Capítulo XI
Pero no sé cómo podía milady relacionar el exceso de educación con el hecho de que Harry Gregson se rompiera la pierna, pues la forma en que ocurrió el accidente fue la siguiente:
El señor Horner, que desgraciadamente había caído enfermo desde que falleció su esposa, se había encariñado mucho con Harry Gregson. Ahora bien, el señor Horner era frío en su trato con todo el mundo y jamás hablaba más de lo necesario, y eso en el mejor de los casos. Y últimamente no había estado en el mejor de los casos. Es cierto que tenía motivos para sentirse inquieto por los asuntos de milady (acerca de los cuales yo no sabía nada) y estaba evidentemente molesto por el «capricho» de milady (como una vez lo denominó sin darse cuenta) de poner a la señorita Galindo como su subordinada en calidad de amanuense. Pese a ello, siempre había sido amigo de la señorita Galindo a su callada manera, y ella se consagraba a su nueva ocupación con puntualidad y diligencia, aunque más de una vez se había quejado ante mí por los pedidos de labores de costura que le enviaban y que, debido a su trabajo al servicio de lady Ludlow, se había visto incapaz de cumplir.
La única criatura viviente por la que se podría decir que el sobrio señor Horner sentía algo de cariño era Harry Gregson. Para milady era un sirviente fiel y devoto que velaba profundamente por sus intereses y se mostraba ansioso por cumplirlos a toda costa, independientemente de cualquier molestia que eso pudiera suponerle. Pero cuanto más implacable en sus labores se mostraba el señor Horner, más probable era que se enojara ante la peculiaridad de determinadas opiniones que milady mantenía con tenacidad suave y tranquila, y que ningún tipo de argumentación basada en meros cálculos terrenales sobre los negocios podía vencer. Este frecuente enfrentamiento de opiniones que sostenía el señor Horner, si bien no interfería con el sincero respeto que sentían mutuamente tanto milady como su administrador, impedía que aflorara algún otro tipo de sentimiento más afectuoso. Resulta extraño decirlo, pero debo repetirlo: la única persona por la que, desde la muerte de su esposa, el señor Horner parecía sentir algo de cariño era ese diablillo de Harry Gregson, de ojos brillantes y atentos y el pelo enmarañado hasta las cejas que le dotaba del aspecto de un Skye terrier. Aquel muchacho medio gitano, y todo un cazador furtivo según mucha gente, merodeaba alrededor del silencioso, respetable y formal señor Horner, siguiéndolo con algo semejante a la cariñosa fidelidad del perrillo al cual se parecía. Sospecho que tal demostración de apego a su persona por parte de Harry Gregson fue lo que le granjeó el favor del señor Horner. En un primer momento, el administrador había elegido al muchacho únicamente como el instrumento más adecuado que pudo encontrar para sus propósitos; y con esto no quiero decir que, si Harry no hubiera sido casi tan serio como el propio señor Horner, tanto por su temperamento original como por su experiencia posterior, el administrador no le habría tomado a su cargo como hizo, aunque el muchacho no hubiera mostrado tanto afecto por él.
Hasta con Harry, el señor Horner era un hombre callado. Aun así, le resultaba agradable verse tan rápidamente comprendido de alguna manera, percibir que su pequeño seguidor recogía las migajas de conocimiento que dejaba caer y las atesoraba como el oro, que había alguien que odiaba a las personas o cosas que el señor Horner detestaba con frialdad y que reverenciaba y admiraba a aquellas que él apreciaba. El señor Horner nunca había tenido hijos, y supongo que había empezado a desarrollarse en él algo parecido a un sentimiento paternal por Harry Gregson. Había oído un par de opiniones de gente diferente que siempre me habían inclinado a pensar que el señor Horner deseaba secretamente, y casi de forma inconsciente, educar a Harry Gregson para convertirlo primero en su amanuense, luego en su ayudante y, finalmente, en su sucesor como administrador de los terrenos de Hanbury.
Estoy segura de que la caída en desgracia de Harry ante los ojos de milady a consecuencia de la lectura de esa carta fue un golpe más duro para el señor Horner de lo que dejaban traslucir sus modales sosegados, o incluso de lo que lady Ludlow jamás soñó que podría asestarle.
