Capítulo I
Ahora soy una anciana, y las cosas son muy distintas de como eran en mi juventud. Por entonces, los que viajábamos lo hacíamos en carruajes, con seis pasajeros, y nos llevaba dos días recorrer lo que hoy la gente atraviesa en un par de horas, zumbando y a la velocidad del rayo, y con esos pitidos tan agudos que la ensordecen a una. El correo llegaba apenas tres veces por semana; es más, en algunos lugares de Escocia en los que residí de niña el correo solo llegaba una vez al mes… pero por aquel entonces las cartas eran cartas de verdad, y las atesorábamos con cariño, y las leíamos y estudiábamos como si fueran libros. Hoy el correo llega traqueteando dos veces al día, y trae notas breves y entrecortadas, algunas incluso sin encabezamiento ni despedida, compuestas tan solo de una frase brusca que las personas bien educadas considerarían demasiado abrupta para decirla de viva voz. ¡Bueno! Será el progreso, y me imagino que son mejoras, pero en estos tiempos que corren nunca conocerías a una lady Ludlow.
Intentaré hablarles de ella. No es una historia, por lo que carece de comienzo, nudo o desenlace.
Mi padre era un clérigo pobre perteneciente a una familia numerosa. Siempre se dijo que mi madre tenía sangre noble en las venas; y cuando quería recordar su posición entre la gente que se veía obligada a frecuentar (principalmente ricos fabricantes demócratas, defensores de la libertad y la Revolución Francesa), se ponía un cuello de volantes, adornados con auténtico encaje antiguo, muy remendados, por supuesto, pero que no se podían comprar nuevos ni por todo el oro del mundo, ya que el arte de confeccionarlos se había perdido muchos años antes. Aquellos volantes mostraban, como ella solía decir, que sus ancestros habían sido Alguien, mientras que los antepasados de los ricos, que hoy la miraban por encima del hombro, eran unos Don Nadie; eso en el supuesto de que tuvieran antepasados. Desconozco si alguien ajeno a nuestra familia se fijó alguna vez en los volantes, pero desde niños nos enseñaron a sentirnos orgullosos cuando mi madre se los ponía, y a mantener la cabeza bien alta, tal y como correspondía a los descendientes de la dama que fue la primera dueña de aquel encaje. Aunque mi querido padre siempre nos decía que el orgullo era un gran pecado; nunca se nos permitió estar orgullosos de nada salvo de los volantes de mi madre: y ella era tan inocentemente feliz cuando se los ponía —aunque a menudo, pobre criatura, era junto a un traje desgastado y raído— que sigo pensando, incluso después de todo lo que he vivido, que eran una bendición para la familia.
Creerán que me estoy alejando del tema de lady Ludlow. En absoluto. La primera dama que poseyó el encaje, Ursula Hanbury, era una antepasada común tanto de mi madre como de lady Ludlow. Y así se comprende que, cuando falleció mi pobre padre y mi madre no supo cómo mantener a sus nueve hijos y buscó largo y tendido a alguien que quisiera ayudarla, lady Ludlow le enviara una misiva ofreciéndole ayuda y asistencia. Casi puedo ver aquella carta: una gran hoja de un papel grueso y amarillento, con un amplio margen recto a la izquierda de la delicada caligrafía italiana; una caligrafía que encerraba más contenido en la misma cantidad de papel que todos esos trazos torcidos o masculinos que tanto abundan en la actualidad. Iba sellada con un escudo de armas, un losange, pues lady Ludlow era viuda. Antes de abrir la carta, mi madre nos hizo reparar en la divisa Foy et Loy[1], y nos enseñó dónde buscar los cuarteles de armas de Hanbury. En realidad, creo que tenía cierto temor a lo que pudiera contener el sobre, pues, como he dicho, el ansioso amor a sus hijos huérfanos de padre la había llevado a escribir a mucha gente con la que, a decir verdad, tenía muy poca relación, y sus respuestas, frías y secas, la habían movido al llanto en más de una ocasión, cuando creía que ninguno de nosotros la miraba. Ni siquiera sé si alguna vez había visto a lady Ludlow en persona; lo único que sabía de ella era que se trataba de una gran dama, cuya abuela había sido hermanastra de la bisabuela de mi madre. Pero nada había oído acerca de su carácter y sus circunstancias, y dudo que mi madre estuviera familiarizada con ellos.
Me asomé por encima del hombro de mi madre para leer la carta. Comenzaba: «Querida prima Margaret Dawson», y creo que albergué esperanzas desde el momento en que vi aquellas palabras. Y proseguía… aguardad, creo que puedo recordar las palabras exactas:
«Querida prima Margaret Dawson: Me ha apenado grandemente recibir la noticia de la gran pérdida que ha sufrido con el fallecimiento de tan buen esposo y tan excelente clérigo como siempre tuve entendido que fue considerado mi difunto primo Richard».
