Capítulo 13

Capítulo 13

El homicidio, si no se produce demasiado cerca de nosotros, es algo muy interesante.

Uno se puede ver implicado de verdad en la investigación de un caso de homicidio porque es un acontecimiento raro en la vida cotidiana de una comisaría. Se trata del delito más exótico porque aborda el robo de algo universal: la vida de un ser humano.

Desgraciadamente, existen otras cuestiones menos interesantes y más mundanas que también se tratan en una comisaría. Y, en una comisaría como la 87, estas cuestiones mundanas pueden consumir mucho tiempo. Están las violaciones, y los asaltos, y las peleas a navajazos y los diversos tipos de conductas escandalosas, y los robos con escalonamiento, y los hurtos, y los robos de coches, y los tumultos callejeros y los gatos atrapados en las alcantarillas y otras cosas por el estilo. Muchos de estos sucesos delictivos son rápidamente derivados a grupos especiales que hay dentro del departamento, pero la denuncia inicial, sin embargo, llega a la comisaría en cuyo territorio se ha cometido el delito, y estas denuncias pueden mantener a un hombre brincando sin cesar.

Y no es fácil brincar cuando la temperatura es elevada.

Porque los policías, aunque la idea pueda resultar chocante al principio, son seres humanos. Transpiran como cualquiera, y no les gusta trabajar cuando hace calor. A algunos de ellos incluso no les gusta trabajar cuando hace frío. A ninguno de ellos les gusta hacer una rueda de presos, especialmente cuando hace calor.

El jueves 27 de julio, Steve Carella y Hank Bush debían asistir a una rueda de presos.

Se sentían especialmente molestos por ello, porque esas ruedas se realizan sólo de lunes a jueves, y si se hubiesen perdido la de este jueves, existía la posibilidad de que no tuviesen que hacerlo hasta la semana siguiente y tal vez —sólo tal vez— para entonces el calor hubiese remitido.

La mañana empezó como empiezan la mayoría de las mañanas de esta semana. Al principio, había una frescura engañosa, una frescura que —a pesar de los pronósticos de los diversos hombres y mujeres del tiempo en la televisión— parecía prometer un día maravilloso. Las ilusiones y las fantasías se desvanecían casi instantáneamente. Media hora después de despertarse era evidente que iba a hacer otro día bochornoso, que uno se encontraría inevitablemente con gente que le preguntaría: «¿Crees que hace mucho calor?» o que, imperturbablemente, informaría, «No es el calor, es la humedad lo que molesta».

Fuera lo que fuese, hacía calor.

Hacía calor donde vivía Carella, en el suburbio de Riverhead, y hacía calor en el corazón de la ciudad, en High Street, donde esperaban la Jefatura y la rueda de presos.

Como Bush vivía en otro suburbio —en Calm’s Point, al oeste y un poco hacia el sur de Riverhead— habían quedado en encontrarse en la Jefatura a las nueve menos cuarto, quince minutos antes de que comenzara la rueda de presos. Carella llegó puntualmente.

A las nueve menos diez, apareció Bush. Es decir, se arrastró más o menos por el pavimento y se acercó con indolencia donde Carella estaba fumando un cigarrillo.

—Ahora sé cómo es el Infierno —afirmó.

—Espera a que el sol empiece a calentar de verdad —dijo Carella.

—Vosotros, los tíos divertidos, sois especiales para provocar una carcajada mañanera —contestó Bush—. ¿Quieres darme un cigarrillo?

Carella echó un vistazo a su reloj.

—Ya es hora de subir.

—Que esperen. Todavía disponemos de unos minutos. —Cogió el cigarrillo que Carella le ofreció, lo encendió y lanzó una bocanada de humo—. ¿Ha habido algún cadáver hoy?

—Todavía ninguno.

—¡Qué lástima! Echo de menos mi café y mi cadáver de la mañana.

—La ciudad —dijo Carella.

—¿Qué?

—Mírala. Qué jodido monstruo.

—Es un bastardo peligroso —convino Bush.

