14
Bajaron de la montaña sin problemas. Bourne había hecho bien al confiar en el conocimiento de Vegas sobre la zona. Su atajo dejó atrás todos los controles de carreteras militares, así como cualquier patrulla de las FARC de Suárez que estuvieran buscando a su comandante.
Bourne hizo un reconocimiento del aeropuerto y sus inmediaciones, buscando elementos hostiles, pero no encontró ninguno.
—No puede entrar en la terminal con ese aspecto —dijo Rosi cuando bajó del jeep de Vegas.
Bourne se miró en el espejo retrovisor. Estaba todo manchado de sangre y tenía la ropa hecha jirones.
La mujer rebuscó en su bolso y sacó un puñado de dinero.
—Quédese aquí.
Bourne estaba a punto de protestar, pero la expresión de la mirada de Rosi lo hizo callar. Vio cómo ella entraba en la terminal y descontó los minutos. Un cuarto de hora después, decidió seguirla.
Vegas estaba apoyado contra su jeep, fumando.
—No se preocupe. Sabe cuidar de sí misma.
Resultó que la confianza de Vegas estaba justificada. Rosi salió de la terminal haciendo oscilar una bolsa blanca de papel. Le había comprado a Bourne una camisa y unos vaqueros, junto con ropa interior y calcetines. Mientras él se quitaba la camiseta rota y ensangrentada, ella subió al jeep tras él.
—Ah, bien —comentó al ver el frasco de desinfectante y el rollo de vendas que él había cogido de su casa.
Rosi trabajó con destreza en su torso desnudo, atendiendo todos los cortes, arañazos y abrasiones que se había hecho al descender del pino. Mientras tanto, Vegas fumaba su cigarrillo y sonreía a Bourne.
—Es una maravilla, ¿verdad? ¡Debería verla en la cama!
—¡Esteban, basta!
Pero ella reía, de algún modo encantada.
Se bajó del jeep y se dio la vuelta para que Bourne pudiera quitarse el resto de la ropa y ponerse la que le había traído.
Dos horas después de su encuentro en la carretera, Bourne se acercó cojeando al mostrador de facturación del aeropuerto de Perales. La cojera era falsa, igual que su acento de Londres. Para su sorpresa, no había uno ni dos, sino tres billetes abiertos esperándolo bajo el nombre en clave de Mr. Zed. Le satisfizo descubrir que Essai lo había pagado todo en metálico: no había números de tarjetas de crédito en los billetes ni recibos de compra. Pidió una silla de ruedas cuando llegó el momento de embarcar. Reservó su billete a nombre de Lloyd Childress, ciudadano británico, según uno de los dos pasaportes restantes que llevaba. Se había deshecho del tercero antes de salir de Tailandia, porque los hombres de Domna lo habían descubierto con esa identidad.
Después, en una zona apartada de la modesta terminal de salida, Bourne le contó a la pareja lo que había descubierto.
—Essai compró billetes para los tres, destino Bogotá, con un vuelo de conexión a Sevilla, con parada en Madrid —anunció en voz baja—. También hay un recibo de alquiler de coche para cuando lleguemos a Sevilla. Essai dice que habrá instrucciones finales en el contrato del coche de alquiler. —Los miró a ambos—. ¿Tienen sus pasaportes?
Rosi alzó su mochila.
—Los guardé en la maleta hace días.
—Bien.
Bourne se sintió aliviado. No quería llamar a Deron, su contacto en Washington, para que le consiguiera pasaportes falsos por el retraso que eso causaría. Además de Severus Domna, tenía que asumir que tanto las FARC como los federales lo seguirían en cualquier momento. El incendio en el túnel y la conflagración en la casa de Vegas eran signos que ni siquiera los adormilados militares colombianos podrían ignorar. Por otro lado, no podían saber si Vegas y Rosi estaban vivos o muertos…, como tampoco podían saber si lo estaba él.
Comprobó la hora. Tenían casi dos horas antes de que saliera su vuelo y luego, en Bogotá, noventa minutos más hasta el vuelo transoceánico de las ocho y diez de la noche. Estaba seguro de que subirían a su avión aquí, pero Bogotá podría ser una historia diferente. Necesitaba un plan.
Se excusó. Perales era un pequeño aeropuerto regional. Sabía que tendría más suerte encontrando lo que necesitaba en Bogotá, pero si el aeropuerto de la capital estaba siendo vigilado sería demasiado tarde. Era aquí o en ninguna parte.
Había cuatro establecimientos en la terminal de salidas: una farmacia, una tienda de ropa, un kiosco de prensa que también vendía artículos diversos, y una tienda de souvenirs, las brillantes franjas horizontales amarilla, azul y roja de la bandera colombiana destacando en todo, desde camisetas a pañuelos para la cabeza o banderines. No eran lo ideal, pero nada lo era nunca.
Bourne pasó los quince minutos siguientes cojeando de una tienda a otra comprando lo que pensaba que iba a necesitar. Pagó en metálico todas sus compras.
Cuando regresó al lugar donde estaba sentada la pareja, repartió las compras. Los tres se dirigieron a los cuartos de baño.