—¡Allí tenéis! —exclamó mi madre, señalando el párrafo con el dedo—. Léelo en voz alta para los pequeños. Que oigan lo lejos que ha llegado la buena reputación de su padre, y que hasta alguien que nunca lo conoció tiene buenas palabras para él. ¡Primo Richard! ¡Qué bien escribe milady! Continúa, Margaret.
Se enjugaba las lágrimas al hablar, y hacía gestos con el dedo sobre los labios para callar a mi hermana pequeña, Cecily, que, al no comprender en absoluto la importancia de la carta, había empezado a parlotear y hacer ruidos.
«Me dice que se ha quedado usted sola con nueve hijos. Yo también habría tenido nueve, de haber sobrevivido todos. No me queda más que Rudolph, el actual lord Ludlow, que está casado y vive la mayor parte del tiempo en Londres. No obstante, en mi casa de Connington recibo a seis jovencitas, que son para mí como hijas, si bien les impongo ciertas restricciones en el vestir y la dieta que serían más apropiados para damiselas de mayor rango, y mayor riqueza. Estas jóvenes —de toda condición, pero sin medios— son mi compañía constante, y yo me esfuerzo por tratarlas todo lo cristianamente que me es posible. Una de estas señoritas falleció el pasado mes de mayo (en su propio hogar, al que había acudido de visita). ¿Me concedería el favor de permitir que su hija mayor ocupase su lugar en mi casa? Debe de tener, según mis cálculos, unos dieciséis años de edad. Aquí encontrará compañeras apenas un poco mayores que ella. Yo misma visto a estas jovencitas, y les otorgo una pequeña asignación para sus gastos. Tienen pocas oportunidades de contraer matrimonio, pues Connington se encuentra alejada de cualquier población. El clérigo es un viudo anciano y sordo, mi administrador está casado, y los granjeros de las inmediaciones se encuentran, por supuesto, muy por debajo del rango de las jovencitas bajo mi protección. De todas maneras, si alguna joven deseara casarse, y a mi juicio se hubiera comportado satisfactoriamente, yo me haría cargo del banquete, del vestido y del ajuar. Y quienes se queden conmigo hasta mi muerte encontrarán un pequeño estipendio para ellas en mi testamento. Me reservo la opción de pagar o no sus gastos de viaje, pues, por una parte, me disgustan las mujeres errabundas y, por otra, no deseo que una ausencia demasiado prolongada del hogar familiar disuelva los lazos naturales.
»Si mi propuesta les agrada a usted y a su hija (o, más bien, si le agrada a usted, pues confío en que su hija esté lo bastante bien educada como para no oponerse a su voluntad), hágamelo saber, querida prima Margaret Dawson, y haré arreglos pertinentes para recoger a la joven en Cavistock, que es el lugar más cercano al que la llevará un carruaje».
Mi madre dejó caer la misiva, y se sentó silencio.
—No sé qué voy a hacer sin ti, Margaret.
Un instante antes, siguiendo los impulsos de la joven aún inexperta que era, me había alegrado ante la perspectiva de conocer un nuevo lugar y llevar una nueva vida. Pero ahora, al ver la mirada apesadumbrada de mi madre, y el llanto de reproche de los pequeños…
—Madre, no iré —respondí.
—¡Ni hablar! Es lo mejor —repuso ella, sacudiendo la cabeza—. Lady Ludlow tiene mucho poder. Puede ayudar a tus hermanos. No despreciaré su oferta.
Así pues, la aceptamos tras muchas deliberaciones. Y la decisión tuvo su recompensa —o así nos pareció—, pues, más tarde, cuando conocí a lady Ludlow, descubrí que habría cumplido con su deber para con nosotros, como parientes desamparados suyos, incluso aunque hubiéramos rechazado su amabilidad, recomendando a uno de mis hermanos para el Hospital Christ.
Y así fue como conocí a lady Ludlow.