Probablemente Harry obtuvo en su momento una breve y severa reprimenda por parte del señor Horner, pues sus modales eran siempre duros, incluso con aquellos por los que más se preocupaba. Pero el cariño de Harry no era de los que se ven desalentados o ahogados por unas pocas palabras tajantes. Me atrevería a afirmar, a tenor de lo que me dijeron más tarde de ellos, que Harry acompañó al señor Horner en su paseo por la granja el mismo día de su reprimenda; su presencia pareció pasar desapercibida para el administrador, aunque su ausencia le habría resultado dolorosa. Así eran las cosas, según me contaron. El señor Horner nunca le pedía a Harry que lo acompañara, y nunca le agradecía que lo hiciera, ni que se encontrara siempre pegado a sus talones dispuesto a hacer recados, veloz como una flecha, y de vuelta a su lado tan rápido como le era posible. Pese a ello, si Harry se encontraba ausente, el señor Horner jamás preguntaba la razón a ninguno de los hombres que supuestamente podrían saber si su padre lo había castigado o si tenía algún compromiso, y nunca interrogaba al propio Harry para saber dónde había estado. Pero la señorita Galindo decía que los campesinos que conocían bien al señor Horner le contaban que los días en que el muchacho no estaba siempre se mostraba más atento a los defectos y encontraba muchas más faltas.
De hecho, la señorita Galindo era mi mayor fuente de noticias sobre lo que ocurría en el pueblo. Fue ella quien me proporcionó los detalles acerca del accidente del pobre Harry.
—Verá, querida —dijo—, el pequeño furtivo ha despertado un inusitado interés en mi patrón. (Aquél era el nombre con el que la señorita Galindo siempre se refería al señor Horner en mi presencia, desde que, como ella decía, había sido nombrada su amanuense).
»Yo, ni aun teniendo veinte corazones, habría podido reservar ni un mínimo sitio en alguno de ellos para ese hombre tan sacrificado, gris, honrado y severo. Pero hay gustos para todo, y ahí estaba ese pequeño ladronzuelo gitano dispuesto a ser esclavo de mi patrón y, por raro que parezca, mi patrón, que, como ya he dicho antes, debería haberse librado del pilluelo y de la familia del pilluelo, y haberlos enviado al punto a Hall, el encargado de ocuparse de los ladrones; bueno, pues mi patrón, según me han dicho, se ha encariñado a su manera del chico y, si pudiera hacerlo sin contrariar demasiado a milady, lo convertiría en lo que los lugareños llaman latinista. Sin embargo, parece ser que anoche alguien olvidó echar al correo una carta de bastante importancia (no puedo decirle de qué trataba, querida, aunque lo sé perfectamente, pues “el empleo obliga”, igual que la nobleza, y debe creerme si le digo que era importante, y algo que me cuesta creer que mi patrón pudiera olvidar) hasta que ya fue demasiado tarde para hacerlo. (Ese pobre buen hombre, tan metódico, no es el que era desde la muerte de su esposa). Pues bien, como es de suponer, se encontraba de lo más contrariado por su olvido. Y le resultaba de lo más irritante, pues no tenía nadie a quien culpar salvo a sí mismo.
Al respecto reconozco que yo siempre regaño a otra persona cuando la culpa es mía, pero supongo que a mi patrón nunca se le ocurriría hacer tal cosa, cosa que es un gran alivio. No pudo ni tomar el té, y se encontraba totalmente taciturno y contrito. Y el pequeño diablillo fiel, supongo que dándose cuenta de ello, se levantó como el mensajero de las viejas baladas y dijo que correría como si le fuera la vida en ello a través de los campos hasta Comberford y vería si podía llegar antes de que cerraran las sacas. Así que mi patrón le entregó la carta y no se supo más del pobre muchacho hasta esta mañana, pues el padre pensaba que su hijo estaba durmiendo en el granero del señor Horner, como al parecer hace en ocasiones, y mi patrón, como es natural, creía que había ido a casa de su padre.
—Y en realidad se había caído en la vieja cantera, ¿no es así?
