabía que su comisaría era un lugar conflictivo y así era como le gustaban las cosas. Según le gustaba repetir, los vecindarios peligrosos eran los que necesitaban policías, y se sentía orgulloso de formar parte de un grupo de hombres que realmente se ganaban la paga. En este grupo había habido dieciséis hombres, y ahora había quince.

Diez de esos quince hombres se hallaban reunidos a su alrededor en la Sala de Detectives, y los otros cinco estaban repartidos en lugares de los que no podían ser relevados. Los hombres estaban sentados en sus sillas, o en los bordes de los escritorios, o permanecían junto a las ventanas enrejadas o se apoyaban contra los archivadores. La Sala de Detectives ofrecía el mismo aspecto que podría ofrecer cuando el nuevo turno llegaba para relevar al otro, excepto que ahora no se oían los habituales chistes subidos de tono. Todos los hombres sabían que Mike Reardon había muerto.

El teniente suplente Lynch estaba junto a Byrnes mientras éste procedía a llenar la pipa. Byrnes tenía dedos gruesos y hábiles y aplastaba el tabaco dentro del hornillo de la pipa sin mirar a sus hombres.

Carella le observaba. Carella admiraba y respetaba al teniente, aunque muchos de los hombres se referían a él llamándole «un viejo pedazo de mierda». Carella conocía a policías que trabajaban en comisarías donde el jefe esgrimía un látigo en lugar de un cerebelo. No era bueno trabajar para un tirano. Byrnes estaba bien, y Byrnes era asimismo un buen policía y un policía inteligente y, por eso, Carella le prestaba atención, aunque el teniente aún no había comenzado a hablar.

Byrnes hizo chasquear un fósforo de madera y encendió la pipa. Daba la impresión de que era un hombre que no tenía prisa y que estaba a punto de beber su copa de oporto después de una copiosa comida, pero las ruedas crujían furiosamente dentro de su compacto cráneo, y cada fibra de su cuerpo ardía de cólera por la muerte de uno de sus mejores hombres.

—No perdamos el tiempo con discursos inútiles —dijo súbitamente—. Salid a la calle y coged a ese bastardo. —Dejó escapar una nube de humo y luego la disipó con una de sus manos cortas y anchas—. Si leéis los periódicos y comenzáis a creer lo que escriben en ellos, sabréis que los policías odian a los asesinos de policías. Esa es la ley de la selva. Esa es la ley de la supervivencia. Los periódicos están llenos de mierda si piensan que en este caso hay un motivo de venganza. No podemos dejar que maten a un policía, porque un policía es un símbolo de la ley y el orden. Si nos olvidamos de ese símbolo, las calles se llenan de animales. Y ya tenemos suficientes animales en nuestras calles.

»Así, pues, quiero que encontréis al asesino de Reardon, pero no porque éste fuese un detective de esta comisaría, y tampoco porque fuese un buen policía. Quiero que encontréis a ese bastardo porque Reardon era un hombre…, y un hombre condenadamente bueno.

»Llevad el caso como queráis, ya conocéis vuestro trabajo. Entregadme informes de lo que vayáis averiguando en los archivos y en las calles. Pero encontradle. Eso es todo.

El teniente regresó a su despacho en compañía de Lynch, y algunos de los detectives se dirigieron a los archivadores y comenzaron a buscar información sobre todos los malhechores que usaban una pistola del 45. Otros se dirigieron al archivo de los Indeseables, el archivo de los criminales conocidos en la comisaría, y comenzaron a buscar a cualquier ladrón de poca monta que pudiera haberse cruzado en el camino de Mike Reardon en un momento u otro. Un tercer grupo se concentró en el archivo de Condenas y comenzó una metódica búsqueda de fichas en las que se incluían todas las condenas de las que la Comisaría 87 había sido responsable, haciendo especial hincapié en casos en los que había trabajado Mike Reardon. Foster salió al corredor y le dijo al sospechoso que se largara con viento fresco y que no se metiera en más líos. El resto de los hombres salió a investigar en las calles, y Carella y Bush se contaban entre estos últimos.

—Ese tío me pone furioso —dijo Bush—. Se cree que es Napoleón.

—Es un buen hombre —afirmó Carella.

—Bueno, en cualquier caso, él parece creerlo —dijo Bush.