—¿De verdad que esto es necesario? —preguntó Vegas mientras colocaba los útiles de afeitar sobre la repisa de acero inoxidable de los lavabos.
—Adelante —dijo Bourne.
Tras encogerse de hombros, Vegas se salpicó la cara con agua caliente, aplicó crema de afeitar, y empezó a rasurarse la barba y el bigote.
—No he visto esta parte de mi cara hace al menos treinta años —comentó mientras enjuagaba la cuchilla desechable—. No me reconoceré a mí mismo.
—Tampoco lo hará nadie —respondió Bourne.
Cogió la maquinilla que había comprado y empezó a aplicarse un rapado al uno, el corte de pelo militar preferido por los marines. Luego abrió varios frascos de cosméticos que había comprado y empezó a aplicar color a la mitad inferior de la cara recién afeitada de Vegas para que no destacara del resto. Enrojeció sus propios labios, hizo que sus mejillas parecieran chupadas y hundidas. Para cuando terminó, Vegas había salido de uno de los urinarios con la ropa nueva que Bourne había escogido para él: pantalones cortos, chanclas, un gorrito de paja con una banda amarilla, azul y roja, y una camiseta en la que se leía: «MIEMBRO DEL CÁRTEL COLOMBIANO».
—¿Qué me ha hecho, hombre? —se quejó Vegas—. Parezco un idiota.
Bourne tuvo que sofocar una risa.
—La gente sólo se fijará en la camiseta.
Cogió unas tijeras y cortó la pernera izquierda de sus vaqueros nuevos. Le lanzó a Vegas un nuevo rollo de vendas y dijo:
—Véndeme la pierna desde debajo de la rodilla hasta la pantorrilla.
El hombre hizo lo que le pedía.
Bourne se puso las gafas de culo de botella que había comprado y propuso:
—Vamos a ver qué aspecto tiene Rosi.
—No puedo esperar —replicó Vegas con una sonrisa exagerada.
En el último momento, apartó a Bourne de la puerta y susurró:
—Escúcheme. Si me pasa algo…
—No le va a pasar nada. Todos nos vamos a ir a ver a don Fernando.
Su presión sobre el codo de Bourne aumentó.
—Cuide de Rosi.
—Esteban…
—Lo que me pase a mí no importa. Protéjala a toda costa. Prométamelo, amigo.
La intensidad en su voz impresionó a Bourne, que asintió.
—Tiene mi palabra.
Vegas retiró la mano.
—Bien. Estoy satisfecho.
Bourne abrió la puerta y salieron a la terminal. Él cojeaba ostensiblemente.
Rosi los estaba esperando. Las ropas que Bourne le había comprado le sentaban perfectamente…, quizá demasiado perfectamente, ya que los ojos de Vegas parecieron a punto de salirse de sus órbitas cuando la vio con las manos en las torneadas caderas.
Las ropas sé pegaban a sus curvas como una segunda piel, la camisa escotada dejaba entrever sus pechos con electrizante efecto. La falda era lo suficientemente corta para revelar más de la mitad de sus poderosos muslos.
—¡Madre de Dios! —exclamó Vegas—. Con todo lo que enseñas incluso los muertos tendrán una erección.
Rosi le dirigió lo que pareció un mohín típico de Marilyn Monroe antes de echarse a reír.
—Ahora estoy preparada, querido —le dijo a Vegas—. Me siento tan fuerte como Xena, la princesa guerrero.
—Ésa es la idea. —Bourne miró alrededor—. Ahora todo lo que necesitamos es la silla de ruedas.
Cuando Hendricks se dirigía a la sala de reuniones situada una planta por debajo de su despacho, sintió la imperiosa necesidad de llamar a su hijo, Jackie. Pero tenía una cita con Roy FitzWilliams, el director de Indigo Ridge, que parecía tener problemas ya con los detalles de Samaritano.
Anoche, después de dejar a Maggie en su casa, se pasó una hora tratando de localizar a Jackie. Menos mal que era secretario de Defensa, de lo contrario no habría llegado a ninguna parte con el Pentágono para averiguar dónde estaba destacado su hijo. Resultó que Jackie estaba en Afganistán. Aún peor, dirigía una patrulla de operaciones encubiertas que recorría las montañas repletas de cuevas de Afganistán y la zona occidental de Pakistán, habitadas por jefes tribales talibanes y grupos de élite de Al Qaeda que protegían a Bin Laden. Hendricks había permanecido despierto el resto de la noche pensando alternativamente en Jackie y en Maggie.
Entró en la sala de conferencias con sus ayudantes y se sentó a la cabecera de la mesa. Uno de sus ayudantes depositó sobre la mesa el montón de carpetas dedicadas a Samaritano y las abrió para él. Hendricks contempló las páginas impresas, tratando de prever las objeciones de FitzWilliams, pero su mente estaba en otra parte.
Jackie. Jackie en las montañas de Afganistán. Maggie le había provocado esto, había abierto su corazón. Él había mantenido sus deseos encerrados, pero ahora quería recuperar a su hijo. Su cena con Maggie, una cosa tan sencilla, había sido una noche de normalidad después de años fuera del fluir de la vida, de sumergirse profundamente en el sumidero de su trabajo. Había ignorado (¿o se había resistido?) la corriente que lo empujaba hacia arriba.
