Capítulo VII
»Ya he dicho que la mayor parte de este relato lo escuché por boca de un amigo del intendente de los De Créquy, con el que se reunió en Londres. Algunos años después —el verano anterior al fallecimiento de milord— mi esposo y yo, en el trascurso de un viaje por Devonshire, fuimos a ver a los prisioneros de guerra franceses que estaban en Dartmoor. Entablamos conversación con uno de ellos y descubrí que se trataba del mismo Pierre que estuvo involucrado en la espantosa historia de Clément y Virginie; fue él quien me relató sus últimos días, y así aprendí a tener cierta compasión por todos aquellos que se vieron envueltos en tan terribles acontecimientos; sí, compasión hasta por el propio Morin, pues Pierre habló muy afectuosamente en su favor, incluso pese a todo el tiempo trascurrido.
»Cuando el joven Morin llamó a la puerta de la caseta de guarda la tarde del día en que Virginie había salido por primera vez tras tantos meses de confinamiento en la conserjería, quedó sorprendido por la mejoría de su aspecto. No es que considerara que su belleza había aumentado; independientemente de que ella no era hermosa, Morin había llegado a ese punto del enamoramiento en el que no importa si el amado es hermoso o feo, y ella había encandilado sus ojos, que desde ese momento solo la mirarían a través de su propio filtro. Pero Morin percibió un leve aumento del color y la luminosidad en su semblante. Parecía como si se hubiera despejado la espesa nube de tristeza y desesperanza que siempre la rodeaba y estuviera amaneciendo a una vida más feliz. Y así, mientras que durante su periodo de letargo él la había venerado y respetado incluso hasta el punto de mostrarle silenciosa compasión, ahora que ella se mostraba alegre, su corazón voló con las alas de una esperanza renovada. El tiempo seguía haciendo su trabajo incluso en la lóbrega monotonía de esa existencia en la conserjería de su tía Babette, pero tal vez había llegado el momento de echarle, aunque fuera humildemente, una mano. Al día siguiente regresó al Hotel Duguesclin con la excusa de algún negocio y dejó en la habitación de su tía, más que a su tía en persona, un ramo de rosas y geranios atado con un lazo tricolor como regalo. Virginie se encontraba en la estancia, sentada zurciendo, tal y como le gustaba hacer para madame Babette. Él vio cómo se le iluminaba la mirada al ver las flores: Virginie le rogó a madame Babette que le permitiera arreglarlas; él la observó desatar el lazo y, con gesto de desagrado, arrojarlo al suelo y darle un puntapié con su pequeño piececito, pero incluso en esta manera aniñada de insultar sus principios más queridos él encontró algo digno de admiración.
»Al salir de la casa, Pierre le detuvo. El muchacho había estado intentando llamar inútilmente la atención de su primo mediante muecas y gestos a espaldas de Virginie, pero monsieur Morin no tenía ojos para nada que no fuera mademoiselle Cannes. Sin embargo, Pierre no era de los que se dan por vencidos, y monsieur Morin lo encontró esperando en el umbral de la puerta. Llevándose el dedo a los labios, Pierre caminó de puntillas hasta él y lo guió fuera del alcance de los oídos de la conserjería, aunque los habitantes se hubieran empeñado en espiar o intentar escuchar.
»“¡Chisst! —dijo Pierre finalmente—. Ella sale a pasear”.
»“¿Y bien?”, inquirió monsieur Morin, dividido entre la curiosidad y el enojo por verse interrumpido en la deliciosa ensoñación sobre el futuro en que deseaba adentrarse.
»“¡Bien! No está bien. Está mal”.
»“¿Por qué? No he preguntado quién es, pero tengo mis ideas. Es una aristócrata. ¿Acaso las gentes del lugar han empezado a sospechar?”.
»“¡No, no, no! —exclamó Pierre—. Pero ella sale a pasear. Ha salido estas dos últimas mañanas. La he observado. Se encuentra con un hombre con el que tiene amistad, pues se dirige a él con el mismo apremio que él a ella, y mamá no sabe quién es”.
»“¿Le ha visto mi tía?”.
»“No, apenas le ha visto pasar. Yo mismo únicamente le he visto de espaldas. Su espalda me resulta familiar, pero aun así no podría decir de quién se trata. Pero se separaron con alarma repentina, como dos aves que han estado juntas alimentando a sus polluelos. En un momento se encontraban pegados hablando, juntando las cabezas para cuchichear, y al siguiente él se escabullía por alguna bocacalle y mademoiselle Cannes estaba casi a mi lado y por poco me pilla”.