—Todo te irrita —dijo Carella—. Eres un inadaptado.

—Te diré una cosa —dijo Bush—. Esta maldita comisaría me está provocando una úlcera. Nunca había tenido problemas, pero desde que me asignaron a esta comisaría, me está saliendo una úlcera. ¿Cómo te lo explicarías tú?

Había muchas maneras de explicar la causa de la úlcera que tenía Bush y ninguna de ellas tenía absolutamente nada que ver con lo que pasaba en la Comisaría 87. Pero en aquel momento Carella no tenía ganas de discutir y no contestó nada. Bush se limitó a asentir amargamente.

—Quiero llamar a mi esposa —dijo.

—¿A las dos de la mañana? —preguntó Carella, incrédulo.

—¿Qué hay de malo en ello? —quiso saber Bush. Súbitamente se había vuelto agresivo.

—Nada. Adelante, llámala.

—Sólo quiero darle un recado —dijo Bush, y luego añadió—: Avisarla.

—Por supuesto.

—Diablos, es probable que este asunto nos lleve varios días.

—Es posible.

—¿Hay algo de malo en llamarla para hacerle saber lo que está pasando?

—Oye, ¿quieres iniciar una discusión? —preguntó Carella, sonriendo.

—No.

—Entonces, llama a tu esposa y deja ya de darme la lata.

Bush asintió enfáticamente. Se detuvieron delante de una heladería que permanecía abierta en la avenida Culver y Bush entró para hacer su llamada. Carella se quedó afuera, la espalda apoyada contra el mostrador abierto en la entrada de la heladería.

La ciudad estaba muy tranquila. Los edificios extendían dedos mugrientos hacia el blando morro del cielo. De vez en cuando, la luz de un cuarto de baño parpadeaba como un ojo abierto en un rostro que, por lo demás, permanecía ciego. Dos jóvenes irlandesas pasaron delante de la heladería, sus altos tacones repiquetearon en el pavimento. Carella contempló por un instante sus piernas y los ligeros vestidos de verano que ambas llevaban. Una de las chicas le guiñó un ojo impúdicamente y, luego, ambas se echaron a reír tontamente, y por ninguna razón aparente él recordó algo sobre levantar la falda de una muchacha irlandesa, y ese pensamiento le invadió de golpe, de modo que supo que estaba almacenado en alguna parte de su memoria, y le pareció que lo había leído. Muchachas irlandesas, ¿Ulises? Cristo, ese sí que era un libro complicado, bonitas muchachas irlandesas y todo lo demás. ¿Me pregunto qué leerá Bush? Está demasiado ocupado para leer. Está demasiado ocupado preocupándose por su esposa. Jesús, ese hombre se preocupa demasiado.

Miró por encima de un hombro. Bush seguía hablando por teléfono, y lo hacía rápidamente. El hombre que se encontraba detrás del mostrador estaba inclinado sobre un programa de carreras de caballos. Un chaval se hallaba sentado en un extremo del mostrador y bebía una crema de huevo. Carella respiró una bocanada de aire fétido. La puerta de la cabina se abrió y Bush salió de ella con el ceño fruncido. Hizo una seña al hombre del mostrador y se reunió con Carella.

—En esa cabina hace un calor infernal —dijo.

—¿Todo marcha bien? —preguntó Carella.

—Por supuesto —respondió Bush. Miró a Carella con suspicacia—. ¿Por qué no había de estarlo?

—Por nada. ¿Tienes alguna idea de por dónde deberíamos empezar?

—Esto no va a ser coser y cantar —opinó Bush—. Cualquier estúpido hijo de puta con un poco de rencor puede haberlo hecho.

—O cualquiera que estuviese cometiendo un delito.

—Deberíamos dejárselo a los muchachos de Homicidios. Es demasiado para nosotros.

—Aún no hemos empezado a trabajar y ya dices que es demasiado para nosotros. ¿Qué diablos te pasa, Hank?

—Nada —contestó Bush—. Sólo que no pienso que los policías sean unos genios, eso es todo.

—Es agradable oír a un policía decir semejantes cosas.