FitzWilliams se había retrasado. Hendricks canalizó su ira hacia fuera, hacia el director de Indigo Ridge, de modo que cuando éste llegó atropelladamente, todo energía y bonhomía, le gritó:
—Siéntese, Roy. Llega tarde.
—Lo siento —dijo FitzWilliams, hundiéndose en un sillón como un globo pinchado—. Me ha sido imposible llegar antes.
—¿Imposible? Nada es imposible —le espetó Hendricks—. Estoy harto de oír a la gente poner excusas en vez de aceptar la responsabilidad por sus acciones. —Pasó las páginas del archivo de Samaritano—. Sólo usted es responsable de su impuntualidad, Roy, nadie más.
—Sí, señor. —Las mejillas de FitzWilliams ardían. Su voz parecía atascada en su garganta—. Definitivamente ha sido culpa mía. No volverá a suceder, se lo aseguro.
Hendricks carraspeó.
—Bien —dijo—, ¿cuál es el problema?
El número 5 de la Rue Vernet, que albergaba el Club Monition, era un edificio grande, de aspecto vagamente medieval, construido en pálida piedra. A un lado había un jardín con caminos de grava que se enroscaban en sí mismos, alineados por setos podados. En el centro había un seto en forma de flor de lis, antiguo símbolo de la familia real francesa. El jardín no tenía flores, lo que le prestaba una austera belleza propia.
Soraya permitió que Aaron tomara la iniciativa, y permaneció detrás de él y a un lado mientras él llamaba a la puerta principal. Amun se quedó directamente detrás de ella, tan cerca que pudo sentir su calor. Era extraño cómo los tres se habían convertido en un triángulo simplemente porque Amun había deseado que así fuera.
Cuando abrieron la puerta y los condujeron al interior, Soraya se preguntó si su amor por Amun era real o imaginario. ¿Cómo podía algo que había parecido tan real la semana pasada disolverse en un espejismo? Le sorprendió pensar lo fácil que era engañarse a una misma para creer que una emoción era auténtica.
Una joven de aspecto anodino los condujo al interior del edificio: estatura media, constitución media, pelo oscuro recogido en un severo moño, una expresión indiferente que borraba toda personalidad de su rostro.
Una suave luz indirecta iluminaba su camino por pasillos recubiertos de caros paneles de madera y pequeños manuscritos enmarcados iluminados que colgaban a intervalos regulares. Sus pisadas no hacían ningún ruido por la mullida alfombra de color gris antracita donde se hundían como si estuvieran en un pantano.
Por fin, la joven se detuvo ante una puerta de madera pulida y llamó suavemente con los nudillos. Respondió a una voz y abrió la puerta. Entró y los condujo a la suite que había más allá.
La primera habitación de la suite parecía ser un estudio además de un despacho. Lo dominaba un refectorio de madera y estantes de libros hasta el techo llenos de tomos enormes, algunos de los cuales parecían muy antiguos. Había varias sillas tapizadas de oloroso cuero dispersas por toda la habitación. A un lado había un gran globo terráqueo que reflejaba la configuración del mundo tal como se conocía en el siglo XVII. Más allá de este espacio había otra habitación que parecía ser una sala de estar, moderna y más ligera, en tono y decoración que el estudio.
Cuando entraron, un hombre que estaba subido en una escalerilla con ruedas torció el cuerpo, mirándolos por encima de unas anticuadas gafitas de montura al aire.
—Ah, inspector Lipkin-Renais, veo que ha traído refuerzos. —Con una risita, bajó de la escalerilla y se acercó al grupo—. Director Donatien Marchand, a su servicio.
Amun se adelantó, interrumpiendo antes de que Aaron pudiera completar las presentaciones.
—Amun Chalthoum, director de Al Mokhabarat, El Cairo. —Su gesto estirado y formal con la cabeza resultó vagamente amenazante e hizo que Marchand vacilara un poco, antes de que su boca volviera a asumir su sonrisa formal.
—Tengo entendido que vienen por el desgraciado fallecimiento de monsieur Laurent.
Aaron ladeó la cabeza.
—¿Así es como lo definiría?
—¿Hay otro modo? —Marchand se frotó meticulosamente el polvo de las yemas de los dedos—. ¿En qué puedo ayudarles?
Era un hombre pequeño que, según calculó Soraya, tendría cincuenta y tantos años, pero parecía bastante en forma. Su pelo largo encanecía en las sienes, pero su pico de viuda era todavía completamente negro. Poseía el peculiar brillo metálico del ala de cuervo que esparciera una luz invisible en una paleta de colores aceitosos.
Aaron consultó sus notas.
—Laurent fue atropellado en Place de L’Iris, en La Défense, a las once y treinta y siete minutos de la mañana. —Alzó bruscamente la cabeza para mirar al director a los ojos—. ¿Qué estaba haciendo allí?
Marchand se encogió de hombros.
—Confieso que no tengo ni idea.
—¿No lo envió usted a La Défense?
—Estaba en Marsella, inspector.
La sonrisa de Aaron era afilada como una flecha.
—Monsieur Laurent tenía un teléfono móvil, director. Supongo que usted también.
