Capítulo XIV

Como muchas otras cosas que se han declarado imposibles, el rumor de que el capitán James se mostraba atento con la señorita Brooke resultó ser muy cierto.

La mera idea de que su administrador pudiera tener el menor trato con el disidente, el comerciante, el demócrata de Birmingham, que había venido a instalarse en nuestro buen, ortodoxo, aristócrata y agrícola Hanbury, incomodaba enormemente a milady. La falta que había cometido la señorita Galindo al traer a Bessy a vivir con ella se convirtió en un mero error de juicio en comparación con la amistad del capitán James con la Casa de la Levadura, como llamaban los Brooke a su horrenda granja cuadrada. Milady se autoconvenció de estar contenta con la señorita Galindo, e incluso mencionó a la señorita Bessy la primera vez que milady osó reconocer su existencia. Pero recuerdo que una tarde lluviosa en la que yo me encontraba sentada con milady y teníamos el tiempo y la oportunidad de mantener una charla ininterrumpida, cada vez que nos quedábamos en silencio por unos instantes ella volvía a preguntarse con asombro cómo era posible que el capitán James hubiera entablado siquiera la menor relación con «ese tal Brooke». Milady recapitulaba todas las ocasiones que podía recordar en las que hubiera ocurrido algo, o el capitán James hubiera dicho algo, que ahora pudiera interpretar de otro modo o que arrojara algo de luz sobre el asunto.

—Una vez dijo que se encontraba ansioso por adoptar el sistema de cosechas que emplean en Norfolk, y habló largo y tendido acerca del señor Coke de Holkham (quien, por cierto, tenía de Coke lo mismo que yo: un pariente lejano por línea materna, lo cual no significa nada para las grandes familias de los antiguos comuneros de pura raza) y sus nuevas formas de cultivo. Por supuesto, los nuevos hombres traen consigo nuevos métodos, pero eso no quiere decir que sean mejores que los antiguos. Sin embargo, el capitán James se ha mostrado de lo más impaciente por probar el abono de nabos y huesos, y realmente es un hombre con tanto sentido común y energía, y se mostró tan arrepentido por su fracaso del año pasado, que accedí a ello, y ahora empiezo a darme cuenta de mi error. Yo siempre había oído que los panaderos de la ciudad adulteran su harina con huesos molidos, y es de suponer que el capitán James estaría al corriente de esto y acudiría a Brooke a preguntarle dónde adquirir tal mercancía.

Milady siempre había ignorado lo que a veces, sospecho yo, podría haber visto con sus propios ojos durante sus paseos; es decir, que los campos del señor Brooke se encontraban en un mejor estado de cultivo que los suyos propios, y, por tanto, no podía, obviamente, darse cuenta de que se pudiera adquirir ninguna clase de conocimiento útil pidiéndole consejo al comerciante convertido en granjero.

