CAPITULO XIV - La Pista del Cobalto

Cuando Curt escuchó el grito de "Muerte al Capitán Futuro", se dio cuenta al instante de que no era una mera casualidad lo que había provocado el motín en ese preciso momento. Alguien había soltado a los convictos… y ese alguien les había revelado que él estaba en aquellas oficinas.

—¡Rundall Lane! —murmuró.

Se lanzó hacia la puerta y echó el cerrojo, haciendo que las pesadas barras metálicas se introdujeran en las ranuras. Acababa de hacerlo cuando la turba de prisioneros alcanzó la puerta, y comenzó a golpearla furiosamente.

—¡Será mejor que salgas, y te tomes tu medicina, Capitán Futuro! —Aulló la ronca voz de su líder.

Curt extrajo su telepantalla de bolsillo y apretó el botón de llamada. Otho y Grag podrían estar allí, con la “Comet”, en cuestión de minutos, y dispersarían a esa chusma con las armas de protones de la nave.

Pero no hubo respuesta alguna a su llamada. Fue entonces cuando se percató de que era inútil. Todas las prisiones se construían con una capa a prueba de rayos en el interior de sus paredes. No podía llamar a Grag y Otho.

Con frialdad, el aventurero pelirrojo consideró las posibilidades que tenía para escapar de aquella trampa letal, sin prestar la menor atención a la masa sedienta de sangre que amartillaba la puerta.

Curt pensó en usar su dispositivo de invisibilidad, pero lo descartó. Invisible o no, no iba a poder pasar a través de aquella sólida muralla viviente y asesina sin ser descubierto. Empezó entonces a escuchar cómo disparaban a la puerta con sus armas atómicas. Lograrían entrar en pocos minutos. Tenía que actuar rápidamente. Pero ¿Cómo?

Sus inquisitiva mirada se paseó por el interior de las tres estancias que constituían la oficina del alcaide, iluminándose al contemplar una puerta de metal, baja y compacta. Sobre ella, un cartel rezaba "Arsenal." Una medida desesperada se formó en el bullente cerebro del Capitán Futuro. En aquel arsenal de la prisión podía haber almacenadas numerosos cartuchos para armas atómicas, así como las propias armas, e incluso alguna bomba atómica. Si pudiera hacerse con ellas…

Saltó hacia la portilla. Evidentemente, estaba cerrada. Y estaba fabricada de un impenetrable metal "inerte" que podía resistir casi cualquier explosión.

Curt examinó la cerradura. Se trataba de una "cerradura de permutación"… especialmente diseñada por los matemáticos para evitar ser forzada. Contaba con veinte pequeños botones, agurpados en cuatro grupos de colores. Había que presionar cierto número, y con ciertos colores, para que la cerradura se abriese. Había millones de posibles permutaciones, y sólo una era la correcta. Pero el Capitán Futuro no se desesperó. Había profundizado en la ciencia matemática mucho más que cualquiera de los científicos que habían confeccionado esa cerradura. Si pudiera disponer del tiempo suficiente para recopilar los datos necesarios, sería capaz de resolver la combinación secreta.

Extrajo de su cinturón una delgada pieza de metal, que no era sino una afilada hoja de acerita. Doblándola por la mitad, la destensó sobre la superficie de la cerradura. Actuó como un improvisado diapasón, enviando débiles ondas sonoras a la cerradura, que posteriormente eran reflejadas de vuelta.

Curt escuchó con atención, ignorando a propósito los distantes rugidos de la horda sedienta de sangre que aullaba en el exterior. Distinguió algunos de los matices que esperaba. Luego, dirigió su diapasón a otra parte de la cerradura, volvió a emplearlo, escuchó, y anotó mentalmente el resultado.

En un instante se había hecho un diagrama mental de la distribución de parte de la intrincada cerradura. Debía descubrir el resto de su secreto mediante una extrapolación matemática de los escasos datos de los que disponía. Era un problema que habría desafiado al más brillante de los matemáticos. ¿Sería capaz de resolverlo a tiempo?

En el exterior, rugientes armas atómicas estaban reduciendo a escombros la puerta de acceso. En un instante se habría desmoronado. Y aún así, el Capitán Futuro, seguía agachado junto a la portilla, calculando con fría precisión.

La puerta de la oficina cedió en parte. Se escuchó un rugido de entusiasmo procedente del líder de los convictos amotinados.