—Precisamente. El señor Gray había venido aquí para incordiar a milady con alguno de sus planes modernos y como, según tengo entendido, el hombre no pudo salirse con la suya, se sintió apesadumbrado y pensó en regresar a su casa por el camino de atrás, en lugar de atravesar el pueblo, pues los paisanos notarían que el párroco tenía aspecto sombrío. Y eso fue una bendición, y no me importa decirlo, y lo digo de corazón aunque pueda sonar metodista, pues, cuando el señor Gray pasó por la cantera, oyó un gemido; al principio creyó que era un cordero que se había caído, y se quedó quieto, pero lo oyó otra vez y entonces, supongo yo, miró hacia abajo y vio a Harry. Así que bajó, apoyándose en las ramas de los árboles, hasta el saliente en que se encontraba Harry, medio muerto y con la pobre pierna rota. Allí había estado postrado desde la noche anterior. Volvía para contar al patrón que había conseguido entregar la carta a tiempo y las primeras palabras que pronunció cuando consiguieron recuperarlo del estado de agotamiento en que se encontraba fueron (y la señorita Galindo intentó con todas sus fuerzas que no se le saltaran las lágrimas al decirlo): «He llegado a tiempo, señor. He visto con mis propios ojos cómo la metían en la saca».
—Pero ¿dónde se encuentra ahora? —pregunté yo—. ¿Cómo le sacó de allí el señor Gray?
—¡Ah! De eso se trata. Se ve que no es tan malo el caballero (no me atrevo a decir la palabra «diablo» en casa de lady Ludlow) como lo pintan, y el señor Gray debe de tener muy buen fondo, como yo suelo decir a veces, aunque luego a otros, cuando él ha ido en mi contra, les diga que no le soporto y que creo que la horca es demasiado buena para él. Alzó en brazos al pobre muchacho como si fuera un bebé, lo subió por las grandes cornisas que antes se usaban de escalones y lo tumbó suavemente en la hierba mullida del borde del camino; acto seguido, corrió a su casa, consiguió ayuda y una puerta que sirviera de camilla, hizo que lo llevaran a su casa y lo tumbó en su propia cama; y entonces, de alguna manera, reparó por primera vez, o tal vez se dio cuenta otro, de que él mismo se encontraba cubierto de sangre, de su propia sangre, pues se había roto un vaso sanguíneo, y cayó desplomado en el vestidor, tan pálido como si hubiera muerto; mientras tanto el pilluelo estaba tumbado en la cama del señor Gray, profundamente dormido, ahora que le habían arreglado la pierna, como si las sábanas de lino y el colchón de plumas fueran su elemento natural, por así decirlo. Lo cierto es que ahora que se encuentra tan bien, no tengo paciencia con él, tumbado en el lugar donde debía estar el señor Gray. Justo lo que milady siempre profetizó que ocurriría si se confundían los rangos sociales.
—¡Pobre señor Gray! —exclamé yo, pensando en su rostro enrojecido y su manera de actuar febril e inquieta, cuando no hacía ni una hora que había visitado a milady y antes, lógicamente, de tener que realizar un sobreesfuerzo por causa de Harry. Y le describí a la señorita Galindo lo enfermo que me había parecido.
—Sí —repuso ella—. Y esa es la razón por la que milady mandó a buscar al doctor Trevor. Bueno, todo ha salido admirablemente, pues cuidó con gran esmero de ese viejo asno de Prince, y vi que no cometía errores.
Pues bien, con aquello de «viejo asno de Prince» se refería al cirujano del pueblo, el señor Prince, con el cual la señorita Galindo tenía entablada una batalla campal, pues a menudo se encontraban en las casas del pueblo, cuando había algún enfermo y ella acudía con sus extraños remedios y recetas, que él, con su amplia farmacopea, despreciaba infinitamente; y a consecuencia de sus riñas hacía poco que él había establecido una especie de norma, por la cual se negaba a visitar el hogar de cualquier enfermo en el que se admitiera a la señorita Galindo. Pero los remedios y las visitas de la señorita Galindo no costaban nada, y a menudo se veían respaldados por física casera; por ello, y aunque es bien cierto que ella nunca acudía sin protestar por una cosa o por otra, la gente normalmente prefería recurrir a ella que al señor Prince.
