CAPITULO I - La Búsqueda de los Hombres del Futuro
Una nave pequeña, oscura y compacta, se desplazaba a toda velocidad por el Sistema Solar. Mostraba un aspecto un tanto maltrecho, con las planchas de su casco quemadas por extrañas radiaciones, melladas por diminutos meteoros, y tostadas por atmósferas alienígenas.
Pues aquella nave había viajado muy lejos. En sus tiempos, se había aventurado hasta los rincones más remotos del infinito, transportando a su pequeña tripulación de cuatro individuos en una odisea sin parangón en los anales de la humanidad. Les había llevado a través de toda clase de peligros a lo largo y ancho del universo… y siempre les había conducido de vuelta a casa.
Pero, ni siquiera el hombre que, en esos momentos, se sentaba ante los mandos, podría imaginarse que allí, en el interior del Sistema conocido, le conducía hasta la más extraña y escalofriante de todas sus experiencias…
Curt Newton estaba preocupado, pero no por las premoniciones, sino debido a cierto sentimiento de culpa. La profunda preocupación que sentía, se mostraba en la sobriedad de su rostro, en la tensión de su esbelto cuerpo. Su cabello rojo estaba inclinado hacia delante, y sus ojos grises escrutaban ansiosamente las soleadas corrientes del espacio que se extendían ante él.
La pequeña nave se hallaba en el interior de la órbita de Mercurio. La totalidad del cielo que se alzaba ante ella, estaba dominada por la monstruosa masa incandescente del Sol. Ardía como si fuera un universo de llamas, rematado por la espantosa radiación de su corona, mientras extendía poderosos y ciegos tentáculos de fuego. Newton recorrió con la vista la región cercana a la influencia del gran orbe. La impaciencia que le había espoleado a cruzar más de la mitad del Sistema, creció hasta convertirse en una tensión casi intolerable.
Casi con furia, dijo:
—¿Por qué no podía Carlin dejar las cosas como estaban? ¿Por qué tuvo que ir hasta Vulcano?
—Por la misma razón, —respondió una voz precisa y metálica desde detrás de su hombro—, que tu viajaste hasta Andrómeda. Le impulsa su necesidad de conocimiento.
—No lo habría hecho si yo hubiera llegado a hablarle sobre Vulcano. Es culpa mia, Simon.
Curt Newton miró a su compañero. No vio nada extraño en aquel pequeño tanque cuadrado, que flotaba sobre rayos de tracción… el increíblemente intricado tanque de suero que albergaba el cerebro viviente de aquel que antaño había sido Simon Wright, un hombre. Aquella voz artificial había sido la que le había enseñado sus primeras palabras, y aquellos ojos artificiales y lenticulares que le miraban, habían vigilado hace años sus primeros intentos de andar; y aquellos oídos microfónicos habían escuchado sus primeros balbuceos de bebé.
—Simon… ¿Crees que Carlin está muerto?
—La especulación es bastante inútil, Curtis. Lo único que podemos hacer es intentar encontrarle.
—Tenemos que encontrarle, —dijo Newton, con sombría determinación—. Él nos ayudó cuando necesitábamos ayuda. Y además, era nuestro amigo.
Amigo. Este hombre, al que todo el Sistema conocía con el nombre de Capitán Futuro, tenía muy pocos amigos íntimos humanos. Siempre se había mantenido en la sombra de una soledad, que era la ineludible herencia de su extraña infancia.
Huérfano casi desde su nacimiento se había criado hasta la madurez en la solitaria Luna, sin conocer a una sola criatura viviente, excepto a sus tres inhumanos Hombres del Futuro. Ellos habían sido sus compañeros de juegos, sus profesores, sus compañeros inseparables. Inevitablemente, aquella peculiar crianza le había mantenido apartado de los de su propia especie. Pocas personas habían conseguido penetrar tras aquella barrera de reserva. Philip Carlin había sido uno de ellos. Y ahora, Carlin, había desaparecido, envuelto en una bruma de misterio.