Pero, poco a poco, este hecho innegable del trato íntimo del administrador con la persona a la que más detestaba en el mundo entero (con la clase de aversión que acarrea grandes dosis de incomodidad… la aversión que las gentes concienzudas sienten en ocasiones hacia otro sin saber por qué y que, pese a todo, no les permite sentirse tranquilos si no está respaldada por una razón moral) se fue abriendo paso en la mente de milady de muchas maneras. De hecho, estoy segura de que el capitán James no era de los que ocultan o se avergüenzan de sus acciones. No puedo imaginarlo bajando ese vozarrón alto, claro y fuerte que tenía ni manteniendo una conversación confidencial con nadie. Cuando sus cultivos habían fracasado, todo el pueblo se había enterado, pues él había protestado, se había lamentado, se había enfurecido, se había llamado tonto por toda la calle del pueblo, y precisamente por eso, a pesar de ser un hombre mucho más apasionado que el señor Horner, todos los arrendatarios lo preferían a él. La gente en general se toma más interés y profesa una mayor amabilidad hacia las personas cuya mente y corazón pueden contemplar y comprender que hacia aquellas cuyos pensamientos y sentimientos solo son discernibles a través de sus actos. Pero Harry Gregson permanecía fiel a la memoria del señor Horner. La señorita Galindo me dijo que solía observarlo cojear para apartarse del camino del capitán James, como si aceptar su presencia, por muy amable que fuera, supusiera una especie de traición hacia su antiguo benefactor. Sin embargo, Gregson (padre) y el nuevo administrador hicieron buenas migas, y un día, para mi sorpresa, me enteré de que el «vagabundo gitano furtivo», como la gente solía llamar a Gregson cuando yo llegué a vivir a Hanbury, había sido nombrado guardabosques, con el señor Gray como aval de su confianza, por así decirlo, pues respondía por él en lo que yo consideré entonces un experimento; un experimento, por cierto, que funcionó, como ocurrió con muchas de las empresas osadas del señor Gray. Resultaba curioso ver cómo se estaba convirtiendo en una suerte de autócrata en el pueblo, y lo poco consciente que era de ello. En cualquier asunto que no tuviera trascendencia moral para él se mostraba tan tímido, torpe y nervioso como siempre. Pero tan pronto se convencía de que algo era lo correcto, «cerraba los ojos y embestía contra ello como un carnero», tal y como lo expresó una vez el capitán James, refiriéndose a algo que el señor Gray había hecho. La gente del pueblo solía decir que «nunca se sabía lo siguiente que iba a hacer el párroco», o «dónde aparecería esta vez su reverencia». Pues me he enterado de que llegó a presentarse ante un grupo de cazadores furtivos, reunidos para llevar a cabo alguna misión desesperada a medianoche, y a entrar en una taberna que se encontraba justo en la linde de las tierras de milady, en aquel terreno extraparroquial que mencioné hace tiempo y que se consideraba lugar de parada de todos los tarambanas de los alrededores, y donde un párroco o un contable se consideraban visitas inoportunas. Pese a todo ello, el señor Gray solía atravesar grandes periodos de depresión, en los que sentía que no estaba haciendo nada, que no lograba progresos en su trabajo, inútil e infructuoso, y que estaría mejor fuera de este mundo que en él. En comparación con el trabajo que se había autoimpuesto llevar a cabo, lo que ponía en práctica le parecía insignificante. Supongo que esos ataques de melancolía que padecía por aquel entonces tenían un fundamento orgánico, tal vez parte del nerviosismo que le hacía resultar tan torpe e incómodo cuando venía a casa. Incluso la señora Medlicott, que casi besaba el suelo que él pisaba, como dice el refrán, admitía que el señor Gray jamás lograba entrar en una de las habitaciones de milady sin derribar algo o romperlo las más de las veces. Antes habría preferido enfrentarse a un cazador furtivo desesperado que a una señorita. O al menos eso pensábamos.

Desconozco cómo se produjo la reconciliación entre milady y la señorita Galindo que tuvo lugar por aquel entonces. Quizá fuera que milady estaba cansada de mantener aquella frialdad tácita con su vieja amiga o que las muestras de delicada costura y exquisita labor de tejido habían ablandado un poco su disposición hacia la señorita Bessy; el caso es que me sorprendió enterarme un día de que la señorita Galindo y su joven amiga irían aquella misma tarde a tomar el té en casa. Aquella información me la proporcionó la señora Medlicott, que trasmitió el mensaje de parte de milady; esta ordeno asimismo que se llevaran a cabo ciertos preparativos en su salita privada, en la que yo pasaba la mayor parte de mis días. De la naturaleza de tales preparativos deduje que milady intentaba rendir honores a sus esperadas visitas. De hecho, lady Ludlow jamás perdonaba a medias, como sé que hacen otras personas. Quienquiera que acudiera a visitar a milady, fuera una par del reino o una pobre muchacha sin apellido, era honrada merecidamente con cierto número de preparativos necesarios para atenderla. No pretendo decir que estos tuvieran la misma clase de importancia en cada caso. Me atrevería a decir que, si una par del reino hubiera venido a visitarnos, se habrían retirado las cubiertas de los muebles del salón blanco (que no fueron descubiertos durante todo el tiempo que yo permanecí en la casa) porque milady habría deseado ofrecerle los mismos ornamentos y lujos a los que la ilustre visitante (que jamás vino… ¡ojalá lo hubiera hecho! ¡Cuánto deseaba yo ver esos muebles al descubierto!) estaría acostumbrada en su propio hogar y presentárselos de la mejor manera posible. La misma regla, aunque rebajada, se aplicaba a la señorita Galindo. Ciertos objetos por los que milady sabía que ella profesaba gran interés se dispusieron para que pudiera examinarlos aquel día y, lo que es más, se expusieron grandes libros de grabados, como los que recuerdo que milady trajo para distraerme en los primeros días de mi enfermedad, como las obras de Hogarth y similares, que estoy segura de que se mostraban para que los viese la señorita Bessy.

No se pueden imaginar la curiosidad que sentía por ver a aquella misteriosa señorita Bessy; veinte veces más misteriosa, por supuesto, debido a su falta de apellidos. Intentaré justificar mi gran curiosidad —de la que ahora, al mirar atrás, casi me avergüenzo—, recordando que yo llevaba muchos años haciendo la vida monótona y tranquila de una lisiada inválida, aislada de cualquier rostro nuevo, y este era el rostro de alguien sobre quien había elucubrado mucho y durante mucho tiempo. ¡Oh, sí! Creo que se me puede perdonar.

