Capítulo 2
Capítulo 2
Los dos policías de Homicidios miraron el cuerpo que yacía en la acera. Era una noche muy calurosa, y las moscas pululaban alrededor de la sangre pegajosa que cubría el pavimento. El ayudante del forense estaba arrodillado junto al cadáver y lo estudiaba con expresión grave. Un fotógrafo del Departamento de Identificación disparaba el flash de la cámara. Los coches patrulla 23 y 24 estaban aparcados a través de la calle, y los patrulleros de ambos coches se encargaban de mantener alejados a los curiosos.
La llamada había llegado a una de las dos centralitas en la jefatura, donde un policía soñoliento había recibido la información con indiferencia para enviarla luego por tubo neumático hacia la Sala de Radio. La persona que estaba de guardia en la Sala de Radio, después de consultar el enorme mapa del distrito que cubría la pared detrás de él, había enviado al coche 23 para que investigara e informara sobre ese hombre que supuestamente se estaba desangrando en la calle. Cuando el coche 23 informó que se había producido un homicidio, el encargado de la Sala de Radio se había puesto en contacto con el coche 24 y lo había enviado también al lugar de los hechos. Al mismo tiempo, el policía de la centralita había llamado a Homicidios Norte y también a la Comisaría 87, en cuya jurisdicción había sido encontrado el cuerpo.
El cadáver yacía delante de un teatro abandonado, que tenía las puertas y ventanas cruzadas con maderas. El teatro había comenzado funcionando como sala de cine, hacía muchos años, cuando el vecindario estaba de moda y era elegante. Pero cuando la zona comenzó a declinar, el teatro comenzó a exhibir películas de reestreno, luego películas viejas y, por último, películas extranjeras. A la izquierda del cine había una puerta, y esa puerta también había estado tapiada con maderas, pero alguien las había arrancado y la escalera interior estaba cubierta de colillas de cigarrillos, botellas de whisky vacías y preservativos usados. La marquesina que había sobre la fachada del teatro se extendía hasta la acera, y presentaba numerosos agujeros, víctima del lanzamiento de piedras, botes y desechos en general.
Al otro lado de la calle se extendía un solar vacío. En él se había alzado antaño un edificio de apartamentos, y había sido un buen edificio, que tenía alquileres muy elevados. En aquella época, no era extraño ver un abrigo de visón saliendo del vestíbulo de mármol de ese edificio. Pero los tallos rastreros de los barrios pobres se habían extendido hasta las paredes de ladrillo, se habían aferrado a ellos con dedos tenaces, le habían incorporado al incesante círculo que consideraban propio. El viejo edificio había sucumbido y se había convertido en una parte más de esos barrios pobres, de modo que la gente raras veces recordaba que en otros tiempos había sido una vivienda orgullosa y elegante. Y luego le habían condenado al derribo, y el edificio había sido demolido hasta sus cimientos; y ahora el solar estaba limpio y abierto, excepto los esparcidos escombros que aún se veían en algunas partes. Según los rumores, un proyecto de viviendas del ayuntamiento, se haría realidad en ese solar. Mientras tanto, los chicos lo usaban para diferentes propósitos. La mayoría de esos propósitos estaban relacionados con funciones fisiológicas y, por tanto, el hedor invadía el aire sobre el solar, y ese hedor era especialmente fuerte en las calurosas noches de verano, y era arrastrado hacia el teatro, capturado debajo de la marquesina, sofocando la acera con su aroma a vida, mezclándose con el olor de la muerte sobre el pavimento.
Uno de los policías de Homicidios se alejó del cadáver y comenzó a examinar la acera. El segundo policía permaneció de pie con las manos en los bolsillos traseros de sus pantalones. El ayudante del forense se dedicó a cumplir con el ritual de certificar la muerte de un hombre que, sin lugar a dudas, estaba muerto. El primer policía regresó de su breve incursión.
—¿Has visto esto? —preguntó.
—¿Qué has encontrado?
—Un par de casquillos.
—¿Hum?
—Casquillos de un Remington calibre 45.
—Mételos en un sobre y ponle una etiqueta. ¿Ya ha terminado, Doc?
—Casi.
El flash seguía iluminando la escena. El fotógrafo trabajaba como si fuese un agente de prensa en un musical de éxito. Caminaba alrededor de la estrella del espectáculo y tomaba las fotografías desde distintos ángulos y, mientras lo hacía, su rostro no mostraba ninguna expresión, y el sudor le corría por la espalda, pegando la camisa a la piel. El ayudante del forense se pasó una mano por la frente.