—De haber estado yo aquí, —estalló Newton—, no le habría dejado que se fuera.
Siendo como era un brillante científico, Carlin se había dedicado al estudio del extraño mundo en el interior de Vulcano, que habían descubierto los Hombres del Futuro. Había adquirido una nave de carga, con un potente equipo anti—calorífico, para que le llevara a Vulcano, arreglándolo para que volviera a recogerle pasados seis meses. Pero cuando la nave regresó, no halló rastro alguno de Carlin en la ciudad en ruinas que le había servido como base de operaciones. Tras una búsqueda infructuosa, había regresado con la noticia de su desaparición.
Todo esto había ocurrido antes del regreso de los hombres del Futuro de su ancestral viaje a la galaxia de Andrómeda. Y ahora, Curt Newton se dirigía hacia el sol, hacia el planeta Vulcano, para resolver el misterio de la desaparición de Carlin.
Abruptamente, desde el otro lado de la robusta puerta del puente de mando, dos voces, una de ellas profunda y atronadora, y la otra más suave, y tocada con un extraño deje sibilino, se alzaron en sonora discusión.
Newton se giró airado.
—¡Dejaos de tonterías! Más os vale que prestéis atención a los escudos de refrigeración si no queréis que nos friamos aquí dentro.
La puerta se deslizó a un lado, abriéndose, y los miembros restantes del cuarteto entraron en el puesto de mando. Uno de ellos, al primer vistazo, parecía enteramente humano… de figura esbelta, y rasgos finamente perfilados. Y aún así, en su rostro blanco y afilado y en sus brillantes e irónicos ojos, moraba una cierta extrañeza intranquilizadora. Era un hombre, pero no un pariente de los hijos de Adán. Era un androide, una creación perfecta de la sabiduría y el genio científico… la suya era una humanidad llevada a la más alta instancia, pero no era del todo humano. Llevaba esa diferencia con cierto aire de suficiencia, pero Curt Newton temía que Otho sufriera una soledad mucho mayor de la que él mismo pudiera sentir.
El androide dijo tranquilamente:
—Tómalo con calma, Curt. Las unidades de refrigeración ya están funcionando.
Miró a través de la ventana, a la resplandeciente visión del espacio, y pareció tener un escalofrío.
—No resulta demasiado tranquilizador, eso de viajar tan cerca del Sol.
Newton asintió. Otho tenía razón. Una cosa era ir y venir entre los diferentes planetas, o incluso entre las estrellas. Pero atreverse a acercarse tanto al Sol era algo muy diferente.
La órbita de Mercurio era una frontera, un límite. Cualquier nave que fuera más allá, estaba desafiando el espantoso poder del colosal orbe solar. Tan sólo las naves equipadas con los dispositivos anti—caloríficos se atrevían a entrar en aquella zona de terribles fuerzas cósmicas… y aún así corrían un grave riesgo. Tan sólo el cuarto Hombre del Futuro parecía despreocupado. Se acercó hasta la ventana, asomando su colosal masa metálica. El mismo genio científico que había creado al androide, había dado también forma a aquel gigantesco humanoide de metal, dotándole de una inteligencia igual a la de un ser humano y de una fuerza mucho más allá de la de cualquier humano.
Los ojos fotoeléctricos de Grag lanzaron una mirada relajada desde su extraño rostro de metal, observando el colosal resplandor que les envolvía.
—No sé por qué estáis tan alterados, —dijo—. A mi el Sol no me preocupa ni un poco. —Flexionó sus enormes y brillantes brazos—. Me hace sentir bien.
—Deja ya de darte importancia, —dijo amargamente Otho—. Tus circuitos también se pueden quemar, y nosotros estaremos demasiado ocupados, como para perder tiempo tirando tu carcasa por la exclusa de desperdicios.