Por supuesto, tomaron el té en el gran comedor, con las cuatro señoritas que, junto a mí, formaban el pequeño grupo de chicas a cargo de milady. No quedaba ninguna de las que se encontraban en Hanbury cuando yo llegué; todas se habían casado o se habían ido a vivir a una casa que podían llamar propia, aunque el cabeza de familia fuera su padre o su hermano. Yo misma no dejaba algunas veces de albergar esperanzas similares. Mi hermano Harry era ahora párroco en Westmoreland, y deseaba que me fuera a vivir con él, como de hecho llegué a hacer durante una temporada. Pero eso no tiene relación con esta historia, pues de lo que deseo hablar es de la señorita Bessy.

Trascurrido un periodo razonable de tiempo, ocupado, como yo bien sabía, por el protocolo del té en el gran comedor, la comedida, aunque agradable, conversación de sobremesa y por un breve recorrido por la casa y sus diversos salones, con parada obligada ante varios cuadros cuya historia milady relataba invariablemente a cada nueva visita para familiarizarla con la casa al describir el carácter y naturaleza de los grandes antepasados que vivieron allí antes de la narradora, escuché los pasos que se aproximaban a los aposentos de milady, donde yo me encontraba recostada. Me hallaba yo en tal estado de nerviosa expectación que, de haber podido moverme con mayor facilidad, me habría levantado y echado a correr. Aunque no tendría motivo para hacerlo, pues la señorita Galindo no se hallaba en nada alterada (es cierto que su nariz estaba algo más enrojecida de lo habitual, pero eso podría explicarse por las lágrimas que sé que debió de derramar en privado antes de acudir a visitar de nuevo a su querida lady Ludlow). Y yo casi podría haber apartado de un empujón a la señorita Galindo, pues me tapaba la vista de la misteriosa señorita Bessy.

La señorita Bessy contaba, como yo bien sabía, apenas dieciocho años, pero parecía mayor. Cabello oscuro, ojos oscuros, alta, de figura esbelta, con rostro amable y sensato, expresión serena y en absoluto perturbada por lo que yo consideraba terribles circunstancias en las que tener un primer encuentro con milady, que tanto había reprobado su misma existencia. Estas son las impresiones más claras que recuerdo de mi primera entrevista con la señorita Bessy. Parecía observarnos a todos, con su característica discreción, en la misma medida en que yo la observaba a ella, pero hablaba muy poco, pues, de hecho, tal y como había planeado milady, estaba entretenida mirando los grandes libros de grabados. Creo que (tonta de mí) debí de intentar hacer que se sintiera cómoda brindándole mi protección, pero ella estaba sentada lejos de mi sofá, para poder tener luz, y parecía tan despreocupada acerca de su inusitada circunstancia que no tenía necesidad de contar con mi aceptación ni amabilidad. Hubo algo que sí me gustó: su mirada atenta a la señorita Galindo de vez en cuando. Mostraba que sus pensamientos y su ánimo se encontraban siempre al servicio de la señorita Galindo, como debía ser. Cuando la señorita Bessy habló, su voz era clara y llena de tonalidades, y lo que dijo fue de lo más apropiado, si bien se percibía cierto acento provinciano en su forma de hablar. Al cabo de un rato, milady nos puso a ambas a jugar una partida de ajedrez, un juego que yo había aprendido recientemente a sugerencia del señor Gray. Aun así, no hablamos mucho, aunque me parece que nos íbamos cayendo bien la una a la otra.

—Eres buena jugadora —dijo ella—. Solo llevas seis meses jugando, ¿no es así? Y, pese a ello, casi me ganas, y yo llevo años jugando.

—Empecé a aprender el pasado mes de noviembre. Recuerdo que el señor Gray me trajo el libro de Philidor sobre el ajedrez[33] un día muy nublado y sombrío.

¿Qué fue lo que le llevó a alzar la mirada tan repentinamente, con un brillo interrogante en los ojos? ¿Qué le hizo guardar silencio por un momento, como si reflexionara, y luego cambiar de tema y decir algo, no me acuerdo qué, con un tono de voz alterado?

Milady y la señorita Galindo continuaron hablando, mientras yo permanecía pensativa. Oí mencionar el nombre del capitán James con bastante frecuencia, y finalmente milady dejó a un lado su labor y exclamó, casi con lágrimas en los ojos:

—No podría… no puedo creerlo. Debe saber que se trata de una cismática, la hija de un panadero, y él es un caballero de virtud y sentimiento, así como de profesión, aunque sus modales puedan ser en ocasiones algo toscos. Querida señorita Galindo, ¿dónde va a ir a parar este mundo?

