CAPITULO XII - El Secreto de la Mina
Los reflejos físicos y mentales de Curt Newton eran increiblemente superiores a los de cualquier otro hombre del Sistema. No podía competir en rapidez con el androide que le había entrenado, pero sus reacciones eran casi igual de instantáneas. Mientras el guardia Terrícola disparaba a bocajarro al Capitán Futuro, éste se lanzó al suelo con rapidez cegadora. Curt había iniciado ese movimiento en el mismo instante en que vio que el guardia comenzaba a apretar el gatillo.
Giró la pierna, golpeando al guardia en el pie y haciendo que cayera al suelo. Antes de que el sujeto pudiera emitir el menor grito, Curt le lanzó un demoledor puñetazo en la mandíbula. La cabeza del guardia cayó hacia atrás, y quedó totalmente lacio, y sin sentido.
El Capitán Futuro se incorporó, escuchando tensamente. El fogonazo del arma no parecía haber sido detectado por los trabajadores Jovianos ni por sus supervisores.
Pero se acercaba el amanecer. El cielo comenzaba a adquirir un matiz rojizo. Velozmente, Curt arrastró al guardia sin sentido hasta el interior de la jungla, y le ató de pies y manos con tiras de su camisa.
—Debería deshacerte de tu pistola de fuego, —dijo plácidamente el Capitán Futuro al hombre, que aún estaba medio grogui—. Uno de estos días podrías llegar a herir a alguien.
El guardia despertó, y, al mirar al enorme joven pelirrojo que le sonreía tranquilo, pronunció un insulto de los peores.
—¡Menudo lenguaje! —Le reprochó Curt—. Por cierto, no intentes gritar o tendré que volverte a dejar k.o.
—¿Qué estás haciendo aquí? —Le preguntó el guarda.
—Quiero saber qué es lo que el honrado señor Brewer está mandando traer a esta mina, —le dijo el Capitán Futuro—. En este lugar pasan cosas raras, y creo que tu me lo podrías aclarar.
—Puedo, pero no lo haré, —declaró el guarda—. ¿Y tu qué eres? ¿Un agente de la Policía Planetaria?
Curt levantó la mano, de modo que el hombre pudiera observar su extraño y voluminoso anillo.
—¡El Capitán Futuro! —Observó el hombre apabullado. Miró a su captor lleno de pánico. Apretó los labios—. De todos modos, a mi no me sacarás nada.
—Así que no quieres hablar, ¿Eh? —Dijo Curt suavemente—. Muy bien, pues entonces me encargaré de que no hables, y de que tampoco puedas gritar.
Y con fría eficiencia amordazó a conciencia al sujeto, empleando más tiras de la camisa del guardia.
Para aquel entonces, el día Joviano acababa de comenzar, y el sol proyectaba una brillante cascada de luz sobre el claro de la mina. Desde su escondite, al borde de la densa jungla, Curt estudió el lugar.
Al momento, se dio cuenta de que no podía aventurarse a salir a plena luz del día. Las partidas de Jovianos seguían trabajando en los yacimientos; y, junto a ellos, había media docena o más de hombres armados.
—Voy a tener que esperar hasta la noche, —se dijo Curt—. Menos mal que, en Júpiter, los días son muy cortos.
Curt se puso cómodo para la espera. El grandullón pelirrojo había aprendido de Grag a tener paciencia, y ahora ponía en práctica dicha lección. Mientras aguardaba las cinco horas que dura el día Joviano, observó todos y cada uno de los movimientos de la mina.
No vio ni a Lucas Brewer ni a Mark Canning. Pero el trabajo continuaba, bajo la supervisión de los guardias armados. Hora tras hora, los Jovianos extraían las rocas ricas en radium, y las cargaban en enorme contenedores para llevarlas a las machacadoras.
