17
La furgoneta negra se cernía sobre Bourne por detrás, el tráiler estaba preparado para recogerlos por delante. A la derecha había un arcén de dos palmos que terminaba en una valla de acero, más allá del cual había una empinada cuesta que caía hacia un olivar que se aferraba a la falda de la montaña. A su izquierda había un Mercedes descapotable, el conductor, ajeno a todo, meneaba la cabeza al compás de la música que surgía de los altavoces. No había tiempo para pensar, sólo el instinto fraguado por años de entrenamiento y dura práctica.
Bourne aceleró cerrando la distancia entre la rampa y él. Entonces subió a la trampa, el morro del coche de alquiler apuntando hacia arriba.
—¿Qué demonios está haciendo? —gritó Vegas.
A media rampa, Bourne dio un fuerte volantazo hacia la izquierda y, al mismo tiempo, pisó a fondo el acelerador. El coche salió disparado desde la rampa y pasó por encima del Mercedes, a pocas pulgadas de la cabeza del conductor, que se agachó instintivamente. Sonaron los cláxones y los frenos chirriaron. Bourne aterrizó en el carril de la izquierda, recuperó el control y siguió adelante. Tras él, los coches se amontonaron unos encima de otros en un choque en cadena, así que pudo acelerar el coche de alquiler que conducía para alejarse del tráiler y la furgoneta negra, que quedaron atrapados en el caos cada vez mayor de la colisión en masa.
—¡Madre de Dios! —exclamó Vegas— ¿Sigue latiendo mi pobre corazón?
Rosi soltó el asidero de la puerta.
—Lo que Esteban quiere decir es gracias.
—Lo que quiero decir es que necesito una copa —murmuró Vegas tras ellos.
El día moría y el sol, amarillo casi anaranjado, caía contra las colinas al oeste como un huevo frito. El crepúsculo se extendió sobre los olivares, dando a sus ramas torturadas un aspecto fantasmal. Se dirigían al oeste, hacia la oscuridad de la noche y un chisporroteo de estrellas de primera magnitud.
El ambiente en el coche se había alterado. Bourne podía sentirlo con tanta seguridad como se siente la llegada del invierno, una bajada de la presión arterial o un diminuto escalofrío de premonición. Tras su huida de la furgoneta y el tráiler, se había producido un súbito cambio en el equilibrio de sus dos protegidos. Era como si Vegas, el competente petrolero, se sintiera como un pez fuera del agua lejos de sus campos y sus pozos petrolíferos. Mientras que su viaje lejos de Ibagué había hecho que Rosi floreciera como una flor bajo la luz del sol.
Pensó en la elaborada maniobra de seguimiento, que tenía claramente el sello de Domna. Lo habían localizado. ¿Se lo había dicho Jalal Essai? No podía asegurarlo. Essai seguía siendo un completo misterio.
Por doloroso que pudiera ser, todo lo que había dicho Rosi era cierto: estaba huyendo de todo y de todos. Y, naturalmente, estaba claro por qué. Antaño, se había preocupado profundamente por un puñado de personas. Ahora todos, menos Moira y Soraya, estaban muertos. Algunos, quizá, por su culpa. Ya basta, exclamó una voz insistente en su interior. Ya basta. Su nueva filosofía, desarrollada sin que fuera siquiera consciente de ello, era simple: sigue corriendo. Sabía que corriendo no podían hacerle daño. Pero la pega, el daño colateral que Rosi tan claramente le había señalado, era que no sentía nada. ¿Era eso vida? ¿Estaba vivo siquiera? Y si no lo estaba, ¿en qué estado se encontraba?
Para distraerse, se volvió hacia Rosi.
—¿Por qué huía?
—Los motivos habituales.
Ella, como él, tenía la misma capacidad de responder a las preguntas sin revelar ninguna información pertinente.
—No hay motivos habituales —replicó él.
Esto la hizo reír, un sonido que a Bourne le pareció intrigante. Era un sonido grave y sincero, proveniente del estómago. No había nada hueco o falso en esa risa.
—Bueno, en eso tiene razón.