—Es la verdad. Mira, esta etiqueta de detective es sólo basura, tú lo sabes tan bien como yo. Todo lo que necesitas para ser detective es un par de piernas fuertes y una gran obstinación. Las piernas sirven para llevarte a todas las pocilgas que debes visitar, y la obstinación, para no mandarlo todo al diablo. Sigues cada pista mecánicamente y, si tienes suerte, una de ellas es la buena. Si no la tienes, no pasa nada. Punto.

—¿Y el cerebro no interviene casi para nada en todo eso, eh?

—Sólo un poco. No se necesita tener mucho cerebro para ser policía.

—Está bien.

—¿Está bien qué?

—Está bien, no quiero discutir. Si Reardon murió al tratar de detener a alguien durante la comisión de un delito…

—Esa es otra de las cosas que me sacan de quicio de los policías —dijo Bush.

—Eres un tío que odia regularmente a los policías, ¿verdad? —pregunto Carella.

—Toda esta maldita ciudad está llena de gente que odia a los policías. ¿Crees acaso que alguien respeta a un policía? Símbolo de la ley y el orden, ¡basura! El viejo debería salir a la calle y enfrentarse con la vida. Cualquier persona que recibe una multa por aparcamiento indebido se convierte automáticamente en alguien que odia a la policía. Así son las cosas.

—Bueno, no tendrían que serlo —dijo Carella, un poco enfadado.

Bush se encogió de hombros.

—Lo que me enfurece de los policías es que no hablen inglés.

—¿Qué?

—¡Durante la comisión de un delito! —se burló Bush—. Jerga de «polis». ¿Has escuchado alguna vez que un policía dijera: «Le hemos atrapado»? No. Dice: «Le hemos aprehendido».

—Nunca he oído que un policía dijera «Le hemos aprehendido» —objetó Carella.

—Me refiero a los comunicados oficiales —aclaró Bush.

—Bueno, eso es diferente. Todo el mundo habla con elegancia cuando sabe que sus palabras se publicarán oficialmente.

—Sobre todo, los policías.

—¿Por qué no devuelves la placa y te dedicas a conducir un taxi o haces algo por el estilo?

—Estoy considerando esa posibilidad.

Bush sonrió. Todo ese discurso había sido pronunciado con su voz normalmente suave, y ahora que estaba sonriendo era difícil recordar que hubiese estado enfadado.

—En cualquier caso, estoy pensando en los bares —dijo Carella—. Quiero decir que, si se trata efectivamente de una venganza, podría haber sido alguien del vecindario. Y tal vez podamos enterarnos de algo en los bares. ¿Quién sabe?

—No me vendría mal beberme una cerveza —dijo Bush—. Tengo ganas de tomar una desde que comenzó mi turno, esta noche.

El Shamrock era uno de los millones de bares que hay en el mundo que tienen el mismo nombre. Se hallaba situado en la avenida Culver, y se hallaba flanqueado por una casa de empeños y una lavandería china. Era un fonducho que estaba abierto toda la noche y que se nutría de la clientela irlandesa que circulaba por Culver. De vez en cuando, un puertorriqueño se aventuraba en el Shamrock, pero estas incursiones fuera de su territorio eran desalentadas por los clientes habituales del Shamrock, que tenían un temperamento levantisco y puños poderosos. Los policías acostumbraban detenerse con frecuencia en el bar, no para remojar el gaznate —ya que la bebida en horas de servicio estaba estrictamente prohibida por el reglamento—, sino para asegurarse de que demasiados temperamentos levantiscos no se mezclaran con demasiado whisky o demasiados puños. Los estallidos de violencia entre esas paredes vistosamente decoradas eran ahora escasos y esporádicos o, para ser más poéticos, menos frecuentes de lo que habían sido en los días dorados, cuando el vecindario había sucumbido al asalto de los puertorriqueños. En aquella época, sin hablar inglés demasiado bien, sin poder leer los letreros demasiado bien, los puertorriqueños tropezaban en el Shamrock con una rapidez notablemente ignorante. Los férreos defensores de «América para los americanos», ignorando casualmente el hecho de que los puertorriqueños eran y son americanos, dedicaban numerosas veladas de pugilato a demostrar sus puntos de vista. A menudo, se veía al Shamrock brillantemente decorado de sangre. Pero eso había sido en los viejos y dorados días. En los malos y actuales días, se podía entrar en el Shamrock durante una semana seguida y no ver más que un par de cabezas rotas.

