Capítulo 6

Capítulo 6

Carella no había visto a Teddy Franklin desde la muerte de Mike.

Generalmente, en el curso de alguna investigación, la visitaba, y pasaba algunos minutos con ella antes de seguir su trabajo. Y, por supuesto, pasaba todo su tiempo libre con Teddy porque estaba enamorado de ella.

Hacía menos de seis meses que la había conocido, cuando ella trabajaba escribiendo sobres en una pequeña empresa situada en el límite del territorio controlado por la comisaría. La empresa había denunciado un robo y le habían asignado el caso a Carella. Se había sentido impresionado inmediatamente por la llamativa belleza de la joven, la había invitado a salir y ese había sido el principio. En el curso de la investigación, también había logrado resolver el caso, pero eso ahora no parecía tener la menor importancia. Lo que sí importaba ahora era Teddy. Incluso la empresa había seguido el mismo camino de la mayoría de empresas pequeñas: había desaparecido en el abismo de una disolución corporativa, y la dejó sin trabajo, pero con suficiente dinero ahorrado para mantenerse durante cierto tiempo. Carella esperaba sinceramente que fuese poco tiempo. Esta era la chica con la que deseaba casarse. Esta era la chica que quería para él.

Pensando en ella, pensando en la lenta estela de las luces del tráfico que le impedían correr a su lado, maldijo el informe de Balística y el del forense, y a la gente que le disparara a los policías en la cabeza, y maldijo a ese diabólico instrumento conocido con el nombre de teléfono y al hecho de que fuese un instrumento inútil con una chica como Teddy. Echó un vistazo al reloj. Era casi medianoche y ella ignoraba que él iba a visitarla, pero se arriesgaría igualmente. Quería verla a toda costa.

Cuando llegó al edificio de apartamentos situado en Riverhead donde Teddy vivía, aparcó el coche y cerró la portezuela con llave. La calle estaba muy silenciosa. El edificio era viejo y tranquilo y estaba cubierto por una frondosa hiedra. Unas pocas ventanas parpadeaban con intermitencia en el calor de la noche, pero la mayoría de los inquilinos dormían o intentaban hacerlo. Miró hacia la ventana de Teddy y se alegró al ver la luz encendida. Subió rápidamente la escalera y se detuvo delante de la puerta.

No llamó.

Tratándose de Teddy era inútil llamar a la puerta.

Cogió el pomo en una mano y comenzó a hacerlo girar adelante y atrás, una y otra vez. Al cabo de un momento, oyó los pasos; luego la puerta se entreabrió y luego la puerta se abrió de par en par.

Teddy llevaba pijama de presidiario, a rayas blancas y negras, que había elegido como para hacer una broma. El pelo de la joven era negro como el ala de un cuervo y la luz del vestíbulo lo hacía brillar en la parte superior de la cabeza. Carella cerró la puerta tras él y Teddy se arrojó instantáneamente en los brazos de él, y luego se alejó de él, y él volvió a sentirse maravillado por la expresividad de los ojos y de la boca de la chica. En sus ojos había alegría, una intensa alegría. Sus labios se abrieron, revelando unos dientes blancos y pequeños, y luego Teddy alzó el rostro hacia el suyo y él recibió el beso y sintió el calor del cuerpo de la chica debajo del pijama de algodón.

—Hola —dijo Carella, y Teddy besó las palabras en sus labios, y luego se apartó, le cogió una mano y le llevó hacia la sala cálidamente iluminada.

Teddy sostuvo el dedo índice derecho junto a su cara, para llamar su atención.

—¿Qué ocurre? —preguntó él.

Y luego la chica sacudió la cabeza, cambió de idea, e hizo que él se sentara primero. Ahuecó un cojín para Carella y éste se sentó en el sillón, y ella lo hizo en el brazo del sillón y ladeó la cabeza; después, repitió el gesto con el dedo índice de la mano derecha.

—Adelante —dijo él—, te escucho.

Teddy observó atentamente los labios de Carella, y luego sonrió. Dejó caer el dedo índice. Había una pequeña etiqueta blanca cosida en la parte superior del pijama, cerca del seno izquierdo, y deslizó el dedo extendido sobre la etiqueta. Él la miró con atención.

—No estoy examinando tus atributos femeninos —dijo, sonriendo.

Y ella sacudió la cabeza, indicándole que había comprendido sus palabras. En la etiqueta había grabados unos números en tinta, que imitaban el estilo de la prisión. Carella estudió cuidadosamente los números.

—Son los números de mi placa —dijo, y una gran sonrisa floreció en los labios de Teddy—. Te mereces un beso por ello —dijo él.

