Capítulo III

Que yo recuerde, fue muy poco después de todo aquello cuando empecé a sufrir los dolores de cadera que han acabado por convertirme en una lisiada de por vida. Apenas recuerdo otro paseo posterior a nuestro regreso escoltadas por el señor Gray desde la casa del señor Lathom. De hecho, ya en su momento albergué sospechas (aunque nunca lo manifesté en voz alta) de que mi mal tuviese su origen en un gran salto que di desde uno de los escalones que pasaban por encima de la cerca, precisamente en aquella ocasión.

Bien, fue hace mucho tiempo, y es Dios quien dispone por nosotros, por lo que no voy a aburrirles explicándoles lo que pensaba, cómo me sentía ni cómo, al saber en qué se convertiría mi vida, apenas pude convencerme de ser paciente y deseé morirme allí mismo. Seguramente cualquiera de ustedes puede imaginar lo que supone verse de repente convertido en alguien inútil e incapaz de moverse y lo que es ir perdiendo poco a poco la esperanza de cura y sentir que será una carga para los demás el resto de su vida, y más para una muchacha de diecisiete años, activa, obstinada y fuerte, ansiosa por tener éxito en la vida para así, en la medida de lo posible, ayudar a sus hermanos y hermanas. Así que solo diré que una de las bendiciones que se derivaron de lo que en su momento parecía una gran y oscura desgracia fue que lady Ludlow me tomó, por así decirlo, bajo su cuidado especial durante muchos años, y que hoy, mientras yazgo aquí, inmovilizada y sola en mi vejez, ¡es para mí un placer pensar en ella!

La señora Medlicott era una excelente enfermera, y estoy segura de que nunca le estaré lo suficientemente agradecida por toda su bondad. Sin embargo, no parecía encontrar la manera de tratarme en lo demás. Yo solía tener fuertes accesos de llanto durante los cuales pensaba que debía volver a casa —aunque, ¿qué iban a hacer allí conmigo?—, y ciento cincuenta pensamientos angustiados más, algunos de los cuales confesaba a la señora Medlicott, mientras que otros me los reservaba por pudor. Su manera de confortarme consistía en ir corriendo a buscar alguna comida tentadora o reparadora; estoy segura de que para ella un cuenco de gelatina derretida de pezuña de ternera era la cura para todos los males.

—Aquí tienes, querida, ¡come, come! —solía decir—, y no te atormentes por lo que no tiene remedio.

Pero creo que le desconcertaba la ineficacia de sus manjares; así que un día, después de desplazarme cojeando para ver al doctor hasta la salita de la señora Medlicott, —una estancia forrada de estantes que albergaban todo tipo de conservas y exquisiteces que ella preparaba constantemente y nunca tocaba—, regresaba a mi habitación para llorar toda la tarde, aunque con la excusa de organizar mis ropas, cuando llegó John Footman con un mensaje de milady (con quien había estado conversando el médico) pidiéndome que me reuniera con ella en su saloncito privado al final de sus aposentos, el mismo que describí el día de mi llegada a Hanbury. Apenas había entrado en él desde entonces, pues, cuando leía a milady en voz alta, ella solía sentarse en la pequeña salita situada justo a la entrada de este aposento privado. Supongo que las personas de importancia no requieren eso que tanto valoramos los demás; me refiero a la intimidad. Creo que absolutamente todas las habitaciones que ocupaba milady tenían dos puertas, y algunas hasta tres o cuatro. Además, milady siempre tenía a Adams sirviéndola en su dormitorio, y era deber de la señora Medlicott estar siempre disponible, como si dijéramos, en una especie de antesala que daba a su saloncito particular, situado en el extremo opuesto a la puerta del salón. Para imaginar la casa, basta con pensar en un gran cuadrado y dividirlo por la mitad con una línea imaginaria: en un extremo de esta línea se encontraba la puerta principal, o entrada pública, y en el lado opuesto la entrada privada, a la que se accedía desde una terraza delimitada en uno de sus extremos por una suerte de puerta trasera en un viejo muro de piedra gris, más allá del cual se hallaban las edificaciones y oficinas de la granja, para que quienes desearan hacer negocios con milady accedieran por esa parte. Si deseaba salir al jardín desde su propia habitación, solo tenía que atravesar el apartamento de la señora Medlicott, salir al recibidor pequeño y luego girar a la derecha hasta la terraza, bajar los escalones, anchos y bajos, que estaban situados en la esquina de la casa, hasta el precioso jardín, con sus amplias extensiones de césped, sus alegres parterres, sus hermosos laureles y otros arbustos de flor o de hoja, con hayedos bien crecidos y, un poco más allá, alerces que colgaban hasta el suelo. El conjunto quedaba, por así decirlo, enmarcado en los distantes bosques. La casa se había modernizado en tiempos de la reina Ana[13], pero el dinero necesario para llevar a cabo las reformas había escaseado, y, por tanto, solo las salitas y las habitaciones que daban a la terraza, así como la entrada privada, tenían nuevas ventanas altas, que aun así eran tan antiguas que en mis tiempos ya estaban recubiertas de rosas, madreselvas y espinos de fuego, tanto en invierno como en verano.