—Por supuesto que sí —replicó Marchand—, pero no lo llamé. De hecho, no tuve ningún contacto con Laurent desde varios días antes de mi viaje al sur.
Soraya advirtió que Amun parecía haber perdido interés en la conversación. Se había apartado y estaba estudiando los libros que ocupaban el estudio del director.
Aaron se aclaró la garganta.
—Entonces lo que está diciendo es que no sabe qué estaba haciendo monsieur Laurent en el Banco Île-de-France hace dos días.
Muy astuto, pensó Soraya. Aaron ha esperado hasta ahora para mencionar el Banco Île-de-France.
Marchand parpadeó, como cegado por una luz muy fuerte.
—¿Perdone…?
—Hasta el asesinato de monsieur Laurent…
—¿Asesinato? —Marchand volvió a parpadear.
Ahora sí que lo ha pillado, pensó Soraya.
—Hasta su asesinato, monsieur Laurent fue su ayudante, ¿no es así?
—Así es.
—Bien, entonces, monsieur Marchand. —Había un leve retintín en la voz de Aaron, y había recuperado el ritmo de su interrogatorio—. ¿Qué estaba haciendo monsieur Laurent en el Île-de-France?
La voz de Marchand se volvió brusca, picajosa.
—Ya se lo he dicho, inspector. —Parecía estar perdiendo los nervios. De eso se trataba.
—Sí, sí, dice que no lo sabe.
—No lo sé.
El inspector consultó sus notas, pasó una página, y Soraya sintió una chispa de alegría. Aaron abrió la boca. Aquí viene, pensó ella.
—Sus respuestas me interesan, director. Mi investigación ha revelado que gran parte de los fondos de esta sucursal del Club Monition proceden de cuentas del Banco Brive.
Marchand se encogió de hombros.
—¿Y qué? Varios de nuestros miembros veteranos tienen sus cuentas en el Brive. Estos hombres son grandes donantes anuales.
—Aplaudo su altruismo —manifestó Aaron animosamente—. Sin embargo, después de mucho indagar me llama la atención que el Banco Brive es subsidiario del Netherland Freehold Bank de las Antillas, que, a su vez, es propiedad de, bueno, la lista sigue y sigue y no quiero aburrirle. Pero al final de la lista está el Nymphenburg Landesbank de Múnich. —Aquí Aaron tomó aliento, como para recalcar el cansancio causado por la cantidad de investigación realizada.
»Durante un tiempo este descubrimiento me desconcertó. Pero entonces decidí invertir mis suposiciones. ¿Y sabe una cosa? Esta mañana temprano descubrí que el Nymphenburg Landesbank de Múnich ha estado comprando con la máxima discreción acciones de… —Ahora se encogió de hombros—. ¿Tengo que decirlo, director?
Marchand se había quedado de una pieza, con las manos desplegadas. Soraya, al mirarlas, tuvo que reconocer que parecían sólidas como una roca.
Aaron sonrió.
—Nymphenburg Landesbank posee ahora acciones mayoritarias del Banco Île-de-France. La absorción fue diabólicamente difícil de detectar principalmente porque el Landesbank y el Île-de-France son instituciones privadas. Como tales, no se les requiere que divulguen los cambios en política, personal clave o control.
Dio un paso hacia Marchand y alzó un dedo.
—Sin embargo, se me ocurrió que podría haber otro motivo para que desenterrar la conexión fuera tan difícil.
El silencio se hizo tan denso hasta que por fin Marchand preguntó, entre dientes:
—¿Y cuál puede ser, inspector?
Aaron cerró su libreta y la guardó.
—À bientôt, monsieur Marchand. Hasta la próxima.
Con eso, giró sobre sus talones y se marchó. Soraya lo siguió, pero no antes de agarrar a Amun por la chaqueta y apartarlo de su estudio de los lomos de los libros.
En la calle, el sol brillaba y los pájaros trinaban, revoloteando de árbol a árbol.
—¿Y si almorzamos? —propuso Aaron—. Yo invito.
—No tengo hambre. Prefiero volver a nuestro hotel —replicó Amun.
—Bueno, yo sí tengo hambre —comentó Soraya, evitando la oscura mirada del egipcio.
Aaron dio una palmada.
—¡Espléndido! Conozco el lugar adecuado. Síganme.
Soraya notaba que Amun no quería seguir a Aaron a ninguna parte, pero a menos que pudiera encontrar una parada de taxi, no tenía más remedio.
—¿Por qué no me contó lo que había descubierto? —preguntó Soraya mientras caminaba junto a Aaron.
—Me faltó tiempo.
Ella sospechaba que esto era cierto sólo en parte. Pero se mordió la lengua porque comprendió que Aaron no quería que le dijera nada a Amun.
Regresaron al Citroën y cuando todos estuvieron a bordo, Soraya junto a Aaron delante y Amun detrás con su maletín, el francés puso el coche en marcha. Pero antes de que salieran del aparcamiento, Amun se inclinó hacia delante y le puso una mano en el brazo.
—Un momento —dijo.
Soraya, agudamente consciente de la rivalidad entre ambos hombres, se alarmó. Si Amun iba a empezar una pelea, tenía que encontrar un modo de impedirlo.
