18
—¡Espere! —exclamó Boris— ¡Alto!
—¿Qué?
A pesar de la fuerte lluvia, Lana Lang conducía muy rápido por una calle que corría en paralelo al lado oeste de la mezquita. En el momento en que se internaron en la oscura y tenebrosa calle, Karpov notó que los vellos de sus manos empezaban a erizarse y sintió una desagradable sacudida de ansiedad en la boca del estómago.
—¡Alto! —gritó—. ¡Retroceda!
—¿Para qué? Ya casi hemos llegado.
Él se inclinó hacia delante, agarró la palanca de cambios y empezó a tirar salvajemente de ella.
—¿Qué demonios está haciendo?
—¡Dar marcha atrás!
—Estese quieto. —Ella se enfrentó a él—. Va a cargarse las malditas marchas.
—Entonces hágalo. —Karpov no cedió—. Pise el maldito…
Una andanada de balas roció el parabrisas y alcanzó a Lana Lang en la cara, haciéndola bailar como una marioneta. Boris, agachado en el hueco bajo del salpicadero, soltó el embrague con una mano y empujó el pie de Lana contra el acelerador con la otra.
El coche chirrió y gimió como una banshee. La lluvia tamborileó sobre el techo cuando dio marcha atrás, rozando una pared de ladrillo. Un alarido brotó cuando el chispeante metal se desprendió del lado en el que él estaba. La puerta empezó a hundirse, clavándose en el costado derecho de Boris, que cayó sobre el regazo de Lana. El cinturón de seguridad la mantenía erguida en su asiento, pero estaba muerta. Había sangre por todas partes, un río que corría por el coche que viraba.
Más balas hicieron pedazos los faros y desgarraron los guardabarros delanteros. Entonces Karpov dio un manotazo al volante y el coche se enderezó y salió disparado por la calle como un rayo.
El chirrido de los frenos, el atronar bélico de los cláxones, gritos de miedo y furia. El tiroteo había cesado y Boris se arriesgó a mirar por encima del salpicadero acribillado. El coche se detuvo de lado, bloqueando la calle. El cadáver de Lana le impedía ponerse al volante.
Justo entonces sonó una sirena, grave y penetrante. Miró en la otra dirección y vio un enorme camión frigorífico que venía hacia él. Iba demasiado rápido; Boris supo que el asombrado conductor no podría parar a tiempo debido a la lluvia.
Se volvió y trató de abrir la puerta, pero estaba tan deformada que se había quedado atascada. Por mucho que tirara y golpeara no iba a poder abrirla. Y de todas formas ya era demasiado tarde. Con el rugido y el chirrido de un animal rabioso, el camión se le echó encima.
—Estamos en deuda contigo —dijo don Fernando Herrera—. Nos has hecho un gran servicio.
—Y ahora me gustaría cobrarlo —replicó Bourne—. No soy ningún altruista.
—Oh, pero te equivocas, Jason. —Don Fernando cruzó elegantemente las piernas, abrió un humidificador con hermosas filigranas y le ofreció un puro que él rechazó. El dueño de la casa, sin embargo, cogió uno y realizó el elaborado ritual de cortarlo y encenderlo—. Eres uno de los últimos altruistas verdaderos del mundo. —Dio una calada para encender el puro—. En mi opinión, eso es lo que te define.
Los dos hombres estaban sentados en un cómodo salón. Vegas se había acostado en uno de los dormitorios, después de que don Fernando le aplicara un ligero sedante. En cuanto a Rosi, había desaparecido en uno de los cuartos de baños para invitados, diciendo que necesitaba desesperadamente una ducha larga y caliente.
Eso dejó solos a Bourne y a su anfitrión, un hombre a quien había conocido primero en Sevilla, donde habían competido intelectualmente y discutido con largueza, y más tarde, de manera más íntima, en Londres, después de la violenta muerte del hijo del anciano.
—Quiero media hora a solas con Jalal Essai —dijo Bourne.
Una sonrisa se formó en los labios de don Fernando. Se inclinó hacia delante.
—¿Más fino? —Volvió a llenar la copa de Bourne, que estaba junto a un plato de jamón serrano y unos taquitos de queso manchego.
El estadounidense se acomodó en su asiento.
—¿Dónde está Essai, por cierto?
Don Fernando se encogió de hombros.
—Sabes tanto como yo.
—Entonces puedo empezar con usted. ¿Por qué es amigo suyo?
—No somos amigos. Somos socios de negocios. Es un medio para un fin, nada más.
—¿Y cuáles son esos fines?
—Me hace ganar dinero. Nada de drogas.
—¿Seres humanos?
Don Fernando se persignó.
—Dios no lo quiera.
—Es un mentiroso —dijo Bourne.
—Cierto. —Don Fernando asintió sobriamente—. No sabe actuar de otra forma. Es patológico.
Bourne se inclinó hacia delante.
—Lo que realmente quiero saber, don Fernando, es la naturaleza de su conexión con Severus Domna.
—También un medio para un fin. En ocasiones, esa gente puede ser útil.
—Lo pondrán en peligro, si no lo han hecho ya.
La sonrisa de don Fernando fue como una lenta señal.
—Me subestimas, mi joven amigo. Debería sentirme ofendido, pero contigo… —Agitó una mano, descartando la idea—. La cuestión es que desde que formaron una alianza con la Mezquita de Abdul-Qahhar en Múnich, me parece importante no quitarles el ojo de encima.
Al ver la expresión de Bourne, se echó a reír.
—Veo que te he sorprendido. Bien. Tienes que aprender, amigo mío, que no lo sabes todo.
Rosi se metió en la ducha e inmediatamente quedó envuelta en una columna de vapor. El agua cayó en cascada sobre sus hombros, su espalda, sus pechos y su plano estómago mientras se daba lentamente la vuelta. Tras cerrar los ojos contra el chorro de agua, sintió que sus músculos se fundían con el calor. Alzó los brazos y se pasó los dedos por el pelo, apartándolo de su rostro. Elevó la cara hacia el chorro, y el agua caliente cayó sobre sus párpados, su nariz y sus mejillas. Lentamente, volvió la cabeza, primero a un lado y luego a otro, sintiendo que el agua masajeaba sus músculos. El agua le golpeó las orejas, creando un rugido que le recordó la marea, la enormidad del mar, y durante un momento se perdió en esta imagen de profundidades insondables.
El agua caliente golpeó el pequeño tatuaje tras su oreja, ametrallándolo, y gradualmente el color empezó a desvanecerse y a correr, la serpiente pareció desenroscarse mientras se disolvía en un diminuto charco de agua ensuciada por el tinte, corriendo por su cuello como si fueran lágrimas y perdiéndose por el sumidero.
Don Fernando contempló la punta encendida de su puro.
—Todo empezó con Benjamin El-Arian, ¿no? —preguntó Jason Bourne.
Había empezado a llover por fin, una lluvia dura y tropical en su furia. Golpeaba las ventanas, agitaba las hojas de las palmeras del patio más allá de los cristales. Una ráfaga de viento sacudió una losa suelta del tejado.
El anciano se levantó, desplegándose como un origami, y se acercó a los ventanales que daban al patio. Contempló el exterior, con una mano en la sien.
—Ojalá fuera tan sencillo —dijo por fin—. Un villano simple, un simple objetivo, ¿no, Jason? Es lo que todos deseamos porque entonces estamos libres de complicaciones. Pero los dos sabemos que la vida rara vez nos permite poner fin a las cosas tan limpiamente. Cuando se trata de Severus Domna, nada es sencillo.
Bourne se levantó y se acercó a don Fernando. La lluvia golpeaba los cristales, salpicando en las piedras pavimentadas. Ríos de agua salían de los bajantes de cobre, inundando el césped y los lechos de flores. La tierra era negra como la brea. Don Fernando suspiró. Seguía teniendo el puro entre los dedos, olvidado.
—No, me temo que hay una terrible lógica circular en todo esto. Escucha, Jason, todo empezó con un hombre llamado Christien Norén.
Don Fernando se dio media vuelta y miró a Bourne a la cara para ver si el nombre encendía una chispa de reconocimiento.
—No lo recuerdas, ¿no?
—Ni siquiera recuerdo haber escuchado el nombre de Christien Norén. Hábleme de él.
—No soy yo quien tiene que hacerlo. —Don Fernando colocó una mano sobre el hombro de Bourne—. Tienes que preguntarle a la mujer de Esteban.
—No se llama Rosi, ¿verdad? —preguntó Bourne.
Don Fernando se metió el puro en la boca, pero la ceniza estaba fría y gris.
—Ve a verla, Jason.
Rosi salió de la ducha, se envolvió en una gruesa toalla de baño, luego lio sus cabellos en una toalla más pequeña, haciendo un turbante. Tras quitar el vaho del espejo con los dedos, se inclinó sobre el lavabo, se quitó el turbante improvisado y se contempló.
Su cabello tenía ahora su rubio oscuro natural, los últimos restos del tinte escapaban por el desagüe de la ducha. Manteniendo firme la cabeza, se quitó la lentilla del ojo derecho. Allí estaba, un ojo oscuro como el café, el otro del azul celeste con el que había nacido. Una mitad de su ser en un mundo, la otra mitad en otro. Abrió el espejo y encontró dentro del mueblecito de las medicinas todo lo que había pedido: cortaúñas, una lima, exfoliantes faciales y cremas hidratantes.
Y así fue como la encontró Bourne cuando abrió la puerta del cuarto de baño. Rosi miró su reflejo en el espejo.
—¿No llamas?
—Creo que me he ganado el derecho a entrar sin anunciarlo —respondió él.
Ella se dio la vuelta muy despacio para mirarlo.
—¿Cuándo lo descubriste?
—En el coche —dijo Bourne—. Nunca me mirabas directamente. Luego, cuando te volviste para ver cómo estaba Esteban, vi el borde de las lentes de contacto.
—¿Y no dijiste nada?
—Quería ver en qué acababa la cosa.
Ella ahuecó una mano, inclinó la cabeza, se quitó la lentilla del ojo izquierdo y la arrojó a la papelera bajo el lavabo.
—¿Ése es el color natural de tu pelo o has usado otro tinte? —preguntó Bourne.
—Ésta soy yo.
Él dio un paso. Ella no parecía tener ningún miedo.
—No del todo. Aunque el tatuaje de la serpiente ha desaparecido, sigues teniendo la nariz típica de las colombianas. —Miró con más atención—. La operación fue magistral.
—Hicieron falta tres reconstrucciones separadas para lograrlo.
—Muchas molestias para hacerse pasar por indígena colombiana.
—Ocultarse a plena vista, solía decir mi padre, es ocultarse por completo.
—Tenía razón tu padre en eso. Christien Norén, ¿no es así?
Rosi abrió los ojos de par en par.
—Así que don Fernando te lo ha dicho.
—Supongo que pensaba que era el momento.
Ella asintió.
—Supongo que sí.
—Muy bien. Así que eres tú, y no Esteban, quien es tan importante para don Fernando y Essai.
—Esa gente de la carretera iba a por mí.
—¿Quiénes son?
—Te dije que estaba huyendo.
—De la familia, dijiste.
—En cierto modo, es verdad. Es la gente para la que trabajaba mi padre.
Bourne estaba muy cerca de ella. Olía a jabón de lavanda y champú de limón.
—¿Cómo debo llamarte?
Ella le dirigió una sonrisa enigmática. Avanzó hacia él, tan cerca que apenas había un palmo entre ellos.
—Nací como Kaja Norén. Mi padre se llamaba Christien, mi madre, Viveka. Los dos están muertos.
—Lo siento.
—Eres muy amable.
Kaja acercó una mano a su mejilla y la acarició suavemente. Con la otra, le clavó la lima que llevaba oculta en la palma a través de la piel y las capas de músculo.