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—Jason, ¿qué demonios estás haciendo aquí?

—Podría hacerte la misma pregunta. —Bourne estudió a su amigo en la oscuridad—. La cuestión es si alguno de los dos dirá la verdad.

—¿Cuándo nos hemos mentido alguna vez?

—¿Quién puede decirlo, Boris? Sabes mucho más que yo de nuestra relación. Ahora mismo, por lo que puedo ver, nada es lo que parece.

—No podría estar más de acuerdo. Me ha engañado tanta gente este último par de días que mi cabeza sigue dando vueltas.

—La amistad es cuestión de confianza.

—Una vez más, no podría estar más de acuerdo, pero si tienes que pensarlo, la confianza no existe.

La amargura en la voz del ruso perturbó a Bourne.

—¿De qué va esta historia, Boris?

—Acabo de llegar de Múnich. Uno de mis amigos más antiguos trató de matarme allí. De hecho, lo conoces. Ivan Volkin no se retiró nunca. Ha estado trabajando durante años para Severus Domna.

—Mis condolencias.

—No pareces sorprendido.

—La única sorpresa fue que los dos fuerais amigos.

—Bueno, no lo somos. —Boris volvió la cabeza y escrutó la calle—. Parece que no lo fuimos nunca.

Bourne dejó pasar un momento, en honor al pesar del ruso.

—¿Estás aquí para saludarme de manera especial —dijo por fin—, o para saludar a Semid Abdul-Qahhar?

—No hay secretos para ti, ¿eh? ¿Por qué no me sorprende? —Boris se rió sin ganas—. Déjame que te diga una cosa, amigo mío, hace varias horas el hombre que me obligó a tomar una decisión entre matarte y conservar mi carrera estaba al otro lado de mi saludo especial.

—Así que has eliminado la necesidad de matarme.

—Nunca hubo ninguna necesidad, Jason. Si hubiera hecho lo que Viktor Cherkesov me ordenó hacer, no habría quedado suficiente de mí para hacer carrera. —Gruñó—. Y por cierto, ¿cómo sabes que ese cabrón de Semid Abdul-Qahhar vive aquí?

—¿Cómo lo sabes tú?

Los dos hombres se echaron a reír.

Boris dio una palmada a Bourne en la espalda.

—¡Maldita sea, Jason!, ¡cuánto me alegro de verte! Debemos brindar por nuestro encuentro, pero primero estoy esperando a que aparezcan por aquí Konstantin Beria, el jefe del SVR, y a su capullo, Zachek.

—¿Y eso?

Boris le habló de la llave que Domna había encargado a Cherkesov entregar a Semid Abdul-Qahhar.

—¿Dejaste que Beria se la quedara? —dijo Bourne.

Boris se echó a reír.

—Para lo que le va a servir. No es una llave de verdad, no abre nada. Sigue el modelo de las llaves de un videojuego en Flash. —Al ver la expresión del rostro de Bourne, añadió—: Es difícil de creer, pero hay alguien en Domna con sentido del humor.

—Lo que es difícil de creer es que sepas algo de videojuegos.

—Tengo que mantenerme al día, Jason, de lo contrario me pisarán los jóvenes tecnócratas que vienen empujando. Ellos utilizan los videojuegos para afilar sus habilidades y oler la sangre.

—Tú y yo usamos las acciones de campo.

—Los jóvenes son inútiles en el campo. Siempre están buscando atajos.

—Llaves que abran el siguiente nivel.

—Así es. No piensan por sí mismos.

Un viento refrescante barrió la calle, trayendo consigo el olor a especias. Los muecines empezaron su oración, y las llamadas amplificadas al rezo apagaron todos los demás sonidos. La calle se vació de gente.

—La llave era una prueba —dijo Bourne.

Boris asintió.

—Para ver si Cherkesov era digno de confianza y obediente.

—Fracasó.

—Miserablemente. Pero Semid Abdul-Qahhar no lo sabe todavía. Y Beria no sabe que lo estoy esperando. —Extendió una mano y tocó el pecho de Bourne—. Espera. Ahí vienen.

