Capítulo VIII

»Pierre siguió fingiendo que leía, pero en realidad escuchaba con gran tensión, atento a cualquier pequeño ruido. Sus sentidos se aguzaron tanto que era incapaz de medir el tiempo, pues cada momento parecía repleto de ruidos, desde los latidos de su corazón hasta las ruedas de los carromatos en la distancia. Se preguntó si Virginie habría conseguido llegar al lugar de la cita, pero era incapaz de calcular el trascurso de los minutos. Su madre, por fortuna, seguía profundamente dormida. Para entonces, Virginie ya debía de haberse encontrado con el “fiel primo”, si Morin no había hecho su aparición.

»Finalmente, sintió que no podía quedarse más tiempo quieto esperando el resultado, sino que debía salir a ver cuál había sido el desenlace de los acontecimientos. Su madre se medio despertó e intentó llamarlo para preguntarle adónde iba, pero se encontraba fuera del alcance de su voz cuando terminó la frase, y corrió hasta que le detuvo la visión de mademoiselle Cannes caminando a paso tan veloz que casi corría, con Morin andando a zancadas a su lado, decidido a ir junto a ella. Pierre acababa de doblar la esquina de la calle cuando se encontró con ellos. Virginie habría pasado por su lado sin reconocerle, de lo apasionadamente agitada que se encontraba, de no haber sido por el gesto de Morin, con el que indicaba que de buen grado habría preferido que Pierre no les interrumpiera. Entonces, cuando Virginie vio al muchacho, le cogió del brazo, y dio gracias a Dios, como si hubiera encontrado un protector en aquel chico de doce o catorce años. Pierre la sintió temblar de pies a cabeza, y temió que fuera a desplomarse allí mismo sobre los duros adoquines.

»“Márchate, Pierre”, dijo Morin.

»“No puedo —repuso Pierre, que de hecho se encontraba firmemente sujeto por Virginie—. Además, no lo haré —añadió—. ¿Quién ha estado atemorizando así a mademoiselle?”, preguntó, dispuesto a enfrentarse valientemente a su primo contra todo peligro.

»“Mademoiselle no está acostumbrada a caminar sola por las calles —repuso Morin, malhumorado—. Se ha encontrado con una multitud, atraída por el arresto de un aristócrata, y sus gritos la han asustado. Yo me he ofrecido a escoltarla a casa. Mademoiselle no debería caminar sola por las calles. Nosotros no tenemos la sangre fría de los del Faubourg Saint-Germain”.

»Virginie no pronunció palabra. Pierre dudó si había oído algo de lo que habían hablado. Se apoyó sobre él con más fuerza aún.

»“¿Me concedería mademoiselle el honor de tomar mi brazo?”, dijo Morin, con tosquedad enfurruñada, aunque humilde.

»Me atrevería a decir que habría dado lo que fuera por tener aquella manita en su brazo, pero ella se apartó de él con un escalofrío, igual que uno se encoge al tocar un sapo. Él le había dicho algo durante aquel paseo que le había hecho aborrecerle, puedes estar segura de eso. Él se dio cuenta del gesto y comprendió. Se mantuvo distante mientras Pierre le proporcionaba toda la asistencia que podía en su lento avance hacia la casa. Pero Morin la acompañó de todas formas. Había jugado sus cartas de forma demasiado desesperada como para que le obstaculizaran ahora. Había informado contra el que fue marqués De Créquy, como emigrante retornado, para que se encontraran con él a cierta hora en cierto lugar. Morin había esperado que toda señal del arresto se hubiera despejado antes de que Virginie llegara al emplazamiento, pues aquellas terribles acciones se sucedían velozmente en aquellos días. Pero Clément se había defendido desesperadamente. Virginie fue puntual al segundo y, aunque los oficiales armados del Directorio ya se llevaban a la abadía al hombre herido, rodeado por la multitud que lo abucheaba, Morin temía que Virginie lo reconociera, pues prefería que ella creyese que el “fiel primo” no le había sido fiel en vez de verlo en peligro mortal por su causa. Debía de pensar que si Virginie no volvía a verlo ni a saber de él, su pensamiento no se demoraría en su desaparición como sí lo haría de saber que sufría por ella.

