CAPITULO IV - Los Seres Luminosos
Todo el firmamento estaba cubierto de fuego. Todo lo demás desapareció, y fue olvidado… las estrellas más lejanas, los diminutos mundos de los hombres. Nada de eso existía ya, salvo la rugiente belleza ígnea del Sol.
La pequeña lengua de fuego que antes fuera un hombre permaneció inmóvil en el espacio, absorbiendo aquella suprema maravilla a través de cada átomo sentiente de su ser. Del interior del sombrío Vulcano, había emergido a la plena luz destructora, al esplendor sin velos de la estrella ardiente, que era la dueña de todos los planetas.
Se elevó hacia ella. Al principio, velozmente, pero luego más y más lento, mientras sus nuevas percepciones, que aún no había puesto a prueba, comenzaban a transmitirle la magnitud de aquella escena. El asombro le dejó sobrecogido, y detuvo su vuelo, permaneciendo inmóvil, como drogado, intentando asimilar unas sensaciones que jamás podría llegar a sentir ninguna criatura de forma corpórea.
Podía sentir la presión de la luz. Llegaba a él directamente, desde el hirviente caldero de la disolución cósmica, alcanzado límites no hollados en el espacio; y el que fuera Curt Newton notó que su atracción le empujaba a su interior. Partículas de cruda energía golpearon las tenues llamas de su nuevo cuerpo, con una miríada de luz y extraños impactos. Lo agradeció, y se alimentó de ellas. Y descubrió que podía escuchar al Sol. No era como el sentido del oído que antaño conociera. No existía ningún medio para que le llegaran las ondas de sonido. Era algo mucho más sutil, como una pulsación interna de su propio nuevo ser.
Y aún así era capaz de oír… el vasto, solemne y salvaje rugido del interminable tumulto de la destrucción y el renacimiento, el siseante grito de aquellas lenguas de fuego, tan grandes como planetas, el profundo y retumbante trueno de los continentes solares y los mares de fuego, inmersos eternamente en un remolino, y eternamente expulsados, para volver a tomar una vez más una forma diferente.
Observó la rotación del Sol sobre sus ejes. Con una percepción que notaba intensamente cada color del espectro, vio las colosales montañas, los mares y las llanuras y las tormentosas nubes de fuego, así como formas espectrales de amatista y carmesí, oro y esmeralda, acompañadas por todos los matices concebibles desde el violeta más pálido hasta el rojo más vivo.
Gradualmente, embriagado por la maravilla de su nueva vida, la sensación de asombro se fue mitigando. Comenzó a sentir una especie de poder, como si al despojarse de sus ataduras humanas se hubiera quedado totalmente libre. Él era el vacío. Él era el Sol. Estaba más allá del sufrimiento, y del temor a la muerte. Estaba vivo, y era tan eterno como las estrellas.
Se dirigió derecho al Sol, y los resplandecientes velos de la corona solar le recibieron como una niebla de gloria.
No necesitaba apresurarse. El tiempo había cesado para él. Los delicados fuegos diamantinos de aquellas nieblas altas resultaban inenarrablemente hermosas. Jugó entre ellas: una dorada lengua de fuego, planeando y girando como si fuera aquel pájaro de la leyenda. Vislumbró cómo se agitaban los velos de la corona, como sometidos a grandes vientos, y cómo se replegaban hacia dentro, en densas capas de amatista, y se abrían para dejar ver la ardiente cromosfera que había debajo.
Se sumergió en una de esas grietas, descendiendo incontables kilómetros con la velocidad de un rayo de luz, y llegó hasta la roja obscuridad de la cromosfera.
Le pareció que allí se concentraba toda la furia del Sol. Torrentes de rugientes gases escarlata, manaban de aquí y allí en remolinos de color rojo sangre del tamaño de un continente, con sus bordes adquiriendo una cualidad ardiente cuando colisionaban con otras corrientes, y encendiendo en ocasiones una llamarada tan oscura como el cinabrio.
Una rabia elemental, la furia de la vida… el recién nacido Hijo del Sol se deslizó por la mareas carmesí, remolineando, danzando, ascendiendo hasta lo alto de las crestas de fuego, tanteando los más oscuros rubíes de los torbellinos. Bajo él, en silencio, como una mera esfera de fuego rotante, se hallaba la fotosfera.