Recuerdo muy bien la tarde de mi llegada a Hanbury Court. Milady había enviado a alguien a recogerme a la población más cercana donde parase el carruaje que entregaba el correo. Allí encontré un viejo mozo de cuadra que, según me indicó el palafrenero, preguntaba por mí, si es que yo me llamaba Dawson, y que, a su parecer, provenía de Hanbury Court. Encontré aquello realmente extraordinario; y empecé a darme cuenta de lo que significaba ir a habitar entre extraños cuando perdí de vista al guarda al que me había confiado mi madre. Yo iba encaramada a una calesa cubierta, como por entonces se llamaba a los palanquines, y mi acompañante conducía pausadamente por el camino más bucólico que he visto jamás. Al poco rato subimos por una gran colina, y el hombre se bajó y caminó delante del caballo. A mí también me habría gustado caminar, ciertamente, pero desconocía durante cuánto tiempo podría hacerlo, y, la verdad es que no me atreví a hablar para pedir al hombre que me ayudara a bajar los empinados escalones de la calesa. Finalmente llegamos a la cima; un terreno amplio, sin cercar, donde soplaba una agradable brisa y llamado, según supe más tarde, el Coto. El mozo se detuvo, respiró, palmeó al caballo y luego volvió a montarse a mi lado.
—¿Nos hallamos cerca de Hanbury Court? —inquirí.
—¡Cerca! Señorita, aún nos quedan unas diez millas.
Una vez iniciada la conversación, nos volvimos bastante charlatanes. Creo que él estaba tan temeroso de empezar a hablar conmigo como yo lo estaba de hablarle a él, pero superó su timidez para conmigo antes que yo la mía para con él. Permití que eligiera los temas de conversación, aunque la mayoría de las veces no conseguía entender el interés que revestían: por ejemplo, habló durante más de un cuarto de hora de una famosa persecución a que lo había sometido un zorro salvaje más de treinta años antes, y detalló al respecto cada emite y peripecia como si yo la conociera tan bien como él; y todo el tiempo estuve preguntándome qué clase de animal sería un zorro salvaje.
Tras dejar el Coto, el camino fue empeorando. Hoy día, nadie que no haya visto el estado de los caminos secundarios de hace cincuenta años puede imaginarse cómo eran. Casi todo el camino tuvimos que «cuartear», como decía Randal, por senderos llenos de lodo y profundos surcos; y las tremendas sacudidas que experimentaba hicieron que mi asiento en la calesa fuera tan inestable que ya no pude mirar el paisaje, pues estaba demasiado ocupada aferrándome al vehículo. La vereda estaba demasiado embarrada para poder andar por ella sin ensuciarme más de lo que habría deseado antes de presentarme por primera vez ante lady Ludlow. Pero al rato, cuando llegamos a los campos en que desembocaba el sendero, insté a Randal a que me ayudara a bajar, pues vi que podía caminar entre la hierba de los pastos sin dejar de estar presentable, y Randal, apenado por su acalorado caballo, cansado de tanto luchar con el barro, me dio las gracias con amabilidad y me ayudó a descender con un saltito.
Los pastos fueron cediendo paso a las tierras bajas, cercadas a cada lado por hileras de altos olmos, como si en tiempos pretéritos se hubiera encontrado allí una gran avenida. Nos adentramos en el desfiladero, viendo ponerse el sol al final de la ladera en sombras. De pronto llegamos ante un largo tramo de escalones.
—Si desciende usted por allí, señorita, yo daré un rodeo y me encontraré abajo con usted, y entonces será mejor que vuelva a montar, pues milady querrá que llegue en la calesa hasta la casa.
—¿Nos encontramos cerca de la casa? —pregunté, azorada por la idea.
—Allí abajo, señorita —repuso él, señalando con la fusta un conjunto de chimeneas retorcidas que se alzaban sobre un grupo de árboles envueltos en sombras contra el cielo escarlata y que se hallaban más allá de un gran jardín cuadrado situado en la base de una ladera de unos noventa metros, al borde de la cual nos encontrábamos.
Bajé los escalones sin hacer ruido. Abajo me reuní con Randal y la calesa, recorrimos un camino secundario a la izquierda a ritmo pausado, atravesamos las puertas y entramos en el gran patio situado a la entrada de la casa.
El camino por el que habíamos venido quedaba a nuestra espalda.