»En cualquier caso, durante el camino de regreso a casa, Pierre pudo ver, a tenor de su comportamiento, que su primo se encontraba realmente mortificado. Una vez llegaron a la posada de madame Babette, Virginie cayó desmayada al suelo; las fuerzas apenas le habían bastado para realizar el esfuerzo de alcanzar el refugio de la casa. La primera señal de que recobraba el sentido fue apartarse de Morin. Él había sido de lo más diligente en sus esfuerzos por hacerla volver en sí, y bastante tierno en el trato, según dijo Pierre, y esa evidente e instintiva repugnancia hacia él debió de resultarle enormemente dolorosa. Supongo que los franceses son más expresivos que nosotros, pues Pierre declaró que vio cómo a su prima[26a] se le llenaban los ojos de lágrimas, se apartaba en cuanto él la tocaba o trataba de arreglarle el chal que habían colocado bajo su cabeza a modo de almohada y cerraba los ojos cuando él pasaba por su lado. Madame Babette la urgió a tumbarse en la cama de la estancia interior, pero aún hubo de trascurrir un tiempo para que tuviera fuerzas suficientes para incorporarse y hacerlo.

»Cuando madame Babette regresó de acomodar a la muchacha, los tres parientes se sentaron en silencio, un silencio que Pierre pensó no se rompería nunca. Deseaba que su madre le preguntara a su primo lo que había sucedido. Pero madame Babette temía a su sobrino, y creyó que sería más discreto esperar a ver qué migajas de información él consideraba adecuado arrojarle. Sin embargo, tras declarar ella dos veces que Virginie dormía, sin que los demás respondieran a sus susurros, la capacidad de autocontención de Morin cedió por fin.

»“¡Es muy duro!”, exclamó.

»“¿Qué es muy duro?”, inquirió madame Babette, tras una ligera pausa, para permitirle añadir algo o terminar la frase si así lo deseaba.

»“Es muy duro para un hombre amar a una mujer como lo hago yo —continuó—, no busqué enamorarme de ella, surgió en mí antes de que yo me diera cuenta… y antes de que pudiera pensarlo, la amaba más que al mundo entero. Toda mi vida anterior al momento de conocerla me parece un simple vacío. Ni sé ni me importa lo que hice antes de entonces. Y ahora solo veo dos opciones ante mí. O la tengo para mí, o no. Eso es todo: pero eso lo es todo. ¿Y qué puedo hacer para que me acepte? Dígamelo usted, tía”, y al decirlo asió a madame Babette del brazo con tal fuerza que, según dijo Pierre, ella casi lanzó un grito y evidentemente se alarmó ante la agitación de su sobrino.

»“¡Cálmate, Víctor! —exclamó—. Hay más mujeres en el mundo, si esta no te acepta”.

»“No hay otra para mí —repuso él, desplomándose como si se sintiera desesperanzado—. Soy simple y tosco, no uno de esos petimetres y perfumados aristócratas. Podrás decir que soy feo y bruto, pero tan culpable soy de eso como lo soy de amarla. Es mi destino. Pero ¿he de resignarme sin luchar a las consecuencias de mi destino? Yo no soy de ésos. Mi fuerza de voluntad es tan fuerte como mi amor. No puede ser más fuerte —continuó, taciturno—. Tía Babette, debéis ayudarme… debéis hacer que me corresponda”. Resultaba tan fiero al decirlo que Pierre dijo no extrañarse de que su madre estuviera aterrada.

»“¡Yo, Víctor! —exclamó—. ¿Yo, conseguir que te ame? ¿Cómo podría? Pídeme que interceda por ti ante mademoiselle Didot, o incluso ante mademoiselle Cauchois, o alguien como ellas, y lo haré encantada. Pero ¡ante mademoiselle De Créquy! ¿No ves la diferencia? ¡Estas gentes, y me refiero a la nobleza de alcurnia, no distinguen a un hombre de un perro fuera de su propio rango! Y no es de extrañar, pues los jóvenes de calidad son tratados de manera diferente a nosotros desde el momento en que nacen. Si ella te aceptara mañana, serías desgraciado. Te lo digo yo, que conozco bien a la aristocracia. No en balde he sido ama de llaves de un duque. Te repito que nuestra forma de ser es completamente diferente de la suya”.

»“Cambiaré mi 'forma de ser', como tú la llamas”.

»“Sé razonable, Víctor”.