Descendió aún más, y miró la superficie del Sol. Imperaban en ella un Caos y una belleza inimaginables, extraños más allá de toda creencia. Una inmensidad de fuego dorado, mucho más denso que en las capas exteriores, surgiendo, elevándose en descomunales columnas fundidas que arañaban el cielo escarlata, y luego se desplomaban en un titánico cataclismo, para perderse en la incandescente llanura de fuego. Las crestas de unas olas que habrían sepultado planetas enteros, rompían sobre la superficie del Sol, estallando en ensordecedoras avalanchas, burbujeando, expandiéndose, absolutamente cegadoras, mayestáticas, más allá de cualquier visión contemplada por el hombre.
Observó, y sintió temblar la esencia de su nuevo ser. Su humanidad era aún demasiado reciente como para mirar aquel inimaginable mundo solar sin sentir asombro y pavor.
Dos grandes olas, de miles de kilómetros de altura, se alzaron y cayeron a la vez, cubriendo una superficie mayor que la de la propia Tierra. Volvieron a encontrarse, y de su colisión nació una prominencia que ardió hacia arriba en un desbordante río de llamas.
CURT NEWTON se sintió atrapado en aquella titánica corriente. Luchó contra ella, descubriendo que podía resistirla, y disfrutando de la gloria de su nueva fortaleza. Le embriagó una especie de éxtasis. Se dejó llevar, y la corriente le llevó hacia arriba, casi tan veloz como la misma luz, más allá de la cromosfera, más allá de la corona, hacia el vacío del espacio. Cabalgó sobre la llama con alegría salvaje.
Emergió de la prominencia, describiendo un gran círculo, echando un breve vistazo a los distantes planetas a los que llegaba la luz, y entonces recordó la misión que le había llevado allí, y por qué había abandonado su envoltura humana, para realizar ese peregrinaje hasta el Sol.
Con mayor seriedad ahora, volvió a internarse en las débiles nieblas, y en las mareas carmesíes, hasta flotar sobre la fotosfera, buscando a otros de su misma especie.
A través de distancias inimaginables, busco sin encontrar a nadie. Una soledad terrible se abatió sobre él. Penetró en un área de tormentas, en la que los grandes vórtices de las manchas solares giraban y retumbaban en un torbellino de corrientes eléctricas.
Huyó de ellas, asustado, sobrecogido, y se encontró gritando desesperadamente:
—¡Carlin! ¡Carlin! ¿Donde estás? —No poseía lengua o voz para gritar, sino que lo hacía con el poder de su mente. Y cuando comprendió que podía hablar de ese modo, comenzó a llamar una y otra vez, mientras avanzaba por los océanos en llamas, junto a las vastas explosiones de las tormentas solares.
—¡Carlin! ¡Carlin!
Y alguien le respondió. Escuchó la voz en su mente, o en aquella parte de su nuevo ser que resultaba sensible a la recepción del pensamiento.
—¿A quién llamas, pequeño hermano?
Por encima de él percibió una llama dorada contra el rojo intenso de la cromosfera, y vio que algo se acercaba hacia él: uno de los Hijos del Sol.
Avanzó para encontrarse con el extraño. Deslizándose y bailando, como dos increíbles mariposas de fuego, flotaron por encima de un río de llamas que recorría la superficie del Sol. Y entonces hablaron.
—¿Eres tu… fuiste Philip Carlin?
—¿Philip Carlin? No. En mi vida humana fui Thardis, físico jefe de Fer Roga, Señor de Vulcano. Pero eso fue hace mucho tiempo.
Silencio, excepto por el retumbante trueno del Sol.
—Dime, pequeño hermano. ¿Eres nuevo aquí?
—Si.
—Entonces, ¿Siguen viniendo aún los Luminosos? ¿Continúa abierto el portal?
—Se perdió y fue olvidado durante muchas Eras. Y entonces él lo encontró, ese que fue mi amigo… y lo atravesó. ¿Le conoces, Thardis? ¿Has oído hablar de Philip Carlin?
—No. Mis estudios me mantienen en soledad la mayoría del tiempo. ¿Sabes, pequeño hermano, que casi me he liberado de las ataduras del pensamiento puro? Las mayores mentes del Imperio decían que algo así era imposible. ¡Pero estoy a punto de lograrlo!
Eran dos lenguas de fuego viviente, agitándose, ondeando a merced de los vientos solares, en un río en llamas. Y Thardis dijo:
—¿Que ha sido del Imperio? ¿Qué ha sido de Vulcano? ¿Fue prohibido el portal y nuestros científicos lo olvidaron?