—Amun, por favor —suplicó con la voz más calmada que fue capaz. Había sido testigo de su mal humor, y no quería ser blanco de sus iras.
—Un momento —repitió él en ese tono de voz que convertía en piedra a seres inferiores.
Aaron retiró la mano de la palanca de cambios y medio se volvió en su asiento. Había que reconocer que tenía paciencia.
—Yo no podría haberlo hecho mejor —declaró Amun, mirando directamente al inspector a los ojos—. Admiro su método de trabajo.
Aaron asintió.
—Gracias.
Estaba claro que no tenía ni idea de dónde quería ir a parar. Tampoco lo sabía Soraya.
—Ha dejado a Marchand en un mar de dudas y asustado —continuó Amun—. Lástima que no colocara un micro en su despacho. Entonces podríamos haber descubierto a quién está llamando ahora mismo.
Aaron pareció algo molesto.
—Esto no es Egipto. No se me permite poner micros en los despachos ni las casas de la gente sin la autorización adecuada.
—No, ya sé que usted no puede. —Amun descorrió la cremallera de su maleta y sacó una cajita negra del tamaño de un iPod de primera generación. Tenía una rejilla encima—. Pero yo sí.
Pulsó un interruptor oculto y de inmediato oyeron la voz de Donatien Marchand a media frase. Pudieron escuchar el resto de la conversación telefónica.
—… sólo Dios sabe.
…
—No, en realidad no, no es la primera vez que recibo una visita del Quai d’Orsay.
…
—Desde luego, pero te digo que esto parece distinto.
…
—No, no sé por qué.
…
Un silencio inusitadamente largo.
—Es el egipcio. Eso de que sea el jefe de Al Mokhabarat…
…
—Mierda, a ti tampoco te gustaría. El tipo me puso la piel de gallina.
…
—Ahora no sé qué…
…
—Inténtalo, entonces. No miraste a esa gente a la cara.
…
—¿De verdad? Ni siquiera he mencionado a la mujer. Soraya Moore.
…
—Bueno, puede que tú la conozcas, pero yo no. Me preocupa más que nadie.
…
—Porque no dice nada y lo ve todo. Sus ojos son como aparatos de rayos equis. He tenido la desgracia de conocer a gente como ella. Inevitablemente, las cosas acaban poniéndose feas…, muy feas. Y con este asunto de Laurent, es lo último que nos hace falta.
…
—Oh, sí ¿no? ¿Y quién sería?
Se hizo un silencio que parecía indicar sorpresa antes de que la voz de Donatien Marchand volviera a oírse.
—No puedes hablar en serio. Él no. Quiero decir, tiene que haber otra alternativa.
…
—Comprendo.
Marchand suspiró con lo que parecía ser resignación.
—¿Cuándo?
…
—¿Y tengo que ser yo?
…
—Muy bien, pues. —Marchand consiguió intercalar un tono de acero en la voz—. Le daré sus órdenes inmediatamente. ¿El precio habitual?
Un momento más tarde se interrumpió la comunicación. Los tres se quedaron en silencio, muy quietos. La atmósfera se volvió de pronto sofocante, el olor de los hombres y la mujer mezclados en un denso guiso. Soraya sintió el lento y pesado latir de su corazón. Una cosa era escuchar una conversación, otra distinta que una parte clave de esa conversación fuera referida a ti.
—¿Qué sacamos en claro de esta conversación? —preguntó Aaron, algo inquieto.
—Parece que han ordenado a Marchand contratar a un asesino a sueldo.
El francés asintió.
—Ésa es también mi interpretación. —Volvió la cabeza—. ¿Amun?
El egipcio estaba mirando por la ventanilla del Citroën y no se molestó en contestar.
—Aquí viene —comentó, señalando a Marchand, a quien pudieron ver saliendo del Club Monition. Subió a un BMW negro y arrancó.
Mientras Aaron ponía el Citroën en marcha y lo seguía, Amun dijo:
—Supongo que habéis perdido el apetito.
Los federales estaban buscando a Bourne, en efecto, pero basándose en la identidad que había utilizado para entrar en Colombia. Naturalmente, esa identidad ya no existía. Tampoco el hombre de la foto fax borrosa que los policías pasaron por la terminal de salidas internacionales de Bogotá.
—No te preocupes —comentó Bourne desde su silla de ruedas—, los federales están interesados en mí, no en Rosi ni en ti.
—Pero Domna tiene conexiones…
—En ese caso —interrumpió el estadounidense—, dudo mucho que quieran implicar a los federales. Habría que responder a demasiadas preguntas.
De todas formas, mientras Vegas empujaba la silla de ruedas por el vestíbulo, exudaba energía nerviosa igual que el sol genera calor. Eso era un problema (Bourne no podía determinar aún de qué magnitud), pues los policías podían oler el miedo a mil metros de distancia.
Tras dirigirlos a la sala de espera de clase preferente, Bourne presentó los billetes a una de las azafatas, una esbelta joven profundamente bronceada, quien les mostró personalmente el mejor sitio para aparcar la silla de ruedas y luego fue a buscarles un camarero.
