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Con la brillante luz de la mañana, Jalal Essai fue a dar un paseo por las calles que asomaban al mar de Cádiz. Era un día ya brillante, con sólo un puñado de nubes blancas que volaban hacia el sur. El aire era fresco, cargado de sal y yodo. En el agua, varios barcos de vela viraban, aprovechando el viento. Muchas de las tiendas para turistas estaban todavía cerradas, sus verjas de metal bajadas como murallas de castillos, y Essai captó un atisbo de la melancolía que invade las ciudades costeras en invierno.

Eligió con cuidado el café asomado al mar, dejando atrás un puñado de otros establecimientos más cercanos a la casa de don Fernando. Se dirigió, pues, al bar con el toldo de rayas azules y blancas y el ancla bordada como logotipo. Tras sentarse en una mesita redonda en la segunda fila en la acera, pidió el desayuno.

Los ciclistas pasaban zumbando como insectos gigantes y de vez en cuando lo hacía un camión de reparto, pero por lo demás a una hora tan temprana las aceras estaban vacías. Llegó su café y sus bollos. Probó el café con cuidado, lo consideró bueno y añadió un poco de leche. Luego mordió el dulce y sabroso bollo y se acomodó, inhalando el aire húmedo hasta el fondo de sus pulmones.

Comenzó su ritual para revisar su plan. Cada día se presentaban variables que interferían en el plan o lo alteraban de formas vitales. Era como trabajar con un rompecabezas delicadamente equilibrado que cambiaba sutilmente cada vez que lo mirabas. Los seres humanos solían cometer errores de forma voluntaria o involuntaria. Demasiado a menudo eran impredecibles en sus respuestas, y por tanto había que vigilarlos con atención. Era un trabajo agotador, que sólo merecía la pena si la recompensa era suficientemente valiosa o deseable. En este caso, pensó Essai, era ambas cosas.

Por desgracia, controlar a cada elemento humano no era siempre posible. Esteban Vegas, por ejemplo, era un viejo amigo de don Fernando, pero no significaba nada para él. Pero Bourne…, bueno, Bourne era la constante en el plan de Essai. El innato sentido del honor del estadounidense lo hacía completamente predecible en situaciones de vida o muerte. Esta situación actual era uno de esos casos. Benjamin El-Arian había cometido por fin un grave error al encargarle a Boris Karpov que matara a Bourne, no había comprendido que los resultados de una colisión entre ambos hombres eran impredecibles y probablemente serían del todo inesperados. El-Arian no conocía a Bourne como él: de hecho, casi no sabía nada de él. Essai contaba con eso, igual que contaba con que el estadounidense trajera de Colombia a Vegas y a mi mujer.

Se estaba felicitando a sí mismo cuando vio movimiento con el rabillo del ojo. No se volvió, no se movió. Simplemente siguió mirando al frente y vio a Marlon Etana salir al tembloroso sol de la mañana y encaminarse hacia el toldo de franjas azules y blancas con el ancla roja.

—Por aquí —dijo Lana Lang—. ¡Rápido!

Karpov la siguió a través de las calles abarrotadas de Múnich hasta que llegaron a un pequeño Opel de color verde oscuro. Chaparrones dispersos caían de un cielo hinchado del color de metal.

—Suba —le ordenó ella mientras se colocaba al volante. Entonces lo miró, todavía de pie en la acera—. Vamos, ¿a qué está esperando?

Boris esperaba inspiración. Caminar por la calle con alguien que no conocía era una cosa, pero meterse en un espacio móvil pequeño y cerrado con ella era otra bien distinta. Todos sus instintos gritaban llenos de paranoia en su mente.

—Eh —protestó ella, claramente irritada—, no tenemos tiempo para esto.

Nunca hay tiempo para nada, pensó Karpov, subiendo al coche. Al menos, para nada importante. Su vida estaba llena de un constante fluir de necesidades, obligaciones, adaptaciones y gestos recíprocos: grandes, pequeños y todo lo intermedio. Un baile político, en otras palabras, que no podía ignorar nunca, ni hacer una breve pausa, por miedo a que cuando la música se parara otro le hubiese quitado la silla. Y entonces, a pesar de todos sus años de devoción, de trabajo duro y de la ejecución de pequeñas atrocidades por bien del Estado que colgaba invisible de su uniforme como medallas de las guerras secretas, se quedaría mirando la vida desde fuera, lo que, en Rusia, significaba ninguna vida en absoluto.