—Sí, el viejo asno se vio obligado a tolerarme, y a ser educado conmigo, pues, como verás, yo llegué primero, y tenía potestad, como si dijéramos, y aun así, el señor asno pretendía llevarse el mérito de atender al párroco y de consultar a un doctor de ciudad tan eminente como el doctor Trevor. Y eso que el doctor Trevor es un viejo amigo mío —(suspiró un poco, algún día os diré por qué)—, y me trata con infinita reverencia y respeto. Así que el asno, para no quedarse al margen de los rituales médicos, hizo una reverencia también, aunque desgraciadamente fue a disgusto, y esbozó una mueca como si alguien hubiera arañado una pizarra con una tiza cuando yo le dije al doctor Trevor que tenía intención de quedarme velando a ambos muchachos, pues consideraba que el señor Gray no era más que un muchacho, y un muchacho muy arrogante, a veces.
—Pero ¿para qué va usted a velarles, señorita Galindo? Acabaría usted agotada.
—En absoluto. Verá usted, hay que tranquilizar a la madre de Gregson, pues se sienta junto al muchacho, agitada y sollozando, y me temo que perturbará al señor Gray; y también hay que tranquilizar al propio señor Gray, pues según el doctor Trevor su vida depende de ello, y hay que darles medicinas a ambos, y hay vendajes que vigilar y hay que echar a la horda salvaje de hermanos y hermanas gitanos, y evitar que el padre se muestre demasiado efusivo en su agradecimiento al señor Gray, que no puede oírlo… y, ¿quién va a hacer todo eso sino yo? Su única sirvienta es la vieja y lisiada Betty, que una vez vivió conmigo, y me abandonó porque decía que siempre la estaba molestando; y hay mucho de cierto en eso, lo reconozco, pero no hacía falta que lo fuera propagando, pues las grandes verdades están mejor en lo profundo del pozo, y ¿qué va a hacer ella, si además es sorda como una tapia?
Así pues, la señorita Galindo se salió con la suya, pero eso no le impidió presentarse en su puesto a la mañana siguiente, un poco más cascarrabias y callada de lo habitual, aunque lo primero no fuese de extrañar, y lo segundo resultase casi una bendición.
Lady Ludlow se había mostrado extremadamente inquieta por el señor Gray y Harry Gregson. Ella siempre era amable y atenta ante cualquier situación de enfermedad o accidente, pero de alguna manera, en este caso, la sensación de que sentía… ¿cómo llamarlo? —«amistad» no parece ser la palabra adecuada para describir los sentimientos de la condesa Ludlow por el pequeño mensajero vagabundo que una vez estuvo en su presencia—… digamos que no se había despedido de ninguno de ellos aunque lo habría deseado, si es que acaso la muerte les estaba rondando, y eso le inquietaba más de lo normal. Procuraba que el doctor Trevor obtuviera el mejor asesoramiento médico del condado, y cualquier dieta que prescribiera era preparada bajo la estricta supervisión de la propia señora Medlicott y enviada a la vicaría desde la casa. Dado que el señor Horner había dado instrucciones similares, al menos en el caso de Harry Gregson, adolecíamos más de un exceso de consejeros y manjares que de la falta de ellos. Por ende, la segunda noche el señor Horner insistió en hacerse cargo personalmente de los cuidados, y se sentó a roncar junto al lecho de Harry, creyendo que le velaba cuando en realidad dormía como un tronco, mientras la pobre madre yacía exhausta junto a su hijo, según nos dijo la señorita Galindo; al parecer, desconfiando de la capacidad para velar y cuidar a su hijo de nadie que no fuera ella misma, se había escabullido para atravesar la tranquila calle del pueblo llevando el camisón bajo la capa, y se había encontrado al señor Gray tratando en vano de alcanzar la taza de agua de cebada que el señor Horner había dejado fuera de su alcance.