—Fue prohibido, —respondió Newton—. Y entonces… —Lentamente, le contó a Thardis cómo el Imperio Antiguo se había desmoronado y desaparecido, cómo sus avanzados y cultos integrantes habían degenerado hasta la barbarie, y cómo ayer mismo, mientras el tiempo discurría en el universo, habían vuelto a recuperar aquel camino hacia el conocimiento. Le contó a Thardis muchas cosas, y la mayoría eran tristes y amargas. Pero, mientras lo hacía, se dio cuenta de que, para el otro, eran algo menos que sueños. Había llegado demasiado lejos, distanciándose demasiado de su antiguo ser.
—Así que todo ha terminado, —musitó Thardis—. Los mundos Estelares, los Capitanes, los reyes de múltiples tronos. Es la ley del universo. Aquí lo aprenderás todo, pequeño hermano. Observarás el ciclo… nacimiento, muerte y eternidad… repetidos para siempre en el corazón del Sol.
Su tenue cuerpo se agitó, disponiéndose a volar.
—Adiós, pequeño hermano. Quizás volvamos a vernos alguna vez.
—¡Espera! ¡Espera! —Exclamó Newton—. No lo comprendes. No puedo permanecer aquí. Debo encontrar a mi amigo, y traerle de vuelta conmigo.
—¿De vuelta? —Repitió Thardis—. ¡Ah, claro, eres nuevo! Recuerdo que yo, una vez, me propuse regresar.
Sus pensamientos quedaron en silencio durante un largo rato, y entonces volvieron a llegarle, con una especie de triste resignación.
—¡El pequeño Hijo del Sol, que acaba de llegar aquí! Ven, entonces. Te ayudaré a encontrar a tu amigo.
Le condujo a través de las móviles montañas del Sol, y a través de los mares ardientes. Newton le siguió, mientras Thardis efectuaba una llamada. Y, poco después, de entre los velos y nubes de fuego, aparecieron dos nuevas lenguas de fuego, y se unieron a ellos.
Thardis preguntó:
—¿Conocéis a uno llamado Carlin? Es nuevo.
Uno de ellos no le conocía, pero el otro respondió:
—Yo le conozco. Se ha adentrado en las profundidades de los fuegos internos, para estudiar la vida del Sol.
—Te llevaré hasta allí, —dijo Thardis a Newton—. Ven.
Se arrojó velozmente hacia un furioso infierno de llamas. Y Newton tuvo miedo de seguirle.
Entonces se sintió avergonzado. Si Carlin había seguido ese camino, él también podría hacerlo. Se arrojó sin reservas, en pos de Thardis.
Las rugientes olas del holocausto se alzaron para recibirle y enterrarle en sus profundidades de humo dorado, explosionando en infinitas formas de brillantes colores. Penetraron en una región compuesta por una materia más densa, y, para Newton, fue como si nadara a través de aguas turbulentas, sensible como era a la presión y a los espantosos torbellinos, y mezclando su propia substancia con el medio que le rodeaba.
Fue acercándose a Thardis. Gradualmente, mientras se sumergían más y más profundamente bajo la superficie, las doradas profundidades comenzaron a calmarse, y los centelleantes colores se fueron suavizando. Las corrientes internas circulaban furiosas, como ríos bajo el mar. Thardis entró en una de ellas, resistiendo la poderosa fuerza de succión como un hombre que paseara contra el viento, obteniendo un alegre placer en la batalla.
Newton se unió a él, y sintió, con gozosa alegría, cómo surgía su propia fuerza. Los tonos dorados comenzaron a apagarse, y los colores diamantinos se atenuaron, aclarándose. Newton fue consciente de un resplandor que crecía delante de ellos, mucho más terrible que todos los fuegos que había visto hasta el momento… un blancura sobrenatural, de una intensidad tan resplandeciente que incluso sus nuevos sentidos la encontraban difícil de percibir. El esquema de energía de su nuevo cuerpo flamígero fue sacudido por oleadas de una fuerza espantosa. Ya antes había sentido miedo. Pero ahora se hallaba más allá del terror. Se arrastró detrás de Thardis como un niño se arrastraría a los pies de la Creación. Pudo haberse detenido entonces, pero Thardis le guió hasta el interior del horno solar, hasta el corazón viviente del Sol.
Y aquel que antaño fuera Philip Carlin estaba allí, inmóvil y silencioso, observando las terribles fuerzas místicas que producían las inimaginables energías que hacían morir y renacer a la materia.
En aquel momento, Newton no dedicó a Carlin ni un solo pensamiento. Las descomunales voces de la creación martilleaban en sus sentidos, deslumbrándolos y nublándolos. Se estremeció ante aquella furia sonora, más propia de los dioses. Los átomos, sueltos y desnudos estallaban por doquier, aturdiéndole con un dolor exultante. También él permaneció observando, completamente absorto en su propio asombro cósmico.