A Curt le hubiera gustado llamar a Simon Wright con su tele emisor de bolsillo, para decirle dónde estaba y qué estaba haciendo. Pero temía que su llamada pudiera ser interceptada por cualquier persona de las oficinas de la mina, que empleara una telepantalla en dicha frecuencia, y decidió no arriesgarse.
Por fín, la noche volvió a caer… esa noche Joviana que desciende con tan dramática presteza, dedicando tan sólo unos pocos instantes al atardecer. Calisto, Europa y Ganímedes aparecieron en el firmamento, moviéndose hacia la conjunción, mientras Io intentaba unirse a ellas.
Curt se aseguró de que el guardia estuviera bien atado, y entonces se puso en pie, para aventurarse a cruzar el claro. Se detuvo un momento, observándolo todo.
—¿Qué pasa ahora? —murmuró para si—. ¿Están parando para comer?
Los Jovianos, que llevaban ya diez horas trabajando, noche y día, estaban arrojando sus herramientas, y se dirigían, junto a sus supervisores, a las oficinas de la mina.
Los nativos verdes se quitaban los trajes protectores de plomo, mientras abandonaban los yacimientos. Se agruparon en el exterior de las oficinas, bajo la luz de las lunas.
El Capitán Futuro se movió rápidamente por el borde del claro, hasta quedar detrás de un pequeño almacén, que se interponía entre él y las oficinas. Se movía tan silencioso como una sombra.
Ya a la sombra del pequeño almacén, observó cómo los supervisores distruían entre los Jovianos algunos objetos que extraían de grandes cajas. Los Jovianos se agolpaban ansiosos por conseguir su paga.
—Les están pagando en bienes de consumo, —se dijo Curt—. Pero… ¿Qué bienes son esos…?
Entonces, su aguda mirada se fijó en qué era lo que los terrícolas les estaban dando a los Jovianos. Y su enorme figura, que estaba agachada, se enderezó de repente, como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
—¡De modo que así es como Brewer consigue que los Jovianos trabajen para él!, —murmuró, con la mirada ardiente.
Los objetos que los supervisores repartían entre los nativos verdes, como recompensa por su trabajo, no eran otra cosa que… armas de rayos.
¡Armas! ¡Era la única cosa que los Terrícolas tenían absolutamente prohibido venderle a los nativos planetarios! Las estrictas leyes lo prohibían en todos los mundos del Sistema.
El Capitán Futuro sintió un impulso incontenible de detener la distribución de armas. No obstante, se dio cuenta que intentarlo sería suicida. Todos aquellos Jovianos, armados con las terribles armas de rayos de fuego, destruirían a cualquier hombre que intentara arrebatárselas.
—Tengo que esperar, —se dijo Curt, fieramente—. Pero, en nombre del Cielo, Brewer va a tener que pagar por muchas cosas.
Mientras los Jovianos recibían las armas, iban saliendo de la mina en enormes grupos, en dirección a la jungla que se alzaba al este. Era precisamente desde esa parte de la jungla, iluminada por las lunas, desde donde habían comenzado a sonar los tambores de tierra. Su ritmo, pulsante y profundo, ahora llegaba con más fuerza a los oidos de Curt, como si ahora resonara más cerca.
Finalmente, una vez que todos los Jovianos hubieron recibido su paga, se dispersaron por la descomunal selva de helechos gigantes. Los supervisores regresaron a las oficinas.
Curt empuñó su pistola de protones, y se lanzó hacia delante. No tardó en llegar junto a la puerta de metal opaco de las oficinas, y se detuvo a escuchar.
—No me gusta nada eso de darles armas a esos malditos verdosos, —decía uno de los Terrícolas, en el interior—. Parecen demasiado ansiosos por conseguirlas.
—¿Y eso a nosotros qué más nos dá? —Preguntó otro—. Por lo que dice Brewer, sólo quieren las armas para emplearlas en una guerra contra otra tribu.
—Eso es lo que dice Brewer, —musitó el primer hombre—. Pero yo no estoy tan seguro de ello.