El androide se giró hacia el Capitán Futuro.
—¿No has avistado aún Vulcano?
Newton sacudió la cabeza.
—Aún no.
Poco rato después, una débil aura de fuerza comenzó a rodear la pequeña nave, mientras avanzaba a toda velocidad… las unidades de blindaje anti—calor estaban funcionando a pleno rendimiento.
El terrible calor del Sol era capaz de viajar por el espacio por medio de vibraciones radiantes. El aura generada por las unidades de refrigeración actuaba como un escudo, que detenía y refractaba la mayor parte de dicho calor radiante.
Newton tocó un botón. Otro filtro traslúcido, aún más denso que el anterior, cubrió la ventana frontal. Aún así, la cálida radiación del Sol penetraba hasta el interior de la nave.
La temperatura interna del vehículo espacial estaba empezando a subir rápidamente. Los blindajes de refrigeración no podían frenar todo el calor radiante del Sol. Tan sólo entraba una pequeña fracción, pero era suficiente para hacer que el puente de mando comenzara a parecerse a un horno.
Los Hombres del Futuro guardaron un respetuoso silencio mientras observaban la poderosa estrella, que abarcaba casi todo el firmamento que se alzaba ante ellos. No era la primera vez que estaban tan cerca del Sol, pero ninguna experiencia previa podía disminuir el impacto que suponía.
"Uno no puede decir que ha visto el Sol, hasta que no se ha acercado a él", pensó Newton. Los habitantes ordinarios de los planetas pensaban en él como en un astro dorado beneficioso, que les proporcionaba calor, luz y vida. Pero ahora veían el Sol, tal y como realmente era, un colosal y pulsante núcleo de fuerza cósmica, absolutamente indiferente a esos pedazos de ceniza que eran los planetas, y a las motas minúsculas que moraban en esos pedazos de ceniza.
A aquella distancia, ya podían ver con detalle los gigantescos ciclones de fuego, que recorrían la superficie del poderoso orbe. La Tierra entera podía haber cabido en el interior de uno de aquellos vórtices de fuego, alrededor de los cuales estallaban llameantes burbujas, de un tamaño tal que podrían carbonizar cualquier planeta.
La amargura comenzó a abandonar poco a poco el rostro de Curt Newton, y comenzó a costarle respirar.
—¿Temperatura, Otho? —Preguntó, sin volver la cabeza.
—Tan sólo cincuenta grados Fahrenheit por debajo del límite de seguridad, y los escudos anti—caloríficos funcionan a pleno rendimiento, —dijo el androide—. Si nos hemos equivocado al trazar el rumbo…
—No lo hemos hecho, —dijo el Capitán Futuro—. Ahí lo tenemos: Vulcano.
El planetoide, ese extraño y solitario satélite solar, acababa de aparecer en la pantalla, como si fuera un punto oscuro que pendiera del ubicuo Sol.
Entonces, Newton aceleró los motores de la “Comet” en dirección al planeta. Cada momento que volaran en las cercanías del Sol resultaba peligroso. Si los escudos anti—caloríficos se apagaban aunque fuera un minuto, el metal se reblandecería hasta el punto de fusión, y la carne se ennegrecería y moriría.
De repente, Otho levantó una mano para señalar hacia delante, mientras exclamaba:
—¡Mirad! ¡Hijos del Sol!
Todos habían oído hablar de los legendarios "Hijos del Sol" de boca de los nativos de Vulcano, que decían haber visto algunos en la lejanía. Pero estos dos estaban muy cerca. Protegiéndose los ojos contra el resplandor solar, Newton pudo contemplarles a duras penas… dos pequeñas y ondeantes formas de fuego, moviéndose velozmente a través de la cegadora radiación de la corona solar.
Entonces, aquellas dos lenguas de fuego desaparecieron por entre el vasto resplandor. Los ojos de los presentes las buscaron en vano.