Los cambios atómicos explotaban allí sin cesar, tronando y retumbando… el hidrógeno centelleaba en medio de todas las increíbles transformaciones del ciclo carbono—nitrógeno, hasta convertirse en helio, cuya energía residual estallaba cegadoramente, con un poder devastador. Newton comenzó a ser consciente del peligro que corría. Y supo que si se quedaba allí demasiado tiempo, ya nunca volvería a irse. Él era un científico, y aquel lugar era el corazón mismo del aprendizaje. Podría quedarse allí, absorto y fascinado con aquella inmensidad de conocimientos, con esa vida increíble que era capaz de existir en medio de aquella vorágine de energía. Podía quedarse allí para siempre, junto a los demás Hijos del Sol. La tentación le susurró:
—¿Por qué debería regresar? ¿Por qué no quedarme aquí, como una llama pura, eterna, libre para aprender, libre para vivir…?
Recordó entonces a los tres que le esperaban en la ciudadela, y la promesa que les había hecho. Y, haciendo un amargo esfuerzo, se obligó a sí mismo a hablar.
—¡Carlin! ¡Philip Carlin!
El otro Hijo del Sol se estremeció y preguntó:
—¿Quién me llama? —Y al contemplarle, su embriagada mente pareció despertar emocionada—. ¿Curt Newton? ¿Qué haces tu aquí? Casi te había olvidado.
¡Fue un encuentro muy extraño, el de aquellos dos amigos que habían dejado de ser humanos, en medio de los atronadores fuegos solares! Newton se obligó a sí mismo a pensar en su único propósito.
—¡He venido a buscarte, Carlin! ¡Te he seguido para traerte de vuelta!
La respuesta del otro fue fiera e instintiva.
—¡No! ¡No pienso volver!
Al rato, el pensamiento de Carlin añadió con ansiedad:
—Mira… ¡Mira a tu alrededor! ¿Cómo podría abandonar todo esto? Quizás dentro de uno o dos millones de años, cuando haya aprendido todo lo que me sea posible… No, Curt. ¡Ningún científico podría dejar esto!
Newton sintió la fuerza fatal de aquel argumento. También él sentía la irresistible atracción de aquella vida sin final, que había atrapado a hombres allí desde hacía un millón de años.
La sentía… ¡Con demasiada fuerza! Y sabía desesperadamente que terminaría sucumbiendo, a menos que consiguiera marcharse rápidamente. El conocimiento le inspiró el único argumento que podría lograr convencer a Carlin para marcharse.
—¡Pero si te quedas aquí, todo el conocimiento que has adquirido aquí, se perderá para siempre! ¡Los secretos del Sol, la llave de todos los misterios del universo se quedará aquí, atrapada en tu interior, y no se sabrá jamás!
Había acertado. Ese era el único argumento que podría espolear a aquel hombre, que había dedicado toda su vida a la búsqueda y el intercambio de conocimientos. Sintió la duda y la turbación que nacían en la mente de Carlin. Los impulsos inconscientes, pero fuertes a pesar de todo, provocados por los hábitos de toda una vida.
Los truenos del corazón del Sol rugían a su alrededor, mientras Newton aguardaba con ansiedad. Y al final, casi de mala gana, Carlin dijo:
—Si. Si, debo comunicar todo lo que he aprendido. Y aún así… —Añadió amarga y apasionadamente—, ¡Sólo de pensar en que voy a dejar todo esto…!
—¡Debes hacerlo, Carlin!
Hubo otra pausa. Y entonces:
—¡Si hemos de irnos, hagámoslo ya, Curt!
Entonces, Newton fue consciente de que Thardis aún flotaba junto a ellos. Y Thardis les dijo:
—Venid, os guiaré.
Los tres comenzaron a ascender desde las profundidades del Sol… atravesaron velozmente la dorada fotosfera, pasaron las rabiosas mareas carmesí, y ascendieron, más y más, dejando atrás los ardientes velos de la corona, hasta el vacío del espacio.
Aún aturdido, con sus nuevos sentidos sobreestimulados, Newton percibió a través del espacio la masa semi fundida de Vulcano. Se dirigió hacia ella, sabiendo que si desfallecía ahora, estaba perdido.
Thardis dijo:
—Debéis ser veloces, pequeños hermanos. Lo sé muy bien. También yo, una vez, emprendí el camino de regreso.
—¡Vamos! —Exclamó Newton desesperadamente. Se dio impulso a través del vacío, tan veloz como una estrella fugaz, y sólo con la fuerza de su mente consiguió arrastrar junto a él al ondulante Carlin.