El americano vio a dos hombres acercarse. Llevaban gabanes largos que les llegaban hasta los zapatos, un claro indicativo de que llevaban armas de cañón largo. El mayor de los hombres era bajo y de aspecto feroz, el otro era más joven y más alto, con una cara que parecía haber pasado por una picadora de carne. Bourne sonrió al imaginar los puños de Boris entrando en feroz contacto con el burócrata.

—Quiero a esos mamones —dijo el ruso—. Intentaron matarme.

—Parece que llevan armas pesadas —comentó Bourne.

—Eso veo.

Bourne se estaba preparando cuando, con el rabillo del ojo, vio a una figura con túnica negra y hijab bajar a hurtadillas por la calle desde el otro extremo. Era Rebeka.

Resueltos una vez más los fallos de seguridad de Indigo Ridge, Hendricks hizo exactamente lo que Skara le había pedido que no hiciera: fue a buscarla. Primero, probó con su teléfono móvil, pero contactó con una mujer china que le dijo que se fuera a la mierda en mandarín. A continuación, tuvo una conversación privada con Jonathan Brey, el jefe del FBI. Ambos hombres se conocían desde hacía tiempo y se intercambiaban favores con regularidad.

—Todo lo que quieras es tuyo, Chris —dijo Brey.

—Estoy buscando a alguien que ha desaparecido del mapa —dijo Hendricks, consumido por la vergüenza, la humillación y la peculiar angustia del amante rechazado—. Puede que ya haya salido del país. —Hizo una pausa—. Entró como Margaret Penrod, que era un alias, pero ahora no tengo ninguna duda de que usará otro nombre falso.

—¿Alguna idea de cuál pueda ser?

Una vez más, aquellas terribles emociones abrumaron a Hendricks.

—No.

—¿Fotos?

—Te enviaré una.

El proceso de investigación del gobierno debe tener una, pensó Hendricks, de lo contrario, pareceré todavía más idiota.

—Ahora mismo, sin embargo, necesito a dos de tus mejores investigadores.

—Hecho —dijo Brey.

Hendricks se reunió con los agentes en el apartamento de Skara. Como nadie respondió cuando llamaron al timbre, los agentes entraron por la fuerza, con las pistolas desenfundadas, aunque el secretario les dijo que eso no era necesario. El procedimiento, dijeron ellos al unísono, casi robótico. Cuando aseguraron el lugar, se retiraron a la puerta, como ordenó Hendricks, acechantes como un par de perros de presa.

El secretario de Defensa recorrió el pequeño apartamento de un solo dormitorio. El salón estaba deprimentemente vacío, exudando el aire rancio del abandono. No había nada que le dijera que ella había estado allí. Lo mismo en el diminuto cuarto de baño: sólo había polvo en los estrechos estantes del mueblecito de las medicinas. En el depósito sólo había agua, la bañera estaba limpia de sedimentos y pelos.

Entró en el dormitorio y la olió de inmediato. Revisó los cajones de la cómoda, que estaban todos vacíos. Los sacó, les dio la vuelta, buscando algo que hubiera pegado debajo. En el armario había un puñado de perchas, nada más. La mesilla de noche tenía un cajón donde encontró dos clips, una tarjeta de su falso negocio y un trozo de lápiz.

Con un suspiro, se sentó en la cama, sintiéndola ceder como cedía el cuerpo de ella bajo su peso. Con las muñecas sobre las rodillas, se inclinó y miró el suelo. La echaba de menos, no podía negarlo. Había un agujero abierto en su interior. Creía haberse asegurado de que nunca se volvería a sentir así. Tenía la mirada desenfocada, los pensamientos giraban como el agua en un sumidero. En ese momento su teléfono móvil zumbó.

—Hendricks.

—Señor secretario, le habla Tyrone Elkins, agente de la CI.

Las palabras penetraron lentamente en la aturdida mente de Hendricks.

—¿Cómo consiguió mi número, hijo?