—Sigo pensando, —comentó Simon—, que no son más que proyectiles de hidrógeno inflamado, que son expulsados por el Sol, para luego volver a caer en su interior.
—Pero los Vulcanianos dicen de ellos que, en ocasiones, descienden hasta Vulcano, —objetó Otho—. ¿Cómo podría hacer algo así una llamarada de gas?
CURT NEWTON apenas les escuchaba. Ya estaba maniobrando la nave para situarla en órbita a Vulcano, empleando un rumbo en espiral al que pocos hombres del espacio se abrían arriesgado. Mientras los cohetes de frenado comenzaban a rugir, empezó a descender sobre la superficie del pequeño planeta.
Toda la superficie esta compuesta de roca a medio fundir. El calor que emanaba del colosal vecino del planetoide, mantenía toda su corteza externa en un continuo estado de semi—fusión. La lava burbujeaba en grandes estanques, auténticas lagunas infernales rodeadas de montañas de rocas humeantes. El fuego ardía a partir de las rocas, como si éstas pretendieran emular al cercano Sol.
Grag fue el primero en avistar lo que estaban buscando… un descomunal agujero en el lado soleado del planetoide. Al momento, el Capitán Futuro hizo que la “Comet” se desplazara con los cohetes laterales en dirección a aquella enorme cavidad. Luego soltó el pedal de la energía, y la pequeña nave cayó directamente al interior del enorme pozo.
Aquella cavidad era el único punto de entrada a la parte hueca interior del satélite. Al formarse el planetoide, los gases que había atrapados en su interior provocaron que adquiriera la forma de una carcasa hueca. Dichos gases, finalmente, habían explotado al incrementarse la presión, abriendo aquella entrada desde la superficie exterior.
La nave descendió lentamente por la hendidura. La cavidad estaba bien iluminada, pues aquel era el lado que Vulcano mostraba al Sol en aquellos instantes, y un enorme haz de luz penetraba en su interior.
Hasta que, finalmente, la hendidura les condujo a un vasto espacio, vagamente iluminado por aquel haz de luz… el interior del mundo hueco de Vulcano.
—Guau, me alegro de estar aquí dentro, a salvo de toda esa radiación solar, —suspiró Otho—. Y ahora ¿A donde…?
—Había unas ruinas cerca del Lago Amarillo, ¿No es así? —Preguntó Newton.
—Si, —respondió la voz metálica del Cerebro—. Allí es donde la nave dejó a Carlin, y allí es donde tenía que recogerle.
Los Hombres del Futuro ya habían estado en otra ocasión en el interior de Vulcano. Aún así, volvieron a sentirse maravillados al contemplar el mundo más extraño de todo el Sistema, mientras la “Comet” sobrevolaba su superficie interna.
Por debajo de la nave avistaron un curioso paisaje de selvas de helechos. Se extendía por toda la línea del horizonte, un horizonte curvo, que se perdía de vista en una curva cóncava. Ahora, sobre sus cabezas, contemplaban el extraño "cielo" del centro del hueco planetoide, iluminado por la tremenda espada luminosa del gigantesco rayo de sol que proporcionaba luz a aquel mundo interior.
Mientras su nave descendía sobre la jungla de helechos, en dirección a su destino, Curt newton se vio embargado por el pesimismo.
Habían pasado varios meses desde que Philip Carlin desapareciera allí. ¿Podría el científico haber sobrevivido tanto tiempo en aquel mundo salvaje? Una ciudad, erosionada por el tiempo, yacía debajo de ellos, casi cubierta del todo por los gigantescos helechos. Tras impensables Eras, tan sólo habían sobrevivido algunos sillares dispersos, de dimensiones titánicas. Parecían los restos de alguna nave perdida, flotando aún desde épocas remotas.
La “Comet” se posó sobre un llano agrietado, rodeado por gigantescos monolitos medio destruidos. Los Hombres del Futuro salieron a la vaporosa atmósfera.