Hanbury Court es una gran mansión de ladrillo rojo; o al menos revestida en parte con ladrillos rojos; y la caseta del guarda y las paredes que rodean el terreno son también de ladrillo, con losetas de piedra en cada esquina, puerta y ventana, como las de Hampton Court. En la parte trasera están los gabletes, y los arcos de las puertas, y los parteluces de piedra que indican (o así nos solía explicar lady Ludlow) que la casa fue una vez un priorato. Sé que había una sacristía, solo que la llamábamos «la habitación de la señora Medlicott»; y también un silo de piedra casi tan grande como una iglesia, y varias hileras de estanques con peces; todo ello en previsión de los días de ayuno de los monjes de antaño. Pero todo eso no lo vi hasta más tarde. Apenas reparé aquella primera noche en la gran enredadera de Virginia que cubría media casa (que se decía fue la primera plantada en Inglaterra por uno de los antepasados de milady). Al igual que fui renuente a abandonar al guarda del coche del correo, también ahora me resistía a dejar a Randal, que había sido un amigo estas últimas tres horas. Pero no tenía más remedio que entrar en la casa, pasar junto al anciano de aspecto solemne que mantenía la puerta abierta para mí, penetrar en el interior de la gran sala a la derecha, que los últimos rayos del sol teñían de una gloriosa luz encarnada, y subir a lo que luego supe se llamaba tarima precedida por el anciano, que giró de nuevo a la izquierda y, abriendo una puerta tras otra, atravesó una serie de salitas con vistas a un jardín señorial que resplandecía, incluso en la penumbra, con abundancia de flores. Subimos cuatro escalones para abandonar la última de aquellas habitaciones, mi guía descorrió una pesada cortina de seda y me encontré en presencia de lady Ludlow.
Era de pequeña estatura, pero muy erguida. Llevaba en la cabeza una enorme cofia de encaje, diríase que de casi la mitad de su propia altura (las cofias que se atan bajo la barbilla, y que nosotras llamábamos «escarcelas», llegaron después, y milady las miraba con gran desdén, y solía decir que para llevar eso la gente bien podía bajar a la calle con el gorro de dormir). Un gran lazo de cinta de satén blanco se veía en la parte delantera de la cofia de lady Ludlow, y una amplia banda de esa misma cinta se ataba con fuerza alrededor de su cabeza para sujetar así la cofia. Iba ataviada con un chal de fina muselina india que le cubría los hombros y se cruzaba alrededor del pecho, un delantal de la misma tela y un traje de seda negra, con manga corta y volantes y la cola sujeta al bolsillo por medio de un ojal para acortarla hasta un largo que resultara práctico. Bajo el vestido llevaba, como pude ver con claridad, unas enaguas acolchadas de satén color lavanda. Sus cabellos eran blancos como la nieve, pero apenas pude verlos, pues los cubría la cofia. Su cutis, incluso a su edad, era céreo en color y textura. Tenía los ojos grandes y azules, y en su juventud debieron de ser su mayor atractivo, pues no consigo recordar algo de particular en su nariz o su boca. Junto a la silla vi un bastón con empuñadura de oro, pero creo que lo llevaba más en señal de rango y dignidad que porque realmente lo necesitara, pues, cuando quería, caminaba con paso tan ágil y ligero como una muchacha de quince años, y, en su paseo privado matutino para meditar, recorría los caminos de los jardines con la misma vivacidad que cualquiera de nosotras.
Estaba en pie cuando yo entré. Hice una reverencia en la puerta, algo que mi madre siempre me había enseñado como parte de las buenas maneras, y me dirigí instintivamente hacia ella. No me tendió la mano, pero se puso un poco de puntillas, y me besó en ambas mejillas.
—Debes de tener frío, mi niña. Haré que nos preparen una taza de té.
Hizo sonar una campanilla que tenía en la mesa junto a ella y una doncella apareció desde una pequeña antesala; y, como si todo hubiera estado dispuesto y esperando mi llegada, trajo una pequeña bandeja con un servicio de porcelana con el té ya preparado, y un plato de pan con mantequilla delicadamente cortado y del cual podría haber comido hasta el último pedazo sin quedar saciada, pues estaba realmente hambrienta tras el largo viaje. La sirvienta me quitó el abrigo y tomé asiento, profundamente alarmada por el silencio, las pisadas amortiguadas de la comedida sirvienta sobre la alfombra y la voz suave y la clara dicción de lady Ludlow. Mi cucharilla chocó contra la taza con un ruido seco, que pareció tan inapropiado y fuera de lugar que me sonrojé profundamente. Milady me miró con aquellos ojos suyos; los ojos azul oscuro de milady eran al tiempo perspicaces y amables.
—Tienes las manos heladas, querida, quítate esos guantes —(yo llevaba unos de piel de cabritilla, gruesos y prácticos, y era demasiado tímida para quitármelos sin permiso)— y deja que te las caliente… aquí las tardes son muy frías.
Y me sostuvo las manos grandes y enrojecidas en las suyas, suaves, cálidas y blancas, llenas de anillos. Al fin, mirándome con nostalgia a la cara, exclamó:
—¡Pobre niña! ¡Y eres la mayor de nueve! Yo tuve una hija que debería haber tenido tu edad, pero no me la puedo imaginar como la mayor de nueve.
A esto siguió una pausa silenciosa. Después hizo sonar la campanilla, y le pidió a la doncella, Adams, que me condujese a mi habitación.