La chica sacudió la cabeza.

—¿No quieres un beso?

La chica volvió a sacudir la cabeza.

—¿Por qué no?

La chica abrió y cerró los dedos de la mano derecha.

—¿Quieres que hablemos? —preguntó él.

Ella asintió.

—¿Sobre qué?

La joven abandonó súbitamente el brazo del sillón. Carella la observó mientras Teddy atravesaba la habitación, y sus ojos siguieron involuntariamente el movimiento de su pequeño y redondo trasero. Teddy se acercó a una mesita y cogió un periódico. Lo llevó hasta donde estaba él y señaló la fotografía de Mike Reardon, que estaba en la primera página, con los sesos esparcidos en la acera.

—Sí —dijo Carella torpemente.

Ahora había tristeza en el rostro de la muchacha, una tristeza exagerada porque Teddy no podía expresarse con palabras, Teddy tampoco podía oír las palabras, y, por tanto, su rostro era su herramienta parlante, y hablaba exagerando las sílabas, incluso a Carella, quien era capaz de entender el más leve matiz de expresión en los ojos o en la boca de la chica. Pero la exageración no mentía, porque expresaba exactamente la pena que ella sentía. Nunca había conocido a Mike Reardon, pero Carella le había hablado muchas veces de él, y ella tenía la sensación de que también le conocía.

Teddy enarcó las cejas y extendió las manos simultáneamente, preguntando a Carella «¿Quién?»; y Carella, entendiendo en el acto la pregunta, respondió:

—Aún no lo sabemos. Por eso no había venido a verte. Hemos estado trabajando este caso. —Advirtió cierta confusión en los ojos de Teddy—. ¿Hablo demasiado rápido? —preguntó.

La chica sacudió la cabeza.

—¿Qué es entonces? ¿Qué sucede?

La chica se arrojó en los brazos de Carella y comenzó a sollozar violentamente.

—Eh, eh, vamos —dijo él; y luego se dio cuenta de que Teddy no podía leer en sus labios porque había enterrado la cabeza en su hombro. Le levantó la barbilla con un dedo.

—Me estás mojando la camisa —le dijo.

Ella asintió, tratando de contener las lágrimas.

—¿Qué sucede?

La chica levantó lentamente una mano y acarició con suavidad la mejilla de Carella, tan suavemente que a él le pareció que le acariciaba una tenue brisa; y luego, los dedos de Terry le tocaron los labios y permanecieron allí, acariciándolos.

—¿Estás preocupada por mí?

La muchacha asintió.

—No tienes por qué preocuparte.

La chica volvió a señalar la primera página del periódico.

—Esa es, probablemente, la obra de un chiflado —dijo Carella.

Ella alzó el rostro y sus ojos grandes y castaños, todavía húmedos por sus lágrimas, se encontraron con los de Carella.

—Tendré cuidado —aseguró—. ¿Me amas?

La chica asintió y luego bajó la cabeza.

—¿Qué sucede?

La chica se encogió de hombros y sonrió, con una sonrisa tímida y púdica.

—¿Me has echado de menos?

La chica volvió a asentir.

—Yo también.

Ella volvió a levantar la cabeza y esta vez había algo más en sus ojos: un desafío para que él leyera correctamente su mirada. Porque Teddy le había echado realmente de menos, pero él aún no había sido capaz de desvelar la sutileza de esa mirada. Carella estudió los ojos de la joven y entonces comprendió lo que ella quería decirle; pero sólo alcanzó a decir:

—Oh…

Entonces, Teddy supo que él lo sabía y alzó una ceja descaradamente y, lentamente, hizo un movimiento exagerado con la cabeza mientras repetía el «oh» de Carella, y formaba un círculo silencioso con los labios.

—Eres una fresca —dijo Carella en broma.

La chica asintió.

—Me amas sólo porque tengo un cuerpo fuerte, limpio y joven.

La chica asintió.

—¿Te casarás conmigo?

La chica asintió.

—Hasta ahora, sólo te lo he preguntado una docena de veces.

La chica se encogió de hombros y asintió, disfrutando inmensamente de ese instante.

—¿Cuándo? —preguntó Carella.

La chica le señaló.

—Está bien, yo fijaré la fecha. Cogeré mis vacaciones en agosto. Me casaré contigo entonces. ¿De acuerdo?

La chica permaneció completamente inmóvil, mirándole.

—Hablo en serio.