—Todos a la vez, muchachos… echade la abajo.

Curt se puso en pie de un salto, con sus ojos grises brillando de triunfo. Al fín había descubierto la combinación numérica que buscaba. Apretó rápidamente los venite botones, en una complicada sucesión. Aguardó, con una fé absoluta en el resultado. Un segundo después, la cerradura se abrió.

Accedió entonces al arsenal. Una escalerilla de hormigón descendía hasta una cámara subterránea en la que había almacenados numerosos cartuchos de munición atómica, bombas atómicas y decenas de pistolas y fusiles.

¡Crash! La puerta de la oficina se vino abajo. Y los rabiosos convictos, liderados por un Terrícola de rostro grasoso, irrumpieron en ella.

Se detuvieron de repente, momentáneamente extrañados ante la inesperada visión que contemplaban sus ojos. La imponente figura del Capitán Futuro se alzaba majestuosa, frente a la abierta portilla del arsenal, mientras les miraba con una sonrisa fría e irónica.

Empuñaba su pistola de protones, pero no la apuntaba hacia ellos, sino escaleras abajo, al interior del arsenal. El Terrícola obeso que lideraba a los convistos emitió un grito ronco y exultante.

—Ahí le tenéis, chicos… ¡Ese es el Capitán Futuro! ¡Y no va a matarle nadie excepto yo mismo! ¡Ya me habéis oído!

—¡Adelante, Lucas! —Voceó la brutal chusma que le acompañaba—. ¡Dispárale!

El Terrícola gordo avanzó un paso. Llevaba el arma atómica a punto. Aún así, Curt no movió su propia pistola.

—¿Te acuerdas de mi, Capitán Futuro? —Siseó el obeso convicto.

—Claro que te recuerdo. —La voz de Curt Newton era tan fría como los vientos de Plutón—. Eres Lucas Brewer, que estuvo mezclado en el caso del Emperador del Espacio, en Júpiter. Te sentenciaron aquí por proporcionarle armas atómicas a los Jovianos.

—¡Fuiste tu el que me envió aquí, Capitán Futuro! —Siseó Brewer—. ¿Tienes algo que decir antes de que te mate?

La voz de Curt restalló como un látigo al contestar.

—Tengo mi pistola apuntando hacia el arsenal. Si disparo, alcanzaré una tonelada de cartuchos y bombas atómicas que hay almacenados allí abajo. ¡Volaré este edificio, y con él toda la Pri sión Interplanetaria de Cerberus!

Brewer y los demás convictos, miraron más allá del Capitán Futuro, descubrieron la portilla del arsenal, y tragaron saliva.

—Así moriremos todos juntos, —se burló Curt—. ¿Qué dices a eso, Brewer?

—¡No serás capaz de hacerlo! —Balbuceó el obeso criminal.

—Claro que si, y tu lo sabes, —espetó Curt—. Haría cualquier cosa para evitar que un puñado de perros rabiosos como vosotros volváis a quedar sueltos en el Sistema. A menos que arrojéis las armas en diez segundos, haré ese disparo.

Reinó el silencio… un silencio gélido y lleno de tensión. Los fríos ojos grises del Capitán Futuro se enfrentaron con las aturdidas miradas de los convictos.

Fue una pruba de agallas y voluntad. Y Curt ganó. Pues todos sabían, al igual que lo sabían en todo el Sistema, que el Capitán Futuro jamás rompía su palabra. Había dicho que dispararía, y todos sabían que lo haría.

Las armas de los amotinados cayeron al suelo. La figura de Curt pareció relajarse un poco. Era consciente de que estaba adoptando medidas desesperadas, pero estaba resuelto a no dejar escapar a aquellos enemigos de la sociedad.

—¡Llamad a los guardas! —Ordenó—. ¡Gritadles que os rendís!

Los adocenados prisioneros no prestaron resistencia, mientras los guardias les conducían de vuelta al bloque de celdas. Sólo entonces, Curt Newton se permitió relajarse.

—Han sido los diez minutos más largos de mi vida, —se murmuró a si mismo. Entonces, su bronceado rostro se endureció—. Ahora, vamos a por el Sr. Lane.

Salió en su busca, y halló a Rundall Lane agazapado en un pasillo a oscuras, en uno de los corredores del bloque de celdas principal.