Puede que la señorita Galindo estuviera al corriente de su propia participación en el advenimiento de ese mundo que ahora consternaba a milady, pues, aunque todo había acabado y estaba olvidado, el hecho de que la señorita Bessy fuera recibida en el respetable hogar de una dama era uno de los milagros de ese mundo futuro que tanto alarmaba a milady, y la señorita Galindo lo sabía. En cualquier caso, esta parecía haber sido eximida de pedir clemencia por ofender el delicado sentido de la corrección y el decoro de milady, así que repuso:

—Es cierto, milady, yo misma hace tiempo que he dejado de intentar adivinar qué es lo que hace que a Jack le guste Gill o a Gill le guste Jack. Es mejor mantenerse tranquilo en la creencia de que los matrimonios nos vienen impuestos, desde un lugar más allá de lo terrenal, y su explicación está fuera del alcance de la razón y las leyes de este mundo. No estoy tan segura de que sea yo quien deba decir que era una pareja hecha en el cielo, pues casi me parece tan probable eso como que esté hecha en un taller, pero, en cualquier caso, he dejado de preocuparme por los motivos por los que sucede. El capitán James es un caballero, cosa de la que no me cabe ninguna duda desde que lo vi detenerse a recoger a la vieja Goody Blake, cuando se cayó por la cuneta el invierno pasado, y luego maldecir al muchacho que se reía de ella y darle coscorrones hasta que cayó llorando; pero de alguna manera hay que conseguir pan, y aunque yo lo prefiero hecho en casa en un buen horno de ladrillos, hay gente que no logra que la masa suba, y no veo por qué un hombre no va a poder ser panadero. Verá, milady, para mí el de panadero es un simple oficio, y, como tal, está dentro de la ley. No hay una máquina que venga a quitarle a un hombre o una mujer su medio de ganarse la vida, como esa máquina de hilar «Juanita la hilandera[34]» (esa vieja metomentodo), destinada a dejar sin trabajo a las buenas mujeres y a enviarlas a la tumba antes de tiempo. ¡Ese sí que es un invento del enemigo!

—¡Muy cierto! —exclamó milady, sacudiendo la cabeza.

—Pero amasar pan es un trabajo directa y completamente manual. ¡Gracias a Dios aún no han inventado ningún artefacto para eso! No me parece natural, ni acorde con las Escrituras, que el hierro y el acero (cuyas frentes no pueden sudar) realicen el trabajo de los hombres. Por tanto, considero que todos esos oficios en los que el hierro y el acero realizan el trabajo que se ordenó al hombre en la Expulsión del Paraíso están fuera de las leyes, y jamás los defenderé. Pero supongamos que el panadero Brooke sí que amasa su pan, y consigue que suba la masa, y que la gente que tal vez no tiene un buen horno acuda a él y le compre su pan ligero, y que de esta forma obtiene honestamente sus peniques y se hace rico. Bueno, pues todo lo que digo, milady, es que podría haber nacido bajo el apellido Hanbury, o ser lord, pero puesto que no es así, no tiene nada de malo, que yo sepa, que amase un buen pan (puesto que es panadero de oficio), consiga dinero y compre sus propias tierras. Es su desgracia, y no su culpa, no haber nacido en mejores circunstancias.

—Eso es muy cierto —repuso milady, al cabo de una pausa para considerarlo—. Sin embargo, aunque sea panadero, al menos podía ser un hombre religioso. Ni siquiera su elocuencia, señorita Galindo, logrará convencerme de que eso no es culpa suya.

—Pues tampoco eso lo veo así, si me perdona usted, milady —aventuró la señorita Galindo, envalentonada por el primer éxito de su oratoria—. Cuando un baptista no es más que un bebé, si es que entiendo bien el Credo, no está bautizado y, por consiguiente, no puede tener padrinos ni madrinas que le lleven al bautismo, ¿no está de acuerdo, milady?

Milady habría preferido saber adónde le conduciría su conformidad antes de reconocer que no podía estar en desacuerdo con aquella primera proposición, pero aun así otorgó su consentimiento tácito asintiendo con la cabeza.