»“¿Pero no te vio?”, inquirió monsieur Morin, con voz tan alterada que Pierre le dirigió una de sus rápidas miradas penetrantes. Le sorprendió la manera en que el rostro de su primo, siempre tosco y vulgar, se había contraído y amargado, así como el color lívido de su tez cetrina. Pero si Morin era consciente de la manera en que su rostro traicionaba sus sentimientos, hizo un esfuerzo por sonreír, dio unas palmaditas a Pierre en la cabeza, le agradeció su astucia y le entregó una moneda de cinco francos, diciéndole que continuara observando los movimientos de mademoiselle Cannes y se los contara.
»Pierre regresó al hogar con el corazón más ligero, tirando la moneda al aire mientras corría. Justo cuando llegaba a la puerta de la conserjería, un hombre alto se cruzó con él y le quitó la moneda en el aire, volviéndose mientras reía a carcajadas, lo que le resultó doblemente insultante. Pierre no obtuvo compensación; nadie había sido testigo del imprudente robo, y, de serlo, ninguno de los que se encontraban en la calle tuvo la fuerza de compensarle. Además, Pierre conocía lo bastante bien el estado de las calles de París en esos momentos como para saber que entonces se necesitaban amigos, no enemigos, y aquel hombre tenía un aire peligroso. Sin embargo, todas esas consideraciones no evitaron que Pierre rompiera a llorar cuando volvió a hallarse bajo el tejado de su madre, y Virginie, que se encontraba allí sola (pues madame Babette se había marchado a hacer las compras del día), debió de creer que le habían dado una buena paliza de lo fuertes que eran sus sollozos.
»“¿Qué ocurre? —preguntó—. Habla, mi niño. ¿Qué ha sucedido?”.
»“¡Me ha robado! ¡Me ha robado!”, fue todo lo que pudo decir Pierre entre sollozos.
»“¡Robado! ¿Qué os han quitado, mi pobre muchacho?”, repuso Virginie, acariciándole el cabello dulcemente.
»“Mi moneda de cinco francos… una moneda de cinco francos”, se corrigió Pierre, evitando el posesivo “mi”, medio temeroso de que Virginie le preguntara cómo había llegado a obtener tal suma de dinero y por qué servicios se la habían pagado. Pero, por supuesto, a ella no se le ocurrió tal cosa, pues habría sido una impertinencia, y ella era de buena cuna.
»“Esperad un momento, querido niño”, y diciendo esto, se dirigió a un cajoncito en la estancia interior en la que conservaba sus escasas posesiones, y regresó con un pequeño anillo —un anillo con tan solo un rubí en el engarce— que había llevado en los días en que se preocupaba de llevar joyas.
»“Tomad esto —dijo— y corred a un joyero. No es más que una tontería sin valor, pero, en cualquier caso, repondrá los cinco francos. ¡Id! Es lo que deseo”.
»“Pero no podría hacer eso”, contestó el muchacho, dudando, con cierto sentido del honor abriéndose paso entre su turbia moral.
»“¡Sí, debéis hacerlo! —continuó ella, urgiéndole con la mano a dirigirse hacia la puerta—. ¡Corred! Si os dan más de cinco francos, podéis devolverme la diferencia”.
»Así, tentado por su urgencia y, supongo, diciéndose a sí mismo que bien podría quedarse con el dinero primero, y luego decidir si consideraba que era correcto espiarla o no —una acción no le comprometía a la otra, ni ella había puesto condición alguna a su regalo—. Pierre se marchó con el anillo y, tras recuperar sus cinco francos, aún pudo devolverle a Virginie dos más, pues supo manejar realmente bien la transacción. Pero, aunque todo aquel intercambio no le obligó, de ninguna manera, a descubrir o cumplir los deseos de Virginie, sí le comprometió, según su código de honor, a actuar en su favor, y se autodenominó juez de la mejor manera de conseguir este fin. Es más, aquel pequeño gesto de bondad le unió a ella personalmente. Empezó a pensar en lo agradable que sería tener una persona tan amable y generosa como pariente, en cuán fácilmente se acabarían sus problemas si siempre tuviera a su disposición a una persona tan inclinada a ayudarle, en cuánto le gustaría conseguir agradarle y que ella acudiera a él para que la protegiera con su poderosa masculinidad. Entre sus deberes como autonombrado escudero figuraba antes que nada la necesidad de descubrir quién era su nuevo y misterioso amigo. Por tanto, como ves, llegó a la misma conclusión en su supuesto deber a la que había llegado anteriormente por interés. Creo que buena parte de nosotros, cuando una línea de acción desemboca en nuestro propio interés, podemos encontrar la forma de convencernos de que existen razones que nos obligan a hacerlo como deber.