—Pero la amo.

—Sí —dijo Bush con indiferencia.

—Hoy hace demasiado calor para trabajar. Es un día para estar en la playa.

—Las playas están abarrotadas. Eres afortunado: tienes una rueda de presos.

—Claro, ya lo sé. Quién quiere una playa fresca y arenosa con las olas que rompen y…

—¿Eres chino?

—¿Qué?

—Sabes torturar de maravilla.

—Subamos.

Arrojaron los cigarrillos y entraron en el edificio de la Jefatura. Antaño había sido un flamante edificio de ladrillos rojos y que tenía una arquitectura moderna. Ahora, los ladrillos estaban cubiertos por el hollín de cinco décadas y la arquitectura era tan moderna como un cinturón de castidad.

Penetraron en el vestíbulo de mármol de la primera planta, pasaron junto a la Sala de Detectives, pasaron junto al laboratorio y junto a las numerosas salas de archivo. Al final de un corredor sumido en sombras, una puerta de cristal opaco anunciaba: «Comisario de Policía».

—Apuesto a que él está en la playa —dijo Carella.

—Está ahí dentro, escondido detrás de su escritorio —dijo Bush—. Teme ser la próxima víctima del maníaco de la Comisaría 87.

—Tal vez no esté en la playa —se corrigió Carella—. Tengo entendido que este edificio cuenta con una piscina en el sótano.

—Dos piscinas —dijo Bush.

Llamó el ascensor.

Durante unos momentos esperaron en un caluroso y enervante silencio. Las puertas del ascensor se abrieron. El policía que estaba adentro sudaba copiosamente.

—Entrad al ataúd de hierro —dijo.

Carella sonrió haciendo su mueca habitual. Bush se encogió de hombros. Ambos entraron en el ascensor.

—¿Van a la rueda de presos? —preguntó el policía.

—No, a la piscina —bromeó Bush.

—Con este calor no soporto los chistes —dijo el policía.

—Entonces, trata de no darnos el pie para hacerlos —dijo Bush.

—Aquí están Abbott y Costello —anunció el policía.

Y luego cerró la boca. El ascensor subió por el tracto intestinal del edificio. Crujía y gemía. La respiración condensada de sus ocupantes humedecía sus paredes.

—Nueve —dijo el policía.

Las puertas se abrieron. Carella y Bush salieron a un corredor iluminado por la luz del sol. Simultáneamente, buscaron los estuches de piel donde estaban sus placas. Luego, simultáneamente también, fijaron las placas en las chaquetas y se dirigieron hacia otro policía que se encontraba sentado detrás de un escritorio.

El policía echó un vistazo a las placas, asintió con la cabeza, y ambos detectives pasaron junto al escritorio y entraron en una gran habitación que servía para diversos propósitos en la Jefatura. La estancia había sido construida de acuerdo con las proporciones de un gimnasio y tenía dos cestas en cada extremo. Las ventanas eran amplias y altas, y estaban cubiertas con un tejido de malla. Era una habitación que se utilizaba para la práctica de deportes de interior, conferencias, juramento de nuevos agentes, reuniones de la Asociación Benéfica de la Policía o de la Legión de Honor de la Policía y, naturalmente, para las ruedas de presos.

Con el fin de servir a estos desfiles de delincuentes que se realizaban de lunes a jueves, se había levantado un estrado permanente en el extremo más alejado de la habitación, debajo de la galería y más allá de la cesta de baloncesto. Dicho estrado se hallaba profusamente iluminado. Detrás del mismo, había una pared blanca y, sobre la pared, en números negros, una escala graduada que servía para tallar a los presos.

En la parte delantera del estrado, y extendiéndose hacia atrás en dirección a la puerta de entrada a lo largo de unas diez filas, había un grupo de sillas plegables, la mayoría de las cuales estaban ocupadas por detectives de toda la ciudad, cuando Carella y Bush entraron en la sala. Las cortinas de las ventanas ya habían sido corridas y un vistazo al estrado elevado y al lugar de los oradores confirmó que el jefe de detectives ya estaba en su puesto y que muy pronto comenzaría el espectáculo. A la izquierda del estrado, los delincuentes se hallaban amontonados en un grupo, y eran custodiados por varios agentes y varios detectives, los hombres que habían realizado los arrestos. Todos los delincuentes que habían sido arrestados en la ciudad el día anterior, desfilarían por el estrado esta mañana.