Ella guardó silencio durante un rato. Bourne echó un vistazo a Vegas, dormido en el asiento trasero. Parecía agotado, exhausto, como si hubiera viajado a pie desde las cordilleras hasta las afueras de Cádiz.
—No fui una buena chica —dijo Rosi, después de un momento. Ella miraba por la ventanilla lateral—. Era, como si dijéramos, la oveja negra. Hiciera lo que hiciese, la gente a mi alrededor se enfadaba.
—Su familia.
—No sólo mi familia. También hubo amigos afectados. Fue una de las cosas de las que mi familia no me pudo perdonar.
Continuaron el viaje en silencio, el viento rugía y gemía a través del coche. Rosi se retiró el pelo tras la oreja y Bourne pudo ver un pequeño tatuaje entre sus rizos.
—Veo que lleva siempre consigo una serpiente —comentó. La serpiente era a franjas naranjas y negras.
Ella se tocó el lóbulo de la oreja.
—Es una víbora.
—Parece mítica. ¿Saca fuego por la boca?
—¡Ja! Todavía no he visto a ninguna criatura que haga tal cosa.
—No ha conocido a algunos de los rusos que he conocido yo.
De nuevo su risa llenó el coche como si fuera perfume.
Bourne vaciló sólo un instante.
—Pero ha conocido a gente mala.
El viento hizo que el pelo volviera a caerle sobre la oreja, oscureciendo al diminuto dragón.
—Muy mala, sí. —Antes de que él pudiera decir nada, ella continuó—: ¿Por qué huye?
—Fastidié a gente muy poderosa. Tenían planes y yo me entrometí.
Rosi le dirigió a Vegas una rápida mirada por encima de hombro.
—Si era agente de Severus Domna, no puedo más que alegrarme.
Una sonrisa amarga asomó en el rostro de Bourne.
—¿Qué sabe de la relación de Esteban con ellos?
Rosi vaciló, considerando posiblemente si violar o no una confidencia.
—Su relación no fue voluntaria —dijo entonces—. Eso puedo asegurárselo.
—¿Cómo lo atraparon?
—Su hija.
—Creía que se había fugado con un guapo brasileño.
—¿Quién le ha dicho eso? —Como Bourne guardó silencio, Rosi se encogió de hombros y continuó, sombría—. Ésa es la historia que decidió contar Esteban. Tenía sentido, era plausible. Pero la verdad es que Domna la secuestró. ¿Dónde está?, no tengo ni idea. Cada semana, Esteban recibía una foto de ella con un periódico fechado para que supiera que seguía con vida.
—Pero Esteban se rebeló —observó Bourne.
Ella se pasó las manos por el pelo.
—Essai le dijo que Domna no tenía a su hija. La habían secuestrado, pero se escapó hace tiempo. Nadie sabe dónde está. Lo único que Essai pudo asegurarle a Esteban era que los dos hombres que la habían secuestrado fueron encontrados muertos, con las gargantas cortadas. El resto es un completo misterio.
—¿Y la foto que le enviaban cada semana?
—Alterada por Photoshop. Al parecer usaban a una chica con su misma constitución, luego superponían la cabeza de la hija de Esteban. —Se estremeció—. Da miedo.
—Supongo que Esteban nunca ha tenido noticias suyas.
—Ni una palabra.
Bourne tomó la salida hacia Cádiz en la autopista.
—Ya no queda mucho.
—Gracias a Dios —dijo Rosi con un suspiro.
—Alguien la debe de haber ayudado —comentó Bourne, pensativo.
—Esteban y yo hablamos mucho sobre eso. —Se encogió de hombros—. Para lo que sirvió…
Bourne pudo ver la ciudad por delante, como una bola brillante de bronce bizantino. Bajó la ventanilla del todo e inspiró el rico aroma del mar.
—¿Cuánto sabe Esteban de Severus Domna? —preguntó. Recordó que Essai le había dicho que si Esteban no podía decirle cuál era el nuevo plan de Domna sin duda conocería a alguien que sí podría hacerlo.
Rosi se agitó en su asiento.