—Aquí es donde Carlin debía encontrarse con la nave cuando ésta regresara, —dijo el Capitán Futuro—. Pero no estaba aquí. —Hablaba en voz baja. El impresionante silencio de aquel lugar, recuerdo de una grandeza perdida, ejercía un frío hechizo sobre todos ellos.
Aquellos enormes sillares, rotos y dispersos, eran todo lo que quedaba de una ciudad que había pertenecido al Imperio Antiguo, la poderosa civilización galáctica que la humanidad había poseído hacía ya tanto tiempo. Habían erigido ciudades y monumentos en los mundos de todas las estrellas, y luego se habían desvanecido… desapareciendo de un modo tan absoluto, que los hombres no tenían recuerdos de ellos, hasta que los Hombres del Futuro probaron su existencia en la Historia Cósmica.
Largo tiempo atrás, las poderosas naves del Imperio conquistador de estrellas habían llegado a colonizar incluso el hueco Vulcano. Hombres y mujeres, dotados del poder de una ciencia brillante, y orgullosos por las leyendas de victoriosas conquistas cósmicas que les precedían, habían vivido, habían amado, y habían muerto allí. Pero el Imperio había caído, sus ciudades habían perecido, y los descendientes de su pueblo habían caído en la barbarie.
—Lo primero que hay que hacer, —dijo Newton—, es tomar contacto con los Vulcanianos y averiguar si saben algo de Carlin.
Grag permaneció inmóvil, con su cabeza metálica lanzando destellos mientras observaba las ruinas.
—Aquí no hay rastro de ellos. Pero esos hombres primitivos suelen ser bastante tímidos.
—Entonces miraremos primero, a ver si hay por aquí algún rastro de Carlin, —decidió Newton.
El cuarteto comenzó a rebuscar por entre las ruinas… el hombre, el poderoso robot metálico, el escurridizo androide y el Cerebro flotante.
Newton sintió con más fuerza la opresiva solemnidad de aquel lugar de glorias perdidas, mientras observaba las inscripciones, realizadas en el lenguaje antiguo, que se hallaban profundamente grabadas en los titánicos sillares. Podía descifrar aquella antigua escritura, y, al hacerlo, aquellas orgullosas leyendas de triunfos, largo tiempo sumergidos en el olvido, le hicieron sentir la demoledora tristeza de la mayor de todas las tragedias galácticas: la caída del Imperio Antiguo.
La voz cortante y metálica de Simon sonó llena de preocupación:
—¡Curtis! ¡Mira esto!
Al instante, el Capitán Futuro se precipitó hacia el lugar en el que flotaba el Cerebro, junto a uno de los colosales monolitos.
—¿Has encontrado algún rastro, Simon?
—¡Mira esta inscripción! Está hecha en el lenguaje antiguo… ¡Pero ha sido tallada recientemente!
Los ojos de Newton se abrieron de asombro. Era cierto. En aquel monolito, a un metro por encima del suelo, había un texto grabado en aquel idioma que no había sido empleado desde hacía eones. Y, aún así, los caracteres nos estaban gastados, sino que aparecían con los bordes cortantes, casi recientes.
—¡Ha sido grabada hace menos de un año! —Exclamó. Su pulso se aceleró de repente—. ¡Oye Simon, Carlin conocía la antigua lengua! ¡Recuerda que me obligó a enseñársela!
—¿Quieres decir… que Carlin grabó ese mensaje? —Exclamó Otho.
—¡Léela! —Exclamó Grag.
Curt Newton leyó en voz alta:
—A los hombres del Futuro, si alguna vez vienen por aquí… He descubierto un secreto increíble: la forma de vida más extraña con la que haya soñado jamás. Las implicaciones de dicho secreto son tan tremendas que pienso investigarlas de primera mano. Si no regresara, tened presente que la vieja ciudadela que hay más allá del Cinturón, contiene la clave de un poder descomunal.