»“No, no seré razonable si te refieres a olvidarme de ella. Dije que para mí solo caben dos opciones, una es estar con ella y la otra estar sin ella. Pero esta última supondría una carrera breve para ambos. Dijiste una vez, tía, que según los rumores que circulaban por la conserjería del hotel de su padre, ella no quería tener nada que ver con el primo que he eliminado hoy de mi camino, ¿no es así?”.

»“Eso decía la servidumbre. ¿Cómo puedo yo saberlo? Lo único que sé es que él dejó de acudir a nuestro hotel, y que antes de aquello no había estado nunca ausente más de dos días”.

»“Mejor para él. Ahora sufre por haberse interpuesto entre el objeto de mis atenciones y yo, por intentar apartarla de mi vista. ¡Que esto te sirva de aviso, Pierre! No me ha complacido tu intromisión de esta noche”.

»Y con esto se marchó, dejando a madame Babette meciéndose de adelante atrás, con el ánimo decaído por una combinación de su reacción al brandy y de conocer los propósitos de su sobrino.

»Al contar esto, me he limitado a repetir el relato de Pierre, que anoté por escrito en su momento. Pero aquí su relato se detiene bruscamente, pues a la mañana siguiente, cuando madame Babette despertó, Virginie no estaba, y pasó algún tiempo antes de que ella, o Pierre o Morin, pudieran tener la menor pista del paradero de la muchacha.