Cuando el camarero apareció, Bourne pidió una copa de licor para que Vegas se calmase. Rosi pidió otra. Pero él no quiso nada.
—Estaré bien cuando vuelva a ver a don Fernando —dijo Vegas.
—Deje de mirar alrededor —replicó Bourne—. Concéntrese en mí. —Se volvió hacia Rosi—. Agárrele la mano y no le suelte, pase lo que pase.
Ella no había dicho una palabra desde que desembarcaron del vuelo regional de Perales, pero Bourne percibía que no sentía miedo. Su innata confianza en que Vegas la protegería a toda costa parecía aislarla de su precaria situación.
En el momento en que agarró la mano de Vegas, éste se relajó visiblemente, lo cual fue una suerte, porque un par de federales entraron entonces en la sala y empezaron a interrogar a las recepcionistas. Las dos negaron con la cabeza cuando miraron la foto de Bourne. Sin embargo, los dos policías decidieron echar un vistazo por el vestíbulo.
Vegas no los había visto todavía, pero Rosi sí. Sus ojos se clavaron en Bourne. Él le sonrió, y se rio como si ella hubiera hecho un chiste. Comprendiendo, ella se rio también.
—¿Qué pasa? —preguntó Vegas— ¿Qué demonios tiene tanta gracia?
—Dentro de un minuto o dos, un par de federales pasarán por aquí. —Bourne vio que el miedo florecía de nuevo en el rostro de Vegas. Era un hombre del campo, poco acostumbrado a los confines de la gran ciudad, y en la sala de espera no había sitio al que huir.
Ya había consumido más de la mitad de su copa. Su cara estaba pálida. Bourne podía ver claramente los huesos bajo la piel que de pronto parecía haberse vuelto de cera: había muertos que tenían mejor aspecto. Con intención de distraerlo, le preguntó por los campos de petróleo, por sus primeros días, cuando estaba aprendiendo el negocio, cuando el peligro era más agudo. Vegas se animó, como Bourne esperaba. Claramente, amaba su trabajo y era experto en todos sus detalles. Mientras tanto, Rosi escuchaba con tanta atención como si fuera ingeniera geológica.
Los federales se acercaban rápidamente a su zona, pavoneándose, los pechos hinchados y las manos en las culatas de sus pistolas. La tensión aumentó. Bourne vio que ni siquiera Rosi era inmune.
—Vi el tamarindo detrás de la casa —comentó Bourne—, y la cruz que señalaba la tumba.
—No hablamos de eso —dijo Vegas, temblando.
—Mi amor, cálmate. —Rosi lo besó en la mejilla—. No podía saberlo.
—No tenía intención…
Ella alzó una mano para detenerlo.
—No podía saberlo —comentó, sombríamente. Le ofreció a Vegas una débil sonrisa que se apagó como una vela al viento. Se volvió hacia Bourne—. Nuestro hijo, nueve días de edad y ya tenía el mundo entero en los ojos. —Una lágrima se deslizó por su mejilla, pero la secó inmediatamente con el dorso de la mano—. Es lo que pasa con los niños, antes de que los corrompa el mundo adulto.
—Su muerte fue un completo misterio. —Las palabras de Vegas parecieron salir a la fuerza, como si cada una de ellas le produjera dolor—. Pero ¿qué sé yo? Sólo donde he estado. No sé adónde voy.
—A los niños hay que protegerlos —dijo Rosi. Algo de lo que acababa de decir Vegas la perturbaba profundamente.
Los federales estaban sólo a pocos pasos de distancia.
—Quizá puedan proteger a otro niño… —dijo Bourne.
Ambos se lo quedaron mirando.
Fue Rosi quien habló.
—Pero el doctor dijo…
—Está hablando de un doctor colombiano cualquiera. Hay especialistas en Sevilla y en Madrid. Yo en su caso no renunciaría a la esperanza.
La pareja de federales pasó de largo. Sus ojos escrutaron a los turistas: el hombre de la silla de ruedas, a quien tomaron por un veterano de guerra americano; al viejo con la camiseta y su estúpido logotipo que los hizo reír. Pero principalmente sus miradas se posaron en los altos pechos y las largas piernas de la mujer cuya sensualidad los dejó sin aliento.
Y entonces, como una nube de tormenta que pasa, se marcharon, y toda la sala de espera pareció dejar escapar un suspiro de alivio.
Maggie (Skara pensaba ahora en sí misma como Maggie, no hacía falta ningún esfuerzo) tenía que enviar su informe diario a Benjamin El-Arian. Acostada en la cama, con sólo una sábana cubriendo su cuerpo desnudo, contemplaba el teléfono móvil encriptado que utilizaba únicamente para comunicarse con él. Entonces se dio la vuelta y miró la pálida luz azul dorada de la mañana iluminando de tonos perla las cortinas sueltas de su dormitorio. A esa hora, el silencio era tan grande que casi podía oír el débil chisporroteo de la luz, como si fuera lo único que se movía, meneándose tranquilamente mientras el sol disolvía lentamente la oscuridad.
Su mente estaba llena de pensamientos, algunos de ellos en conflicto. Pero principalmente sabía que no quería hablar en esos momentos con Benjamin, que era como una cuerda que la arrastraba hacia otra vida, una vida que había escogido, ciertamente, aunque no del todo voluntariamente.