—El hecho de que tuviera que ser coaccionado para que trabajase para ellos debería decirle todo lo que necesita saber.
—Era un engranaje en una rueda.
—Todos, excepto los directores, son engranajes. Así es más seguro. La división por parcelas proporciona seguridad completa. En el caso de Esteban, él les dio un servicio valiosísimo.
—¿Cuál?
—Los pozos petrolíferos sufren una tensión constante, los componentes se desgastan, se atascan, se rompen. Siempre hay que pedir componentes nuevos, los antiguos se envían de vuelta a los diversos fabricantes… Supongo que se hace una idea.
Bourne asintió.
—¿Con qué productos hacía contrabando Esteban para ellos?
Rosi se encogió de hombros.
—Drogas, armas…, por lo que sé, seres humanos. Sinceramente, podría haber sido cualquier cosa.
—¿Esteban no se lo contó nunca?
—No lo llegó a saber jamás. Las cajas selladas iban y venían. Estaban marcadas de un modo concreto. Tenía prohibido abrirlas. Él no era más que el intermediario.
—La curiosidad es parte de la condición humana —comentó Bourne—. ¿Nunca echó un vistazo?
—Estaban selladas de una forma concreta. De todas formas, si encontró un modo de abrirlas, nunca me lo dijo.
—¿Le ocultaría algo así?
—Como ha comprobado, Esteban es enormemente protector conmigo. Preferiría morir antes de exponerme al peligro.
¿Cuándo una contestación no es una respuesta?, pensó Bourne. Cuando la proporciona Rosi.
Habían entrado en las calles del Cádiz antiguo, ardiente de luz y agudas sombras. La arquitectura colonial los rodeaba. Era como si hubieran emigrado a otro mundo, un mundo suspendido en el océano, equilibrado entre América y Europa, parte de ambos, sin pertenecer a ninguno.
La luz del día parecía fatigada: el agudo olor de la tormenta flotaba en el aire. La noche había empezado a caer ya.
Continuaron su camino a través de las calles retorcidas, escuchando las voces de los vendedores callejeros, inhalando el incienso de la historia.
—¿Cuándo aprendiste a navegar? —preguntó Marlon Etana, sentado en el banco del barco de vela.
—Soy un pozo de sorpresas —respondió Essai—. Incluso para un hombre como tú.
—Un hombre como yo, enviado a matar a un hombre como tú.
Essai se echó a reír.
—El mejor plan del mundo.
Después de encontrarse en la cafetería a primera hora de la mañana, los dos hombres habían compartido un café. Hablaron sobre el hogar, sobre nada en absoluto. Luego fueron a dar un largo paseo, pero ni siquiera entonces pasó nada importante entre ellos. Así era como querían que fuese, como tenía que ser. Su relación estaba tan enterrada en la conspiración, el engaño y lo encubierto que a menudo tenían dificultad comunicándose simplemente como seres humanos.
Essai había reservado un velerito de alquiler en el muelle, y habían zarpado después de almorzar, cuando el mundo que era Cádiz estaba amodorrado en la siesta. Todos los otros barcos habían zarpado al amanecer, para no regresar hasta bien entrada la tarde. Nadie los vio; no había nadie cerca más que el encargado del alquiler, y su único interés eran los euros que llenaron su ansiosa mano.
El día era claro, sólo unas altas nubes cruzaban el cielo, el sol golpeaba, aplanando las aguas para convertirlas en bronce pulido. Con todo, el viento era fuerte, y Essai maniobraba con destreza el barquito, sin esfuerzo, como si hubiera nacido en el agua. La línea costera de Cádiz quedó atrás, una enorme cimitarra sarracena, la empuñadura repujada de joyas que tintineaban a la luz del sol.
Hasta que el sol empezó a ponerse y el cielo se convirtió por el oeste en una paleta llena de colores brillantes, no comenzaron a hablar.
—El-Arian sigue pensando que me odias, ¿verdad? —inquirió Essai.
—Más que nunca, creo. —El cráneo de Etana parecía dorado, pero su tupida barba apagaba la luz—. Quería ir a por Bourne, pero Benjamin me ordenó que te matara a ti.