—Tengo un mensaje de Peter Marks.

Hendricks frunció el ceño y sus hombros y brazos se cargaron de tensión.

—¿Dónde está Peter?

—Está a salvo, señor. Lo atacaron. Necesita hablar con usted.

—Bien, pásemelo. —Hubo una pausa—. ¿Peter?

—Sí, señor.

—¿Está bien?

—Lo estoy, señor.

—¿Qué demonios le ha pasado?

Peter le contó el atentado con el coche bomba y su huida de la ambulancia con su equipo falso.

—Fue de pura suerte que Tyrone estuviera cerca —concluyó Peter.

—¿Dónde demonios está? Enviaré a gente para que…

—Con el debido respeto, señor, después de las brechas de seguridad de las que me advirtió y la brecha del edificio Treadstone, preferiría que de momento no sepa dónde estoy. Soraya me encontró a través de Bourne.

—¿Bourne?

—Tanto Soraya como Bourne conocen a Tyrone, señor. Es todo lo que puedo decir de momento.

—¿Y Soraya?

—Sigue en París. Descubrió quién ordenó el asesinato de su contacto. Benjamin El-Arian. Está muerto.

Continuó contándole a su jefe la información que había descubierto y que provocó sus ataques.

—Tiene que enviar un equipo para que traiga a Roy FitzWilliams a Washington para interrogarlo lo antes posible. FitzWilliams fue asesor de una compañía minera siria, El-Gabal, y no lo comunicó cuando lo investigaban.

Otro fallo en el proceso de selección, pensó Hendricks. Era un milagro que el gobierno estuviera todavía en pie.

—Esperamos un ataque inminente en territorio americano —dijo Peter.

«Recuérdame cuando estés protegiendo Indigo Ridge», había dicho Skara.

—Indigo Ridge —jadeó Hendricks.

—Exactamente lo que yo pensaba.

—Buen trabajo, Peter.

—Señor, lamento darle malas noticias. Tuvo usted razón al asignarme Indigo Ridge de esta manera.

—Me alegra que mi decisión no acabara con su vida.

—Su trabajo no es un lecho de rosas —dijo Peter—. Pero lo hace usted bien.

—Gracias. —Hendricks pensó un momento—. Para mantener la seguridad hasta que tengamos resuelta esta situación, que Tyrone me llame todos los días a mediodía. En cuanto FitzWilliams esté bajo custodia, se lo haré saber. Se merece estar presente en el interrogatorio.

Cortó la conexión y llamó al director de operaciones de campo de Indigo Ridge, que ya estaba recibiendo críticas de Danziger.

—Olvídelo —dijo Hendricks—. Quiero que coja un destacamento y ponga a FitzWilliams bajo custodia.

—¿Señor?

—Ya me ha oído. Asigne a su mejor hombre para que lo acompañe a Washington lo antes posible. Un avión de la fuerza aérea les estará esperando. Quiero que lo traigan directamente ante mí, ¿está claro?

—Como el agua, señor. Considérelo hecho.

Hendricks llamó a un general de las fuerzas aéreas que conocía y le ordenó que autorizara el envío de un avión. Cuando guardaba el teléfono, su mirada se posó sobre la tarjeta de Skara, que estaba en el cajón de la mesilla de noche.

«Su trabajo no es un lecho de rosas», había dicho Peter.

En su mente revoloteaba una imagen de Skara tal como la había visto el día que se conocieron, arrodillada en su pequeño jardín, atendiendo sus rosas.

Cogió la tarjeta. Había una rosa plantada en el centro. Con el corazón desbocado, se levantó de un salto y salió corriendo del apartamento, seguido por los asombrados agentes del FBI.