En una de las ventanas del bar había un letrero que rezaba Damas Gratis, pero no eran muchas las damas que aceptaban esa invitación. Los clientes eran, en cambio, hombres del vecindario, cansados de vivir entre las cuatro paredes de sus miserables pisos, y que buscaban la informal camaradería de otros hombres que estaban tan hartos como ellos de las miserias de sus hogares. Sus esposas salían a jugar al bingo los martes, o al cine los miércoles, o al otro lado de la calle al Club de Costura («Bla, bla, bla…») los jueves. Así, pues, ¿qué había de malo en beberse unas cervezas con los amigos en una taberna del vecindario? Nada.

Excepto cuando aparecían los policías.

Había algo muy desagradable en los policías en general, y en los detectives en particular. Por supuesto, se podía decir: «¿Cómo se encuentra esta noche, oficial Duggan?» y toda esa clase de estupideces, y aún se podía sentir un poco de simpatía por el novato recién llegado, pero aun así no se podía negar que tener a un policía sentado al lado cuando uno estaba a medio camino de coger una trompa era algo desconcertante y que, probablemente, acarrearía desagradables consecuencias a la mañana siguiente. Y no se trataba de que alguien tuviese algo contra los policías. Era simplemente que los policías no deberían vagabundear por los bares arruinando el momento que un hombre ha escogido para tomarse un trago. Y los policías tampoco deberían aparecer por los garitos para echar a perder el momento que un hombre ha elegido para apostar unos pavos. Y tampoco deberían fisgonear en los burdeles, arruinando los merecidos esfuerzos que está haciendo un hombre; los policías, sencillamente, no deberían ir por ahí, eso era todo.

Y los detectives, los detectives eran policías disfrazados, sólo que peores.

Así, pues, ¿qué querían esos dos tíos corpulentos sentados en un extremo de la barra?

—Una cerveza, Harry —pidió Bush.

—Ahora mismo —dijo Harry, el barman. Sirvió la cerveza de barril y la llevó hasta donde estaban sentados Bush y Carella—. Es una buena noche para beber cerveza, ¿verdad? —preguntó Harry.

—Nunca había conocido a un barman que te pasara un anuncio cuando pedías una cerveza en una noche calurosa —dijo Bush suavemente.

Harry se echó a reír, pero sólo porque su cliente era policía. Junto a la máquina tragaperras, dos hombres discutían sobre un Estado irlandés libre. La película que pasaban en la televisión trataba de una emperatriz rusa.

—¿Qué les trae por aquí, amigos, algún trabajito? —preguntó Harry.

—¿Por qué? —dijo Bush—. ¿Tienes algo para nosotros?

—No, sólo preguntaba. Quiero decir, que no suelen visitarnos muchos polis…, detectives —contestó Harry.

—Eso es porque llevas un establecimiento muy limpio —opinó Bush.

—No hay ninguno más limpio en Culver.

—No, desde que arrancaron tu cabina telefónica —dijo Bush.

—Sí, bueno, recibíamos demasiadas llamadas.

—Recibías demasiadas apuestas —dijo Bush sin alterar la voz.

Levantó el vaso de cerveza, hundió el labio superior en la espuma y volvió a dejarlo sobre la barra.

—No, no bromeo —aseguró Harry. No le agradaba pensar en que se había salvado por los pelos con esa maldita cabina telefónica y la Comisión del Procurador del Estado—. ¿Buscan a alguien, amigos?

—Es una noche muy tranquila —dijo Carella.

Harry sonrió y un diente de oro le brilló en la boca.

—Oh, por aquí siempre está tranquilo, amigos, ustedes ya lo saben.

—Por supuesto —dijo Carella, asintiendo—. ¿Ha venido Danny Gimp?

—No, esta noche no le he visto por aquí. ¿Por qué? ¿Qué sucede?

—Es una buena cerveza —opinó Bush.

—¿Le sirvo otra?

—No, gracias.

—¿Seguro que no sucede nada malo? —preguntó Harry.

—¿Qué te pasa, Harry? ¿Alguien ha hecho algo que no debía en este lugar? —preguntó Carella.