—El astuto hijo de puta reclutó a Viktor Cherkesov, quien tiene a Boris Karpov en la palma de la mano; es el único que puede controlar.
Desde su asiento en la cabina, Etana contemplaba las aguas, cobalto con vetas de naranja intercaladas de negro como la tinta.
—Creo que no es el único motivo por el que reclutó a Cherkesov.
Essai se dio la vuelta, manteniendo una mano sobre el timón.
—¿No?
Etana se irguió, los codos sobre los fibrosos y musculosos muslos.
—La primera misión de Cherkesov no fue reunirse con Karpov. El-Arian lo envió a la Mezquita.
Essai sintió un escalofrío. La luz titilaba ante sus ojos, pasando del dorado al negriazul.
—¿La Mezquita de Múnich?
—Esa misma.
—Pero ¿por qué?
Etana suspiró.
—Tendría que ser hechicero para saber eso.
—¿Envió a un exdirector de la FSB rusa a la mezquita? —Essai sacudió la cabeza—. El-Arian debe de estar loco.
Etana lo miró a los ojos.
—Tenemos que encontrar una explicación mejor, y rápido.
—¿Y el plan? —Essai no quería pensar en la Mezquita. La Mezquita y la gente que la dirigía ahora eran el motivo del odio que ardía en su interior.
—El-Arian informó a los directores antes de que yo saliera de París, pero naturalmente yo no estuve presente en la reunión. Nadie ha dicho ni una palabra.
—No esperaba que lo hicieran.
El viento cambió y las velas empezaron a ondear como una bandera. Essai se incorporó un instante, hizo un ajuste, luego regresó a la cabina y viró a estribor.
—Cuidado —advirtió.
Con un crujido de la vela, la botavara pasó por encima de sus cabezas.
Essai mantuvo el barco controlado, el viento racheado hinchaba las velas como si fueran las mejillas de un hombre rollizo. Surcaron las aguas, en paralelo a la costa.
Etana entrelazó sus dedos marrones, largos como los de un pianista.
—Admito que tienes razón, Jalal. No hay ninguna duda de que la influencia de la Mezquita sobre Domna aumenta cada día.
—Esto es cosa de Abdul-Qahhar —replicó Essai amargamente—. ¡Servidor del Sometedor, desde luego!
—Pero ¿cómo acabó El-Arian bajo su control?
Essai mantuvo con firmeza el rumbo del barco.
—Hay que remontarse décadas, hasta un hombre llamado Norén, un agente encubierto que se infiltró en Domna. De vez en cuando, la organización necesitaba un trabajo sucio, y recurría a Norén. Era un fantasma, un fantasma de fiar, que es lo más importante. Pero mientras cumplía sus misiones para Domna, recopilaba listas de nombres, fechas, hechos y cifras.
—Para usarlos contra Domna.
—Y los usaron. Perdimos veintiún agentes en el lapso de tres semanas.
—Pero ¿para quién trabajaba?
—Nadie lo sabe, aunque mucha gente dentro de Domna y bajo su control intentó averiguarlo. —Essai se desvió hacia el oeste, donde se estaban acumulando nubes. El viento se volvió racheado, el agua picada, y viró el timón, dirigiéndose a la costa—. Mataron a Norén.
—¿Qué sucedió?
—Fueron más listos que él en una de sus misiones.
Etana gruñó.
—¿Quién era el objetivo?
Essai maniobró el barco para que tuviera el viento de popa, la quilla hendió el agua, la espuma salina los golpeaba en la cara cada vez que remontaban una ola.
—Un hombre llamado Alexander Conklin lo mató. —Essai miró a su acompañante—. ¿Has oído hablar de él?
Etana negó con la cabeza.
Essai no apartó la mirada de las nubes.
—Conklin era el jefe de Treadstone. De hecho, él fue quien lo creó. Una de las principales misiones de Treadstone era acabar con la jerarquía de Domna. Por eso Conklin se convirtió en objetivo.
—¿Y después de Norén?