Bien, pues volvamos a aquel día en que cojeé hasta la salita de milady, intentando con todas mis fuerzas disimular que había estado llorando y caminar como si no me doliera demasiado. No sé si milady se dio cuenta de que me hallaba al borde de las lágrimas, pero me dijo que había enviado a buscarme porque precisaba mi ayuda para organizar los cajones de su buró, y me preguntó —como si fuera un favor que yo le hacía— si podía sentarme en la butaca próxima a la ventana (que había sido dispuesta antes de que yo llegara, con un reposapiés y una mesita situadas cerca) y ayudarla.

Tal vez se pregunten por qué no me pidió que me sentara o me tumbara en el sofá, pero (aunque uno o dos días después vi uno allí) la verdad era que en aquel momento no había ninguno en la habitación. Incluso llegué a pensar que la butaca se llevó allí a propósito para mí, pues no se trataba del asiento en el que recordaba haber visto a milady por primera vez, que estaba tallado y dorado y mostraba una corona de condesa en el respaldo. Algún tiempo después probé a sentarme en el asiento de milady cuando esta se encontraba fuera de la habitación, pues tenía ganas de saber cómo se estaría, y resultó ser verdaderamente incómodo. Ahora bien, mi butaca (como aprendí a llamarla y a considerarla) era suave y lujosa, y de alguna manera parecía proporcionar al cuerpo el descanso justo en el lugar en que lo necesitaba.

Aquel primer día no me encontraba yo en mi mejor momento, ni me encontraría mucho tiempo después, a pesar de la comodidad de mi butaca. Pero olvidé mis penas al ponderar silenciosamente el significado de muchas de las cosas que aparecieron en aquellos curiosos cajones viejos. Me intrigaba saber por qué se guardaban algunas de ellas, como un pedazo de papel con apenas media docena de palabras corrientes escritas en él, un trozo de una fusta rota, una piedra aquí o allá, iguales a las que podría haber cogido, veinte o más, en mi primer paseo. Pero al parecer era solo mi ignorancia, pues milady me explicó que se trataba de piezas de mármol de gran valor, del mármol que solía emplearse para fabricar los suelos de los grandes palacios de los emperadores romanos de antaño; cuando ella era niña, había realizado un gran viaje, y su primo sir Horace Mann, embajador o agregado en Florencia, le había recomendado que no dejara de recorrer los campos intramuros de la antigua Roma cuando los campesinos preparan el terreno para plantar las cebollas y lo rastrillan y que recogiera los pedazos de mármol que pudiera encontrar. Ella lo había hecho, y contempló la idea de convertirlos en una mesa; pero, de alguna manera, el plan cayó en el olvido y allí estaban, con todo el barro del campo de cebollas; una vez pensé en limpiarlos aunque solo fuera con agua y jabón, pero ella me dijo que no lo hiciera porque era barro de Roma —creo que ella lo llamó tierra—, aunque, a mi juicio, seguía siendo barro.