—Y, como usted sabe, se espera de los padrinos y madrinas que prometan y juren tres cosas en nuestro nombre, cuando somos bebés y no podemos hacer más que berrear. Se trata de un gran privilegio, pero no seamos duros con aquellos que no han tenido la oportunidad de ejercer de padrinos y madrinas. Algunas personas, como sabemos, nacen con un pan bajo el brazo —es decir, con un padrino que les da cosas, les enseña el catecismo y vela por que se confirmen para convertirse en buenos cristianos que acuden a misa— y otras nacen sin él. Estos últimos pobres deben conformarse con ser huérfanos sin padrinos, y disidentes, toda su vida, y si además son comerciantes, peor para ellos; pero seamos humildes cristianos, milady, y no miremos por encima del hombro únicamente porque nacimos dentro de la ortodoxia.

—¡Va usted demasiado deprisa, señorita Galindo! No puedo seguirla. Además, creo que la disidencia es un invento del Demonio. ¿Por qué no pueden creer como nosotros? Eso está muy mal. Además, es cismático y herético, y, como es bien sabido, la Biblia dice que eso es tan malo como la brujería.

Milady no estaba convencida, como pude ver. Después de que se marchara la señorita Galindo, envió a la señora Medlicott a buscar ciertos libros de la gran librería antigua del piso de arriba y ordenó que los envolvieran en un paquete ante sus ojos.

—Si el capitán James viene mañana, hablaré con él acerca de esos Brooke. Hasta la fecha no he querido hablar con él, pues no deseaba herirle con mi sospecha de que podía haber algo de cierto en los rumores de su intimidad con ellos. Pero ahora intentaré cumplir con mi deber para con él y con ellos. Seguramente estos grandes volúmenes de teología podrán traerlos de vuelta a la verdadera Iglesia.

Yo no supe decirlo, pues, aunque milady me leyó los títulos, yo desconocía sus contenidos. Además, yo estaba mucho más impaciente por consultar a milady respecto a mi propio cambio de domicilio. Le mostré la carta que había recibido de Harry ese día, y una vez más debatimos la conveniencia de que me fuera a vivir con él elucubrando el efecto que aquel completo cambio de aires tendría para restablecer mi delicada salud. Yo podía confesar cualquier cosa a milady, pues con toda seguridad me comprendería. Por un lado, ella nunca pensaba en sí misma, por lo que no temía herirla si decía la verdad. Le conté lo felices que habían sido los años que había pasado bajo su techo, pero también que empezaba a preguntarme si no sería mi deber abandonarlo y crear un hogar para Harry; y si el cumplimiento de tales tareas, que debían ser sosegadas necesariamente en el caso de una inválida como yo, no evitaría que me fuera invadiendo poco a poco el impulso quejumbroso de pensar y conversar que me asaltaba de vez en cuando. A esto había que añadir la perspectiva de beneficiarme del aire más tonificante del norte.

Así pues, se acordó que mi partida de Hanbury, mi feliz hogar durante tanto tiempo, tuviera lugar antes de que trascurrieran varias semanas. Y como siempre que una etapa de nuestra vida está a punto de cerrarse para siempre nos vemos inclinados a recordarla con nostalgia, yo, aunque feliz con mis planes futuros, no pude evitar rememorar todos los días de mi vida en la casa, desde aquel en que llegué, siendo una muchacha tímida y vergonzosa, apenas salida de la niñez, hasta entonces, cuando, convertida en una mujer hecha y derecha, ya pasada la niñez, y casi también la juventud, debido a la naturaleza de mi enfermedad, esperaba abandonar para siempre el hogar de milady, como residencia mía. Al final, las circunstancias impidieron volviera a verla a ella ni la casa nunca más. Como si fuera el resto de un naufragio, la marea me ha alejado de aquellos días, días tranquilos, felices, sin acontecimientos… ¡tan felices de recordar!

Pensaba en el bueno y alegre señor Mountford, y en su pesar por no poder mantener «una camada muy pequeña» de lebreles, y en sus modales risueños y su amor por la buena mesa; en la primera vez que llegó el señor Gray, y en los intentos de mi señora por acallar sus sermones cuando abogaban por la defensa de la educación. Y ahora teníamos una auténtica escuela en el pueblo y, desde que la señorita Bessy había estado tomando el té en casa, milady la había visitado dos veces para dar instrucciones acerca de una fibra de gran calidad con la que se trabajaba para confeccionar una mantelería. Y milady había dejado tan atrás su vieja costumbre de pronunciar sermones y homilías que, incluso durante el tiempo en que estuvo predicando el señor Crosse, nunca recurrió a ellos, aunque de haberlo hecho seguro que habría tenido a toda la congregación de su parte.