Ocurrieron demasiadas cosas, demasiadas como para reparar en todas ellas. La mente de Newton estaba nublada, dividida entre la exaltación y el dolor de la pérdida, y deslumbrada por visiones y sonidos que iban más allá de la capacidad humana. Volaron hacia Vulcano en un estado casi cercano al del los sueños.
Descendiendo por el Rayo hasta el interior del mundo hueco, repararon vagamente en la selva, las montañas y la ciudadela. Pasaron juntos a través de la triple arcada, y descendieron hasta el pavimento sobre el que esperaban los Hombres del Futuro.
Carlin fue el primero en colocarse en el espacio que había entre los dos cristales. Newton observó cómo entraba en el campo de fuerza, como una tenue lengua de fuego, y se transformaba de nuevo en un hombre… un hombre deslumbrado e inconsciente. Otho le agarró para evitar que cayera al suelo. Entonces, Curt Newton tomó su lugar bajo la luz verde azulada, y no tardó en perder la consciencia.
Cuando despertó, estaba sentado en el suelo, incorporado, sujeto por el enorme brazo de Grag. Ahora el cuerpo le pesaba como si fuera de plomo, y sus sentidos le resultaban extraños. Su nueva vida comenzaba a resurgir.
Otho estaba gritándole, y el vozarrón de Grag tronó en su oído:
—¡Curt, has vuelto! Y le has traído contigo…
La voz metálica de Simon Wright exclamó, interrumpiendo aquel excitado balbuceo:
—¡Carlin!
Newton se dio la vuelta. Philip Carlin había recuperado la consciencia. Permanecía inmóvil en el centro de la cámara. No les miraba a ellos, sino a su propio cuerpo, levantando los brazos lentamente, y observándolos.
Y su rostro reflejó tal miseria como Newton no había visto jamás en la cara de ningún hombre.
—No puedo, —susurró Carlin, con una voz ronca, casi un graznido—. No puedo aguantar estar así otra vez, aprisionado por mi carne. ¡No! —Tras aquella exclamación, se desplazó, con increíble rapidez hacia los resplandecientes cristales dorados del otro transmutador.
Newton saltó tembloroso para interceptarle, pero le fallaron las piernas y cayó de rodillas.
—¡Carlin, espera!
El científico giró la cabeza, mostrando un rostro transfigurado por la agonía de la determinación.
—Tu no has estado allí tanto tiempo como yo, Curt. No sabes por qué tengo que regresar a esa otra vida, a esa vida real. Pero algún día lo entenderás. Te acordarás de aquello, y puede que algún día…
Avanzó hasta colocarse en el pedestal, y desapareció en medio de un destello de luz amarilla. Una pequeña estrella brillante ascendió reluciente hacia la triple arcada… una estrella viviente, veloz, libre y gozosa, en busca del Rayo, y del camino de vuelta al Sol.
Y bajo la arcada, en el oscuro suelo de la ciudadela, Curt Newton bajó la cabeza, y ocultó la cara tras sus manos.
* * *
La “Comet” despegó sobre sus rugientes cohetes de popa, fue ganando velocidad y navegó, siguiendo el oscuro cinturón de tierra carbonizada, en dirección al agujero en la corteza de Vulcano. Curt Newton estaba sentado ante los controles. Él, que había volado por el Rayo, libre de toda atadura, maniobraba ahora aquella nave construida por el hombre, a lo largo de aquella misma senda. Su rostro estaba crispado por la tensión, y sus ojos mostraban una expresión extraña y ausente.
Los tres seres que le acompañaban en la cabina de control, se mantenían en silencio, como por tácito acuerdo, mientras la pequeña nave avanzaba velozmente a través de la apertura, hasta el desnudo resplandor del Sol.
Los ojos de Newton quedaron deslumbrados, pero no apartó la mirada de aquel poderoso orbe en llamas.
Y entonces recordó.
¿Sería capaz de recordar para siempre cómo había mirado en las profundidades del Sol, y cómo había escuchado el latido de su núcleo? ¿Volvería a sentir la angustia que sentía ahora, rememorando aquella inmensa sensación de fortaleza y libertad? ¿Regresaría algún día, él sólo, a aquella ciudadela enterrada, que contenía el secreto de la vida y de la muerte?
Como queriendo negar esa última pregunta, apretó con fuerza el botón de la energía. La “Comet” salió disparado hacia delante, dejando atrás a Vulcano hasta casi perderlo de vista: una pequeña motade materia, sometida a los fuegos eternos del Sol.