El propósito que perseguía la rueda de presos —a pesar de la falsa idea popular sobre la identificación de sospechosos por sus víctimas, una práctica que resultaba más útil en la teoría que en la práctica— era sencillamente el de reunir a la mayor cantidad posible de detectives para que conocieran a los maleantes de su ciudad. Lo ideal hubiera sido tener a cada detective de cada comisaría en cada rueda programada, pero otras cuestiones hacían que esto resultara imposible. Así, pues, todos los días se escogía a dos detectives de cada comisaría, basándose en la teoría de que si uno no puede conocer siempre a todo el mundo, puede, al menos, conocer a algunos de ellos en algún momento.

—Muy bien —dijo el jefe de detectives hablando por el micrófono—, ya podemos empezar.

Cuando los dos primeros delincuentes iniciaron su desfile por el estrado, Carella y Bush tomaron asiento en la quinta fila. La práctica habitual consistía en presentar a los delincuentes tal como habían sido detenidos, en parejas, en tríos, en cuartetos, etcétera. Esto se hacía tan sólo para determinar su modus operandi. Si un delincuente trabaja una vez en pareja, generalmente volvería a hacerlo acompañado.

La estenógrafa preparó el lápiz y el cuaderno de notas. El jefe de detectives comenzó a recitar:

—Diamondback, Uno —nombrando la zona de la ciudad donde se había producido el arresto, y el número del caso de esa zona y ese día—. Diamondback, Uno. Anselmo, Joseph, 17 y Di Palermo, Frederick, 16. Forzaron la puerta de un apartamento en Cambridge y Gribble. El ocupante gritó pidiendo ayuda y los agentes acudieron al lugar donde se produjeron los hechos. No hay declaración. ¿Cómo es eso, Joe?

Joseph Anselmo era un chico alto y delgado, que tenía el pelo negro y ojos marrón oscuro. Éstos parecían más oscuros porque el rostro era blanco y pálido. La blancura sólo podía atribuirse a una emoción, y solamente a una. Joseph Anselmo tenía miedo.

—¿Qué me dices, Joe? —volvió a preguntar el jefe de detectives.

—¿Qué quiere saber? —inquirió Anselmo.

—¿Forzaste la puerta de ese apartamento?

—Sí.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—Bueno, si forzaste una puerta, es seguro que tenías una razón para hacerlo. ¿Sabías que había alguien dentro del apartamento?

—No.

—¿Lo hiciste solo?

Anselmo no contestó.

—¿Qué me dices, Freddie? ¿Estabas con Joe cuando forzaste esa cerradura?

Frederick Di Palermo era rubio y tenía ojos azules. Era más bajo que Anselmo y parecía más limpio. Compartía dos cosas con su amigo. Primero, había sido detenido cometiendo un delito. Segundo, tenía miedo.

—Yo estaba con él —informó Di Palermo.

—¿Cómo forzasteis la puerta?

—Golpeamos la cerradura.

—¿Con qué?

—Con un martillo.

—¿No tenías miedo de que pudiera hacer ruido?

—Sólo le dimos un golpecito —contestó Di Palermo—. No sabíamos que hubiera alguien en la casa.

—¿Qué esperabais robar en ese apartamento? —preguntó el jefe de detectives.

—No lo sé.

—Ahora, escuchadme bien —dijo el jefe de detectives, pacientemente—, ambos entrasteis en ese apartamento por la fuerza. Nosotros lo sabemos y tú acabas de admitirlo, de modo que seguramente teníais una buena razón para hacerlo. ¿Qué me dices?

—Las chicas nos pasaron el soplo —dijo Anselmo.

—¿Qué chicas?