—Sal de ahí, Lane, —dijo con dureza el Capitán Futuro—. Tu pequeño ardid para detenerme, dejando escapar a los prisioneros, ha fracasado.

Lane comenzó a balbucear protestas de inocencia, pero Curt le cortó.

—Quedas relevado de tu puesto actual… llamaré a la policía Planetaria para que envíen un alcaide temporal. A menos que quieras pasar aquí una larga temporada como preso, será mejor que hables y que digas la verdad.

Rundall Lane tenía los nervios deshechos.

—¿Qué… qué quieres saber?

—Quiero saber qué ocurrió de verdad con todos esos prisioneros que, según tu, escaparon, —espetó Curt.

—Yo les solté, —confesó Lane—. Lo hice por la noche, en secreto… había una nave esperándoles, para llevarles a Caronte.

—¿A Caronte? ¿Con Victor Krim? —Presionó Curt.

Lane asintió tembloroso.

—Si. Krim y yo teníamos un arreglo. Verás, Krim necesitaba cazadores, pero no podía conseguir hombres porque Caronte es tan peligroso que ningún cazador ordinario firmaría para ir allá. De modo que Krim se ofreció a pagarme una gran suma de dinero si yo le cedía cierta cantidad de prisioneros, que preferirían cazar para él antes de permanecer aquí, confinados.

"No parecía haber peligro alguno de que nos descubrieran, —añadió Lane—, ya que ninguno de esos hombres se atreverían a abandonar Caronte o a dejarse ver por Tartarus o donde fuera, ya que podrían ser apresados. Tendrían que quedarse en Caronte, y cazar para Krim, y él ni siquiera estaría obligado a pagarles por ello.

El Capitán Futuro permaneció unos instantes sumido en sus pensamientos. De modo que era así como habían escapado Roj, Kallak y los demás prisioneros.

Llamó de nuevo a los guardas, que ya habían puesto a buen recaudo a los prisioneros, y se dirigió con seriedad a su oficial jefe.

—Mantengan bajo arresto a Rundall Lane… usted se quedará a cargo de todo hasta que el Gobierno les envíe un nuevo alcaide, —le ordenó. Luego, dirigiéndose a todos los guardas, Curt preguntó—: Ustedes conocen Cerberus bastante bien. ¿Alguna vez se han encontrado con una extraña raza cubierta de vello blanco que vive aquí en secreto?

Describió entonces a los Hechiceros, pero los guardas negaron asombrados con la cabeza. Ninguno parecía haber oido hablar sobre ellos.

—Aquí no hay ninguna raza como esa, señor, —corearon.

Curt aceptó con reservas su afirmación. Tenía pensado asegurarse por su cuenta… ¡Con la pista del cobalto!

Se apresuró a salir de nuevo a la gélida noche del exterior, y caminó con presteza por la llanura rocosa hacia el distante “Comet”. Cuando Grag y Otho hubieron escuchado su ordalía, los ojos verdes del androide ardieron de furia, y el gran robot entrechocó sus puños de metal.

—¡Debería ir allí y matar a ese Lane por intentar hacerte daño, Jefe!

—No hay tiempo para eso, Grag, —dijo el aventurero pelirrojo—. Otho, ¿Llegaste a capturar a uno de esos lagartos lunares?

—Lo hice, y fue un trabajo de mil demonios, —declaró Otho disgustado—. Y pensar que yo estaba cazando lagartos mientras tu estabas allí dentro, pasando apuros…

—¿Por qué te interesa tener un lagarto, Jefe? —Preguntó Grag extrañado.

El Capitán Futuro había colocado al nervioso animalillo bajo un instrumento espectroscópico de rayos X, que él mismo había inventado.

—Quiero descubrir si posee en sus huesos un alto contenido de cobalto, —respondió, inclinándose sobre la mirilla.

—¡La pista del cobalto… ya entiendo, Jefe! —Exclamó Otho—. Si los Hechiceros tienen tanto cobalto en sus esqueletos, todas las formas de vida del mundo que habiten también deberían tener mucho cobalto en sus huesos!

—Si, pero este lagarto no tiene nada, —dijo Curt frunciendo el ceño, mientras se erguía, tras el exámen—. Eso significa que los guardias decían la verdad… ¡En Cerberus no hay ninguna raza parecida a los Hechiceros!

El androide estaba perplejo.