Era tan pequeña que creo que debió de ser antaño una celda. Las paredes eran de piedra enlucida con cal, y la cama tenía una colcha de algodón blanco. Había dos sillas, y una alfombrilla a cada lado de la cama. En un ropero adjunto se encontraban una palangana y un tocador. En la pared opuesta a la cama se había pintado un texto de las Escrituras, y bajo él colgaba una lámina, muy común en aquellos días, del rey Jorge y la reina Carolina, con su numerosísima familia, incluida la pequeña princesa Amelia en un carrito. A cada lado colgaba un retrato, también grabado: a la izquierda Luis XVI, y a la derecha María Antonieta[2]. Sobre la chimenea se encontraban una cajita de yesca y un libro de oraciones. No recuerdo que hubiera nada más en la habitación. En realidad, en aquellos días la gente no soñaba ni con escritorios, ni con tinteros y portafolios o butacas y esas cosas. Se nos enseñaba que el dormitorio era para vestirse, dormir y rezar.
Finalmente anunciaron la cena. Seguí a la joven que enviaron para avisarme y bajamos la escalera ancha y de peldaños bajos hasta el gran comedor, que atravesé antes camino de los aposentos de lady Ludlow. Allí encontré a otras cuatro jóvenes, todas de pie y en silencio, que me hicieron una pequeña reverencia al entrar yo. Vestían una especie de uniforme consistente en cofias de muselina atadas alrededor de la cabeza con cintas azules, pañuelos de muselina sencillos, delantales de batista y almidonados vestidos de colores apagados. Estaban todas reunidas a cierta distancia de la mesa, sobre la que se encontraban un par de pollos fríos, una ensalada y una tarta de frutas. En la tarima había una mesa redonda más pequeña, con una jarra de plata llena de leche y un panecillo. Cerca había una silla tallada, con una diadema de condesa coronando el respaldo. Creí que alguien se dirigiría a mí, pero eran tímidas, y yo también, a no ser que tuvieran otra razón para no hablarnos. De todos modos, apenas un instante después de entrar yo en el salón por la puerta más baja, milady hizo lo propio por la puerta situada en la tarima, y todas hicimos una profunda reverencia, en mi caso porque vi a las demás hacerlo. Se paró y nos miró por un momento.
—Jovencitas —dijo—, den la bienvenida a Margaret Dawson.
Y ellas me trataron con la amabilidad y cortesía debidas a una extraña pero sin intercambiar más conversación que la necesaria para la comida. Al terminar esta, y después de que una de nosotras pronunciase una plegaria, milady hizo sonar la campanilla y aparecieron los sirvientes para recoger la mesa. A continuación trajeron un atril de lectura portátil, que situaron en la tarima, y, con todos los habitantes de la casa reunidos, milady pidió a una de mis compañeras que subiese para leer los salmos y lecciones del día. Recuerdo que pensé lo asustada que me habría sentido de estar en su lugar. No hubo oraciones. Milady consideraba cismático que hubiera oraciones no incluidas en el devocionario; y antes habría pronunciado personalmente el sermón de la parroquia que permitir que alguien que no fuera al menos un diácono leyera oraciones en una casa particular. Ni siquiera estoy muy segura de que le hubiera permitido leerlas en un lugar sin consagrar.
Había sido dama de honor de la reina Carolina: una Hanbury de la alcurnia que floreció en los días de los Plantagenêt[3], y heredera de todos los terrenos que aún atesoraba la familia y de las grandes fincas que una vez se extendieron hasta ocupar cuatro condados. Hanbury Court le pertenecía por pleno derecho. Se había desposado con lord Ludlow, y había vivido muchos años en sus diversas residencias, lejos de la casa de sus ancestros. Había perdido a todos sus hijos salvo a uno, y la mayoría habían fallecido en las casas de lord Ludlow; casi me atrevería a decir que esa era la razón de que milady aborreciese aquellos lugares y deseara regresar a Hanbury Court, donde fue dichosa de niña. Imagino que su infancia debió de ser la etapa más feliz de su vida, pues, ahora que lo pienso, la mayoría de sus opiniones, que fui sabiendo a medida que la conocía, resultaban bastante peculiares, y eran norma generalizada cincuenta años antes. Por ejemplo, durante mi estancia en Hanbury Court se oyeron opiniones en defensa de la educación: el señor Raikes había organizado unas escuelas dominicales, y había clérigos a favor de enseñar a leer y escribir, y algunas nociones de aritmética. Milady no quería ni oír hablar de ello, pues opinaba que se trataba de una idea igualitaria y revolucionaria. Cuando llegaba alguna joven buscando trabajo, milady la hacía pasar para evaluar su aspecto y su indumentaria y la interrogaba sobre su familia. Daba una gran importancia a esto último, y decía que una joven que no se alegrase cuando alguien manifestaba interés o curiosidad por su madre o el «bebé» (si es que lo había) probablemente no sería una buena sirvienta. Después le pedía que le mostrase los pies, para comprobar si estaba adecuadamente calzada, y, acto seguido, le pedía que rezase el padrenuestro y el credo. Y, por último, le preguntaba si sabía escribir. En caso de saber, y si le había agradado todo lo anterior, se le demudaba la expresión: para ella suponía una gran decepción, pues consideraba una norma inviolable no contratar nunca a servidumbre que supiera escribir. Sin embargo, he sabido que milady incumplió alguna vez esta norma, si bien en ambas ocasiones puso a prueba los principios de las jóvenes con mayor y desacostumbrada insistencia pidiéndoles que repitieran los diez mandamientos. Una jovencita vivaracha —por la que me apené, hasta que supe que se casó con un rico pañero de Shrewsbury— que había superado las pruebas de forma bastante aceptable, y más teniendo en cuenta que sabía escribir, estropeó su ingreso al añadir con descaro, al final del último mandamiento:
—Y además, milady, puedo llevarle las cuentas.