A consecuencia de la enfermedad del señor Gray, tuvimos que recibir a un párroco extraño para que se hiciera cargo de sus oficios. Se trataba de un hombre que se comía las consonantes y apresuraba toda la misa, y aun así le quedó tiempo para cruzarse con milady, y hacerle una reverencia a la salida de la iglesia de forma tan servil que creo que antes que verse ignorado por una condesa, habría preferido que le reprendiera o incluso que le propinara una colleja. Ahora bien, descubrí que, por muy grande que fuera la preferencia y aprobación de milady hacia las muestras de respeto, o incluso de reverencia, que debían prestársele como persona de importancia —una suerte de tributo a su orden que ella no tenía potestad individual de abolir, pero tampoco de exigir—, ella, que personalmente era una mujer sencilla, sincera y que se tenía en baja estima, no podía soportar nada parecido al servilismo del señor Crosse, nuestro párroco temporal. Llegó a aborrecer por completo su sonrisa y reverencia perpetuas, su adhesión instantánea a cualquier opinión que ella enunciara, su revoloteo continuo en la dirección en que, según milady, soplara el viento. A menudo he dicho que milady no hablaba mucho, como sin duda habría hecho de vivir rodeada de gente de su categoría, pero todos la queríamos tanto que aprendimos a interpretar con gran precisión sus pequeños gestos, y yo comprendía lo que significaban algunos movimientos concretos que hacía con la cabeza y algunas contracciones de sus delicados dedos casi tan bien como si se hubiera expresado en voz alta. Empecé a sospechar que milady habría agradecido tener al señor Gray de nuevo con nosotros, y haciendo su trabajo, incluso con esa escrupulosidad que le llevaba a desvivirse y a incordiar a los demás; y aunque el señor Gray pudiera tener las opiniones de milady en tan baja consideración como las de cualquier campesina, ella era demasiado razonable como para no darse cuenta de que su conversación era de gran enjundia comparada con la del señor Crosse, que era únicamente su insípido eco.
En cuanto a la señorita Galindo, se mostró completa y absolutamente partidaria del señor Gray casi desde el mismo momento en que empezó a hacerse cargo de él durante su enfermedad.
—Usted sabe que yo no soy de las que se las da de razonable, milady. Así que lejos de mí afirmar, como haría si fuera una mujer prudente y demás, que los argumentos del señor Gray sobre esto y lo otro me han convencido. Porque además, ¡pobre hombre!, no ha podido discutir, y casi ni hablar, dado que el doctor Trevor se ha mostrado de lo más inflexible al respecto. ¡Así que no ha habido posibilidad de discutir! Pero lo que quiero decir es lo siguiente: cuando yo veo a un enfermo que siempre está pensando en los demás, y nunca en sí mismo, que es paciente, humilde… en ocasiones en exceso, pues le he sorprendido rezando para ser perdonado por haber descuidado su trabajo como párroco (la señorita Galindo ponía unas caras horribles para retener las lágrimas, guiñando los ojos de una manera que en cualquier otro momento me habría resultado cómica, pero no ahora, que hablaba del señor Gray); cuando veo un hombre decididamente bueno y religioso, pienso que está en el buen camino, y que lo mejor que puedo hacer es agarrarme a los faldones de su ropa y cerrar los ojos si hemos de atravesar arenas movedizas en nuestro viaje al Cielo. Así pues, milady, me perdonará usted si, cuando se recobre, se entusiasma con la idea de la escuela dominical, ya que, si lo hace, yo me entusiasmaré también, y quizá el doble que él, pues, como sabrá, mi constitución es fuerte comparada con la suya, y tengo una forma muy directa de hablar y actuar. Y se lo digo a milady ahora porque creo que, por su rango —y aún más, si se me permite decirlo, por toda la bondad que me ha demostrado desde hace tiempo y hasta este mismo momento—, tiene usted derecho a ser la primera en saber todo lo concerniente a mí. No puedo llamarlo exactamente un cambio de opinión, pues no veo que haya nada bueno en las escuelas ni en enseñar el abecedario, como no lo veía antes; solo que, puesto que el señor Gray lo ve así, yo debo cerrar los ojos y dar el salto a favor de la educación. Ya le he dicho a Sally que si no se ocupa de sus tareas y se pasa el día chismorreando con Nelly Mather, me pondré a darle lecciones, y desde entonces no la he vuelto a sorprender con la buena de Nelly.