»En el trascurso de muy pocos días, Pierre había rondado a Virginie hasta descubrir que su nuevo amigo no era otro que el granjero normando vestido con otros ropajes. Se trataba de una información lo suficientemente importante como para hacérsela saber a Morin. Pero Pierre no estaba preparado para el efecto físico inmediato que tuvo en su primo. Al enterarse de con quién había estado viéndose Virginie, Morin se sentó repentinamente en uno de los bancos de los bulevares, lugar donde Pierre se encontró con él por casualidad. No creo que tuviera la menor idea del parentesco y la relación previa existente entre Clément y Virginie. Si acaso profundizó un tanto en la información que le presentaban, que su idolatrada estaba en comunicación con otro hombre, más joven y apuesto que él mismo, fue tan solo para concluir que el granjero normando la habría visto en la conserjería y se había sentido atraído por ella y, naturalmente, había intentado conocerla, lo que había conseguido. Pero, por lo que me confesó Pierre, no creo que ni siquiera tal pensamiento cruzara la mente de Morin. Parece ser que era hombre de escasos lazos afectivos aunque muy estrechos; violento, pero con pasiones reprimidas y poco expresivas; y, sobre todo, unos celos que se vislumbraban en su semblante oscuro y oriental. Creo que de haberse desposado con Virginie se hubiera dejado la piel para cubrirla de lujos, y hubiera cuidado de ella hasta el autosacrificio, siempre y cuando ella se hubiera contentado con vivir con él por única compañía. Pero, tal y como me dijo Pierre: “Cuando vi cómo era mi primo, cuando comprendí tarde cuál era su naturaleza, me di cuenta de que habría podido incluso estrangular a un pájaro si este alejaba de él a la mujer a la que amaba”.
»Cuando Pierre le contó a Morin su descubrimiento, Morin se sentó repentinamente como he dicho, como si le hubieran disparado. Descubrió que el primer encuentro entre el normando y Virginie no había sido un hecho aislado y accidental. Pierre le torturaba con sus relatos de encuentros diarios, pues se veían cada día, aunque solo fuera un instante, en ocasiones dos veces al día. Y Virginie podía conversar con aquel hombre, cuando con él se mostraba tan tímida y reservada que apenas pronunciaba palabra. Pierre escuchó aquellas palabras entrecortadas mientras el rostro de su primo se tornaba más y más lívido, y después se volvía púrpura, como si las noticias que acababa de escuchar tuvieran un enorme efecto sobre su circulación sanguínea. Pierre quedó tan sorprendido por la mirada perdida y divagante de su primo y su aspecto trastornado que corrió a un cabaré vecino a buscarle una copa de ajenjo, que pagó, como recordó más tarde, con parte de los cinco francos de Virginie. Lentamente, Morin recuperó su apariencia natural, pero siguió taciturno y silencioso, y todo lo que Pierre pudo obtener de él fue que el normando no debía pasar otra noche en el Hotel Duguesclin, pues eso le daría la oportunidad de pasar una y otra vez por la puerta de la conserjería. Se encontraba demasiado absorto en sus pensamientos como para pagarle a Pierre el medio franco que se había gastado en el ajenjo, cosa de la que Pierre se percató, y parece ser que anotó mentalmente a favor de Virginie.
»Quedó muy decepcionado por el modo en que su primo había recibido las noticias, pues el muchacho pensaba que valían al menos otros cinco francos, o, de no recibir el pago en dinero, esperaba obtener una manifestación sincera de confianza y sentimientos. Por ello, se convirtió momentáneamente en partisano de Virginie —inconsciente Virginie— en contra de su primo, y sintió pesar cuando el normando no regresó más a su alojamiento nocturno y cuando la espera atenta de Virginie en el resquicio de la ventana firmemente cerrada finalizó con un suspiro de resignación. Pierre creía que se lo habría confesado todo, de no mediar la presencia de su madre. Pero ¿cuán implicada estaba su madre con su primo en la expulsión del normando?