—Lárgate, muchacha —repuso milady enseguida—. Solo vales para el comercio, no me sirves como doncella.
La joven se marchó apenada. Sin embargo, apenas un minuto después, milady me mandó tras ella para ofrecerle algo de comer antes de que dejara la casa; y después me envió a buscarla una vez más, pero únicamente para darle una Biblia y aleccionarla contra los principios franceses, que habían llevado a aquel pueblo a decapitar a su rey y a su reina.
La pobre chica, llorosa, repuso:
—De verdad, milady, que no le haría daño a una mosca, y mucho menos a un rey; y no soporto a los franceses, ni a las ranas, ya puestos[4].
Pero milady se mostró inflexible, y acabó eligiendo a una muchacha que no sabía ni leer ni escribir, para calmar su preocupación por los avances de la educación en las sumas y restas. Posteriormente, al fallecer el clérigo que estaba al cargo de la parroquia de Hanbury cuando yo llegué, y nombrar el obispo a otro más joven en su lugar, el asunto fue motivo de desacuerdo entre el prelado y milady. Cuando vivía el anciano sordo Mountford y milady se sentía indispuesta para oír un sermón, acostumbraba a levantarse y pararse ante su gran reclinatorio cuadrado —situado justo frente al atril de lectura— para anunciarle (en la parte de la misa matinal que estipulaba que se entonen los himnos en todos aquellos coros y lugares destinados a ello):
—Señor Mountford, no le haré tomarse la molestia de pronunciar un sermón esta mañana.
Y todas nos arrodillábamos para la letanía con gran satisfacción; ya que el señor Mountford, aunque no podía oír, siempre tenía los ojos bien abiertos en esta parte de la misa y estaba pendiente de cualquier movimiento por parte de milady. Pero el nuevo clérigo, el señor Gray, era otro cantar. Ponía un gran celo en su trabajo como párroco; y milady, que era todo lo caritativa que podía con los pobres, a menudo lo declaraba un enviado del Cielo para la parroquia; y él nunca dudaba en pedirle caldo, o vino, o jalea, o sagú para algún enfermo. Pero acabó adoptando esa nueva afición a la enseñanza y pude ver cómo aquello cambiaba, desgraciadamente, las tornas un domingo en que ella sospechó, no sé muy bien cómo, que iba a decir algo en su sermón sobre una escuela dominical que estaba planeando. Se levantó del asiento, cosa que no hacía desde que falleció el señor Mountford, más de dos años antes, y dijo:
—Señor Gray, no le haré tomarse la molestia de pronunciar un sermón esta mañana.
Pero su voz no sonaba firme y segura, y nos arrodillamos con más curiosidad que satisfacción. El señor Gray predicó un sermón muy vehemente sobre la necesidad de establecer en el pueblo una escuela para el sabbath. Milady cerró los ojos, y pareció echarse a dormir; pero no creo que se perdiera ni una palabra, aunque no dijo nada acerca de ello, que yo supiera, hasta el sábado siguiente, cuando dos de nosotras la acompañamos en su carruaje, como dictaba la costumbre, para ver a una pobre mujer postrada en cama que vivía a unas cuantas millas de distancia, al otro lado de la propiedad y de la parroquia. Mientras íbamos hacia la casa nos encontramos con el señor Gray, que caminaba muy acalorado y con un aire muy cansado. Milady lo llamó para que se acercara, le dijo que podría esperarlo para luego llevarlo a casa y añadió que le extrañaba verlo allí, tan lejos de su casa, pues estaba viajando en sabbath, y, por lo que ella había concluido de su sermón del último domingo, él favorecía el judaísmo sobre el cristianismo. Él no pareció comprender lo que ella insinuaba, pero la verdad es que, al margen del interés que había manifestado a favor de las escuelas y la educación, había llamado sabbath al domingo, y, como decía milady: «El sabbath es el sabbath, y es una cosa; además se celebra el sábado, y solo lo observaría de ser judía, cosa que no soy. Y el domingo es el domingo, y es algo muy distinto, y si lo observo es porque soy cristiana, cosa que espero humildemente poder afirmar que soy».