»Y ahora debo retomar la historia tal y como se la contó al intendente Fléchier el anciano jardinero Jacques, con quien Clément se había alojado desde su llegada a París. El anciano, como he dicho, no podía recordar ni la mitad de lo sucedido que Pierre, pues tenía la memoria desgastada por la edad, mientras que Pierre evidentemente había meditado largamente sobre toda esa serie de acontecimientos como si fuera una historia —como si se tratara de una obra de teatro, si es que uno puede llamarlo así— a lo largo de las horas solitarias de su vida posterior, donde quiera que trascurriesen, bien durante los largos espacios de vigilancia en el campamento, bien en la prisión extranjera donde tuvo que pasar varios años. Clément, como ya he mencionado, había regresado a la buhardilla del jardinero tras ser despedido del Hotel Duguesclin. Había varios motivos para volver sobre sus pasos. Uno era que así ponía casi toda la ciudad de París entre él y su enemigo, si bien no podía saber por qué tenía a Morin de enemigo ni hasta dónde llegaba su aversión o su odio, por supuesto. El siguiente motivo para regresar con Jacques era, sin duda, la convicción de que multiplicando sus residencias multiplicaba las posibilidades de que se sospechara de él y se le reconociera. Además, el anciano conocía su secreto y era su aliado, si bien algo débil. Fue a través de Jacques como surgió el plan de comunicarse mediante los ramilletes de clavelinas, y fue Jacques quien le procuró el último disfraz que Clément esperaba y confiaba usar en París. Era el traje de un respetable tendero que no pertenecía a ninguna clase particular; un disfraz que habría sido adecuado para cualquier joven que lo hubiera llevado de forma natural, pero no me cabe duda de que cuando Clément se lo puso y ajustó, parecía el atuendo de un caballero, pues le proporcionaba una especie de acabado y elegancia que yo siempre percibí en su apariencia y que creo era innata en él. Al parecer, ni lo rústico de la textura ni la pobreza del corte podían disimular al noble de treinta generaciones, pues, nada más llegar al lugar de la cita, fue reconocido por los hombres apostados allí para apresarlo, gracias a la información de Morin. Jacques, que le seguía a corta distancia, con un paquete bajo el brazo que contenía un disfraz femenino para Virginie, observó cómo cuatro hombres intentaban prender a Clément, cómo este, veloz como el rayo, sacaba una espada escondida en un bastón, cómo su grácil figura se ponía en guardia y cómo se defendía con la destreza de un hombre entrenado en el uso de las armas. Pero ¿de qué sirvió?, como solía preguntarse piadosamente Jacques, según me contó monsieur Fléchier. Un fuerte golpe de un gran garrote tiró su arma al suelo, inmóvil e inútil. Jacques siempre sostuvo que el golpe vino del grupo de espectadores que para aquel entonces se había reunido en la escena de la reyerta. Un instante después, su amo —su pequeño marqués— había caído a los pies de la multitud, y aunque volvió a levantarse antes de recibir grandes daños —mi pobre Clément era así de ágil y activo—, no trascurrió mucho tiempo sin que el anciano jardinero se acercara renqueando y, con grandes juramentos anticuados, se proclamara partisano del bando perdedor, seguidor del hasta entonces aristócrata. Fue suficiente. Recibió uno o dos buenos golpes, que de hecho iban dirigidos a su amo, y entonces, antes de que pudiera darse cuenta, se encontró con los brazos inmovilizados tras de sí por medio de un liguero femenino, que una de las viragos de la masa no había tenido el menor escrúpulo de quitarse en público, tan pronto supo para qué se necesitaba. El pobre Jacques estaba sorprendido y disgustado; su amo se encontraba fuera del alcance de su vista, y no sabía adónde lo llevaban. Le dolía la cabeza de los golpes que habían caído sobre él, estaba oscureciendo pese a ser un día del mes de junio y no supo con precisión lo que le había sucedido hasta que no se encontró en una de las grandes salas de la abadía, donde se acogía a quienes no tenían lugar donde dormir. Una o dos lámparas colgaban del techo con cadenas, lo cual no arrojaba más que un pequeño círculo de luz. Jaques se tambaleó hacia uno de los cuerpos durmientes que había en el suelo. El durmiente se despertó lo suficiente para protestar, y la disculpa del anciano en respuesta captó la atención de su amo, que, hasta entonces, apenas se había percatado de las cuitas de su fiel Jacques. Y allí permanecieron, recostados contra un pilar, pasando la noche en vela, cogiéndose de las manos y reprimiendo sus expresiones de dolor, por miedo a aumentar la aflicción del otro. Aquella noche los convirtió en íntimos amigos, pese a sus diferencias de edad y rango. Sus esperanzas frustradas, su agudo sufrimiento del presente, sus aprensiones acerca del futuro, todo ello les hizo buscar consuelo hablando del pasado. Monsieur De Créquy y el jardinero se encontraron debatiendo con interés en qué chimenea de la casa solía construir su nido el estornino, ese mismo estornino cuyo nido Clément había enviado a Urian, como recordarás; y discutiendo los méritos de los diferentes perales plantados, y que quizá seguían plantados, en el viejo jardín del Hotel de Créquy. Hacia el amanecer, ambos cayeron dormidos. El anciano se despertó primero. Su cuerpo se había ido volviendo insensible al sufrimiento, supongo, pues se encontró aliviado de su dolor, pero Clément gimió y lloró en un sueño febril. Su brazo roto había empezado a emponzoñarle la sangre. Además, se encontraba herido por las patadas recibidas de la muchedumbre cuando cayó al suelo. Mientras el anciano miraba con pesar sus labios pálidos y quebradizos y las mejillas arreboladas, teñidas de sufrimiento incluso en el sueño, Clément lanzó un agudo grito que molestó a sus miserables vecinos, todos los cuales dormitaban alrededor en incómodas posturas. Le ordenaron guardar silencio con juramentos, y luego volvieron la espalda para intentar olvidar sus propias miserias en sueños. Pues, verás, la canallesca sedienta de sangre no se había apaciguado al guillotinar y colgar a todos los nobles que pudieron encontrar, sino que ahora se delataban a diestro y siniestro unos a otros, y para cuando Clément y Jacques se encontraron en prisión ya había pocas personas de sangre azul en el lugar, y menos aún con buenas maneras. Al sonido de las amenazas y palabras coléricas, Jacques pensó que lo mejor era despertar a su amo de su sueño febril e incómodo antes de que pudiera provocar más enemistad y, levantándole tiernamente, trató de ajustar su propio cuerpo para que sirviera de apoyo y almohada al joven. El movimiento despertó a Clément, que comenzó a hablar de forma extraña y febril acerca de Virginie, cuyo nombre no habría osado pronunciar en tal lugar de encontrarse en sus cabales. Pero Jacques tenía la delicadeza de tacto de una dama, aunque debo decir que no sabía leer ni escribir; y agachó la cabeza para que su amo pudiera susurrarle los mensajes que debía hacer llegar a madame De Créquy en caso de que… ¡Pobre Clément, sabía que había llegado su hora! ¡Ya no había escapatoria para él, con disfraz de normando o sin él! Le aguardaba una muerte segura, bien por la fiebre, bien por la guillotina. ¡Pues, bien! Cuando aquello sucediera, Jacques debía buscar a mademoiselle De Créquy y decirle que su primo la había amado al final como la había amado desde el principio, pues ella nunca escucharía de sus labios otra palabra de cariño, que sabía que no era digno de ella, su reina, y que lo que le había llevado a regresar a Francia no había sido la idea de ganarse su amor con su devoción, sino la idea de que, tal vez, le fuera posible servir a aquella a la que amaba. Después empezó a murmurar acerca de petimetres, y esa clase de expresiones, según le contó Jaques a Fléchier, el intendente, sin saber hasta qué punto aquella palabra dejaba traslucir el sufrimiento del pobre muchacho.