Lana Lang condujo con mucha pericia y mucha velocidad por el laberinto de las calles de la ciudad. Conducía, observó Boris, como un hombre, con gran competencia, nervio y nada de miedo, aunque la lluvia caía con más fuerza y las calles estaban resbaladizas. Aquí estaba su zona de competencia, pensó, mientras que en la biergarten había parecido una mujer tonta y obsesionada con la moda con quien él no tenía nada que hacer, mucho menos confiarle la vida.

Cada pocos segundos los ojos de ella alternaban entre el retrovisor y los espejos laterales. Atravesaba los semáforos en el último instante posible, y a menudo volvía atrás en lo que Bourne asumía que era su ruta.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

Ella le dedicó una misteriosa sonrisa, y también eso fue distinto.

—A algún lugar donde nadie pueda encontrarme, supongo.

—No exactamente. —La misteriosa sonrisa se ensanchó—. Voy a llevarle al único lugar donde nadie pensará en buscarlo.

Dio un brusco acelerón, y Boris sintió que su torso se apretaba contra el asiento.

—¿Y qué sitio es ése?

Ella le dirigió una mirada malévola, luego volvió los ojos hacia el tráfico.

—La mezquita.

París se extendía como una concha en las aguas del Sena. Cada distrito, o arrondissement, surgía en espiral del centro, cuanto más alto el número, más alejado del corazón de la ciudad. Los distritos más alejados estaban habitados por inmigrantes: vietnamitas, chinos y camboyanos. Más allá estaban las banlieus, o suburbios, cedidas a regañadientes a los árabes norteafricanos. Aislados en los abarrotados y feos suburbios de la ciudad, a estos marginados sin derecho al voto se les negaban trabajos o cualquier contacto significativo con la vida cotidiana parisina, la cultura, la educación o el arte.

Aaron siguió el BMW de Marchand hasta uno de los suburbios situados más al norte, el extrarradio más sucio, congestionado y degradado que ninguno de ellos había visto jamás.

—Por Alá, este apestoso lugar parece El Cairo —murmuró Amun entre dientes.

En efecto, las calles eran estrechas, las aceras estaban agrietadas, los feos edificios, amontonados unos encima de otros sin espacio intermedio, parecían lo peor de las viviendas sociales de Londres.

Soraya, todavía en máxima alerta, sintió una renovación de la tensión entre los dos hombres y se preguntó por su origen. Notaba que Aaron se sentía cada vez más incómodo. Mientras recorrían las feas calles, rostros oscuros y tensos con una tóxica mezcla de odio y miedo se volvieron en su dirección. Ancianas de brazos cargados con abultadas bolsas de la compra se apartaron de ellos. Grupos de hombres se separaron de las paredes donde habían estado recostados o apoyados, fumando, para acercarse hacia el coche desconocido como perros callejeros en busca de una sobra de carne. Podía sentir la hostilidad dirigida hacia ellos en oleadas desde los ojos negros y los labios de color café. Una vez, una botella lanzada desde lejos chocó contra el flanco del Citroën.

Por delante, el BMW había girado hacia la izquierda para entrar en un callejón. Aaron se detuvo en la acera y aparcó. Fue el primero en salir del coche, pero Amun dijo:

—Teniendo en cuenta el ambiente, creo que sería mejor que se quedara en el coche.

Aaron se enfureció.

—París es mi ciudad.

—Esto no es París —replicó Amun—. Es el norte de África. Soraya y yo somos musulmanes. Deje que nos encarguemos de esta parte de la operación.

Ella vio que el rostro del inspector se ensombrecía.

—Aaron, tiene razón —terció suavemente—. Déjenos. Piense un momento en la situación.

—Ésta es mi investigación. —La voz del francés temblaba de emoción apenas contenida—. Y ustedes dos son mis invitados.

Soraya lo miró a los ojos.

—Considere que Amun es un regalo.

—¡Un regalo! —Aaron pareció aplastar las palabras entre los dientes.