—Ni yo tampoco, caballeros, —dijo una nueva voz, desde el umbral de entrada.
Los seis Terrícolas se dieron la vuelta, perplejos. En la puerta se alzaba Curt Newton, una figura enorme, de hombros anchos y cabello rojo, con una fría sonrisa en los labios y una pistola de protones apuntando hacia ellos.
Con un gemido de angustia, uno de los Terrícolas llegó a alcanzar el arma de rayos que llevaba en el cinto. El rayo de protones del Capitán Futuro le dio de lleno, y el hombre cayó al suelo paralizado.
—Con este rayo puedo mataros con la misma facilidad con la que os paralizo, —dijo Curt con tono cordial—. No me obliguéis a hacerlo.
—¡Es el Capitán Futuro! —Exclamó uno de los hombres, empalideciendo al reconocer el anillo especial que llevaba Curt.
—¡Vosotros, muchachos, —dijo Curt—, vais a pasar una larga temporada en la prisión lunar de Plutón, por violar las leyes interplanetarias! Suministrar armas a los nativos es un negocio muy arriesgado.
—¡Yo no quería hacerlo! —Se defendió desesperadamente el primero de los supervisores, el que Curt había escuchado desde el exterior—. Brewer nos obligó. Se ha estado haciendo rico de ese modo, porque los verdosos son capaces de hacer, a cambio de las armas, lo que no harían por nadie.
—¿Como os las arreglásteis para traer las armas desde Jovópolis sin ser detectados? —Quiso saber el Capitán Futuro.
—Son empaquetadas como bienes de consumo, —explicó el hombre—. Pero todas las cajas tienen un doble fondo, en el que van escondidas las armas.
—Cuando llegue el momento, tendrás ocasión de testificar todo eso en un tribunal, —dijo Curt, con voz seria—. Mientras tanto, caballeros, debo pediros que os sentéis en esas sillas, y mantengáis las manos en alto. Voy a asegurarme de que os quedáis aquí quietecitos, mientras yo estoy ocupado en otro sitio.
Indefensos, los hombres tomaron asiento, con las manos levantadas. Curt arrancó los cordeles de metal flexible de las cortinas de las ventanas, y, con presteza, los empleó para atar a aquellos hombres a las sillas.
Trabajó con la pistola en una mano, manteniéndose detrás de los supervisores. En pocos minutos, todos estaban firmemente atados.
—Estad tranquilos y quedaos aquí hasta que regrese, muchachos, —les dijo, sonriente, y entonces comenzó a llevar a cabo un rápido registro de la oficina y los edificios aledaños.
Esperaba encontrar alguna evidencia que demostrara definitivamente si Lucas Brewer era o no el Emperador del Espacio. Pero no fue capaz de encontrar nada.
El tiempo volaba. El retumbar de los tambores de tierra, en las junglas del oeste, se escuchaba cada vez más alto. Curt tomó una rápida decisión.
—Según dijo Otho, el Emperador del Espacio va a aparecerse a los nativos esta noche, en la selva, —se dijo—. De modo que ahí es a donde han debido de ir todos esos Jovianos.
Salió al exterior a la carrera, y comenzó a avanzar hacia la jungla, en la dirección tomada por los nativos.
—Si puedo lograr estar presente cuando aparezca el Emperador del espacio, y me las arreglo para atraparle mientras no está en estado inmaterial…
Se sumergió en la jungla, siguiendo el rastro de los Jovianos a través de senderos casi invisibles; mientras ganaba terreno, llegó a escuchar a lo lejos sus voces, excitadas. Aligeró el paso.
Sabía que, más adelante, en alguna parte, se hallaba el punto que Otho había mencionado, y que los Jovianos llamaban el lugar de los Muertos. Los tambores debían estar sonando desde allí. Y allí, si había suerte, se las vería con el tenebroso archi—criminal que estaba aterrorizando a todo un mundo.