—¿Qué? No, por supuesto que no, espero no haber producido esa impresión. Pero me parece extraño que ustedes estén aquí. Quiero decir, que no hemos tenido ningún problema.

—Bueno, eso está muy bien —dijo Carella—. ¿Has visto a alguien que llevara un arma últimamente?

—¿Un arma?

—Sí.

—¿Qué clase de arma?

—¿Qué clase de arma has visto?

—No he visto ninguna.

Harry sudaba copiosamente. Se sirvió una cerveza y se la bebió ávidamente.

—¿Ninguno de esos «punks» jóvenes con fusiles improvisados o algo por el estilo? —preguntó Bush.

—Oh, bueno, fusiles improvisados —dijo Harry, limpiándose la espuma que le había quedado en el labio—. Quiero decir que esos chismes se ven todos los días.

—¿Y nada más grande que eso?

—¿Grande como qué? ¿Quiere decir como una pistola del 32 o del 38?

—Como una del 45 —dijo Carella.

—La última del calibre 45 que vi por aquí —dijo Harry, pensando—, fue en… —Sacudió la cabeza—. No, eso no les ayudaría. ¿Qué ha pasado? ¿Le han disparado a alguien?

—¿Cuándo fue? —preguntó Bush.

—En el cincuenta, o cincuenta y uno, más o menos en esa fecha. Un chico licenciado del Ejército. Entró aquí con una pistola del 45. Ese chico buscaba problemas. Dooley se encargó de todo. ¿Recuerdan a Dooley? Acostumbraba a hacer esta ronda antes de que le trasladaran a otra comisaría. Era un buen chico. Siempre solía entrar y…

—¿Vive todavía en este vecindario? —preguntó Bush.

—¿Quién?

—El tío que entró con la pistola del 45.

—Oh, ése… —Harry enarcó las cejas—. ¿Por qué?

—Te lo estoy preguntando —dijo Bush—. ¿Sí o no?

—Sí. Supongo que sí. ¿Por qué?

—¿Dónde?

—Escuche —dijo Harry—, no quiero meter a nadie en un problema.

—No lo estás haciendo —le aseguró Bush—. ¿Ese individuo sigue teniendo la pistola del 45 en su poder?

—No lo sé.

—¿Qué pasó aquella noche? Cuando apareció Dooley.

—Nada. El chico estaba borracho. Ya sabe cómo son esas cosas, acababa de licenciarse.

—¿Y bien?

—Bueno, nos mostró el arma. No creo que estuviera cargada siquiera. Creo que tenía el cañón emplomado.

—¿Estás seguro de eso?

—No.

—¿Le quitó Dooley el arma?

—Bueno… —Harry hizo una pausa y enarcó una ceja—. Bueno, creo que Dooley ni siquiera llegó a ver la pistola.

—Pero si él se encargó de todo…

—Bueno —dijo Harry—, uno de los muchachos vio que Dooley venía caminando por la calle y entonces tranquilizaron al chico y le sacaron de aquí.

—¿Antes de que Dooley entrase?

—Sí… Sí.

—¿Y ese chico se llevó el arma con él cuando se fue?

—Sí —aseguró Harry—. Yo no quiero tener problemas en mi local, ¿me comprende?

—Te comprendo —dijo Bush—. ¿Dónde vive ese sujeto?

Harry parpadeó. Clavó la vista en la superficie de la barra.

—¿Dónde? —repitió Bush.

—En Culver.

—¿En qué sitio de Culver?

—En la casa que hay en la esquina de Culver y Masón. Miren, amigos…

—¿Dijo algo ese chico sobre que no le gustaran los policías? —preguntó Carella.

—No, no —contestó Harry—. Es un buen chico. Aquella noche había tomado unas copas de más, eso es todo.

—¿Conoces a Mike Reardon?

—¡Oh! Claro está —respondió Harry.

—¿Conoce este chico a Mike?

—No puedo decir que le conozca como yo. Mire, el chico sólo estaba un poco alegre aquella noche, eso es todo.

—¿Cómo se llama?

—Frank. Frank Clarke. Con «e».

—¿Qué piensas, Steve? —le preguntó Bush a Carella.

Éste se encogió de hombros.

—Demasiado fácil. Nunca es bueno cuando es tan fácil.

—De todos modos, convendría echar un vistazo —dijo Bush.