Pero para cuando el señor Gray empezó a comprender lo que ella quería decir con lo de viajar en sabbath, solo entendió una parte; sonrió, hizo una reverencia con la cabeza y dijo que nadie sabía mejor que milady cuáles eran los deberes que derogaban las reglas del sabbath: debía ir a leer a la anciana Betty Brown, y no quería retrasar a milady.
—Puedo esperarlo, señor Gray —repuso ella—. O dar una vuelta por Oakfield y regresar en una hora.
Porque, verán, ella no quería apresurarlo o incomodarlo con la idea de hacerla esperar mientras él rezaba y confortaba a la anciana Betty.
—Un hombre muy apuesto, queridas —nos dijo, mientras nos alejábamos—. Pero, de todas formas, haré que pongan nuevos vidrios en el reclinatorio.
En aquel momento no supimos lo que quería decir, pero lo comprendimos no ese domingo, sino el siguiente. Mandó descolgar todas las cortinas del gran reclinatorio familiar de los Hanbury e instalar en su lugar una serie de vidrieras de casi dos metros de altura. Entramos por una puerta que tenía una ventanilla que se subía y bajaba, como las de los carruajes. Dicha ventanilla solía estar bajada, lo que nos permitiría oír perfectamente; pero si el señor Gray empleaba la palabra «sabbath» o hablaba a favor de la escolarización y la educación, milady salía de su rincón y subía la ventanilla con decidido estruendo.
Debo contarles algo más acerca del señor Gray. La recomendación de solicitar clérigos para el pueblo de Hanbury recaía en dos fideicomisarios, y lady Ludlow era uno de ellos: lord Ludlow había ejercido tal derecho para nombrar al señor Mountford, el cual se había ganado el aprecio del noble con sus excelentes dotes como jinete. Y el señor Mountford no era mal clérigo, si se tiene en cuenta cómo eran los clérigos en aquellos tiempos: no bebía, aunque le gustaba la buena mesa como al que más, y cuando llegaba a sus oídos que alguien estaba enfermo le enviaba bandejas de su propia vajilla con los platos que más le gustaban, si bien en ocasiones eran viandas que resultaban tan perniciosas para un enfermo como el veneno. Deseaba el bien a todo el mundo salvo a los cismáticos, y él y lady Ludlow se habían unido para intentar expulsarlos de la parroquia; de entre todos los cismáticos aborrecía sobre todo a los metodistas, a decir de algunos porque John Wesley[5] había puesto objeciones a sus partidas de caza. Pero aquello debía de remontarse mucho tiempo atrás, pues cuando yo lo conocí era demasiado corpulento y pesado para ir de caza y, además, el obispo de la diócesis desaprobaba esta afición, y había trasmitido su desagrado a los clérigos. Yo, por mi parte, creo que al señor Mountford no le habría venido mal echar alguna carrera, incluso desde el punto de vista moral. Comía tanto, y hacía tan poco ejercicio, que lo oíamos a menudo montar en cólera con sus sirvientes, y con el sacristán y con el ayudante. Pero ninguno de ellos le hacía mucho caso, pues enseguida se le pasaba y se aseguraba de compensarlos con algún regalo, según decían proporcional a su arrebato de ira; así que el sacristán, que era un tanto bromista (como todos los sacristanes, creo yo), decía que si el vicario exclamaba: «¡Al diablo contigo!», eso valía un chelín; mientras que su discurso de «¡Diantre!» solo valía unos míseros seis peniques, apenas digno de un capellán.
Pese a todo, había mucha bondad en el señor Mountford. No podía soportar ver a alguien herido, o apenado, o padeciendo algún sufrimiento, y cuando ello llegaba a sus oídos no podía descansar sin haberlo solucionado, aunque solo fuera momentáneamente. Pero no le gustaba sentirse incómodo, así que, en la medida de lo posible, evitaba ver a quien estuviera enfermo o triste, y no agradecía que le informaran de ello.