Creo que la conversión de la señorita Galindo a las opiniones del señor Gray hirió un poco a milady, que, sin embargo, se limitó a decir:
—Por supuesto, si así lo desean los parroquianos, el señor Gray tendrá su escuela dominical. En tal caso, retiraré mi oposición. Lamento no poder cambiar mis opiniones con tanta facilidad como usted.
Milady forzó una sonrisa al decir esto. La señorita Galindo se percató de que le suponía un esfuerzo hacerlo. Caviló un instante antes de volver a hablar.
—Milady no ha visto al señor Gray de forma tan íntima como yo. Eso por un lado. Pero, por lo que respecta a los parroquianos, seguirían a milady en todo lo que diga, así que no cabe la posibilidad de que deseen tener una escuela dominical.
—Yo jamás he hecho nada para que me sigan, como usted lo llama, señorita Galindo —repuso milady, con gravedad.
—Sí que lo ha hecho —respondió la señorita Galindo, sin rodeos. Y entonces, corrigiéndose, dijo—: Milady me disculpará, pero sí lo ha hecho. Los ancestros de milady han vivido aquí desde tiempos inmemoriales, y han poseído la tierra de la que han vivido los antepasados de los parroquianos desde que ha habido antepasados. Usted misma ha nacido entre ellos, y podría decirse que ha sido una especie de reina para esta gente desde entonces, y que ellos sepan milady jamás ha hecho nada que no sea amable y gentil, pero dejaré los discursos de alabanza sobre milady al señor Crosse. Solo usted, milady, dirige los designios de la parroquia, y les ahorra un mundo de problemas, porque jamás serían capaces de decidir lo correcto si tuvieran que hacerlo por sí mismos. Está bien que los dirija usted, milady… bastaría solo con que se pusiera de acuerdo con el señor Gray.
—Bueno —repuso milady—, precisamente la única vez que estuvo aquí le dije que lo pensaría. Creo que podría decidirme mejor sobre ciertos asuntos si se me dejara tranquila, en lugar de hablarme de ellos constantemente.
Milady dijo esto en su habitual tono suave, pero había un poso de impaciencia en sus palabras, y de hecho estaba más alterada de lo que solía verla, pero, recobrando la compostura al instante, dijo:
—Usted no sabe cómo saca a relucir el señor Horner este tema de la educación a propósito de cualquier cosa. No es que diga nada al respecto en esas ocasiones: él no es de ésos. Pero no puede dejar el asunto en paz.
—Yo sé por qué, milady —respondió la señorita Galindo—. Ese pobre muchacho, Harry Gregson, nunca será capaz de ganarse el pan de forma activa, sino que se quedará lisiado de por vida. Ahora bien, el señor Horner le tiene más cariño a Harry que a nadie en este mundo, salvo quizás a milady. Y ha trazado sus propios planes para enseñar a Harry; y de tener el señor Gray su escuela, el señor Horner cree que Harry podría ser maestro en ella, ya que milady no quiere que venga a ejercer de amanuense. Desearía que milady respaldara este plan: el señor Gray está muy ilusionado con él.
La señorita Galindo miró con anhelo a milady mientras decía aquello. Pero milady únicamente dijo con sequedad, y levantándose al mismo tiempo, como dando la conversación por terminada:
—Parece que el señor Horner y el señor Gray han trazado gran parte de sus planes antes de conseguir mi consentimiento.
—¡Vaya! —exclamó la señorita Galindo cuando milady abandonaba la sala, disculpándose por retirarse—. Ya he causado problemas con mi estúpida lengua larga. Obviamente, la gente hoy en día hace sus planes a largo plazo, sobre todo si uno es un hombre enfermo, postrado todo el santo día en el sofá.
—Milady pronto se recobrará de su disgusto —dije yo, a modo de disculpa. Solo conseguí que la señorita Galindo dejara de hacerse reproches a sí misma y descargara su rabia contra mí.
—¿Acaso no tiene derecho a estar disgustada conmigo, si así lo desea, y a seguir disgustada el tiempo que le plazca? ¿Acaso me he quejado de ella para que usted me diga tal cosa? Déjeme decirle que conozco a milady desde hace treinta años, y que si me agarrara de los hombros y me echara de su casa, yo la querría incluso más. Así que ni se le ocurra entrometerse con sus amanerados discursitos pacificadores. Yo he sido la cotorra que ha metido la pata, y prefiero que esté enojada conmigo. Así que adiós, señorita, ¡y espere a conocer a lady Ludlow tan bien como yo antes de que se le vuelva a ocurrir decirme que pronto se le pasará el disgusto!