—Oh, unas pollitas —contestó Di Palermo.

—¿Qué os dijeron?

—Que reventáramos la puerta.

—¿Por qué?

—De ese modo —dijo Anselmo.

—¿Cómo?

—Por diversión.

—¿Sólo por diversión?

—No sé por qué reventamos la puerta —confesó Anselmo, y miró rápidamente a Di Palermo.

—¿Para robar alguna cosa que había en el apartamento? —preguntó el Jefe.

—Tal vez un…

Di Palermo se encogió de hombros.

—¿Tal vez qué?

—Un par de cientos de pavos. Ya sabe usted, lo de siempre.

—Entonces planeabais un robo, ¿verdad?

—Sí, supongo que sí.

—¿Qué hicisteis al descubrir que el apartamento estaba ocupado?

—La mujer se puso a gritar —contestó Anselmo.

—Así que nos largamos —añadió Di Palermo.

—El siguiente caso —dijo el jefe de detectives.

Los muchachos abandonaron el estrado y se dirigieron donde les esperaba el policía que les había arrestado. En realidad, habían dicho muchísimo más de lo que deberían haber dicho. Hubiesen estado en su derecho si hubieran insistido en no abrir la boca durante la rueda de presos. Al ignorarlo, al no saber siquiera que su posición se veía fortalecida por el hecho de no haber hecho ninguna declaración, habían contestado con notable ingenuidad al jefe de detectives. Con una simple acusación de entrar ilegalmente bajo ciertas circunstancias o de un modo que no llegase a ser constitutivo de robo con allanamiento de un buen abogado, haría que sus clientes se declarasen culpables de un delito menor. El jefe de detectives, sin embargo, les había preguntado a los chicos si pensaban cometer un robo, y ellos habían respondido afirmativamente. Y el Código Penal, Sección 402, define el robo con allanamiento de morada en primer grado de este modo:

Una persona que, con intención de cometer un delito, violenta y entra, por la noche, en la vivienda de otra, en la que hay en ese momento un ser humano:

  1. Armada con un arma peligrosa, o
  2. Armándose adentro con esa arma; o
  3. Siendo asistido por un cómplice presente en ese momento; o…

Bien, eso carecía de importancia. Los chicos habían atado muy cuidadosamente la cuerda de un delito en sus jóvenes cuellos, sin percatarse tal vez de que el robo con allanamiento de morada en primer grado está castigado con reclusión en una prisión estatal por un periodo indeterminado que nunca puede ser menor de diez años ni mayor de treinta.

Evidentemente, las «chicas» les habían dado un soplo equivocado.

—Diamondback Dos —dijo el jefe de detectives—. Pritchett, Virginia, 34. Golpeó a su, comillas, esposo, cerrar comillas, en el cuello y la cabeza con un hacha a las tres de la madrugada. No hay declaración.

Virginia Pritchett había subido al estrado mientras el jefe de detectives estaba hablando, se trataba de una mujer pequeña, que apenas alcanzaba la marca que señalaba el metro cincuenta. Era delgada, y tenía huesos finos y pelo rojo y enmarañado. No llevaba pintados los labios. No llevaba sonrisa. Sus ojos estaban muertos.

—¿Virginia? —dijo el jefe de detectives.

La mujer levantó la cabeza. Mantenía las manos cerca de la cintura, un puño encerrado en el otro. Sus ojos no volvieron a la vida. Eran grises y miró las luces sin pestañear.

—¿Virginia?

—¿Sí, señor?

Su voz era muy suave, casi inaudible. Carella se inclinó hacia adelante para poder oír lo que decía.

—¿Has tenido problemas antes, Virginia? —preguntó el jefe de detectives.

—No, señor.

—¿Qué sucedió, Virginia?

La mujer se encogió de hombros, como si ella tampoco fuese capaz de comprender lo que había sucedido. Pero fue un gesto breve, un gesto que hubiera sido similar a pasar una mano por delante de los ojos.

—¿Qué sucedió, Virginia?