Era curioso, pensó ahora, cómo las exigencias de la vida te obligaban a tomar decisiones. Era una ilusión creer que podía haber alguna forma de control. La vida era caos: los intentos de controlarla o incluso contenerla sólo podían terminar en lágrimas.
Ella ya había derramado suficientes lágrimas para varias vidas. La última vez, cuando vio a su madre en la mesa del forense en aquella helada casa de los muertos, cuando se echó a llorar con sus dos hermanas, se había prometido a sí misma que nunca derramaría otra lágrima. Y había mantenido su promesa hasta anoche. ¿Qué tenía Christopher Hendricks que había hecho trizas su resolución? Durante horas, mientras su presencia aún latía en ella como una fiebre, había permanecido despierta en la cama pensando en esta pregunta. Había repasado una y otra vez su noche juntos, escrutando cada matiz de voz y gestos como un mendigo hambriento hace con las bolsas de basura.
A eso de las cuatro por fin se rindió, se tumbó de lado, se enroscó y, cerrando los ojos, se permitió escapar, como hacía a menudo, pensando en sus dos hermanas. Mikaela estaba muerta, asesinada en la búsqueda de su venganza, pero Kaja seguía viva, aunque, por mutuo acuerdo, no habían tenido contacto desde hacía años. Maggie se imaginaba con Kaja, tocándose las frentes como habían hecho las tres hermanas trillizas cuando eran muy jóvenes. Notó esa sensación concreta de calor compartido fluyendo a través de ellas, un circuito cerrado que las hacía especiales y mantenía a raya el mundo exterior, el horrible mundo de su infancia, de Islandia, la traición de su padre… Él las había abandonado a ellas y a su madre para ir a matar y, finalmente, para que lo mataran, ¿y todo en nombre de qué? De la organización en la sombra a la que pertenecía su padre. Pensó ahora en su padre, saliendo por la puerta hacia el brillo nevado del invierno en Estocolmo. Lo había visto marcharse para nunca regresar. Y luego nada, hasta que descubrió en las noticias que lo había matado su supuesto objetivo, Alexander Conklin. Un escalofrío recorrió su espalda, una sensación que no había podido compartir con sus hermanas. Cerró los ojos al vacío de Estocolmo, a la imagen de su padre alejándose de ella…, de todas ellas. Quiso soñar con él, pues era así como retenía su recuerdo mientras se dejaba llevar.
Dormida en brazos de Morfeo, tuvo un sueño, pero su padre no estaba en él. Christopher y ella se encontraban en un complejo deportivo en el que, aparte de ellos, no había nadie más. La luz de la luna brillaba sobre una enorme piscina. Ella bajó la mirada y vio que Christopher le sonreía. Le hizo señas, y ella se dio cuenta de que estaba en un trampolín.
Vamos, dijo él. No tienes que esperarme.
Ella no tenía ni idea de lo que quería decir, pero sabía que iba a lanzarse. Se acercó al extremo del trampolín y aseguró los dedos de los pies en el borde. Flexionó las rodillas, sintiendo la elasticidad de la tabla, la potencia acumulada, y eso le dio gran valor.
Saltó trazando un hermoso arco. Los brazos por delante, las palmas unidas como en oración. Vio que el agua se acercaba a recibirla mientras caía a través de la noche. La luz de la luna bañaba de plata la piscina, convirtiéndola en cristal, en un espejo. Se vio a sí misma zambulléndose para recibir al agua, pero no era a ella a quien veía justo antes de hundirse en el agua. Era a Christopher.
Fue entonces cuando abrió los ojos. Al otro lado de la habitación vio las cortinas moteadas por la luz del amanecer, que para su mente medio dormida parecía densa y acuática. Durante un momento pensó que estaba bajo el agua, en las profundidades de la piscina, ascendiendo. Entonces tomó consciencia de lo que sentía. Christopher y ella eran tan similares que sintió escalofríos recorriéndola.
Se sentó en la cama, el pulso le latía con fuerza.
—¡Santo Dios! —exclamó en voz alta—, ¿qué va a ser de mí?
Peter despertó en una ambulancia, la sirena ululando, corriendo velozmente por las calles de la ciudad. Yacía atado a una camilla, sintiéndose débil como un bebé prematuro.
—¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?
Su voz era débil y temblorosa, le parecía incluso extraña en medio del insistente zumbar de sus oídos.
Una cara se inclinó sobre él, un joven de pelo rubio y sonrisa franca.
—No se preocupe —dijo el rubio—, está en buenas manos.
Peter trató de sentarse, pero las correas le impedían moverse. Entonces, de inmediato, como una locomotora a toda velocidad surgiendo de la bruma, recordó haber caminado por el aparcamiento subterráneo, pulsar el botón de su llavero para arrancar el motor de su coche y luego un sonido que parecía anunciar el fin del mundo. Sentía la boca seca y pastosa. Tenía en la nariz un olor metálico que le producía náuseas.
Pensó en Hendricks. Tenía que informarle de lo que había sucedido. También tenía que averiguar por qué habían atentado contra él y quién lo había hecho. Movió la mano derecha, olvidando que estaba atada.