—¿Por qué demonios no aparecen los muchachos de la Comisaría 87? —preguntó el primer policía.
—Probablemente, tienen una importante partida de póquer. Estamos mejor sin ellos. —Se volvió hacia el médico—. ¿Qué puede decirnos, Doc?
—Ya he terminado.
Se puso de pie con evidente cansancio.
—¿Qué ha descubierto?
—Sólo lo que puede verse. Recibió dos impactos de bala en la parte posterior de la cabeza. Es probable que la muerte fuese instantánea.
—¿Podría decirnos a qué hora sucedió?
—¿Con una herida por arma de fuego? No me tome el pelo.
—Pensaba que ustedes eran capaces de hacer milagros.
—Los hacemos. Pero no en verano.
—¿No podría siquiera aventurar una hora?
—Por supuesto, las adivinanzas son gratis. Todavía no ha aparecido el rigor mortis, así que yo diría que le mataron hace una media hora. Con este calor, sin embargo… Diablos, podría mantener la temperatura del cuerpo durante horas. Nadie se arriesgaría a fijar la hora de su muerte. Ni siquiera después de que la autopsia…
—Está bien, está bien. ¿Le importa que tratemos de averiguar quién era?
—Pero no lo dejen todo revuelto para los muchachos del laboratorio. Yo ya he terminado. —Echó un vistazo a su reloj—. Según el cronometrador, son las doce y diecinueve minutos.
—Ha sido un día muy corto —dijo el primer policía de Homicidios.
Apuntó la hora en la planilla que había empezado a rellenar desde el momento de llegar al lugar de los hechos.
El segundo policía estaba arrodillado junto al cadáver. De pronto, alzó la vista.
—Está armado —dijo.
—¿Sí?
El ayudante del forense se alejó, frunciendo el ceño.
—Parece un revólver del calibre 38 —dijo el segundo policía. Examinó cuidadosamente el revólver enfundado en la pistolera—. Sí, es un Detective Especial. ¿Quieres apuntarlo?
—Por supuesto. —El primer policía oyó que un coche frenaba al otro lado de la calle. Las puertas delanteras se abrieron y dos hombres bajaron y se dirigieron hacia el grupo de personas que rodeaban el cadáver—. Ya han llegado los muchachos de la Comisaría 87.
—Parecen Carella y Bush.
El primer policía sacó del bolsillo derecho de la chaqueta un paquete de etiquetas sujetas por una banda elástica. Cogió una de ellas y volvió a meter el resto en el bolsillo. La etiqueta era un rectángulo de tres por cinco y de color avena. Tenía un orificio en uno de sus extremos y un alambre fino pasaba a través de él y se doblaba formando dos extremos flojos. En la etiqueta se leía DEPARTAMENTO DE POLICÍA y, debajo, en negrita: PRUEBA.
Carella y Bush, de la Comisaría 87, se acercaron sin prisas. El policía de Homicidios les observó superficialmente, se volvió hacia el espacio que decía Encontrado en de la etiqueta y comenzó a escribir. Carella llevaba un traje azul, y la corbata gris sujeta pulcramente a la camisa. Bush llevaba una camisa deportiva de color naranja y pantalones caqui.
—Ya tenemos aquí a Speedy González y al Correcaminos —dijo el segundo policía de Homicidios—. Tíos, vosotros sí que os movéis de prisa. ¿Qué hacéis cuando hay un aviso de bomba?
—Se lo dejamos a los artificieros —dijo Carella secamente—. ¿Qué pasa aquí?
—Eres muy gracioso —dijo el policía de Homicidios.
—Tuvimos problemas.
—Ya veo.
—Yo estaba solo de guardia cuando llegó la llamada —dijo Carella—. Bush estaba fuera con Foster investigando un caso de agresión con cuchillo en un bar. Reardon no se presentó. —Carella hizo una pausa—. ¿No es verdad, Bush?
Éste asintió.
—Si estás de guardia, ¿qué demonios haces aquí? —dijo el primer policía de Homicidios.
Carella sonrió. Era un hombre corpulento, pero no pesado. Transmitía la sensación de poseer una gran fuerza, pero no se trataba de una fuerza carnosa. Era, en cambio, una fuerza muscular bien modelada. Tenía el pelo castaño y lo llevaba corto. Sus ojos eran marrones, con un sesgo peculiar que le confería un aspecto oriental. Tenía hombros anchos y caderas estrechas, y se las ingeniaba para parecer atildado y elegante; incluso usaba una cazadora de piel para recorrer los muelles. Sus manos eran grandes y los puños, poderosos.