En el escritorio había otras muchas cosas cuyo valor sí podía comprender: rizos de cabello cuidadosamente etiquetados que milady contemplaba con tristeza, relicarios y brazaletes con miniaturas, pequeños cuadritos que hoy reciben el nombre de miniaturas, algunas de las cuales había que mirar a través de un microscopio para poder distinguir la expresión individual de los rostros o lo bien que estaban pintadas. No creo que contemplarlas pusiera a milady tan melancólica como cuando miraba y acariciaba los mechones de cabello. Pero, claro, el pelo era, como si dijéramos, parte de un cuerpo amado que ella nunca tocaría ni acariciaría de nuevo, pues yacía bajo tierra, apagado y desfigurado, y del que solo quedaría quizá el mismo cabello del que se había cortado el rizo que sostenía; mientras que los retratos, al fin y al cabo, solo eran retratos, semejanzas, pero no el propio objeto. Ahora bien, se trata solo de una conjetura mía. Milady rara vez hablaba de sus sentimientos. Para empezar, ella era de alto rango, y la oí decir que las personas de alto rango no hablan de sus sentimientos salvo con sus iguales, ocultándolos a veces incluso ante ellos. En segundo lugar —y esta es solo mi opinión—, ella era hija única y heredera, y, como tal, más dada a reflexionar que a hablar, como creo debe ser toda heredera de buena educación. En tercer lugar, era viuda desde hacía largo tiempo, y carecía de compañías de su edad con las que podría haberle resultado natural hablar de antiguos recuerdos, placeres pasados o penas compartidas. La señora Medlicott era lo más cercano que tenía a una compañía de este tipo, y milady conversaba en tono familiar con ella, más que con el resto de los habitantes de la casa juntos. Pero la señora Medlicott era callada por naturaleza, y no ofrecía gran conversación. En realidad, la única que hablaba en gran medida con lady Ludlow era Adams.