La mujer se irguió en toda su estatura, en parte para hablar delante del micrófono fijo que se alzaba frente a ella sobre una sólida varilla de acero, en parte porque había muchos ojos que la estaban mirando y porque, al parecer, se dio cuenta de que sus hombros estaban hundidos. En la sala, el silencio era total. No había una brisa en toda la ciudad. Los detectives permanecían sentados detrás de los brillantes focos.

—Discutimos —contestó y exhaló un suspiro.

—¿Quieres contarnos qué pasó?

—Estuvimos discutiendo desde la mañana, desde que nos levantamos de la cama. El calor. Hace…, hace mucho calor en el apartamento. Desde que amanece. Uno…, uno pierde los nervios rápidamente con este calor.

—Continúa.

—Él empezó metiéndose con el zumo de naranja. Dijo que no estaba bastante frío. Le dije que lo había dejado toda la noche en el hielo, que no era mi culpa si no estaba frío. Diamondback no es un lugar lujoso, señor. No tenemos neveras en Diamondback y, con este calor, el hielo se derrite rápidamente. Bueno, él empezó a quejarse por el zumo de naranja.

—¿Estabas casada con este hombre?

—No, señor.

—¿Cuánto tiempo hacía que vivíais juntos?

—Siete años, señor.

—Continúa.

—Él dijo que saldría a desayunar y yo le dije que no debería hacer eso porque era estúpido gastar dinero cuando uno no lo tenía. Él se quedó en casa, pero siguió quejándose sin cesar por culpa del zumo de naranja mientras comía. Y así siguió todo el día.

—¿Con el zumo de naranja quieres decir?

—No, con otras cosas. No recuerdo cuales. Él miraba un partido de béisbol en la tele y bebiendo cerveza y lamentándose todo el día por tonterías. Estaba en calzoncillos debido al calor. Yo apenas llevaba ropa.

—Continúa.

—Cenamos tarde, unos bocadillos fríos. Y él no dejaba de seguir criticándome. Esa noche no quiso dormir en el dormitorio, quería dormir en el suelo de la cocina. Yo le dije que eso era una tontería, aunque en el dormitorio hace mucho calor. Entonces, me pegó.

—¿Qué quieres decir con que te pegó?

—Me pegó en la cara. Me cerró un ojo. Le dije que no volviera a tocarme o le arrojaría por la ventana. Se echó a reír. Puso una manta en el suelo de la cocina, cerca de la ventana y puso la radio y yo me fui a dormir al dormitorio.

—Sí, continúa, Virginia.

—Yo no podía dormir por culpa del calor. Y él tenía puesta la radio a todo volumen. Fui a la cocina a pedirle por favor que pusiera la radio un poco más baja, y él me dijo que volviera a la cama. Fui al cuarto de baño y me lavé la cara y entonces vi el hacha.

—¿Dónde estaba el hacha?

—Él guarda algunas herramientas en un estante que hay en el cuarto de baño, llaves y un martillo, y el hacha también estaba allí. Pensé: iré a decirle otra vez que ponga la radio más baja, porque hacía mucho calor y la radio hacía mucho ruido, y yo quería dormir. Pero no quería que volviera a pegarme, así que cogí el hacha, para protegerme en caso de que él tratara de golpearme otra vez.

—¿Qué hiciste entonces?

—Fui a la cocina llevando el hacha en una mano. Él se había levantado del suelo y se encontraba sentado junto a la ventana, escuchando la radio. Estaba de espaldas a mí.

—Sí.

—Me acerqué a él, pero no se volvió, y yo no le dije nada.

—¿Qué hiciste?

—Le golpeé con el hacha.

—¿Dónde?

—En la cabeza y en el cuello.

—¿Cuántas veces?

—No lo recuerdo exactamente. Sólo sé que seguí golpeándole.

—Y luego, ¿qué ocurrió?

—Él se cayó de la silla y yo dejé caer el hacha y fui a la puerta contigua donde vive el señor Alano, nuestro vecino, y le dije que había golpeado a mi esposo con el hacha y él no me creyó. Vino conmigo al apartamento y luego llamó a la policía y vino un oficial.