Rebeka ya no parecía una azafata: había en ella una clara intensidad, agudamente alerta y decidida. Sus ojos eran ansiosos, tenía las mejillas arreboladas, como si estuviera a punto de lanzarse de cabeza contra el destino. Se había transformado en un ángel vengador. Se había cambiado de ropa desde que Bourne la dejó en el restaurante, confirmando lo que él había sospechado; tenía sus propios planes en lo referido a los ocupantes de la sinagoga. Lo único que le faltaba era el impulso, que él le había proporcionado al decirle la identidad del árabe que estaba profanando la casa judía de oración junto a la que ella había decidido vivir. Sospechó ahora que pertenecía al Mosad, pero en el fondo no importaba. Estaba decidida a infiltrarse en la sinagoga y asesinar a Semid Abdul-Qahhar. El problema era que iba a meterse a ciegas en un letal fuego cruzado entre los hombres de Semid Abdul-Qahhar y el SVR. Bourne tenía que detenerla.

Se estaba preparando para bloquearle el paso cuando ella se desvió. No se dirigía a la sinagoga después de todo. Pero debido a su conversación interrumpida durante la cena respecto al plano de la sinagoga, Bourne sabía adónde iba.

Agarrando a Boris, empezó a seguirla.

El ruso tiró de él.

—¿Estás loco? Vas a estropearlo todo.

Bourne se volvió hacia él.

—Es cuestión de confianza.

Tras vacilar sólo un instante, Boris asintió y siguió a Bourne, que se encaminó hacia la izquierda, siguiendo un callejón que corría más o menos en paralelo al que conducía hasta la sinagoga.

Por delante, Bourne vio a Rebeka desaparecer a la izquierda. Avivó el paso, con Boris detrás. Cuando llegó al lugar donde la joven se había desvanecido, vio un pasadizo no más ancho que sus hombros. Se internó en él, recordando el plano de la antigua sinagoga tal como Rebeka se lo había descrito.

Llegó bruscamente al fondo del pasadizo. Se encontró ante una pared.

—¿Qué demonios es esto, Jason? —susurró Boris.

—Estamos siguiendo a una agente del Mosad que conoce otra forma de entrar en la sinagoga.

—¿Cómo? ¿Fundiéndose para atravesar piedra sólida?

Los rodeaba la oscuridad. Bourne revisó todo lo que Rebeka le había contado de la sinagoga. Sabía dónde se encontraba en relación con el pasadizo, así que se volvió hacia la izquierda y fue palpando por la pared de piedra, buscando una palanca o un asidero. Nada. Entonces retrocedió un paso, casi chocó con Boris, y su pie derecho rozó una reja de metal.

Ambos hombres retrocedieron lo suficiente para que Bourne pudiera arrodillarse y palpar con los dedos. La reja era cuadrada, lo bastante grande para que cupiese un ser humano. Tras meter los dedos por los agujeros, Bourne tiró hacia arriba. La reja cedió con facilidad y la colocó contra una de las paredes. Entonces metió las piernas en el agujero. Sus pies toparon con algo.

—Hay una escalera —le dijo a Boris, que se había agachado a su lado.

Los dos hombres bajaron. La escalera estaba hecha de hierro y como era muy vieja se descascarillaba bajo sus manos. Llegaron al nivel inferior, que estaba excavado en la roca. A la izquierda Bourne vio un leve brillo, y Boris y él lo siguieron hasta que el americano estuvo seguro de que estaban debajo de la sinagoga. Un grupo de escalones de piedra conducía hacia arriba, y los siguieron, moviéndose con enorme sigilo.

En lo alto de la escalera había una estrecha puerta hecha de madera alisada, sujeta con anchas bandas de bronce. Con cautela, Bourne levantó la palanca de hierro y empujó la puerta hacia dentro. Atravesaron el umbral y se encontraron en una sección de la sinagoga que todavía estaba siendo renovada. Planchas de mármol estriado y piedra negra se apoyaban contra una de las paredes o sobre toscos caballetes, donde estaban siendo cortadas. Cortinas de muselina sin teñir aislaban la zona para proteger el resto del interior del polvillo de piedra.

Avanzaron hasta las cortinas de muselina. Bourne prestó atención por si había sonidos de lucha, pero sólo oyó pasos apagados por las alfombras y alguna palabra ocasional en árabe, pronunciada en voz baja, pero con urgencia.