»La mañana de verano llegó lentamente a la oscura prisión, y cuando Jacques se volvió a mirar, su amo se encontraba durmiendo sobre su hombro, todavía inmerso en el sueño incómodo y entrecortado de la fiebre. Vio que había varias mujeres entre los prisioneros. (He oído a algunos escapados de prisión decir que lo que más tardaba en borrarse de la mente de los supervivientes eran los rostros de desesperación y agonía con que se encontraban al despertar por primera vez y darse cuenta de cuál era su situación. Y decían que esa expresión desaparecía del rostro de las mujeres antes que de los hombres).

»El pobre anciano Jacques seguía quedándose dormido y luchaba por despertarse de nuevo temiendo que, de no atender a su amo, alguien pudiera dañarle el brazo imposibilitado e hinchado. Pero, a pesar de todos sus esfuerzos, acabó venciéndole el cansancio y cedió finalmente a ese deseo irresistible, aunque solo fuera por cinco minutos. Pero justo entonces se produjo un altercado en la puerta. Jacques abrió los ojos de par en par para mirar.

»“El carcelero llega pronto con el desayuno”, murmuró alguien perezosamente.

»“Es la oscuridad de este maldito lugar lo que hace que parezca temprano”, respondió otro.

»Al mismo tiempo, se entabló una discusión en la puerta. Entró alguien: no el carcelero, sino una mujer. La puerta se cerró con llave tras ella. Únicamente avanzó uno o dos pasos, pues se trataba de un cambio demasiado repentino, de la luz a aquellas sombras, para poder ver con claridad durante los primeros minutos. Jacques tenía los ojos bastante abiertos para entonces, y estaba completamente despierto. Se trataba de mademoiselle De Créquy, con semblante claro, luminoso y decidido. El fiel corazón del anciano reconoció aquella mirada como si fuera un libro abierto. Su primo no moriría por ella en aquel lugar sin tener al menos el consuelo de su dulce presencia.

»“Está aquí”, susurró cuando sus ropajes le rozaron al pasar, sin que ella se percatara, en la profunda oscuridad del lugar.

»“¡Dios te bendiga, amigo mío!”, murmuró ella al ver al anciano, recostado contra el pilar y sosteniendo a Clément en sus brazos, como si el joven fuera un bebé desvalido, mientras una de las manos del pobre jardinero sujetaba la extremidad rota en la posición más cómoda. Virginie se sentó junto al anciano y extendió los brazos. Suavemente atrajo la cabeza de Clément hacia su propio regazo; y suavemente se encargó de la tarea de sostener el brazo roto. Clément yacía en el suelo, pero ella le sostenía, y Jacques tuvo la libertad de levantarse y estirar su cuerpo rígido, anciano y exhausto. Luego se sentó a cierta distancia, y contempló a la pareja hasta caer dormido. Clément había murmurado “Virginie” cuando lo incorporaban un poco en medio de su estupor, pero creía estar soñando; tampoco pareció estar despierto del todo cuando abrió los ojos y miró directamente al rostro de Virginie inclinado sobre él, y se ruborizó bajo su mirada, aunque ella no se agitó, por miedo a hacerle daño si se movía. Clément la miró en silencio, hasta que sus pesados párpados volvieron a bajar lentamente y se sumió en su opresivo sueño. O bien no la reconoció, o bien la creyó parte de sus ensoñaciones y no le extrañó su presencia allí.

»Cuando Jacques despertó, ya era pleno día, al menos tanto como se podía percibir en aquel lugar. Tenía a su lado el desayuno, la ración que daban en la cárcel de pan y vino ordinario. Debía de haber dormido profundamente. Buscó a su amo. Él y Virginie se habían reconocido por fin, tanto sus sentimientos como su apariencia. Se sonreían el uno al otro, como si aquella estancia abovedada y opaca de la lúgubre abadía fueran los soleados jardines de Versalles, con música y celebración a su alrededor. Aparentemente tenían mucho que decirse el uno al otro, pues no cesaban de susurrarse preguntas y respuestas.