Tras pasar alrededor de una hora con el escritorio, milady dijo que ya habíamos hecho suficiente por un día y, como había llegado el momento de su paseo de la tarde, me dejó allí con un volumen de los grabados del señor Hogarth[14] al lado (no quiero escribir los nombres de todos ellos, aunque estoy segura de que a milady no le molestaría), y su gran libro de oraciones en un atril, abierto por los salmos del día. Pero cuando ella se marchó no me sumergí en la lectura, sino que me entretuve husmeando a placer por la habitación. El lado en que se encontraba la chimenea estaba todo revestido de paneles de madera, parte de la vieja decoración de la casa, pues los otros tres lados estaban cubiertos de un papel de la India pintado con pájaros, animales e insectos. En los paneles, y también en el techo, había escudos heráldicos de las diversas familias con las que los Hanbury se habían relacionado por matrimonio. Había pocos espejos en la habitación, pero uno de los grandes salones se llamaba «la sala de los espejos» porque se hallaba recubierta de ellos, traídos de Venecia por el bisabuelo de milady cuando fue embajador en aquel país. Por toda la estancia había jarrones de porcelana de miles de formas y tamaños, y algunos monstruos de porcelana, o ídolos, que yo no soportaba mirar, pues eran horriblemente feos, aunque creo que milady los valoraba más que al resto. Había una alfombra mullida en el suelo consistente en pequeñas piezas de maderas exóticas encajadas unas con otras para formar un dibujo; las puertas, situadas una frente a la otra, estaban formadas por dos grandes hojas pesadas que se abrían en el medio, moviéndose sobre raíles de bronce en el suelo, pues de lo contrario no se habrían abierto sobre la alfombra. Había dos ventanas que llegaban casi hasta el techo, pero eran muy estrechas y tenían profundos poyetes, dado el grosor de la pared. El aposento era fragante, en parte por las flores del exterior, en parte por los grandes recipientes de popurrí del interior. La elección de la fragancia era el gran orgullo de milady, pues solía decir que nada demostraba más la alta cuna que la susceptibilidad en el olfato. Nunca mencionábamos el almizcle en su presencia, pues su aversión por él era conocida en la casa; se creía que su opinión al respecto era que ningún aroma derivado de un animal podría ser de una naturaleza lo bastante pura como para complacer a nadie de buena familia, ya que, por supuesto, la delicada percepción de sus sentidos se había cultivado durante generaciones. Citaba como ejemplo la manera en que los criadores conservan la raza de perros que han mostrado el olfato más fino, y cómo tales dones se trasmiten de generación en generación entre los animales, que teóricamente carecen de vanagloria ancestral u orgullo hereditario. Por tanto, el almizcle nunca se mencionaba en Hanbury Court. Tampoco la bergamota, ni la artemisa, aunque fueran de naturaleza vegetal. Consideraba estas dos plantas sinónimas de una naturaleza vulgar en quienquiera que eligiera recogerlas o llevar su perfume. Le disgustaba ver ramilletes que las contuvieran en el ojal de cualquier joven que atrajera su interés, bien por estar comprometido con alguna sirvienta, bien por algún otro motivo, cuando salía de misa un domingo por la tarde. Temía que fuera inclinado a los placeres bastos, y no estoy muy segura de que no creyera que una preferencia por aquel dulzor tosco no implicase la probabilidad de que se diera a la bebida. Pero hacía una distinción entre lo vulgar y lo común. Las violetas, las clavelinas y las eglantinas eran muy comunes, así como las rosas y las acelguillas, para las que había jardines; la madreselva era para los que caminaban por las ensenadas, pero llevarlas no suponía tener un gusto vulgar; la reina en su trono se alegraría de oler un ramillete de estas flores. Cada mañana se disponía en la mesa particular de milady un buqué (como lo llamábamos) de las rosas y clavelinas que acababan de florecer. Como aromas más duraderos de origen vegetal prefería la lavanda y la asperilla olorosa a cualquier extracto. La lavanda le recordaba las viejas costumbres, decía, así como los jardines hogareños; muchos de los que tenían casitas en el campo le ofrecían ramitos de lavanda. Por otro lado, la asperilla olorosa crecía en bosques silvestres donde el suelo era fino y el aire delicado; los niños pobres solían ir a coger ramilletes para ella en los bosques de los terrenos elevados y ella siempre les recompensaba tal servicio con unos cuantos peniques, de los que lord Ludlow, su hijo, solía enviarle cada mes de febrero una bolsa recién salida de la Casa de la Moneda en Londres.

En cambio, le desagradaba el aceite esencial de rosas. Decía que le recordaba la ciudad y a las mujeres de los tenderos, demasiado perfumadas con aromas demasiado densos. Y los lirios de los valles, de alguna manera, sufrieron la misma condena. Eran realmente elegantes y gráciles a la vista (milady era bastante franca al respecto); flor, hoja, color… todo en ellos era refinado, salvo el olor. Era demasiado intenso. Pero la gran facultad hereditaria de la que más se enorgullecía milady, y con fundadas razones, pues yo jamás conocí a ninguna otra persona que la poseyera, era su capacidad de percibir el delicioso aroma que emanaba de un lecho de fresas a finales del otoño, cuando las hojas se están marchitando. Un volumen de Ensayos de Bacon[15] era uno de los pocos libros que había en la habitación de milady, y si lo abrías al azar, seguramente lo hacía en el Ensayo sobre los jardines.