Separaron las cortinas y entraron en la sección central, renovada al estilo árabe.

—Esa agente del Mossad va a conseguir que la maten aquí —susurró Boris.

—El nombre que utiliza es Rebeka —dijo Bourne.

—Tal vez tengamos suerte y el SVR y Semid Abdul-Qahhar se maten mutuamente —murmuró Boris mientras escrutaba el lugar.

Pero Bourne notó por su tono que no lo creía. Nada en su mundo se resolvía tan limpiamente, había demasiada ira y demasiadas emociones, demasiada sangre se había derramado ya, y mucha más que se derramaría.

Avanzaron. Los grandes espacios que habían creado los antiguos arquitectos de la sinagoga estaban ahora divididos en salas pequeñas, todas ornadamente pintadas y amuebladas, como el serrallo de un sultán. No había nada de la austera sensibilidad árabe. Las alfombras para orar eran opulentas, tejidas con la mejor de las sedas en intrincadas pautas de colores brillantes.

—¿Dónde demonios están Beria y su lacayo? —susurró Boris.

Bourne se preguntó dónde estaba todo el mundo. No tenía ni idea de cuántos hombres tenía consigo Semid Abdul-Qahhar o lo armados que estaban. Alzó la mirada y descubrió un modo seguro de averiguarlo. Las habitaciones estaban construidas con gruesas columnas de fragante cedro que se alzaban tres metros, muy por debajo de la altura de la estructura original. Las habitaciones no tenían techo, sólo simples vigas cruzadas que sostenían las verticales, y telas que colgaban de una viga a otra.

Le indicó a Boris que siguiera adelante, luego subió a una de las vigas, encontrando asideros en la áspera madera. Los travesaños eran tablones macizos que le permitieron arrastrarse por ellos mientras pasaba de habitación en habitación. La tela era lo bastante diáfana para permitirle distinguir figuras, sus posiciones en las habitaciones, y sus movimientos en ellas. Vio a tres de los hombres de Semid Abdul-Qahhar, uno solo en una habitación, preparándose para rezar, pero ni rastro de Rebeka ni del propio Semid. Sabía que debía concentrarse todo lo posible en Semid: los hombres eran una barricada temporal.

Y entonces, en la quinta habitación, vio a la joven. Estaba con Semid, pero no había nada en la escena que le gustara.

Boris se arrastró a hurtadillas, con pies de gato pequeño, como decía el poema que había memorizado de niño y se repetía cada noche antes de irse a la cama, como si fuera una oración. Esa noche, sin embargo, su corazón estaba lleno de sangre: en lo único que podía pensar era en Zachek y en Beria. Se le ocurrió ahora que su línea de trabajo quedaba definida por una cadena de afrentas y desquites. Sólo tenía que rezar para sobrevivirlos a todos… a hurtadillas, con pies de gato pequeño.

Entró en una habitación donde había un hombre arrodillado en una alfombra, la frente apuntando hacia la Meca. A su lado había un corto rifle de asalto. El ruso pudo oír la oración entre murmullos, las palabras caían como lluvia de la boca del árabe y su torso subía y bajaba. Boris esperó hasta que su frente tocó la alfombra. Entonces se le acercó silenciosamente y, poniendo todo su peso en él, descargó su zapato contra la nuca del hombre. Oyó una serie de agudos crujidos, como si alguien reventara plástico de burbujas y el hombre se desplomó.

Tras recoger el rifle de asalto, Boris pasó por encima del cadáver y continuó su camino.

Había dos hombres detrás de Rebeka. Bourne no podía decir si ella era o no consciente de ellos, así que saltó desde lo alto de la viga, atravesando la tela. Aterrizó agazapado. Los hombres se volvieron y él extendió una pierna y golpeó a uno de ellos tras las rodillas. El tipo cayó de bruces, y Bourne se lanzó sobre él y lo golpeó con ambos puños.