—Pero Rundall Lane es el Doctor Zarro, ¿No es así? ¿Acaso no lo prueba ese nitrato que encontramos junto a la prisión?

Curt negó con la cabeza.

—Lo que prueba es que Lane no es el Doctor Zarro. Lo había supuesto antes de que viniéramos aquí.

—¡No lo entiendo! —Exclamó Otho.

—Esos restos de tierra en el Observatorio fueron dejados a propósito por el Doctor Zarro, para engañarnos, haciéndonos creer que había venido de Cerberus, —explicó Curt—. Recordad que el Doctor Zarro llevaba puesto un traje espacial cuando entró en el Observatorio, para que le protegiera del gas paralizante. Fue la suela de ese traje espacial la que dejó ese rastro de tierra. Pero ¿Como es posible que el rastro de tierra llegara a parar a dicha suela? Es imposible que llevara puesto el traje espacial aquí, en Cerberus, ya que esta luna tiene atmósfera.

—¡Claro, ahora veo que era un timo! —Exclamó Otho—. ¡Pero si la pista del cobalto demuestra que los Hechiceros no viven en Cerberus, entonces su hogar debe estar en Caronte!

—Eso parece, —replicó Curt.

—¡Y si Lane entregó a Roj y a Kallak a Victor Krim, entonces es que Krim es el Doctor Zarro! —Continuó el androide.

—Volvemos ahora mismo a Plutón, —ordenó el Capitán Futuro—. A estas alturas, Gurney y Joan pueden haber encontrado ya a Krim por allí.

Tan sólo una hora después, el centelleante “Comet” descendía por la fría atmósfera de Plutón, y aterrizaba en un gris atardecer junto a la abovedada ciudad de Tartarus. La tormenta se había despejado.

Curt se encaminó primero al observatorio.

—Quiero ver a Kansu Kane un momento, antes de ir a la ciudad, —dijo a sus amigos.

Kansu Kane se reunió con ellos a toda prisa.

—¿Ha comprobado las posiciones de las estrellas fijas alrededor de la estrella oscura, tal como le pedí? —Preguntó Curt al pequeño Venusiano.

La respuesta del astrónomo fue asombrosa.

—Si, lo hice. ¡Ninguna de esas estrellas han sufrido el menor desplazamiento!

—¡No se han movido! —El bronceado rostro de Curt adoptó una expresión extraña—. Entonces, eso prueba una cosa sobre esta cuestión, y más allá de cualquier duda.

—¿Que es lo que prueba, Jefe? —Preguntó Grag intrigado.

—Algo tremendamente importante, —espetó Curt, y condujo al exterior a los dos Hombres del Futuro.

Ya en la ciudad de Tartarus city, se apresuró a ir, junto a sus camaradas, al edificio de la Policía Planetaria.

Ezra Gurney se puso en pie de un salto nada más entrar Curt. El ajado rostro del viejo Sheriff estaba marcado por la preocupación.

—¿Has localizado ya a Victor Krim? —Le soltó Curt a bocajarro.

—Mis hombres han peinado toda la ciudad y no han dado con él… debe haber regresado a Caronte, —declaró Ezra—. Y, Capitán Futuro, Joan ha desaparecido… Creo que salió a buscar a Krim. Y Cole Romer ha sido capturado, y, probablemente asesinado.

—¿Romer asesinado? —los ojos de Curt lanzaron destellos—. ¿Cómo ha ocurrido?

Ezra Gurney se lo explicó. Estaba terminando su narración cuando varios policías planetarios, muy excitados, entraron en la sala, llevando a cuestas el cuerpo de un peludo Plutoniano, en cuya espalda había una gran quemadura.

—¡Hemos encontrado a este Plutoniano arrastrándose calle abajo por la Cal le de los Cazadores! —Exclamó un oficial—. Es Tharb, uno de nuestros guías.

—¿Tharb? —El Capitán Futuro saltó al lado del Plutoniano. Era evidente que el peludo individuo se estaba muriendo. Aún así, al sonido de la voz de Curt, abrió sus ojos fosforescentes, casi extinguidos ya.

—¿Quién te ha hecho esto, Tharb? —Exclamó Curt, con una ira salvaje en su voz.

—Los hombres del… Doctor Zarro. —Susurró el Plutoniano—. Capturaron… a la chica terrícola y me dispararon… en el almacén. Me dieron… por muerto… pero me arrastré a la calle…

—¡Entonces, el Doctor Zarro tiene a Joan, así como al Cerebro! —Exclamó Ezra—. ¡Vamos a registrar todos los almacenes!