»Virginie había confeccionado un cabestrillo para el brazo roto tras hacerse de alguna manera con dos tablillas de madera y se lo había entablillado otro prisionero, que parecía tener ciertos conocimientos de cirugía. Jacques se sentía, con mucho, más descorazonado que ellos, pues su cuerpo envejecido se resentía de la noche que había pasado, mientras que ellos debían de haber recibido buenas noticias, o eso parecía a tenor de su expresión feliz y resplandeciente. Aun así, Clément seguía experimentando físicamente el dolor y el sufrimiento, y Virginie estaba prisionera por voluntad propia en aquella terrible abadía cuya única salida era la guillotina. Pero estaban juntos, y se amaban y comprendían completamente el uno al otro.

»Cuando Virginie vio que Jacques estaba despierto, y masticaba lánguidamente el desayuno, se levantó del taburete de madera en que se encontraba sentada y se acercó a él extendiendo ambas manos e impidiendo que el anciano se levantara, mientras le agradecía con hermoso entusiasmo toda su amabilidad para con monsieur. El propio monsieur se acercó a él, siguiendo a Virginie, aunque con paso vacilante, como si se encontrase débil y mareado, para darle las gracias al pobre anciano, que se encontraba al borde del llanto de pie entre ellos, y reconocerle el mérito de unos actos que él consideraba casi involuntarios por su parte, pues la lealtad era instintiva en los viejos tiempos, antes de que llegara la hipocresía partidaria de la educación. Así trascurrieron dos días. El único acontecimiento era la llamada matutina de las víctimas, a algunas de las cuales las hacían comparecer diariamente a juicio. Y ser llamado a juicio era como estar condenado. Todos los prisioneros se iban poniendo serios a medida que se acercaba la hora de ser llamados. La mayor parte de las víctimas se enfrentaba a su sino con resignación y sin protestar, y tras su marcha se imponía un significativo silencio en la prisión durante un tiempo. Pero poco a poco volvían a surgir las conversaciones y entretenimientos. La naturaleza humana no puede soportar la presión perpetua de tanta ansiedad sin hacer el esfuerzo de aliviarse pensando en otra cosa. Jacques dijo que monsieur y mademoiselle siempre estaban hablando juntos de los días pasados; todo era un constante “¿recuerdas esto?” o “¿recuerdas lo otro?”. Le parecía en ocasiones que olvidaban dónde se encontraban y lo que les aguardaba. Pero no así Jacques, que cada día temblaba más y más cuando llamaban a juicio.

»Al tercer día de su encarcelamiento, el carcelero trajo a un hombre a quien Jacques no reconoció y, por tanto, no observó en un primer momento, pues estaba cumpliendo con su deber sirviendo a su señor y a su dulce dama (como siempre la llamaba al relatar su historia). Creyó que el nuevo sería algún amigo del carcelero, pues ambos parecían conocerse bien, y este último permaneció unos cuantos minutos hablando con su visitante antes de dejarlo en la prisión. Así pues, Jacques se sorprendió cuando, al cabo de unos momentos, se volvió y observó la mirada fiera con que aquel extraño observaba fijamente a monsieur y mademoiselle De Créquy mientras la pareja tomaba su desayuno —desayuno dispuesto por Jacques de la mejor manera que le fue posible, en un banco sujeto a las paredes de la prisión—, con Virginie sentada en su taburete bajo y Clément medio recostado en el suelo a su lado, dejándose alimentar gustosamente por sus hermosos dedos blancos, pues, según Jacques, uno de los antojos de ella era hacer todo lo que podía por él, en deferencia a su brazo roto. Y, de hecho, Clément se debilitaba por momentos, pues durante la trifulca en que había desembocado su captura había recibido más heridas, algunas internas, y de mayor gravedad que las de su brazo. El extraño hizo notar a Jacques su presencia con un suspiro, que era casi un gemido. Los tres prisioneros se volvieron al oír aquel sonido. El rostro de Clément apenas expresaba una indiferencia desdeñosa, pero el de Virginie se trocó en un odio feroz. Jacques dijo no haber visto nunca una mirada semejante, y esperaba no tener que volver a hacerlo. Y aun así, tras aquella primera revelación de sus sentimientos, ella mantuvo la expresión serena y miró en otra dirección distinta de la del lugar donde estaba el extraño, aún inmóvil, sin dejar de observar. Finalmente, él se acercó un paso.