Rebeka golpeó en la sien al segundo hombre, que retrocedió tambaleándose, pero consiguió alzar su rifle de asalto y disparar una andanada. Ella se lanzó a sus pies, y él alzó la culata del arma con intención de golpearla en la cabeza, pero ella le hundió primero el puño en la entrepierna. Cuando el hombre se dobló de dolor, ella sacó un fino cuchillo de entre su túnica negra y le abrió el vientre de un lado a otro.

Mientras abría los ojos sorprendido, la joven saltó por encima de él, estirándose para agarrarse al borde de la túnica de Semid Abdul-Qahhar, que tropezó, pero usó una daga de hoja ancha para cortar esa sección de tela y liberarse. Salió corriendo.

Bourne se levantó del suelo y corrió tras Rebeka mientras ella seguía a Semid, dejando atrás las habitaciones del serrallo y dirigiéndose a la sinagoga propiamente dicha.

En el momento en que Boris oyó las rápidas descargas, echó a correr. Beria y Zachek, ambos empuñando rifles de asalto AK-74, el uno al lado del otro, las piernas abiertas, abatían sin piedad a seis de los hombres de Semid Abdul-Qahhar.

Zachek vio a Boris mientras entraba corriendo, volvió su arma y disparó indiscriminadamente. Boris se retiró detrás de la puerta por la que acababa de entrar. Los disparos eran tan potentes que tuvo que esperar, agazapado, con el corazón martilleando, antes de poder volver a asomarse. Para entonces sólo quedaban los cuerpos de los seis hombres, retorcidos y sangrando por múltiples heridas. No había rastro de Beria ni de Zachek.

Manteniendo su rabia y su frustración bajo control, revisó cada habitación una por una, escuchando además de mirando. Entonces oyó otra andanada de disparos y se desvió a la izquierda. Una bala le alcanzó en la pantorrilla izquierda cuando cruzaba una puerta. La pierna izquierda cedió bajo su peso y cayó, pero aterrizó sobre el hombro derecho y absorbió el impacto, de modo que pudo rodar, apoyarse en una rodilla y devolver los disparos. Casi le arrancó la cabeza a Zachek, pero el pequeño capullo se retiró justo a tiempo.

Boris se movió, aunque el dolor era intenso y el tobillo izquierdo casi cedió, menos mal que lo hizo, porque la cabeza y los hombros de Zachek asomaron mientras disparaba contra el sitio que Boris acababa de abandonar. Volviendo el rifle de asalto, disparó contra la esquina de la pared tras la que se ocultaba Zachek. Lascas de madera y yeso saltaron por los aires. Boris se movió de nuevo, esta vez en dirección opuesta, y cuando su enemigo volvió a asomarse, disparando al lugar donde habría estado si hubiera continuado moviéndose en la misma dirección, Boris lo alcanzó en el hombro izquierdo.

Mientras Zachek caía hacia atrás, corrió directamente hacia él, conteniendo el fuego hasta que pudo verlo de nuevo. Zachek apretó el gatillo de su AK-74 y más trozos de madera y yeso cegaron a Boris momentáneamente. Sin embargo, siguió avanzando, sabiendo que era fatal permanecer en un mismo sitio.

Cuando recuperó su visión, vio a Zachek en el suelo. Tenía la espalda apoyada contra una pared. Manaba sangre de su hombro destrozado. Intentaba desesperadamente volver a cargar su arma.

Al notar la presencia de Boris, alzó la cabeza y mostró los dientes como un perro rabioso. Entonces sonrió, arrojó el rifle de asalto, y extendió las manos.

—Me rindo, general. No dispare, estoy desarmado.

Boris divisó el pequeño Derringer medio oculto en su mano derecha. Pero, aunque el pequeño capullo hubiera estado desarmado de verdad, Boris habría hecho lo mismo. Apretó el gatillo de su rifle de asalto y Zachek danzó brevemente como una marioneta a la que le cortan las cuerdas. Convertido en un amasijo de sangre, resbaló de lado y sus ojos se oscurecieron.