La chica parecía a punto de echarse a llorar otra vez. Carella la abrazó y le dijo:

—Hablo en serio, Teddy, Teddy, querida, hablo en serio. No bromees con estas cosas, Teddy, porque te lo estoy diciendo sinceramente. Te amo y quiero casarme contigo, y hace mucho tiempo que quiero hacerlo, y me volveré loco si tengo que seguir pidiéndotelo. Te amo tal como eres, no cambiaría nada de lo que tienes, de modo que no te lo tomes a broma, por favor, no lo hagas. A mí…, a mí no me importa, Teddy. Pequeña Teddy, pequeña Theodora, no me importa, ¿es que no puedes entenderlo? Eres más que cualquier otra mujer, mucho más, así que, por favor, cásate conmigo.

La chica le miró, deseando poder hablar porque ahora no podía confiar tan sólo en sus ojos, preguntándose por qué alguien tan maravilloso como Steve Carella, tan hermoso como Steve Carella, tan valiente y tan fuerte y tan increíble como Steve Carella querría casarse con una chica como ella, una chica que jamás podría decirle, «Te amo, querido. Te adoro». Pero él se lo había vuelto a preguntar y ahora, protegida por los brazos de su amado, ahora comprendía que a él no le importaba, que para él era como cualquier otra mujer, «más que cualquier otra mujer», había dicho.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Me dejarás que te convierta en una mujer respetable?

La chica asintió. El movimiento fue muy leve.

—¿Hablas en serio esta vez?

La chica no volvió a mover la cabeza. Levantó la boca y depositó la respuesta en los labios de Carella, y los brazos de éste se ciñeron alrededor del cuerpo de ella y supo que la había entendido. Ella se deshizo del abrazo y él exclamó, «¡He!», pero ella le eludió y corrió hacia la cocina.

Cuando regresó llevando una botella de champán, Carella exclamó:

—¡Que me cuelguen!

La chica suspiró y se mostró de acuerdo en que, indudablemente, deberían colgarle, y él le golpeó cariñosamente las nalgas con la palma de una mano.

La chica le entregó la botella, hizo una profunda reverencia que resultaba ridícula con ese pijama de presidiario, y luego se sentó en el suelo y cruzó las piernas mientras él luchaba con el corcho.

El champán estalló produciendo un ruido sonoro y, aunque Teddy no lo oyó, vio que el corcho salía disparado hacia el techo y vio, asimismo, el líquido burbujeante que chorreaba entre las manos de Carella.

Comenzó a aplaudir y luego se puso de pie y fue a buscar las copas, y él vertió primero una pequeña cantidad de champán, diciendo:

—Así es como debe servirse. De este modo se eliminan los restos del corcho y las bacterias y otras cosas por el estilo.

Y luego llenó la copa de Teddy e hizo lo propio con la suya.

—Por nosotros —brindó.

La chica abrió lentamente los brazos, más y más y más.

—Por un amor muy largo y feliz —prosiguió diciendo Carella.

La chica asintió alegremente.

—Y por nuestra boda, que se celebrará en agosto.

Hicieron chocar las copas y luego bebieron champán, y ella abrió los ojos, de par en par y bajó la cabeza apreciativamente.

—¿Eres feliz? —le preguntó Carella.

Sí, dijeron los ojos de la chica, sí, sí, sí.

—¿Hablabas en serio hace un momento?

La chica alzó una ceja inquisitivamente.

—¿Cuándo me has dicho que me echabas de menos?

Sí, sí, sí, sí, dijeron los ojos de Teddy.

—Eres hermosa.

La chica hizo otra reverencia.

—Por todo lo que eres, te amo, Teddy. ¡Dios! ¡Cómo te amo!

La chica dejó la copa de champán y cogió la mano de Carella. Le besó la palma y el dorso y, luego, le condujo hacia el dormitorio, al llegar allí le desabrochó la camisa y la sacó fuera de los pantalones, moviendo suavemente las manos. Carella se acostó en la cama y ella apagó la luz, y después, sin ninguna timidez, sin ningún pudor, se quitó el pijama y se acercó a él.

Y mientras ellos hacían tiernamente el amor en la pequeña habitación de un gran edificio de apartamentos, un hombre llamado David Foster se dirigía hacia su propio apartamento, un apartamento que compartía con su madre.

Y mientras ese amor se hacía cada vez más intenso y luego volvía a ser tierno y suave, un hombre llamado David Foster pensaba en su compañero Mike Reardon, y estaba tan inmerso en sus pensamientos que no oyó los pasos detrás de él y, cuando por fin los oyó, ya era demasiado tarde.

Comenzó a volverse, pero una automática del 45 escupió una llamarada naranja en la noche, una, dos veces, y otra y otra más; David Foster se llevó las manos al pecho, y la sangre roja brotó a través de sus dedos color chocolate; y, luego, se desplomó sobre el pavimento… Estaba muerto.