—Escucha —solía decir milady—, esto es lo que dice este gran filósofo y hombre de Estado: «Junto a ellas —está hablando de las violetas, querida— se encuentra la rosa mosqueta», de la cual recordarás que hay un gran rosal en la esquina de la pared sur de la casa, justo bajo los ventanales de la salita azul. Es la misma rosa mosqueta, la rosa mosqueta de Shakespeare[16], que hoy en día está extinguiéndose en el reino. Pero, volviendo a nuestro lord Bacon: «Y luego las matas de fresas, cuyas hojas perecen con un excelente aroma a cordial». Pues bien, los Hanbury siempre hemos podido apreciar tal excelente aroma a cordial, y resulta verdaderamente delicioso y refrescante. Verás, en tiempos de lord Bacon no había tantos matrimonios mixtos entre miembros de la corte y ciudadanos como se dan desde los tiempos de hambruna de su majestad el rey Carlos II; y en tiempos de la reina Isabel[17] las grandes familias de abolengo de Inglaterra eran una raza aparte, al igual que el caballo de tiro es una criatura concreta, y resulta de gran utilidad en su ámbito, y los purasangre, como Childer o Eclipse[18] son otra clase de animales, aunque ambos pertenezcan a la misma especie. Del mismo modo, las familias de alcurnia poseen dones y poderes de clase diferente y más elevada que las de otro orden. Querida, no debe olvidarse de intentar oler el aroma de las hojas de fresa al marchitarse el próximo otoño. Por sus venas corre algo de la sangre de Ursula Hanbury, y eso abre un abanico de posibilidades.

Pero al llegar octubre olfateé y olfateé sin éxito, y milady, que había observado bastante nerviosa el pequeño experimento, me dio por perdida, considerándome una mestiza. Debo confesar que me sentí mortificada, y me pareció una ostentación de sus capacidades el hecho de que ordenase al jardinero plantar un parterre de fresas en el lado de la terraza que se encontraba bajo sus ventanas.

Me he apartado del tiempo y lugar de mi relato. Les cuento todos los recuerdos que poseo de aquellos años tal y como me vienen a la mente, y espero que, a mis años, no me esté pareciendo en exceso a un tal señor Nickleby, cuyos discursos solían leerme en voz alta.

Poco a poco, fui pasando casi todo el día en la habitación que he descrito, bien sentada en la butaca, realizando alguna labor delicada para milady, bien elaborando arreglos florales o clasificando cartas por su caligrafía para que ella pudiera luego ordenarlas y destruirlas o guardarlas, según planease, teniendo siempre presente el momento de su muerte. Más adelante, cuando trajeron el sofá, ella solía observar mi rostro y, cuando veía que se me mudaba la color, me decía que me tumbara a descansar. Yo intentaba caminar por la terraza unos momentos cada día, cosa que me causaba mucho dolor, es cierto, pero era lo que el doctor había ordenado, y yo sabía que milady deseaba que le obedeciera.

Antes de ver la trastienda de la vida de una gran dama, creía que esta solo consistía en ocio y exquisiteces. Pero, independientemente de cómo se comportaran los demás representantes de la aristocracia, milady jamás estaba ociosa. Por un lado, debía supervisar al administrador de los grandes terrenos de Hanbury. Tengo entendido que estaban hipotecados por una suma de dinero que había servido para aumentar los terrenos del difunto lord en Escocia, pero ella deseaba fervientemente tenerla pagada antes de su muerte para así dejar una herencia libre de cargas a su hijo, el presente conde, a quien creo que concedía secretamente más importancia por ser heredero de los Hanbury (aunque fuera por rama femenina) que por ser lord Ludlow y poseer media docena más de títulos menores.