—¿No lo ve? Está acostumbrado a estos arrabales árabes: puede conectar con los residentes. Considerando el giro que ha tomado la investigación, es un gran golpe de suerte que nos ayude.

Aaron trató de seguir adelante.

—Yo no…

Soraya le bloqueó el paso.

—Ni siquiera tendríamos esta pista sin él.

—Ya se ha ido —dijo Aaron.

Ella se dio media vuelta y vio que tenía razón. Amun no perdió más tiempo, y Soraya lo entendió: tras haber llegado tan lejos, no quería perder a Marchand ahora.

—Aaron, quédese aquí. —Empezó a seguir al egipcio por el callejón—. Por favor.

El callejón era estrecho, torcido como el dedo de una bruja, y estaba sumido en la penumbra. Soraya apenas pudo distinguir la espalda de Amun cuando éste atravesó una ajada puerta de metal. Echó a correr y detuvo la puerta antes de que se cerrara. Cuando estaba a punto de entrar, vio a un joven delgado como un palillo al fondo del callejón. Entornó los ojos. Logró distinguir su jersey rojo, pero la luz era tan tenue que no pudo asegurar si la estaba mirando a ella o a otra cosa.

Dentro, una sucia escalera de hierro conducía a una planta baja. La zona estaba iluminada por una sola bombilla pelada que colgaba de un cable. Tras agacharse para pasar, Soraya bajó cautelosamente las escaleras. Mientras bajaba, se esforzó por oír los sonidos de los pasos de Amun (de los pasos de cualquiera), pero todo lo que distinguía eran los crujidos y protestas de un edificio antiguo y mal conservado.

Llegó a un diminuto rellano y siguió bajando. Podía oler la humedad, el moho, los agudos olores del deterioro y la descomposición. Sentía como si hubiera entrado en un cuerpo muerto.

Al acercarse al final de las escaleras, se encontró en una superficie de hormigón sin pulir. Las telarañas le rozaban la cara y, de vez en cuando, podía oír el chirrido y el corretear de las ratas. Poco después captó otros ruidos: voces entre susurros que se abrían paso en la oscuridad. Obstinada, avanzó tanteando, guiada por las voces. A quince metros de distancia empezó a distinguir una luz vacilante que iluminaba lo que parecía ser un laberinto de habitaciones como cuevas. Se detuvo un momento, sorprendida por la similitud entre estos espacios y los utilizados por Hezbollah cuando se preparaban a cruzar la frontera para hacer una incursión en Israel. Había el mismo hedor a sudor rancio, expectación, higiene olvidada, especias, y el olor amargo y metálico de las bombas preparadas para ser detonadas.

Estaba lo bastante cerca para oír las voces: eran tres. Eso la detuvo en seco. ¿Ya había empezado Amun a hablar con ellos? Pero no, ahora que se había acercado lo suficiente, sus oídos le dijeron que sólo una de las voces era familiar: la de aquel miserable mentiroso de Donatien Marchand.

Se acercó a una esquina y se asomó. Había tres hombres bajo la luz tenue y difusa de una vieja lámpara de petróleo. Uno era muy joven, delgado como un junco, de ojos oscuros y mejillas chupadas. El otro era sólo un poco más mayor, tenía una barba poblada y las manos como hachas. Frente a ellos estaba Marchand. Por el tono de sus voces y su lenguaje corporal, parecía que estaban en mitad de una negociación difícil. Soraya se arriesgó a mirar alrededor. ¿Dónde estaba Amun? En algún lugar cercano, tuvo que suponer. ¿Cuál era su plan? ¿Y cómo podía ella acercarse lo suficiente para escuchar de qué discutían los hombres? Tras mirar en derredor, no vio nada que pudiera ayudarla. Entonces, dirigiendo la mirada hacia arriba en las sombras, vio las enormes vigas que se entrecruzaban en lo alto, impidiendo que el enorme edificio se desplomara sobre el cubil árabe del sótano.

Usando una serie de cajas que encontró tiradas por el suelo, escaló hasta que pudo enganchar los brazos en una de las vigas. Tras aupar el torso, envolvió los tobillos en lo alto de la viga y, usando ese asidero, terminó de encaramarse. Tuvo que tener cuidado para no perturbar la suciedad acumulada (mugre, telarañas pegajosas, conchas transparentes de insectos y mierda de rata), que, al caer, anunciaría su presencia. Arrastrándose sobre el vientre, fue avanzando poco a poco por la viga hasta quedar más o menos encima de los tres hombres.