—La idea de eliminar a Conklin se consideró demasiado arriesgada —confesó Essai. Se acercaban ya a la costa, el viento racheado los empujaba con fuerza, de modo que tuvo que iniciar una larga derrota para reducir velocidad.
—Toma, coge el timón y sujétalo con firmeza.
Con las manos de Etana en el timón, Essai salió de la cabina, arrió el foque para reducir aún más la velocidad. Pudo sentir en la cara la húmeda bofetada de la tormenta, aunque no había roto todavía.
Cuando regresó a la cabina, volvió a ocuparse del timón.
—Conklin y Treadstone asustaron a Domna —dijo—. Fue entonces cuando El-Arian contactó con Abdul-Qahhar.
—¿Sin el consentimiento previo de los otros directores?
—Igual que El-Arian. Tengo la fuerte sospecha de que Abdul-Qahhar y él tuvieron una relación previa cuando eran jóvenes…, aunque no he podido probarlo todavía.
—Eso tendría sentido.
—Pero lo que está claro es que el ataque de Treadstone fue la excusa que El-Arian necesitó para forjar una alianza entre Domna y la Mezquita. —Essai sacudió la cabeza—. Ese tipo de influencia árabe va contra la política de Domna de cooperación Oriente-Occidente. Fue un punto de inflexión para la organización: fue entonces cuando todo cambió.
Etana estaba sentado muy quieto y se aferraba con fuerza al banco; parecía algo mareado. Essai no dijo nada, por respeto, y poco después arrió la vela principal y se dirigieron a puerto. Le lanzó la maroma al encargado del alquiler del barco.
—Empezaba a preocuparme —comentó el hombre mientras acercaba lentamente el barco—. Ese frente de tormenta tiene mal aspecto.
—No hace falta que se preocupe por nosotros —replicó Essai—. No hace ninguna falta.
—No se me vaya a desmayar —gritó Tyrone Elkins.
Peter Marks, iba montado en la moto, mareado y débil, abrazado a la cintura de Elkins. Había un fuego ardiendo por todo su cuerpo, y perdía y recuperaba la consciencia, como un nadador agotado en la corriente. De nuevo aquella referencia a ahogarse. Tenuemente, se preguntó de dónde venía.
—¿Se está riendo ahí atrás? —preguntó Tyrone a gritos para hacerse oír por encima del viento.
—Tal vez —contestó Peter—. No lo sé.
Apoyó la mejilla en el grueso cuero de la cazadora de Elkins. Se preguntó desde cuándo permitía la CI que uno de sus agentes llevara una cazadora de cuero. Entonces el pensamiento se perdió en el remolino de la marea interna que lo asaltaba.
—No quiero ir a ningún hospital —dijo.
—Ya lo entendí la primera vez, jefe.
Peter sintió un sobresalto de ansiedad acumulada. ¿Quién sabía quién iba tras él, en qué lugares estarían vigilando? Y esperando.
—Por favor.
—No tema, jefe. Sé adónde ir.
—Un lugar seguro —murmuró Peter.
—¿De veras? —dijo Tyrone— ¡No me diga!
Llegaron a la casa de Deron al noreste de Washington siete minutos más tarde, después de que Tyrone se saltara todas las normas de tráfico conocidas en el distrito. Educado en este gueto afroamericano, nunca había obedecido ninguna regla de tráfico, y ahora que trabajaba para la CI las respetaba aún menos. Cualquier poli que fuera lo suficientemente estúpido para hacerle parar el coche recibiría en la cara un manotazo con su placa federal y retrocedería más rápido que una rata mirando a un gato.
En sus tiempos, Tyrone había trabajado para Deron, un negro alto y guapo de educación británica y acento cultivado que lo mantuvo en contacto con su clientela internacional de marchantes de arte que traficaban con sus magníficas falsificaciones. Deron creó también todos los documentos falsos de Jason Bourne, y también algunas de sus armas. Gracias a la amiga de Bourne, Soraya Moore, Tyrone había decidido seguir el consejo de Deron, dejar atrás la vida delictiva, aplicarse y entrenarse para trabajar en la CI. Nunca había trabajado más duro en la vida, pero las recompensas habían sido muchas y merecían la pena.