—¿Sabía que llevaron a su esposo a un hospital?

—Sí.

—¿Sabe en qué estado se encuentra?

La voz del jefe de detectives era muy baja.

—He oído decir que ha muerto —contestó.

Bajó la cabeza y no volvió a mirar más allá de las luces. Aún tenía los puños juntos en la cintura. Y sus ojos seguían sin tener vida.

—El siguiente caso —dijo el jefe de detectives.

—Ella le asesinó —murmuró Bush, con la voz curiosamente llena de admiración. Carella asintió.

—Majesta, Uno —dijo el jefe de detectives—. Bronckin, David, 27. Anoche a las diez horas y veinticuatro minutos se produjo un corte de suministro eléctrico en la esquina de Weaver con la calle 69 Norte. La compañía eléctrica fue notificada de inmediato, y luego se informó de otro apagón dos manzanas al sur, y luego se informó de un tiroteo. Un policía detuvo a Bronckin en Diesen y la calle 69 Norte. Bronckin estaba bebido y recorría las calles destrozando las luces de las farolas. ¿Qué puedes decirme, Dave?

—Sólo soy Dave para mis amigos —dijo Bronckin.

—¿Qué puedes alegar?

—¿Qué quiere de mí? Bebí unas copas, rompí algunas bombillas. Pagaré por esas malditas bombillas.

—¿Qué estabas haciendo con esa pistola?

—Usted sabe lo que estaba haciendo. Les estaba disparando a los faroles de la calle.

—¿Esa fue la primera idea que tuviese? ¿Dispararles a los faroles de la calle?

—Sí. Oiga, no tengo por qué decirle nada. Quiero un abogado.

—Ya tendrás oportunidad de contar con uno.

—No pienso contestar a ninguna pregunta hasta que no tenga un abogado.

—¿Quién te está haciendo preguntas? Tratamos de averiguar qué te llevó a hacer algo tan estúpido como disparar a los postes de la luz.

—Estaba bebido. Qué diablos, ¿usted nunca se emborracha?

—Yo no voy por ahí disparándole a las farolas cuando estoy borracho —dijo el jefe.

—Bueno, pues yo, sí. Es muy divertido.

—Háblame de la pistola.

—Sí, sabía que hablaríamos de la pistola tarde o temprano.

—¿Es tuya?

—Claro que es mía.

—¿Dónde la conseguiste?

—Me la envió mi hermano.

—¿Dónde está tu hermano?

—En Corea.

—¿Tienes licencia para llevarla?

—Fue un regalo.

—¡Me importa un pimiento si la fabricaste tú mismo! ¿Tienes licencia para usarla?

—No.

—Entonces ¿cómo se te ocurrió andar por ahí llevándola encima?

—Se me ocurrió, eso es todo. Mucha gente lleva armas. ¿De qué demonios me acusa? Sólo rompí unas cuantas bombillas. ¿Por qué no se dedican a perseguir a esos bastardos que le disparan a la gente?

—¿Cómo sabemos que tú no eres uno de ellos, Bronckin?

—Tal vez lo soy. Tal vez soy Jack el Destripador.

—Tal vez no. Pero tal vez portabas esa pistola del 45 y planeabas hacer algo un poco más serio que dispararle a unas cuantas bombillas.

—Seguro. Pensaba cargarme al alcalde.

—Una pistola del 45 —le dijo Carella a Bush.

—Sí —dijo Bush.

Ya se había levantado de la silla y se acercaba al jefe de detectives.

—Está bien, chico listo —dijo el jefe de detectives—. Has violado la ley Sullivan, ¿sabes lo que eso significa?

—No, ¿qué significa, chico listo?

—Ya lo descubrirás —dijo el jefe de detectives—. El siguiente caso.

Detrás de él, Bush le rogó:

—Jefe, nos gustaría interrogar un poco más a ese hombre.

—Adelante —dijo el jefe—. Hillside, Uno. Matheson, Peter, 45…