»Sin embargo, unos días después, Pierre estuvo casi seguro de que habían establecido una nueva forma de comunicación. Virginie salía unos instantes cada día, pero aunque Pierre la seguía tan de cerca como podía sin llamar su atención, no fue capaz de descubrir qué tipo de relación mantenía con el normando. Por lo general, ella solía hacer la misma breve ronda por las tiendecitas de la vecindad, sin entrar en ninguna pero deteniéndose en una o dos de ellas. Más tarde, Pierre recordó que ella se había detenido invariablemente en los ramilletes de flores que se exhibían en cierto escaparate, y los estudiaba largo tiempo, pero luego se entretenía también mirando capas, sombreros, moda, confiterías (todo ello de la clase humilde que era común en aquel barrio), así que ¿cómo podría haber adivinado él que había algún tipo de atracción especial en las flores? Morin acudía con mayor regularidad que nunca a casa de su tía, pero Virginie era aparentemente inconsciente de que ella era el motivo. Tenía un aspecto más sano y esperanzado del que había tenido en meses, y sus modales para con todos eran más amables y menos reservados. Casi como si deseara manifestar su gratitud hacia madame Babette por su largamente continuada amabilidad, la cual prácticamente estaba a punto de dejar de ser necesaria, Virginie mostró una presteza poco habitual en cumplir cualquier servicio a la anciana que estuviera a su alcance, y evidentemente trató de responder a las cortesías de monsieur Morin, por ser este el sobrino de madame Babette, con una suave gentileza que debió de ser uno de sus principales encantos, pues todos los que la conocieron hablaban de lo fascinante de sus modales, sumamente encantadores y atentos hacia los demás, por mucho que sus opiniones, y a menudo sus acciones, mostrasen un carácter tan decidido. Como he dicho, su belleza no era precisamente notable, y, sin embargo, todos los caballeros que se acercaron a ella parecieron caer rendidos a su influencia. Aquellos últimos días, monsieur Morin se hallaba más enamorado que nunca de ella, y fue cayendo en un estado en el que habría sido capaz de realizar cualquier sacrificio, propio o ajeno, con tal de poder conseguirla finalmente. Se sentaba “devorándola con los ojos” (por emplear la expresión de Pierre) cuando ella no podía verle, pero miraba al suelo, o a cualquier parte, si ella se volvía para contemplarlo a él, apartaba los ojos de ella y prácticamente tartamudeaba si la joven le formulaba alguna pregunta.
»Debía de estar avergonzado de su extrema agitación en los Bulevares, pues a Pierre le pareció que lo rehuía por completo en aquellos días. Debió de creer que, al desterrarlo de su posada, había conseguido deshacerse del normando (¡mi pobre Clément!), y sin duda pensó que la relación entre Virginie y él se había interrumpido por ser de naturaleza tan superficial y transitoria que la menor dificultad la había enfriado.
»Sin embargo, debió de notar que hacía pocos progresos y volvió a recurrir torpemente a Pierre en busca de ayuda, pero sin confesar aún su amor, tratando solo de volver a ser amigo del muchacho después de su silencioso distanciamiento. Por un tiempo, Pierre decidió no percatarse de los avances de su primo, pero acabó por responder a todas las preguntas indirectas que le planteaba Morin sobre las conversaciones de la casa cuando él no estaba presente, o las ocupaciones del hogar y el tono de sus pensamientos, mencionando el nombre de Virginie tanto como su interrogador. El muchacho parecía suponer que el interés que mostraba su primo por su vida doméstica se debía en su totalidad a madame Babette. Por fin preparó el terreno con su primo lo suficiente como para hacerle una confidencia: y entonces el muchacho se atemorizó un poco ante el torrente de palabras vehementes que había desatado. La lava corrió con mayores borbotones por haber estado contenida tanto tiempo. Morin profería sus palabras con voz ronca y apasionada, rechinaba los dientes, se retorcía las manos y casi parecía tener convulsiones mientras confesaba su terrible amor por Virginie, que le llevaría a asesinarla antes que verla con otro hombre, ¡y como alguien se interpusiera entre su amada y él…! