LIBRO SEGUNDO
10
Había muchas cosas en Múnich que no le gustaban a Boris Karpov. Como casi todos los rusos, despreciaba a los alemanes. Era imposible librarse del regusto amargo de la Segunda Guerra Mundial; la furia y la venganza estaban tan imbuidos en él como su amor por el vodka. Además, pese al nuevo lema de la ciudad, «München mag Dich» (Múnich te aprecia), era fácil que no le gustara a Boris. Para empezar, había sido fundada por una orden religiosa, los benedictinos, de ahí su nombre, derivado del término «monje» en alemán. Boris sentía la rancia desconfianza del ateo hacia las religiones organizadas de cualquier tipo. Además, estaba en el corazón de Baviera, hogar del conservadurismo de extrema derecha que tenía sus raíces en el odioso nacionalsocialismo de Adolf Hitler. De hecho, fue en Múnich donde Hitler y sus seguidores orquestaron el tristemente célebre Putsch de la Cervecería en 1923, un intento de derrocar la República de Weimar y usurpar el poder. Que fracasaran sólo retrasó lo inevitable. Diez años después, Múnich se convirtió finalmente en el bastión de los nacionalsocialistas, quienes, entre otros horribles crímenes, establecieron Dachau, el primero de los campos de concentración nazis, a quince kilómetros al noroeste de la ciudad.
Así que, en efecto, había muchas cosas que repudiar aquí, pensó Boris, mientras le indicaba al taxista que lo dejara en la Briennerstrasse, al principio del Kunstareal, el distrito de las artes de Múnich. Desde allí, caminó a paso vivo hasta el Neue Pinakothek, el museo dedicado al arte europeo de los siglos XVIII y XIX. Entró, se detuvo en la cabina de información para pedir un plano y luego se dirigió a la galería que albergaba el Pavo desplumado de Francisco de Goya. «No es una obra importante», pensó Boris mientras se acercaba.
Un grupo de visitantes contemplaba el cuadro mientras una guía explicaba sus particularidades. Boris, a un lado, esperó en vano a que mencionara si el Pavo desplumado había sido o no uno de los cuadros robados por los nazis. Se centró en sus responsabilidades. Antes de partir de Moscú le había dado órdenes a Anton Fedarovich y le había encomendado la dirección día a día del FSB-2. Pero por definición eso tendría que ser temporal, pues Boris estaba todavía en el proceso de dar forma a la organización según sus deseos y aún no había eliminado a todas las malas hierbas. Desde el principio se había dado cinco días como máximo para cumplir con el encargo de Cherkesov. Estaba convencido de que el FSB-2 no estaría dirigido adecuadamente si él estaba fuera mucho más tiempo.
Al cabo de un rato, el grupo siguió su camino, dejando detrás a un hombre que contemplaba el Goya. Parecía corriente en todos los aspectos: estatura mediana, edad mediana, pelo canoso con una calva en la coronilla. Tenía las manos metidas en los bolsillos de su abrigo. Sus hombros estaban levemente encorvados, como si soportaran un peso invisible.
—Buenos días —saludó Boris en un alemán aceptable mientras se acercaba al hombre—. Nuestro primo lamenta no haber podido venir en persona.
Este contacto era uno de los miles cultivados durante décadas por Ivan Volkin. Como tal, era intachable.
—¿Cómo está el viejo caballero? —preguntó el hombre en un ruso pasable.
—Lleno de energía, como siempre.
Hecho el intercambio en código, los dos hombres recorrieron juntos la galería, deteniéndose ante cada cuadro por turnos.
—¿En qué puedo ayudar? —inquirió el hombre en voz baja.
Se llamaba Wagner, aunque probablemente era un nombre falso. A Boris no le importaba: no le hacía falta saber su verdadero nombre. Ivan lo había avalado; eso era suficiente.
—Estoy buscando contactos —replicó Boris.
Una leve sonrisa cruzó los labios de Wagner.
—Todo el mundo que acude a mí busca contactos.
Habían seguido caminando y ahora estaban delante de La Sagrada Familia bajo el Pórtico de Friedrich Wilhelm von Schadow, para Boris un tema completamente censurable, como todos los temas religiosos, aunque podía apreciar la claridad del estilo del artista.
—¿Incluido Viktor Cherkesov?
Durante un rato, Wagner no hizo más que contemplar intensamente el cuadro.
—Von Schadow fue primero soldado —comentó por fin—. Luego encontró a Dios, fue a Roma y se convirtió en uno de los líderes del llamado Movimiento Nazareno, dedicado a llevar la auténtica espiritualidad al arte cristiano.
—No podría importarme menos —observó Boris.
—Estoy seguro.
Wagner lo dijo de un modo que hizo que Karpov se sintiera como un filisteo.
—En cuanto a Cherkesov… —insistió Boris.
Wagner continuó avanzando. Dejó escapar un suspiro.
—¿Qué quiere saber concretamente?
—Acaba de estar en Múnich. ¿Por qué?
—Fue a la mezquita —respondió Wagner—. Es todo lo que sé.
Boris ocultó su consternación.
—Necesito más que eso —dijo llanamente.
—Los secretos de la Mezquita están celosamente guardados.
—Eso lo entiendo.
Lo que Boris no podía comprender era qué negocio posible podía tener el nuevo amo de Cherkesov con la Mezquita. Era la última persona que se podía enviar a ese pozo de serpientes. Cherkesov odiaba a los musulmanes aún más que a los alemanes. Se pasó la mayor parte de su tiempo en el FSB-2 cazando a los terroristas musulmanes de etnia chechena.
—Es enormemente peligroso hurgar en los asuntos de la Mezquita.
—Eso también lo sé.
Boris era consciente de que la Mezquita de Múnich era la base de muchos de los grupos terroristas del integrismo musulmán del mundo entero. Allí se adoctrinaba a los jóvenes desafectos, hombres y mujeres, y se les insuflaba falta de esperanza para convertir su frustración en ira. Entonces se les entrenaba, se les armaba y se financiaban los estallidos de violencia.
Wagner pensó un momento.
—Hay alguien que podría ayudarle. —Se mordió los labios—. Se llama Hermann Bolger. Es relojero. También vigila los mecanismos de entrada en la mezquita. —Esbozó una sonrisa—. Divertido, ¿no?
—No —respondió el ruso llanamente—. ¿Dónde puedo encontrar a Bolger?
Wagner le dio la dirección y Boris la memorizó. Se detuvieron ante dos cuadros más de la exposición. Inmediatamente después, su contacto se marchó y él, tras consultar su plano, deambuló por el resto de las galerías durante veinte minutos más.
Luego fue en busca de Hermann Bolger.
La lluvia caía como palabras a gritos, como órdenes a las tropas, con el estrépito fatal de ejércitos antiguos enzarzados en combate mano a mano. Bourne esperaba junto a un pino inclinado, sus negras ramas barridas por el viento, golpeadas por la lluvia.
Desde este punto de observación, había sido testigo de la explosión que hizo pedazos al jeep, de las piezas cayendo, ardiendo durante segundos antes de que el torrente las apagara. Chatarra retorcida caía en todas direcciones, dos partes aterrizaron a un metro de donde estaba oculto: el volante ennegrecido y la cabeza de Suárez, apestosa, aún humeando como recién salida de una barbacoa. Los labios, la nariz y las orejas del comandante se habían calcinado. Los restos de sus ojos humeaban como si fuera una criatura del infierno.
Cuando vio que Vegas bajaba los escalones de entrada a su casa, Bourne se retiró a la densa sombra del pino. Desde donde estaba, le pareció ver que llevaba anticuadas botas con clavos. Advirtió la escopeta que llevaba, pero eso no era lo que le pareció más peligroso. Los ojos de Vegas eran como carbones vivos. Su aspecto sediento de sangre le recordó a un oso que había visto en Montana protegiendo a sus cachorros de un puma. Se preguntó de quién se estaba protegiendo Vegas. Este equipo electrónico debía de haber llevado semanas de instalación: desde luego no era para Bourne.
¿Para quién, entonces?
—Está loco —había protestado Suárez cuando Bourne detuvo el jeep a mil metros de la casa de Vegas—. No voy a hacer eso.
—Sólo así podrá conseguir ayuda médica —respondió Bourne.
—Cuando se baje, ¿qué me impedirá dar media vuelta con el jeep y largarme de aquí?
—La única forma de regresar es montaña abajo —replicó Bourne. La lluvia era tan torrencial que parecía que estaban dentro de una cascada—. Conducirá con una mano. Puede matarse.
Suárez le dirigió una mirada asesina, pero un momento más tarde su expresión se volvió sombría.
—¿Bajo qué luna maligna nací para haber cruzado mi camino con el suyo?
Bourne abrió la puerta y un rugido salido del fin del mundo irrumpió en el jeep.
—Cíñase al plan y todo saldrá bien. Vegas lo conoce. Yo lo seguiré. ¿Está claro?
Suárez asintió, resignado.
—Mi mano me está matando. No siento los dedos que me ha roto.
—Tiene suerte —dijo Bourne—. Imagine lo insoportable que sería el dolor si los sintiera.
Al salir del vehículo, quedó completamente empapado en cuestión de segundos. Vio a Suárez deslizarse torpemente al volante y avanzar por la carretera hacia la casa.
Había visto el primero de los postes con las cámaras infrarrojas y había detenido inmediatamente el jeep, aunque no le había dicho a Suárez por qué. Estaba camuflado como si fuera un mojón indicador de distancias. Reconoció el equipo porque se había topado con el mismo en una mansión en las montañas de Rumania hacía varios años. El sistema era altamente sofisticado, tecnología punta, pero al final Bourne lo había derrotado y había ganado acceso a la mansión. Aunque Suárez hubiera advertido el mojón, dudaba que hubiera sabido qué estaba viendo.
La trampa infrarroja fue una sorpresa. Bourne no quería otra, así que decidió que el comandante condujera el jeep el resto del camino mientras él exploraba a pie la propiedad de Vegas.
La prueba de su prudencia lo miraba en este momento con sus cuencas vacías. No sintió ningún remordimiento por haber enviado a Suárez a la muerte. El comandante era un asesino implacable, y si hubiera tenido media oportunidad, le habría pegado a Bourne un tiro en el corazón.
Observó a Vegas moverse cautelosamente por entre el caos, hurgando aquí y allá con el cañón de la escopeta. Cuando encontró uno de los brazos de Suárez, se agachó a examinarlo con atención. A partir de ese punto, se concentró en las partes corporales. Lenta, metódicamente, su búsqueda lo llevó en círculos concéntricos, más y más lejos del centro de la explosión, cada vez más y más cerca de la posición de Bourne bajo el pino.
La lluvia seguía siendo torrencial, el cielo oculto se desgarraba con cicatrices de relámpagos y el retumbar de los truenos. La visión de Bourne se nubló, mezclada con un fragmento de recuerdo que se apoderó de ella. Bourne había avanzado por lo que casi era una tormenta de nieve para llegar a la discoteca donde Alex Conklin lo había enviado a eliminar a su objetivo. Los restos de nieve se derretían en el cuello de piel de su abrigo cuando se abrió paso por el atestado club. En el servicio de señoras, colocó el silenciador en su pistola y abrió la puerta de una patada.
El rostro de la fría rubia era firme, casi resignado. Aunque estaba armada, no se hacía ilusiones sobre lo que estaba a punto de suceder. ¿Por eso había abierto la boca, por eso le había hablado justo antes de que él acabara con su vida?
¿Qué era lo que había dicho? Escrutó el fragmento de memoria, tratando de oír su voz. En Colombia, bajo la intensa lluvia, oyó la voz de una mujer gritando entre los truenos, y ahora oyó la voz de la fría rubia, tan similar en tono y en desesperación.
—No hay…
¿No hay qué?, se preguntó Bourne. ¿Qué había intentado decirle? Escrutó lo que quedaba de recuerdo, pero ya se disolvía como un cubito de hielo en verano, las imágenes se difuminaban, volviéndose borrosas y confusas.
Un sonido cercano lo devolvió al presente. Vegas había encontrado una de las piernas de Suárez y, al incorporarse tras examinarla, miraba alrededor. Localizó la cabeza del comandante y empezó a dirigirse hacia ella con el ceño fruncido. Bourne se preguntó si reconocería el rostro abrasado y mutilado.
No tuvo que esperar mucho tiempo. Vegas llegó junto a la cabeza de Suárez. Usando el extremo del cañón de la escopeta, le dio la vuelta para que quedara mirándolo. Inmediatamente retrocedió y, alzando la escopeta, escrutó el chaparrón con una expresión ominosa en los ojos.
Eso era todo lo que necesitaba Bourne. El hombre había reconocido a Suárez y no le había sorprendido su presencia en el jeep. Si Essai le había dicho la verdad, era posible que hubiera estado preparándose para ser atacado por Severus Domna. Vegas había renunciado a la organización y sabía que sólo podía esperar de ella una violenta respuesta. Eso explicaría por qué Rosi y él no lo habían dejado todo atrás y habían intentado escapar. No había ningún sitio al que pudiera ir donde Domna no pudiera encontrarlo. Al menos aquí estaba en territorio familiar: lo conocía mejor que nadie que pudieran enviar. Y estaba preparado.
Vegas era alguien a quien Bourne podría respetar. Era dueño de su propio destino: había tomado una decisión difícil y obviamente peligrosa, pero había apencado con ella.
—Esteban —dijo, saliendo de la sombra del alto pino.
Vegas volvió la escopeta en su dirección y Bourne alzó las manos con las palmas hacia fuera.
—Tranquilo —continuó, quedándose completamente inmóvil—. Soy un amigo. He venido a ayudarle.
—¿A ayudarme? Lo que quiere es ayudarme a meterme en la tumba.
El ruido de la lluvia era tan grande que los dos hombres se veían obligados a gritarse el uno al otro, como si estuvieran en un estadio lleno de hinchas que vociferaban.
—Usted y yo tenemos algo en común —replicó Bourne—. Severus Domna.
Por respuesta, Vegas carraspeó y lanzó un escupitajo a un punto situado casi exactamente entre ellos.
—Sí —insistió Bourne.
El otro lo miró durante un momento, y fue entonces cuando Rosi apareció entre los pinos. Empuñaba una Glock. Tenía el brazo extendido, recto como una flecha, apuntando a Bourne.
Vegas abrió mucho los ojos.
—¡Rosi…!
Pero su advertencia llegó tarde. Ella se había acercado demasiado a Bourne, que agarró su brazo extendido, la hizo girar y, mientras la desarmaba, la apretó con fuerza contra su cuerpo.
—Esteban —dijo—, baje la escopeta.
Pudo ver el amor de Vegas por Rosi en sus ojos, y sintió un fugaz retortijón de envidia. La normalidad del mundo de la luz nunca sería suya. No tenía sentido soñar con ello.
En el momento en que bajó el arma, Bourne soltó a la joven, que corrió hacia su hombre. Vegas la rodeó con un brazo.
—Te dije que te quedaras dentro. —Su voz estaba llena de preocupación—. ¿Por qué me desobedeciste?
—Estaba preocupada por ti. ¿Quién sabe a cuántos hombres han enviado?
Al parecer, Vegas no tenía ninguna respuesta para eso. Volvió su sombría mirada hacia Bourne y la Glock que éste todavía empuñaba.
—¿Y ahora qué?
Bourne caminó hacia ellos. Al ver a Vegas tensarse, cogió la Glock por el cañón.
—Ahora voy a devolverle su pistola. —La tendió—. No la necesito.
—¿Han venido sólo Suárez y usted?
Bourne asintió.
—¿Por qué estaba con él?
—Me topé con un bloqueo de carreteras de las FARC y lo usé como rehén.
Vegas parecía impresionado.
—No nos han seguido —añadió Bourne—. Me aseguré de eso.
Vegas miró la Glock y luego estudió el rostro de aquel desconocido. La sorpresa fue sustituida por una chispa de curiosidad. Cogió la Glock y dijo:
—Ya está bien de tanta lluvia. Supongo que usted también está pensando lo mismo.
Hendricks casi no reconoció a Maggie cuando se reunieron en el restaurante que él había elegido. Llevaba puesto un vestido índigo y zapatos de tacón negros, pero no lucía joyas, sólo un reloj barato pero funcional, y tenía el pelo suelto, más largo de lo que parecía posible cuando llevaba gorra. Con el ancho mono de jardinera parecía tener figura de marimacho, pero el vestido hacía trizas esa ilusión. Sus largas piernas desembocaban en finos tobillos. Quien inventó los zapatos de tacón, pensó Hendricks, debió ser un hombre enamorado de la forma femenina. Amanda los usaba sólo de vez en cuando, pues se quejaba de lo incómodos que eran. Cuando él señaló que su amiga Micki siempre llevaba tacones altos, Amanda replicó que Micki los usaba desde hacía tanto tiempo que ya no podía ponerse zapatos planos: los tacones altos habían acortado los tendones de sus empeines. «Descalza, anda de puntillas», le había dicho.
Hendricks se preguntó qué aspecto tendría Maggie descalza.
Estaba a punto de entregarle su coche al encargado cuando la mujer despidió al muchacho. Cuando subió al asiento del pasajero, dijo:
—Prefiero comer en Vermilion, así que he hecho una reserva allí. ¿Lo conoce?
—¿En Alexandría?
Ella asintió.
—Mil ciento veinte King Street.
Hendricks puso el coche en marcha.
—¿Ha estado allí antes?
—Una vez.
Hendricks recordó la celebración de su primer aniversario con Amanda. Qué noche tan sorprendente fue aquélla, empezar en Vermilion y terminar al amanecer enroscados y durmiendo uno en brazos del otro.
—Espero que no piense que soy una caprichosa —comentó ella.
Él sonrió.
—No la conozco lo suficiente.
Ella se acomodó en el asiento mientras él se sumaba al tráfico, en dirección al puente Key y Alexandría. Seguía teniendo las manos sobre el regazo.
—El caso es que soy una postre-adicta… ¿Esa palabra existe?
—Ahora sí.
Su risa era suave y líquida. Él bebió su aroma como si fuera el olor de un whisky de malta. Las aletas de su nariz se dilataron y sintió un estremecimiento en el fondo de su ser.
—Hay un postre en Vermilion, profiteroles salados, que es mi favorito. No los he comido desde hace tiempo.
—Los comerá esta noche. —Hendricks maniobró entre el tráfico, llevando el coche de su escolta de esta noche justo detrás—. Dos porciones si eso es lo que desea.
Ella lo miró. Los faros de los coches que venían de frente hicieron brillar sus ojos.
—Eso me gusta —dijo suavemente—. Un hombre que no tiene miedo de convertirme en una glotona.
Ya habían llegado al puente. Los monumentos de la ciudad estaban encendidos, convirtiendo el cielo nocturno en dorado y gris.
—No puedo imaginar que sea una glotona.
Maggie suspiró.
—A veces hay cierta excitación en darse un capricho.
Él frunció el ceño.
—No estoy seguro de…
—Es la naturaleza prohibida del acto, ¿sabe a qué me refiero?
Hendricks no lo sabía, pero estaba empezando a desear saberlo.
—Nunca ha hecho nada prohibido, ¿no?
Maggie, con una copa de vermut en la mano, lo miraba ahora desde el otro lado de la mesa en el Vermilion, una mansión de la ciudad. Su mesa estaba junto a una ventana, y desde su ubicación en la primera planta podían ver el desfile nocturno de jóvenes (turistas y residentes por igual) paseando por la acera.
—Siempre ha sido el chico bueno.
Hendricks se sentía a la vez molesto y fascinado porque ella lo hubiera calado tan rápidamente.
—¿Qué la hace decir eso?
Ella le dio un sorbo a su bebida. Parecía que tenía luces tintineantes en el centro.
—Huele como uno de los buenos.
Él sonrió, inseguro.
—Me temo que me he perdido.
Ella soltó la bebida y, tras inclinarse hacia delante, cogió su mano libre con la suya. Le dio la vuelta y le abrió los dedos para poder estudiar su palma. En el instante en que ella lo agarró, Hendricks sintió una descarga eléctrica correrle por el brazo y por su pecho, antes de posarse en su entrepierna. Se sintió como si se hubiera metido en un baño de agua caliente.
Ella alzó la cabeza para mirarlo a los ojos, y él tuvo la clara sensación de que sabía exactamente lo que estaba sintiendo. Una lenta sonrisa se extendió por su rostro, pero carecía de ironía o culpa.
—Es el hermano mayor o hijo único. Primogénito, en cualquier caso.
—Es cierto —reconoció él, tras un momento de vacilación—.Por eso tiene esa sensación tan fuerte del deber y la responsabilidad. Los primogénitos son siempre así; es como si los programaran antes de nacer.
Lenta y sensualmente, el índice de ella siguió las líneas de su palma.
—Fue un buen hijo y un buen marido.
—No fui tan buen marido…, al menos la primera vez. Y desde luego no he sido un buen padre.
—Tiene un fuerte sentido del deber hacia el trabajo y el país.
—Sus ojos parecían absorberlo. —Esas cosas son lo primero…, siempre lo son, ¿verdad?
—Sí —respondió Hendricks. Descubrió que estaba inexplicablemente ronco.
Se aclaró la garganta, retiró la mano y se bebió la mitad de su whisky de malta. Este acto desmedido hizo que los ojos le lagrimearan, y casi se atragantó.
—Cuidado —comentó Maggie—. Va a hacer que sus niñeras echen a correr.
Hendricks, con las mejillas coloradas, asintió. Se secó los ojos con la servilleta y se aclaró de nuevo la garganta.
—Mejor —dijo Maggie.
No estaba seguro de si era una pregunta, en cuyo caso requeriría una respuesta. Lo dejó pasar y sorbió los restos del escocés.
—¿Cuántos idiomas habla, por cierto?
Ella se encogió de hombros.
—Siete. ¿Importa?
—Mera curiosidad.
Pero era más que eso. Una parte de él, enamorada ya, cerraba los ojos y se hacía a un lado, pero la otra parte, el hombre siempre vigilante, como la propia Maggie lo había definido, quería investigarla. No es que no confiara en el proceso de investigación del gobierno (aunque podía citar numerosos casos donde habían pasado por alto algo vital), pero confiaba más en sus instintos.
Le tendió una carta de menú y abrió la suya.
—¿Qué le apetece? ¿O prefiere tomar los profiteroles primero?
Ella lo miró por encima del menú y sonrió.
—Parece usted tan triste. Quizá no está cómodo conmigo… ¿Preferiría que dejáramos la cena para otro día, o incluso que nos olvidáramos de ella? Porque eso sería…
—No, no. —Hendricks se encontró alzando la voz para asegurarse de que la detenía—. Por favor, Maggie. Sólo… —Apartó la mirada, los ojos desenfocados por un instante.
Como sintiendo su cambio de humor, ella indicó el menú.
—¿Sabe qué me encanta de aquí? El sándwich de cangrejo con tomate, lechuga y bacon.
Él volvió a mirarla, y sonrió.
—¿Sin profiteroles?
Ella le devolvió la sonrisa.
—Ahora que lo pienso, esta noche puede que quiera otro tipo de postre.