Y allá que se fue la señorita Galindo.
No podría decir exactamente qué es lo que había hecho mal, pero tuve buen cuidado de no volver a interponerme entre milady y ella en ninguna observación que se hicieran la una a la otra, pues vi que la señorita Galindo veneraba a milady con los más profundos lazos del afecto y el agradecimiento.
Mientras tanto, Harry Gregson iba cojeando por el pueblo, y todavía encontraba acogida en casa del señor Gray, pues allí el doctor podía vigilarlo cómodamente, recibir los cuidados precisos y disfrutar del alimento necesario. Tan pronto como se encontrase algo mejor debería acudir a ver al señor Horner, pero, como el administrador vivía a bastante distancia y se ausentaba a menudo, había acordado dejar a Harry en la casa a la que le habían llevado al principio, hasta que recobrase las fuerzas, y, por lo que me dijeron más tarde, sospecho que lo hizo con gusto, ya que el señor Gray empeñó las pocas fuerzas para hablar que le quedaban en enseñar a Harry de la manera exacta en que el señor Horner deseaba.
Por su parte, Gregson, el padre, hombre salvaje de los bosques, cazador furtivo, gitano, buhonero… se estaba ablandando por la dulzura con que se obsequiaba a su hijo. Hasta la fecha había sido un misántropo, y todos habían estado en su contra. Aquel asunto ante la justicia del que les hablé, cuando el señor Gray e incluso milady se movilizaron para librarle de un encarcelamiento inmerecido, fue la primera muestra de justicia que se le había brindado en toda su vida, y eso lo atrajo hacia las personas y le hizo sentir apego por el lugar donde hasta entonces solo había acampado temporalmente. No estoy segura de si alguno de los habitantes del pueblo le agradeció que se quedara en la vecindad, en lugar de levantar el campamento, como había hecho a menudo anteriormente, sin duda por motivos de seguridad personal. Harry era solo uno más de una prole de diez o doce niños, algunos de los cuales se habían granjeado la reputación de tener mal carácter; de hecho, uno de ellos hasta había llegado a ser deportado por un robo cometido en un lugar remoto del condado, y todavía se contaba en el pueblo la historia de cómo Gregson padre había regresado del juicio en un estado de furia salvaje, andando a zancadas por el lugar, y lanzando juramentos de venganza para sí mismo, con los ojos negros centelleando por entre su pelo grasiento y los brazos caídos a ambos lados, para después elevarlos al cielo en señal de impotencia y desesperación. Según contaban, iba seguido por su esposa, cargada de niños y llorosa. Después de lo sucedido se habían esfumado del condado durante algún tiempo, dejando la choza de barro atrancada y la llave, según decían los vecinos, enterrada bajo un seto. Los Gregson reaparecieron más o menos en las mismas fechas que el señor Gray llegó a Hanbury. Y o bien nunca había oído hablar de su carácter malvado, o bien consideraba que eso les otorgaba aún más derecho a recibir sus atenciones cristianas, lo cierto es que aquel gigante pagano tosco, indómito y fuerte se convirtió en un leal sirviente del débil, febril, nervioso y desconfiado párroco. Gregson también sentía una suerte de respeto gruñón hacia el señor Horner, si bien no le gustaba demasiado el monopolio que el administrador ejercía sobre su Harry; la madre demostraba mayor benevolencia con el señor Horner, y se tragaba sus celos maternales ante la perspectiva de que su hijo progresara a una posición mejor y más respetable que aquella con la que sus progenitores habían luchado en la vida. Pero el señor Horner, el administrador, y Gregson, el cazador furtivo y nómada, habían tenido demasiados encuentros desafortunados en el pasado como para llegar a mostrarse con absoluta cordialidad en el futuro. Incluso ahora, cuando no había motivo inmediato para que Gregson sintiera algo que no fuera gratitud a causa de su hijo, evitaba cruzarse con el señor Horner si lo veía venir, y este tenía que hacer acopio de todo su autocontrol y