Y el señor Horner había fallecido, y el capitán James reinaba en su lugar. ¡El bueno, firme, severo y callado señor Horner! ¡Con su puntualidad de reloj, sus prendas de color tabaco y sus hebillas de plata! A menudo me he preguntado a quién se echa más de menos a su muerte: a las brillantes criaturas llenas de vida, que van de acá para allá y están en todas partes, de forma que nadie puede calcular sus idas y venidas, tan llenas de movimiento, vitalidad y pasión que resultan impensables la inmovilidad y el largo silencio de la tumba; o a las personas serias y pausadas cuyos movimientos, es más, sus meras palabras parecen estar cronometradas y nunca parecen acusar el trascurso de la vida cuando están entre nosotros, pero que cuando nos faltan se descubre que sus maneras metódicas se hallaban entretejidas en las mismísimas raíces de nuestra existencia diaria. Creo que yo añoro más a estos últimos, aunque quizá tuviera más cariño a los primeros. El capitán James nunca significó para mí lo que el señor Horner, aunque este último apenas intercambió una docena de palabras conmigo hasta el día de su muerte. ¡Y luego la señorita Galindo! Recuerdo como si fuera ayer el momento en que no era más que un nombre —un nombre muy extraño— para mí; y luego fue una solterona excéntrica, brusca, desagradable y atareada. Ahora le tenía un enorme cariño, y me descubrí sintiéndome casi celosa de la señorita Bessy.

Nunca pensé en el señor Gray con cariño; el sentimiento que me inspiraba era más bien de reverencia. No he querido hablar mucho de mí misma, pues de hacerlo habría tenido que contarles cuánto me ayudó durante aquellos largos y terribles años de enfermedad. Pero es que anidaba a todo el mundo, ricos o pobres, desde milady a la Sally de la señorita Galindo.

Hasta el pueblo tenía un aspecto diferente. Con seguridad no sabría decirles qué ocasionó el cambio, pero el caso es que ya no había más jóvenes holgazaneando en grupo en el cruce de caminos a una hora del día en que los hombres deben estar trabajando. No digo que esto fuera obra del señor Gray, pues aquellos días había tanto que hacer en los campos que apenas quedaba tiempo para haraganear. Y los niños permanecían calladitos en la escuela, y fuera de ella también se comportaban mejor que en los tiempos en que yo era capaz de ir a hacerle recados al pueblo a milady. Ahora salía tan poco que no sabría decir con quién podría toparse la señorita Galindo para regañar, pero aun así parecía tan feliz que de algún modo conseguiría su acostumbrada porción de ese ejercicio tan saludable.

Antes de que yo abandonase Hanbury, se confirmó el rumor de que el capitán James se desposaría con la señorita Brooke, la hija mayor del panadero Brooke, que solo tenía una hermana con quien compartir sus propiedades. Él mismo se lo anunció a milady; es más, le preguntó a milady, la condesa Ludlow, si podía traer a la casa a la muchacha que había elegido como novia (¡la hija del panadero baptista!) y presentársela a milady, para lo cual debió de hacer gala de un valor adquirido, supongo, en su antigua profesión, en la que, según me dijeron, había capitaneado su barco hacia más de un lugar peligroso.

Me alegro de no haber estado presente cuando hizo esta petición; me habría sentido terriblemente avergonzada por él y no habría podido evitar estar ansiosa hasta oír la respuesta de milady. Por supuesto ella accedió, pero puedo imaginar la grave sorpresa que se reflejaría en su rostro. Me pregunto si el capitán James se daría cuenta.

Apenas me atreví a preguntarle a milady, una vez finalizada la entrevista, lo que pensaba de la novia, pero di a entender mi curiosidad, y ella me contó que si la joven hubiera solicitado a la señora Medlicott un puesto de cocinera y esta la hubiera contratado, ella lo habría considerado un arreglo de lo más conveniente. De aquello deduje lo poco conveniente que consideraba el matrimonio con el capitán James, miembro de la marina.

Aproximadamente un año después de dejar Hanbury, recibí una carta de la señorita Galindo; creo que puedo encontrarla… Sí, aquí está:

Hanbury, 4 de mayo de 1811.

Querida Margaret:

Pide noticias de todos nosotros. ¿Acaso no sabe que en Hanbury nunca hay noticias? ¿Alguna vez oyó que hubiera algún acontecimiento por aquí? Si ha respondido «sí» para sus adentros a estas preguntas, ha caído en mi trampa, y en la vida habrá estado más equivocada. Hanbury rebosa de noticias, y tenemos entre manos más acontecimientos de los que podemos manejar. Los relataré en el orden de los periódicos: nacimientos, muertes y esponsales. En cuanto a nacimientos, Jenny Lucas tuvo gemelos no hace ni una semana. Desafortunadamente, era demasiado bueno, como diría usted. Muy cierto, pues murieron acto seguido, así que su nacimiento no revistió mucha importancia. Mi gata también ha tenido crías: tres gatitos, lo cual vuelve a ser demasiado bueno, y así sería de no ser por lo que voy a relatar a continuación. El capitán y la señora James se han instalado en la vieja casa de al lado de Pearson, y la casa está plagada de ratones, noticia tan buena para mí como el reino del faraón de Egipto infestado de ratas lo fue para Dick Whittington[35]. El alumbramiento de mi gata me decidió a ir a ver a la novia, con la esperanza de que quisiera un gatito, cosa a la que accedió, como la mujer razonable que creo que es, a pesar de su baptismo, de la panadería, del pan, de Birmingham y de algo peor, que sabrá si tiene paciencia. Mientras me ponía mi mejor sombrero, el que compré la última vez que el pobre lord Ludlow estuvo en Hanbury en el 99, pensé que igual era demasiado condescendiente por mi parte (recordando siempre los días en que los Galindo eran baronets) ir a visitar a la novia, aunque, como ya sabrá, no me tengo por demasiado importante con mis prendas de diario. ¿Y a quién creerá que me encontré allí? ¡A lady Ludlow! Su aspecto es más frágil y delicado que nunca, pero creo que se encuentra con mejor disposición desde que a ese viejo comerciante urbano llamado Hanbury se le metió en la cabeza que era cadete de los Hanbury de Hanbury y le dejó una bonita herencia. Puedo atestiguar que la hipoteca se liquidó rápidamente, y el dinero del señor Horner —o el dinero de milady, o el dinero de Harry Gregson, llámelo como quiera— se ha invertido al completo en el joven, ¡y ya se dice que será el primero de su clase, o su administrador, o algo así, y que acabará yendo a la universidad! ¡Harry Gregson, el hijo de un cazador furtivo! ¡Bueno! ¡Desde luego vivimos tiempos extraños!

Pero aún no he acabado con los enlaces. El matrimonio del capitán James va muy bien, pero ya nadie se preocupa por ello, pues están demasiado ocupados con el del señor Gray. Sí, es cierto, ¡el señor Gray se casa, y nada menos que con mi pequeña Bessy! Yo le digo que tendrá que cuidar de él la mitad de su vida, pues es de constitución débil. Pero ella me contesta que no le importa, y que mientras ese cuerpo contenga su alma, para ella es suficiente. ¡Mi Bessy tiene un gran espíritu y un corazón valiente! Es una gran ventaja no tener que volver a marcar todas sus prendas de nuevo: pues verás, cuando se hubo tejido el último par de medias, le dije que las marcara con una G de Galindo, a no ser que quisiera ponerla por Gibson, pues yo la consideraba mi hija, ya que nadie más lo hacía; y ahora, como ves, la G vale también para Gray. Así que hay dos casamientos, ¿qué más se puede pedir? Y además ha prometido quedarse con otro de mis gatitos.

En cuanto a las defunciones, el viejo granjero Hale ha muerto. Pobre hombre, me atrevería a decir que su mujer lo ha considerado un alivio, pues la pegaba siempre que se emborrachaba, y nunca estaba sobrio, pese a los intentos del señor Gray. No creo (como le digo a él) que el señor Gray hubiera reunido jamás el valor de hablarle a Bessy mientras viviera el granjero Hale, pues se tomaba los pecados de aquel hombre tan a pecho que parecía creer que era culpa suya no poder convertir a un pecador en santo. El toro de la parroquia también ha muerto. Nunca me he alegrado más en toda mi vida. Pero dicen que debemos poner a otro en su lugar. Mientras tanto, puedo cruzar los campos en paz, lo cual es realmente conveniente en este momento, pues debo visitar muchas veces al señor Gray por los preparativos.