Y ahora extendió las manos y dijo:
—¿Quedarme a contestar el teléfono cuando se ha cometido un homicidio? —Su sonrisa se hizo más amplia—. He dejado que Foster se haga cargo de ese trabajo. Diablos, es prácticamente un novato.
—¿Cómo andan los sobornos en estos días? —preguntó el segundo policía de Homicidios.
—Son más elevados que los vuestros —contestó Carella secamente.
—Algunos tíos tienen suerte. Seguro que no sacan nada de un cadáver.
—Excepto úlceras —dijo el primer policía.
—Habla en inglés —dijo Bush afablemente. Era un hombre amable y su voz dulce siempre era una sorpresa, porque medía casi dos metros y rondaba los cien kilos, sin tener un gramo de grasa. Su pelo era ingobernable, como si un sabio Destino hubiese urdido esas greñas indóciles haciendo honor a su apellido.[1] Además, tenía el pelo rojo y contrastaba violentamente con la camisa color naranja que llevaba. Los brazos emergían de las mangas de la camisa, gruesos y musculosos. En el brazo derecho se veía la dentada cicatriz de una cuchillada.
El fotógrafo se acercó al lugar donde los detectives se encontraban cambiando impresiones.
—¿Qué diablos están haciendo? —preguntó airadamente.
—Estamos tratando de averiguar quién es —contestó el segundo policía—. ¿Por qué? ¿Qué sucede?
—Yo no dije que hubiese terminado con él.
—Bien, ¿ha terminado?
—Sí, pero tendrían que habérmelo preguntado.
—Por el amor de Dios, ¿para quién trabaja? ¿Para Conover?
—Ustedes, los polizontes de Homicidios me rompen las…
—¿Quiere ir a su casa y revelar algunos de esos negativos?
El fotógrafo miró el reloj. Gruñó y mantuvo alzado deliberadamente el reloj, de modo que el primer policía tuvo que echar un vistazo al suyo antes de apuntar la hora en la plantilla. Restó algunos minutos y apuntó también la hora de llegada de Carella y Bush.
Carella miró la parte posterior de la cabeza del hombre muerto.
Su rostro no reflejó ninguna expresión, pero una sombra de dolor le cubrió los ojos por un instante, y luego desapareció tan velozmente como una liebre.
—¿Qué usaron? —preguntó—. ¿Un cañón?
—Una pistola de calibre 45 —respondió el primer policía—. Hemos encontrado los casquillos.
—¿Cuántos?
—Dos.
—Me lo imaginaba —dijo Carella—. ¿Por qué no le damos la vuelta?
—¿La ambulancia viene de camino? —preguntó Bush suavemente.
—Sí —respondió el primer policía—. Todo el mundo llega tarde esta noche.
—Todo el mundo se está ahogando en su sudor esta noche —dijo Bush—. Me tomaría una cerveza.
—Venga —dijo Carella—, echadme una mano.
El segundo policía se inclinó para ayudar a Carella. Entre los dos le dieron la vuelta al cadáver. Las moscas levantaron el vuelo y, luego volvieron a descender sobre la acera, y sobre la carne destrozada y sanguinolenta que alguna vez había sido una cara. En la oscuridad, Carella vio el orificio donde debía haber estado el ojo izquierdo. Había otro orificio debajo del ojo derecho, el pómulo estaba astillado hacia afuera y los fragmentos atravesaban la piel.
—Pobre bastardo —dijo Carella.
Nunca se acostumbraría a mirar la muerte. Hacía doce años que era policía y había aprendido a soportar el terrible y abrumador impacto de la muerte, pero jamás se acostumbraría a lo que implicaba además la muerte, esa invasión de la intimidad que traía consigo, la reducción de una vida palpitante a un montón de desechos ensangrentados y carnosos.
—¿Alguien tiene una linterna? —preguntó Bush.
El primer policía metió una mano en el bolsillo del pantalón. Apretó un botón y un círculo de luz bañó la acera.
—Ilumina el rostro —le ordenó Bush.
La luz se posó sobre el rostro del hombre muerto.
Bush tragó saliva con dificultad.
—Es Reardon —dijo, en voz muy baja. Y luego, casi en un susurro añadió—: Jesús, es Mike Reardon.