Tenía que haber sucedido algo importante, pensó Boris, porque vio que Beria había empezado ahora a retirarse de la sinagoga. Se sintió intrigado. Dedujo que Bourne, de algún modo, había alterado la situación irremediablemente, y que Beria era lo bastante pragmático para escapar mientras todavía estaba entero.

Eso no iba a suceder.

Lo alcanzó en la entrada, cubierta ya de cadáveres. Beria, en plena huida, eligió la distancia más corta que lo separaba de la puerta principal. Esta ruta lo llevó entre dos de los cuerpos. En el instante en que resbaló en un charco de sangre, Boris, saltando desde atrás a toda velocidad, chocó contra él. Algo chasqueó en su tobillo izquierdo y una lanzada de fuego ardió en su pierna. La bala del rifle de asalto de Zachek había perforado completamente su pantorrilla, lo cual era bueno, pero la herida sangraba profusamente. Tenía que mantener la pierna en alto y cuidar la herida. La pierna cedió y cayó con fuerza sobre una rodilla. Un mar de dolor lo barrió. Beria, sólo recuperado parcialmente, le golpeó en la barbilla con la culata de su AK-74 y lo derribó.

Beria apuntó con el rifle de asalto y estaba a punto de apretar el gatillo cuando oyó voces que resonaban, súbitas y aterradoras. Reacio a revelar su posición disparando, se dio media vuelta y huyó de la sinagoga tan rápido como le fue posible.

Bourne vio a Semid Abdul-Qahhar descargar un golpe contra Rebeka con su brillante daga. Ella contraatacó con su fino cuchillo, abalanzándose sobre él y cortando su mejilla izquierda por debajo del ojo hasta la comisura de la boca, que se abrió de par en par, pero no emitió ningún sonido. Él le dio un puñetazo en el costado, y luego descargó una sañuda patada contra sus costillas, haciéndola chocar contra una pared.

Atacó con furia y velocidad, empleando la daga mientras rebuscaba en su túnica con la otra mano. Rebeka se defendió de la puñalada. La eludió con facilidad, pero sólo porque era una finta.

Bourne vio antes que ella que Semid empuñaba una Mauser en la otra mano. Saltó hacia él, derribándolo, y le arrancó la pistola. Mientras el árabe se volvía hacia Bourne, Rebeka hizo a un lado la daga y atacó con su cuchillo. La hoja penetró el pecho de Semid justo por debajo del esternón, y la joven, con la diestra mano de un cirujano, la retorció hacia arriba y a la derecha, perforando un pulmón y luego el corazón.

La sangre salió a borbotones de la boca de Semid cuando exhaló un fétido aliento. Ella lo miró duramente a los ojos mientras lo sostenía con la hoja del cuchillo y el brazo tenso.

—Rebeka —dijo Bourne.

Ella estudió a Semid como si fuera un espécimen clavado a una mesa de laboratorio.

—Rebeka —repitió Bourne, más amablemente esta vez.

Ella dejó escapar la respiración contenida y, al mismo tiempo, retiró la hoja del cuchillo, y el cuerpo de Semid cayó al suelo. El agente americano esperaba una expresión de triunfo en su rostro, pero cuando Rebeka se volvió hacia él, sólo había disgusto.

Lo miró durante un largo instante, y Bourne tuvo la impresión de que estaba mirando a una criatura singular, una persona controlada y calibrada, pero poseedora de un espíritu indómito y un corazón salvaje.

—Te marchaste corriendo —dijo mientras limpiaba la hoja de sangre y vísceras—, y ahora te encuentro aquí.

—Afortunadamente para ti. —Bourne sonrió—. No me digas que te sorprende.

Los ojos de ella ardían con una furia helada.

—Éste es mi territorio.

—Eso es irrelevante ahora —dijo él tranquilamente, tratando de desactivar su ira—. Semid Abdul-Qahhar está muerto.

Ella le dio una patada al cadáver, que rodó de espaldas.

—No sé quién es este hombre —dijo—, pero desde luego no es Semid Abdul-Qahhar.