—No, tío, digo que el triple.

—El triple es demasiado —protestó Marchand.

—Mierda, el triple por esa zorra es demasiado poco. Tienes diez segundos, luego el precio subirá.

—De acuerdo, de acuerdo —concedió Marchand tras una breve pausa.

Soraya pudo oír el sonido de los billetes al ser contados.

—Os enviaré una foto al móvil —dijo Marchand.

—No necesito ninguna foto. Tengo la cara de esa zorra de Moore grabada en el cerebro.

Soraya se estremeció. Había algo sombríamente surrealista en oír los planes de su muerte inminente. Pudo sentir su corazón latiéndole en la garganta cuando la reunión se disolvió.

Odiaba a estos árabes, pero permaneció inmóvil. La misión era descubrir a quién había llamado Marchand después de que lo hubieran asustado. Estos hampones árabes no podían decírselo, sólo podía hacerlo Marchand, que nunca habría hablado en su propio territorio, pero ahora que ella lo había pillado en una posición comprometedora con estos matones, podría sentirse más dispuesto a…

Se sobresaltó cuando Amun salió corriendo de las sombras. El mayor de los árabes se volvió, con una navaja ya en la mano. Lanzó una puñalada, obligando al egipcio a cambiar de dirección y el árabe más joven le golpeó con el puño en la sien, derribándolo.

Soraya se lanzó desde la viga con los pies por delante, alcanzando con las rodillas al más joven en la espalda. El hombre cayó y su cabeza chocó contra el hormigón, que le rompió los dientes delanteros. La sangre manó de su labio partido. Gimió y se quedó inmóvil. Amun se mantuvo apartado de la navaja del otro árabe, y los dos desaparecieron en la oscuridad.

Eso dejó a Soraya y a Donatien Marchand. Él la miró con la fija intensidad de un lobo atrapado. Sus ojos parecían amarillos por el odio.

—¿Cómo supo que vendría aquí? —Como ella no respondió, miró alrededor— ¿Dónde está el judío? ¿Demasiado tímido para venir hasta aquí?

—Está tratando conmigo ahora —dijo Soraya.

Antes de que pudiera decir otra palabra, Marchand echó a correr. Ella lo siguió, de vuelta hacia las escaleras. Una parte de su mente estaba con Amun y su pelea con el árabe. ¿Había más hombres aquí abajo? Pero no podía pensar en eso ahora: no podía dejar escapar a Marchand.

El hombre llegó al pie de las escaleras y empezó a subir a saltos, más rápido y más ágil de lo que ella esperaba. Soraya lo siguió, a través de la débil luz grumosa, dejando atrás parches de oscuridad y el diminuto rellano. Subió la segunda parte de las escaleras, hacia el lugar donde la bombilla pelada emitía su luz cenicienta.

Marchand corría con tantas ganas que golpeó con el hombro la bombilla y ésta osciló de un lado a otro del extremo de su cable, proyectando sombras salvajes y desorientadoras por toda la escalera. Soraya redobló el ritmo, acortando la distancia con su enemigo.

De pronto Marchand se detuvo y, tras darse media vuelta, desenfundó una pequeña pistola del calibre 22 con cachas plateadas. Disparó una vez a ciegas y luego otra vez más mientras ella se acercaba. La segunda bala le atravesó la hombrera de la chaqueta, pero no le hizo ningún daño.

Soraya cargó contra él y le golpeó la muñeca con el canto de la mano, haciéndole soltar el arma. Con una serie de brillantes y duros golpes, la pistola se perdió escaleras abajo y quedó medio oculta en las sombras.

Soraya agarró a Marchand por la chaqueta, pero él estiró la mano y, antes de que ella pudiera darse cuenta, envolvió el cable eléctrico en torno a su cuello. Tiró con fuerza y ella jadeó. Alzó las manos para aflojar el cable, pero Marchand, de pie tras ella, tensó más su presa.

Los dedos de Soraya trataron inútilmente de detener el cable que le cortaba el cuello y la garganta. Intentó tomar aire, pero no pudo. Un momento después, empezó a perder la consciencia.