»“Mademoiselle —dijo. Ni el más leve aleteo de sus pestañas delató que ella le había oído—. ¡Mademoiselle!”, volvió a decir él, con tal intensidad en la súplica que Jacques, que no sabía quién era, casi sintió lástima por el hombre al ver el rostro impasible de la joven dama.

»Durante un periodo de tiempo que Jacques no supo determinar se hizo un silencio total. Entonces se oyó de nuevo la voz, que, vacilante, decía: “¡monsieur!”.

»Clément no pudo mantener la misma contención gélida que Virginie y apartó la mirada con un gesto impaciente de disgusto, pero incluso aquello pareció envalentonar a aquel hombre.

»“Monsieur, pídale a mademoiselle que me escuche; apenas dos palabras”.

»“Mademoiselle De Créquy solo escucha a quien ella elige”. Estoy segura de que mi Clément dijo aquello con gran altanería.

»“Pero, mademoiselle… —dijo bajando la voz, y acercándose uno o dos pasos. Virginie debió notar que se acercaba, aunque no podía verlo, pues se volvió un poco de lado, como queriendo poner el mayor espacio posible entre ellos—. Mademoiselle, aún no es demasiado tarde. Puedo salvaros, pero mañana vuestro nombre estará en la lista. Puedo salvaros, si me escucháis”.

»Siguió sin obtener palabra o señal. Jacques no comprendía de qué se trataba. ¿Por qué se mostraba tan impasible con quien, por lo que sabía, podría estar dispuesto a incluir a Clément en el trato?

»El hombre se apartó un tanto, pero no se ofreció a abandonar la prisión. No apartaba los ojos de Virginie, y parecía sufrir un agudo y terrible dolor al mirarla.

»Jacques retiró lo mejor que pudo las cosas del desayuno, y sospecho que pasó cerca del hombre a propósito.

»“¡Chissst! —siseó el extraño—. Eres Jacques, el jardinero, arrestado por ayudar a un aristócrata. Conozco al carcelero. Podrás escapar, si lo deseas. Únicamente dale este mensaje a mademoiselle de mi parte. Ya lo has oído. Ella no quiere escucharme. Yo no quería que ella viniera aquí. No supe que estaba aquí, y mañana morirá. Pondrán su hermoso cuello bajo la guillotina. Dile, amable anciano, dile lo dulce que es la vida, y que puedo salvarla, y que no pido más que poder verla de vez en cuando. Ella es tan joven, y la muerte es la aniquilación. ¿Por qué me odia tanto? Quiero salvarla; no le he hecho ningún daño. Anciano, dile lo terrible que es la muerte, y que mañana morirá si no me escucha”.

»Jacques no vio nada malo en repetir el mensaje. Clément escuchó en silencio, observando a Virginie con aire de infinita ternura.

»“¿No lo intentarás, querida mía? —dijo—. Puede que sus intenciones hacia ti sean buenas. (Esto me hace pensar que Virginie nunca repitió a Clément la conversación que había escuchado la noche anterior en casa de madame Babette). ¡No podrías verte en peores circunstancias que antes!”.

»“¡Que no serían peores, Clément! Sabría lo que fuiste y que te había perdido. ¡Mi Clément!”, exclamó ella, con reproche.

”Pregúntale —dijo, volviéndose repentinamente hacia Jacques—, si puede salvar también a monsieur De Créquy. Oh, Clément, podríamos escapar a Inglaterra, aún somos jóvenes”. Y ocultó el rostro en el hombro de él.

»Jacques regresó junto al extraño, y le repitió la pregunta de Virginie. Sus ojos permanecían fijos en la pareja de primos, y estaba muy pálido, y tics o contorsiones, que debían de ser involuntarios cuando se encontraba agitado, convulsionaban todo su cuerpo.

»Hizo una larga pausa. “Salvaré a mademoiselle y monsieur, si ella va directamente de la prisión al ayuntamiento y se desposa conmigo”.

»“¡Convertirse en vuestra esposa! —no pudo evitar exclamar Jacques—. ¡Eso no sucederá nunca, nunca!”.

»“¡Pregúntaselo!”, dijo Morin, con voz ronca.

»Pero casi antes de que Jacques pudiera llegar a pensar si sería capaz de pronunciar esas palabras, Clément captó su significado.