Debido a este deseo de liberar la propiedad de la hipoteca, se precisaba un gran cuidado en su gestión, y milady se tomaba grandes molestias hasta donde podía. Poseía un gran libro con las páginas divididas en tres partes; en la primera columna se escribía la fecha y el nombre del arrendatario que le dirigía cualquier misiva de negocios; en la segunda se describía brevemente el propósito de la carta, que generalmente consistía en algún tipo de requerimiento. Dicho requerimiento solía estar rodeado y envuelto de tanta palabrería, y a menudo inserto entre tantas razones y excusas extrañas, que el señor Horner (el mayordomo) decía frecuentemente que era como buscar una aguja en un pajar. Pues bien, en la segunda columna de aquel libro se escribía la «aguja» del significado, bien visible, y se presentaba cada mañana ante los ojos de milady. En ocasiones pedía ver la correspondencia original, otras veces simplemente contestaba a sus requerimientos con un «sí» o un «no»; y a menudo mandaba buscar lentes y papel y la examinaba concienzudamente junto al señor Horner para comprobar si las peticiones, como la de arar un campo de pasto, por ejemplo, se solicitaban en los términos dispuestos en los acuerdos originales. Cada jueves se reservaba la tarde libre para recibir a sus arrendatarios, de cuatro a seis de la tarde. Milady habría preferido las mañanas, como estipulaban las normas de conveniencia, y tengo entendido que las viejas costumbres dictaban que tales recibimientos (como solía llamarlos milady) se celebrasen antes del mediodía. Sin embargo, como le decía al señor Horner cuando este la urgía a retomar el horario antiguo, esto arruinaba el día al granjero, que debía ponerse sus mejores galas y abandonar su trabajo antes del mediodía (y a milady le gustaba que sus arrendatarios la visitaran con sus ropas del domingo; de no hacerlo, probablemente ella no diría palabra durante la visita, se quitaría los anteojos muy lentamente, se los volvería a poner silenciosamente con expresión grave y observaría al hombre harapiento de manera tan solemne y seria que este habría de tener los nervios de acero para no estremecerse y tomar la determinación de que, por muy pobre que fuera, debía hacer uso del agua y el jabón, y la aguja y el hilo, antes de volver a comparecer en la antesala de milady). Los arrendatarios de la periferia siempre recibían un refrigerio aquellos jueves en el comedor de la servidumbre, al que, por supuesto, estaban invitados todos los que acudían a la casa. Pues milady solía decir que, aunque al labriego no le quedaban muchas horas de trabajo una vez terminaba sus negocios con ella, aun así necesitaban comida y descanso, y le avergonzaría que fueran a buscarlos a la posada del León Luchador (hoy llamada Hanbury Arms). Con la comida bebían tanta cerveza como podían y, cuando se retiraban las viandas, tomaban cada uno una buena jarra de la mejor cerveza tradicional y el arrendatario más antiguo entre los presentes, poniéndose en pie, brindaba a la salud de milady; y se esperaba que, una vez terminaran, se dirigieran a sus casas o, en cualquier caso, no se les ofrecía más licor. Todos los arrendatarios la llamaban «señora», pues reconocían en ella a la heredera desposada de los Hanbury, no a la viuda de lord Ludlow, de quien ni ellos ni sus antepasados sabían nada y contra cuya memoria, de hecho, albergaban un oscuro rencor cuya causa conocían al detalle los pocos que comprendían la naturaleza de la hipoteca y, por tanto, sabían que el dinero de la señora se había empleado para enriquecer los pobres terrenos del lord en Escocia. Estoy segura —pues comprenderán que yo me encontraba, como si dijéramos, entre bambalinas, y tuve varias oportunidades de ver y escuchar, mientras yacía o me sentaba inmóvil en la habitación de la señora con las puertas abiertas entre la sala y la antesala donde lady Ludlow recibía al mayordomo y daba audiencia a sus arrendatarios—, estoy segura, decía, de que al señor Horner le enojaba como al que más el dinero que consumía esta hipoteca y, en un momento u otro, probablemente se sinceró con milady, pues se percibía una suerte de actitud ofendida por parte de ella y un acatamiento respetuoso por parte de él, si bien quedaba insinuada una protesta tácita cada vez que vencían los plazos del pago de los intereses o cuando milady se privaba de algún gasto personal, cosa que el señor Horner creía decoroso y apropiado en la heredera de los Hanbury. Sus carruajes eran viejos y destartalados, y carecían de las mejoras adoptadas por los de su rango en todo el condado. El señor Horner habría ordenado de buen grado un nuevo carruaje. Los caballos también habían pasado ya su mejor momento, pero todos los potros que se criaban en el Estado se vendían a un precio elevado, y así ocurría con todo. Lord Ludlow, su hijo, era embajador en un país extranjero, y todos estábamos muy orgullosos de su gloria y su dignidad, pero me temo que ello costaba dinero, y milady antes habría vivido a base de pan y agua que pedirle ayuda para pagar la hipoteca, por mucho que fuera él quien se beneficiara al final de ello.