su reserva para no recurrir ocasionalmente al ejemplo de su padre como advertencia hacia Harry. Ahora bien, Gregson no sentía por el señor Gray el mismo deseo de evadir su presencia. El cazador furtivo experimentaba un sentimiento de protección física hacia el párroco, que había mostrado la valentía moral —sin la cual Gregson jamás lo habría respetado— de acudir directamente a él más de una vez cuando se dedicaba a actividades ilegales y decirle simple y llanamente que obraba mal, con una confianza tan firme en los mejores sentimientos del señor Gregson que el furtivo no podría haber levantado ni un dedo contra el señor Gray, aunque hubiera sido para salvarse a sí mismo de ser apresado y llevado al calabozo en la hora siguiente. Más bien escuchaba las osadas palabras del párroco con una sonrisa de aprobación, como la que el señor Gulliver podría haber esbozado ante el sermón de un liliputiense. Pero cuando las palabras osadas dieron paso a las acciones cordiales, el corazón de Gregson reconoció en silencio a su amo y maestro. Y lo más hermoso de todo ello era que el señor Gray permanecía totalmente ignorante de la buena obra que había hecho ni se reconocía a sí mismo como el instrumento empleado por Dios. Daba las gracias a Dios, bien es cierto, fervientemente y a menudo, por los efectos de su trabajo, y apreciaba al hombre salvaje por su tosca gratitud, pero al pobre joven párroco jamás se le ocurrió, mientras yacía enfermo en su lecho rezando —como nos dijo la señorita Galindo que hacía— para ser perdonado por su vida infructuosa, pensar en el alma recuperada de Gregson como una labor en lo que él hubiera participado de alguna manera. Habían pasado más de tres meses desde el último día en que el señor Gray estuvo en Hanbury Court. Durante todo aquel tiempo había permanecido confinado en el interior de su casa, cuando no en su lecho, y él y milady no se habían vuelto a encontrar desde su última discusión y sus diferencias acerca del silo del granjero Hale.
Esto no era culpa de mi querida señora, nadie podría haberse mostrado más solícito en todos los sentidos hacia las más ínfimas necesidades de cualquiera de los dos enfermos, sobre todo las del señor Gray. Y habría acudido a verlo a su propia casa, como le había prometido, de no ser porque había resbalado en la escalera de roble pulido y se había torcido un tobillo.
Así pues, no habíamos visto al señor Gray desde su enfermedad cuando un día de noviembre se anunció que deseaba hablar con milady. Ella se encontraba en sus aposentos, en la salita donde yo ya permanecía echada casi siempre, y recuerdo que pareció sorprendida cuando le dijeron que el señor Gray se encontraba en el recibidor.
No podía ir a su encuentro porque estaba demasiado impedida para ello, así que pidió que lo condujeran hasta donde ella se encontraba sentada.
—¡Vaya día ha elegido para salir! —exclamó, contemplando la niebla, que había ido trepando hacia las ventanas y socavaba la vida que quedaba en las brillantes hojas de hiedra que cubrían la casa por el lado de la terraza.
Entró pálido, tembloroso, con los grandes ojos fuera de las órbitas y las pupilas dilatadas. Corrió hasta la silla de lady Ludlow y, para mi sorpresa, le tomó una de las manos y la besó, sin pronunciar palabra, pero temblando de pies a cabeza.
—¡Señor Gray! —exclamó ella rápidamente, con la aprensión trémula y aguda de un mal desconocido—. ¿Qué ocurre? Tiene usted un aspecto fuera de lo corriente.
—Ha ocurrido algo fuera de lo corriente —repuso él, intentando que sus palabras sonaran calmadas, aunque con gran esfuerzo—. No hace ni media hora ha venido un hombre a mi casa… un tal señor Howard. Llegaba directo desde Viena.
—¡Mi hijo! —exclamó mi querida señora, tendiendo los brazos en muda actitud interrogante.
—Dios nos lo da, y Dios nos lo quita. Bendito sea el nombre del Señor.
Pero mi pobre milady no podía hacerse eco de sus palabras. Era el último hijo que le quedaba. Y una vez había sido la orgullosa madre de nueve.