—¿Qué demonios ha pasado? —preguntó Deron mientras ayudaba a Tyrone a meter a Peter en la casa.
—Una puñetera picadora de carne, eso es lo que ha pasado.
Peter parecía delirar, murmurando incoherentemente sobre llamadas telefónicas, sombrías advertencias, piezas de un rompecabezas.
—¿Alguna idea de lo que está diciendo? —preguntó Deron.
Tyrone negó con la cabeza.
—Mierda, no. Todo lo que ha dicho por el camino es que no lo llevara a un hospital.
—Mmm, Jason tampoco querría ir a un hospital.
Tyrone ayudó a su antiguo mentor a tumbar a Peter en el sofá.
—Detalles —dijo Deron.
Le relató la escena de la ambulancia, los hombres abatidos y el conductor golpeando a Peter.
—Lo he traído aquí —concluyó, entregando la Glock que había cogido de la acera antes de ayudar a Peter a subir a su moto.
—Espero que no la hayas tocado demasiado.
—Lo menos posible —replicó Tyrone.
Deron asintió, claramente complacido. Después de meter con cuidado la pistola en una bolsa de plástico, estudió el campo de batalla que era el cuerpo de Peter.
—¿Lo conoces?
—Sí. Es el colega de Soraya, Peter Marks. Trabajaba con ella en Tifón antes de que la despidieran.
Deron fue a recoger su caro maletín de primeros auxilios. Peter seguía divagando en voz baja.
—Llámalo, dije…
Tyrone se inclinó sobre él.
—¿A quién, Peter? ¿A quién quiere llamar?
El codirector de Treadstone se removió inquieto, los murmullos brotaban de sus labios manchados de sangre.
—Sujétalo para que no se haga daño —dijo Deron.
—Este hombre dejó la CI —continuó Tyrone—. No sé qué ha estado haciendo desde entonces, pero viéndolo así, desde luego que no puede ser bueno, joder.
Deron regresó, se arrodilló junto a Marks y abrió el maletín.
—Hijo, tienes que cuidar tu lenguaje.
—¿El qué?
Su mentor soltó una risa.
—No importa. Nos ocuparemos de eso en otra ocasión. —Administró una inyección en el brazo de Peter.
—¡No, no! —exclamó el codirector de Treadstone con los ojos desorbitados—. Tengo que llamar, tengo que decirle…
Pero entonces el anestésico hizo efecto y, calmado, se hundió en la inconsciencia.
Deron le abrió la camisa, pegajosa de sangre. Tenía el pecho repleto de fragmentos de cristal y metal, era como un cementerio en miniatura.
—Ahora, Tyrone, vamos a curar a este hombre.
Soraya oyó el rumor de pasos y se volvió, medio agachada, dispuesta a defenderse. Pero era Amun que llegaba corriendo bajo la débil luz de la escalera.
—¿Estás bien? —preguntó desde abajo.
Ella asintió, incapaz por el momento de hablar coherentemente. Todavía estaba afectada por el segundo ataque de Marchand, y el pecho le dolía muchísimo. El francés le había parecido el típico intelectual inofensivo; nunca lo habría imaginado capaz de tanta saña, por lo que había aprendido una importante lección.
Amun, subiendo los escalones de dos en dos, inquirió:
—¿Es ese hijo de puta, Marchand?
Ella volvió a asentir.
—Muerto. —Fue la única palabra que pudo murmurar.
—Ya se ha acabado. Todos están muertos ahí abajo. Menudo nido de víboras. Deberíamos…
Su cabeza explotó y Amun se desplomó en sus brazos. Soraya gritó, tambaleándose. El egipcio era un peso muerto. Ella vio una sombra moverse, captó un atisbo de un jersey rojo. ¡El hombre al fondo del callejón! Entonces un destello de metal. Otro disparo resonó en la barandilla y, con su carga, ella cayó hacia atrás, hundiéndose en la oscuridad.
Otros dos disparos más. Luego otro, fuerte como un cañonazo.
Luego nada, ni siquiera un eco.
Olvido.