»“¡Marchad! —dijo él—. ¡Ni una palabra más!”.

Virginie tocó al anciano mientras se apartaba. “Decidle que no sabe lo grata que me resulta la perspectiva de la muerte”. Y, con una sonrisa triunfante, se volvió de nuevo hacia Clément.

»El extraño no habló mientras Jacques le trasmitía el significado, aunque no las palabras, de sus respuestas. Iba a marcharse, pero se detuvo. Uno o dos minutos después, mandó buscar a Jacques. El anciano jardinero pareció haber pensado que no era deseable echar a perder la oportunidad de ayuda, incluso de un hombre como aquél, pues se acercó a hablar con él.

»“¡Escucha! Tengo influencias con el carcelero. Os dejará pasar con las víctimas de mañana. Nadie lo notará, ni os echará de menos… A ellos les llevarán a juicio… Y yo podría salvarla incluso en el último momento si me hace llegar el mensaje de que consiente. Habla con ella, según se vaya acercando la hora. La vida es bella… dile lo bella que es. Habla con él, pues él puede influir en ella más que vos. Permite que sea él quien la anime a vivir. Estaré hasta el último momento en el Palacio de Justicia… en la Gréve. Tengo seguidores… y tengo interés. Sal con el grupo que sigue a las víctimas, y yo os veré. No será peor para él, si ella escapa…”.

»“Salvad a mi amo, y haré lo que me decís”, repuso Jacques.

»“Con una condición”, repuso Morin, obstinado, y Jacques no albergaba la menor esperanza de que aquella condición se cumpliera. Pero no veía por qué no iba a salvar su propia vida. Permaneciendo en prisión hasta el día siguiente, prestaría todos los servicios posibles a su amo y a la joven dama. Él, pobre hombre, quería huir de la muerte; y acordó su fuga con Morin, si podía, de la manera en que este había sugerido, para así contarle si mademoiselle De Créquy aceptaba o no su propuesta. (Jacques no tenía esperanzas de que lo hiciera, pero creo que no consideró necesario confesarle a Morin esta convicción). Este regateo con un hombre tan abyecto por algo tan leve como una vida es la única falta que he encontrado en el comportamiento del anciano jardinero. Por supuesto que el simple hecho de replantear la cuestión fue suficiente para despertar el desagrado de Virginie. Clément la urgió, es cierto, pero la información que se había desprendido de los movimientos de Morin le hizo presentar el caso ante ella de la manera más justa posible, en lugar de emplear la persuasión. Y aun así, lo que dijo al respecto hizo saltar las lágrimas a Virginie… sus primeras lágrimas desde que entró en la prisión. Así que fueron reclamados y acudieron juntos a la llamada fatal del grupo de víctimas de la mañana siguiente. Él, debilitado por sus heridas y su salud postrada; ella, calmada y serena, pidiendo únicamente que le permitieran caminar a su lado para poder sostenerlo cuando flaquease debido a su extremo sufrimiento.

»Juntos comparecieron ante el jurado, y juntos fueron condenados. Mientras se pronunciaba el veredicto, Virginie se volvió hacia Clément y lo abrazó con cariño apasionado. Después, instándole a que se apoyara sobre ella, marcharon hacia la Place de la Gréve.

»Jacques ya era libre. Le había contado a Morin que sus esfuerzos de persuadirla habían sido en balde, y apenas se percató del efecto que dicha información producía en aquel hombre, pues se había dedicado a observar a monsieur y mademoiselle De Créquy. Y ahora les siguió a la Place de la Gréve. Los observó subir a la plataforma, los vio arrodillarse juntos, hasta que los oficiales impacientes los empujaron, y pudo ver cómo ella rogaba algo al verdugo, que al parecer no era otra cosa que la petición de que Clément avanzara primero hacia la guillotina (y precisamente en aquel instante hubo un revuelo entre la multitud, como si un hombre se estuviera abriendo paso hacia el cadalso). Entonces ella, de pie con el rostro vuelto hacia la guillotina, se santiguó lentamente y se arrodilló.

»Jacques se cubrió los ojos, cegado por las lágrimas. El sonido de una pistola le hizo levantar la vista. Ella había muerto y otra víctima ocupaba su lugar, y donde apenas cinco minutos antes había tenido lugar un revuelo entre la multitud ahora unos hombres se llevaban un cadáver. Decían que un hombre se había pegado un tiro. Pierre me dijo quién era ese hombre.