Pensará que ya le he contado todas las noticias de Hanbury, ¿no es así? En absoluto. Falta la noticia más importante. No voy a martirizarla y se la contaré directamente, pues nunca lo adivinaría. Lady Ludlow ha dado una fiesta, como si fuera una plebeya como nosotros. Hubo té y tostadas en el saloncito azul, con el viejo lacayo John sirviendo junto a Tom Diggles, el muchacho que solía asustar a las vacas en los campos del granjero Hale, vestido de librea, con el cabello empolvado y todo. La señora Medlicott preparó el té en las propias habitaciones de milady. Milady parecía una espléndida reina de las hadas de edad madura, ataviada con un terciopelo negro y unos encajes antiguos que no la había visto llevar desde la muerte de milord. Pero ¿y la compañía?, te preguntarás. Pues bien, asistieron el párroco de Clover, el párroco de Headleigh y el párroco de Merribank acompañados de sus esposas; el granjero Donkin y las dos señoritas Donkin; el señor Gray (por supuesto), yo misma y Bessy; el capitán y la señora James, sí, y el señor y la señora Brooke, ¡imagínate! No creo que a los párrocos les hiciera gracia, pero asistió. Había estado ayudando al capitán James a poner en marcha las tierras de milady, y luego su hija se había casado con el administrador, y el señor Gray dice (y él debe de saberlo bien) que, después de todo, los baptistas no son tan malas personas, y que él mismo estuvo en su contra en un determinado momento, como recordarás. La señora Brooke es un diamante en bruto, desde luego. Ya sé que la gente ha dicho eso mismo de mí. Pero, siendo una Galindo, aprendí modales en mi juventud, y puedo adoptarlos cuando quiero. Sin embargo, apostaría a que la señora Brooke jamás aprendió modales. Cuando el lacayo John le tendió la bandeja con las tazas de té, ella le miró como si estuviera completamente desconcertada por aquella forma de conducirse. Yo estaba sentada a su lado, así que fingí no darme cuenta de su perplejidad y le serví la leche y el azúcar, y estaba dispuesta a ponerle la taza en las manos cuando ¿quién cree que apareció?: ese imprudente muchacho de Tom Diggles (le llamo muchacho porque, aunque llevaba todo el cabello empolvado, sabes que esas no son canas naturales) con su bandeja repleta de pasteles y demás, de lo mejor que cocinaba la señora Medlicott. Para entonces, debo decir, todas las esposas de los párrocos estaban observando a la señora Brooke, pues ya anteriormente había dado muestras de falta de educación, y ellas, que apenas se encontraban un paso por encima de ella en cuanto a modales, se sentían muy inclinadas a burlarse de sus acciones y palabras. ¡Bueno! ¿Qué crees que hizo ella? Sacó un pañuelo limpio del bolsillo, de seda roja y amarilla, y lo desplegó sobre el regazo de su mejor vestido de seda; se trataba, seguramente, de un vestido nuevo, pues Sally me había dicho que su prima Molly, que es la lechera de los Brooke, le había dicho que los Brooke habían estado de lo más atareados con la invitación a tomar el té en la casa. Ahí estábamos, con Tom Diggles incluso esbozando una sonrisa (cuando hace nada que parecía el hermano de un espantapájaros, solo que no tan bien vestido) y la esposa del párroco de Headleigh —he olvidado su nombre, pero no importa, pues es una criatura de mala ralea, y yo espero que Bessy sepa comportarse mejor— riéndose directamente a carcajadas, y eran unos rebuznos como de asno, cuando, ¿qué cree que hizo milady? ¡Ah! ¡Esa es mi querida lady Ludlow, Dios la bendiga! Sacó su propio pañuelo, de batista blanca, y lo dispuso suavemente sobre su regazo de terciopelo, exactamente igual que si lo llevara haciendo toda su vida, igual que la señora Brooke, la mujer del panadero, y cuando una se levantó y fue a sacudir las migas a la chimenea, la otra hizo lo propio. ¡Pero con una gracia! ¡Y lanzándonos una mirada! Tom Diggles enrojeció violentamente, y la esposa del párroco de Headleigh apenas habló el resto de la tarde; y a mí se me saltaban las lágrimas de mis pobres ojos ancianos, y el señor Gray, que hasta entonces había permanecido callado e incómodo de esa manera tan suya que le insisto a Bessy que debe hacerle abandonar, se mostró tan feliz con aquella hermosa acción de milady, que estuvo conversando el resto de la tarde y se convirtió en la alegría de la fiesta.

¡Oh, Margaret Dawson! A veces me pregunto si hizo bien en abandonarnos. Bien es cierto que está con su hermano, y la familia es la familia. Pero cuando miro a milady y al señor Gray, con todas sus diferencias, no me cambiaría por nadie en toda Inglaterra.

¡Ay! Nunca volví a ver a mi querida señora. Falleció en mil ochocientos catorce, y el señor Gray no la sobrevivió mucho tiempo. Como seguramente sabrán, el reverendo Henry Gregson es hoy el párroco de Hanbury, y su esposa es la hija del señor Gray y la señorita Bessy.

* * *

Como alguno habrá adivinado ya, se necesitaron varias veladas con la señora Dawson para que nos contara toda esta historia sobre los días de su juventud. La señorita Duncan pensó que sería un buen ejercicio, tanto de memoria como de redacción, escribir cada mañana de martes lo oído la noche anterior, y así fue como llegué a tener ante mí el manuscrito de Lady Ludlow.

FIN