El señor Horner era un mayordomo muy fiel, y muy respetuoso con milady, pero creo que en ocasiones ella era más seca con él que con ningún otro, tal vez porque sabía que, aunque él nunca dijera nada, desaprobaba el hecho de que los Hanbury se vieran obligados a pagar por las tierras del señor Ludlow.

El difunto lord había sido marino y, según me han dicho, pues nunca he visto el mar, poseía costumbres extravagantes como la mayoría de los marinos. Pero siempre velaba por sus propios intereses y, fuera como fuese, milady lo amaba y he de decir que conservaba su memoria con un amor más cariñoso y profundo del que ninguna esposa tuvo para con su esposo.

El señor Horner, que había nacido en la propiedad de los Hanbury, había sido empleado de un abogado de Birmingham durante parte de su vida, y esos años le habían otorgado un aura de hombre de mundo que, pese a emplearla siempre en bien de milady, a ella le resultaba antipático, pues era de la opinión de que algunas de las máximas de su mayordomo tenían un deje de acuerdo comercial. Creo que, de ser posible, ella habría preferido volver al sistema primitivo de vivir de lo que produce la tierra y hacer trueques con el excedente para obtener los artículos que fuera a necesitar, sin que mediara el dinero.

Pero el señor Horner estaba imbuido de ideas modernas, como ella decía, aunque tales ideas modernas eran de las que las gentes de hoy considerarían tristemente atrasadas; algunas de las ideas del señor Gray encajaban a la perfección con las del señor Horner, aunque partieran de premisas distintas. El señor Horner quería que todos los hombres pudieran ser útiles y activos, y dedicar el máximo posible de tal utilidad y actividad a la mejora de las propiedades de los Hanbury y al engrandecimiento de la familia Hanbury; en consecuencia, compartía el nuevo entusiasmo por la educación.

Al señor Gray no le preocupaban demasiado —el señor Horner consideraba que no lo suficiente— las cosas de este mundo, ni la posición social que ocupara cada familia en esta tierra, pero deseaba que todos estuvieran preparados para el advenimiento de la nueva era y que fueran capaces de recibir y comprender ciertas doctrinas, para lo cual, como es lógico, debían haber escuchado tales doctrinas; por todo ello, el señor Gray estaba a favor de la educación. La respuesta que al señor Horner más le gustaba que repitiesen los niños en la catequesis era la correspondiente a la pregunta: «¿Cuál es vuestro deber para con vuestros vecinos?». La respuesta que al señor Gray más le gustaba oír durante la extremaunción era la correspondiente a la pregunta: «¿Qué es la gracia espiritual interior?». La respuesta ante la que lady Ludlow más inclinaba la cabeza, cuando recitábamos nuestra catequesis ante ella los domingos, era la referente a la pregunta: «¿Cuál es vuestro deber para con Dios?». Pero ni el señor Horner ni el señor Gray habían oído aún muchas respuestas en la catequesis.

Hasta aquel momento no había escuela dominical en Hanbury. Los deseos del señor Gray se veían impedidos por tal hecho. Los del señor Horner miraban más allá: esperaba que en el futuro hubiera una escuela para formar trabajadores inteligentes que trabajaran en los terrenos. Milady no quería oír hablar ni de una cosa ni de la otra: de hecho, ni el hombre más valeroso y atrevido habría osado mencionar en su presencia el proyecto de una escuela.

Así pues, el señor Horner se contentaba con enseñar en secreto a leer y a escribir a un muchacho astuto e inteligente con vistas a hacer de él una especie de capataz en el futuro. Para ello escogió al hijo de Job Gregson de entre todos los chicos de las granjas, por ser el más brillante y sagaz, aunque era con mucho el más sucio y andrajoso. Sin embargo, todo esto —pues milady nunca escuchaba los chismorreos y, en realidad, apenas se dirigía alguien a ella a menos que ella hablara primero— pasaba desapercibido para ella hasta que tuvo lugar el desdichado incidente que voy a relatar.