—Eh —dijo pastosamente—, quíteme las correas. Tengo que usar el móvil.
—Lo siento, amigo, pero no es posible. —El rubio le sonrió—. No puedo soltarlo cuando el vehículo está en movimiento. Reglas y normas. Si se lastima, puede demandarme.
—Entonces dígale al conductor que pare.
—Tampoco puedo hacer eso —replicó el joven—. El tiempo es esencial.
Peter recuperaba la consciencia por segundos, pero seguía sintiéndose físicamente exhausto, como si acabara de terminar de correr una maratón.
—Le aseguro que me siento mucho mejor.
El rubio mostró una expresión de tristeza.
—Me temo que no está usted en la mejor situación para juzgar. Sigue en estado de shock y no piensa con claridad.
Peter levantó la cabeza.
—He dicho que le diga al conductor que pare. Soy agente federal y respondo directamente ante el secretario de Defensa.
La sonrisa se borró del rostro del joven.
—Lo sabemos, señor Marks.
El corazón de Peter empezó a latir más rápido mientras se debatía contra las correas.
—¡Suélteme de una vez, joder!
Fue entonces cuando el rubio le enseñó la Glock. Colocó el cañón suavemente contra la mejilla de Peter.
—Esto dice que se quede quieto y disfrute del viaje. Nos queda un trecho por delante.
Lo que significaba que no lo llevaban a un hospital. Escrutó el rostro del rubio, que era ahora tan inexpresivo como la puerta de una cámara de un banco. ¿Era esta gente la responsable de haber cargado su coche de explosivos?
—Lamento decepcionarlos.
El joven lo miró y retiró la Glock de su mejilla.
—Sé que esperaban que muriera en la explosión.
Su secuestrador acarició afectuosamente el cañón de la Glock.
—Lo que me impresiona es cómo burlaron la seguridad para poner la bomba en mi coche.
El rubio dirigió una sonrisa irónica a alguien que estaba fuera del campo de visión de Peter.
—¿Quién dice que la pusieron en el aparcamiento?
De modo que ésta era la gente que había seguido su coche, y sabían dónde vivía. Peter seguía sin saber para quién trabajaban ni, más acuciante, cuántos había en la ambulancia con él. Supuso que tres: el rubio, el conductor y la persona a quien el rubio acababa de sonreír, pero tal vez había un cuarto sentado delante junto al conductor. Una cosa estaba clara: esta gente estaba bien entrenada y bien financiada.
La ambulancia dobló una esquina. La camilla forcejeaba por deslizarse hacia un lado, pero estaba atada. Por fortuna, el giro aflojó las correas de modo que pudo soltar la mano izquierda. Moviéndola por la parte superior de la camilla, buscó la palanca que la soltaría. Una pequeña búsqueda subrepticia llevó sus dedos al lugar adecuado, y agarró la palanca con fuerza.
El viaje continuó, y Peter esperó para tener alguna vez su oportunidad, pero entonces sintió la fuerza centrífuga empezando a actuar cuando la ambulancia tomó otra curva. Empujó la palanca a mitad de la curva. La camilla golpeó las rodillas del rubio y luego salió rebotada en la otra dirección. Peter liberó la mano derecha, y cuando el joven que lo vigilaba se lanzó sobre él, agarró su Glock. Mientras el rubio intentaba enderezarse, él le golpeó en la sien con la pistola.
El segundo hombre apareció, abalanzándose hacia él. Peter disparó y el tipo se giró hacia atrás. Su fornida constitución chocó contra las puertas traseras. El director Marks soltó las correas que lo sujetaban y se levantó de la camilla.
Al mismo tiempo, la ambulancia redujo velocidad: el conductor probablemente se había alarmado al oír el disparo. Peter no perdió el tiempo. Saltó por encima de los dos cuerpos, abrió las puertas y saltó. Golpeó el suelo y rodó de costado, pero como había utilizado las últimas reservas de fuerza, tuvo dificultades incluso para ponerse de rodillas.
La ambulancia se detuvo varios metros más adelante. El conductor bajó de un salto y corrió hacia donde estaba tendido Peter, que sabía que su única oportunidad era la Glock, pero la había perdido durante la caída. Desesperadamente miró a su alrededor y la vio en la acera. Pero el conductor se le echó encima antes de que pudiera arrastrarse los pocos palmos que la separaban de ella.
El hombre empezó a darle puñetazos. Peter no tenía ya fuerzas para defenderse adecuadamente, y mucho menos para contraatacar. Puntos brillantes de luz explotaron tras sus ojos y oleadas de negrura lo barrieron. Luchó contra la inconsciencia, pero era una batalla perdida.
Un hombre que se ahoga y se sumerge por última vez no podría haber sentido más desesperación que Peter. Nunca había imaginado un momento como ése, una derrota tan inesperada y completa. Y entonces, después de un torbellino de violencia, una concentración de dolor, la última ola que se alzaba para arrastrarlo, una suave brisa en la cara. Luz del sol. El dulce olor del tubo de escape de una motocicleta.
Y una cara, borrosa y confusa como una nube oscura, asomó enorme en su limitado campo de visión.
—No se preocupe, jefe, no está muerto todavía.