—¡Cuida de Tharb, Grag! —Ordenó Curt al robot mientras seguía al viejo Sheriff a un coche cohete que esperaba en exterior.

El vehículo voló por el gris amanecer que cubría las calles, casi desiertas a aquellas horas. El coche de policía se detuvo en frente del almacén, cerca del cual habían encontrado a Tharb.

—La empresa de Victor Krim alquiló este viejo local no hace mucho tiempo, señor, —informó el oficial.

Se apresuraron a entrar. Al momento, descubrieron en una esquina, tendida en el suelo, una masa chamuscada que una vez fue un hombre vivo.

Curt inspeccionó detenidamente el cadáver, horriblemente carbonizado. Buscaba algo en particular, pero no fue capaz de encontrarlo.

—¡Esto es todo lo que queda de Cole Romer! —Murmuró Ezra—. Pobre diablo… buscaba a Krim, y ya lo creo que le encontró.

El Capitán Futuro entrecerró los ojos, y al instante descubrió la trampilla. En un momento había descendido por ella, hasta la sala excavada en la roca.

Cuando volvió a subir, su bronceado rostro estaba muy serio.

—Hay un túnel que lleva hasta el exterior de la ciudad. Pero ahora está desierto.

—¡Entonces el Doctor Zarro se ha llevado a su base a Joan y al Cerebro! —Gritó Ezra—. Y si Krim es el Doctor, entonces habrá ido a Caronte…

Se apresuraron en regresar al edificio de la Policía. Grag seguía allí, inclinado sobre Tharb. El robot dijo solemnemente:

—Se está muriendo.

Los grotescos ojos de Tharb, ahora casi apagados, se fijaron en el rostro del Capitán Futuro.

—Me… caías bien… Terrícola, —susurró el Plutoniano.

Entonces, sus ojos se nublaron, mientras la muerte relajaba todo su cuerpo. El Capitán Futuro sintió una profunda emoción al verle expirar.

Se volvió entonces a Ezra Gurney.

—¿Donde puedo documentarme a fondo sobre las lunas?

—En la oficina de Información de Plutón, supongo, —respondió Ezra—. Claro que, con Romer, el planetógrafo en jefe, desaparecido…

Uno de los oficiales de policía, que había estado haciendo una llamada por telepantalla, emitió un grito de sorpresa.

—Estaba llamando al Cuartel General de Elysia cuando se cortó la transmisión, —exclamó el hombre—. ¡Es otra emisión del Doctor Zarro!

El Capitán Futuro saltó hacia la telepantalla. Una vez más, apareció en ella la espigada y oscura figura del profeta del desastre, con sus ojos vacíos y ardientes escrutando a todas las gentes del Sistema, que su poderosa emisión hacía reunirse ante sus telepantallas.

—¡Gentes del Sistema Solar, esta es vuestra última oportunidad para salvaros! —Bramó el Doctor Zarro—. Mirad en dirección a la Via Lác tea, y comprobaréis qué clase de catástrofe se cierne sobre vosotros. La fatídicas arenas del reloj del destino caen de un modo rápido e implacable… la monstruosa estrella oscura que se acercaba desde el espacio exterior, está ahora tan cercana al Sistema que requerirá un esfuerzo hercúleo, incluso para alguien de mi conocimiento y mi poder, para poder proyectar las fuerzas que la hagan apartarse de nosotros.

"Ese catastrófico visitante aún puede ser obligado a alejarse mediante las fuerzas que puedo desencadenar, sólo si los recursos de todo el Sistema son puestos al momento a disposición mía. Pero tenemos el tiempo justo. ¡Uno o dos días más, y será demasiado tarde! ¡Ni siquiera yo podré salvar a los nueve planetas del desastre cósmico!

"De manera que debeis actuar de inmediato, para salvar vuestras vidas. Los científicos que clamaban que no había peligro han huido del Sistema para salvar su vida. El Gobierno, que clama que no hay peligro, no está haciendo nada para prevenirlo. ¡A menos que os alcéis, y forcéis a ese Gobierno a darme la autoridad que nos salvará en esta hora fatídica, vosotros, vuestras familias, vuestra gente, y quizás todos vuestros planetas, estaréis condenados!