—Milady, ¿qué quiere que yo le haga? —le preguntó una vez a lady Ludlow cuando esta le pidió que fuera a visitar a un pobre hombre que se había fracturado la pierna—. No puedo arreglarle la pierna como haría un médico, y no puedo cuidarle tan bien como lo hace su esposa; puedo darle conversación, pero no me entendería más de lo que yo entiendo el lenguaje de los alquimistas. Mi presencia le importunará, se pondrá tenso, adoptará una postura poco cómoda por respeto a la sotana y no se permitirá el desahogo de dar patadas, de jurar y de increpar a su mujer estando yo allí. Casi puedo oírlo, y lo digo metafóricamente, milady, exhalar un suspiro de alivio al volver yo la espalda, y daría por inútil el sermón que pronunciaría y que en su opinión debería reservar para el púlpito y sus vecinos (pues, a su juicio, sería lo más apropiado, teniendo en cuenta que iría dirigido a los pecadores). Yo juzgo al prójimo como a mí mismo; y trato a los demás como me gustaría ser tratado. Es la actitud que me parece más cristiana. Aborrecería —mejorando lo presente, milady— recibir la visita de lord Ludlow si yo me encontrara enfermo. Sería un gran honor, sin duda, pero tendría que ponerme un gorro de noche limpio para la ocasión, fingir paciencia, por cortesía, y no cansar a milord con mis quejas. Estaría doblemente agradecido si me enviara algo de caza, o una buena pierna de venado, para restablecer el estado óptimo de salud y fortaleza en el que todos deberíamos encontrarnos para recibir el honor de la visita de un hombre noble. Así que enviaré a Jerry Butler una buena cena cada día hasta que recupere las fuerzas y le ahorraré a ese pobre hombre mi presencia y consejo.
Milady se mostraba desconcertada ante semejante actitud, y ante otros muchos discursos del señor Mountford. Pero lo había nombrado lord Ludlow, y ella no osaba dudar de la sabiduría de su difunto marido; además, sabía que él siempre enviaba las cenas que prometía, y a menudo hasta una o dos guineas para ayudar a pagar los honorarios del médico. Sin olvidar que el señor Mountford era de buena pasta, como se suele decir, leal hasta la médula, que odiaba a los cismáticos y a los franceses y que apenas podía beber una taza de té sin brindar «¡Por la Iglesia y el Rey, y abajo con la Cámara de los Comunes!». Es más, una vez tuvo el honor de predicar en Weymouth ante los reyes y dos de las princesas, y el rey había aplaudido su sermón y había exclamado: «¡Muy bien, muy bien!», y aquel hecho había sellado sus méritos a ojos de milady.
Además, en las largas tardes de domingo del invierno, se acercaba hasta la casa, nos leía un sermón a las chicas y después jugaba una partida de ciento con milady, lo que hacía más breve el tedio de aquellos días. En aquellas ocasiones, milady solía invitarle a cenar con ella en la mesa de la tarima, pero, como la cena consistía invariablemente en pan y leche exclusivamente, el señor Mountford prefería sentarse con nosotras y bromear acerca de lo perverso y heterodoxo que era comer de forma tan parca en domingo, que era el día festivo de la Iglesia. Nosotras reíamos aquella broma de la misma forma la vigésima vez que la primera, pues sabíamos que la haría, ya que siempre lanzaba una tosecilla nerviosa cuando iba a hacer una broma, por miedo a que milady no lo aprobase; y ni él ni ella parecían acordarse de que ya había tenido antes la misma idea.
El señor Mountford murió de forma bastante repentina. Todos sentimos su pérdida. Dejó parte de sus propiedades (pues tenía terrenos propios) a los pobres de la parroquia, para poder proporcionarles así una cena anual de Navidad a base de carne asada y pudin de ciruelas, para el que había escrito una muy buena receta en un codicilo de su testamento.
Asimismo, era su deseo que sus albaceas se asegurasen de que el mausoleo donde se enterraba a todos los vicarios de Hanbury estuviera bien aireado antes de introducir en él su ataúd, pues toda su vida le había horrorizado la humedad y había terminado por mantener sus aposentos a una temperatura tan caliente que algunos opinaban que eso había acelerado su partida.
Fue entonces cuando el otro fideicomisario, como ya he dicho, propuso al señor Gray, miembro del cuerpo docente del Lincoln College de Oxford. Para todos nosotros, pertenecientes de alguna manera a la familia Hanbury, era natural desaprobar la elección del otro fideicomisario. Pero cuando alguien de mala fe hizo circular el rumor de que el señor Gray era un metodista moravo, recuerdo que milady exclamó: «Me resisto a creer algo tan terrible sin disponer de una gran cantidad de pruebas».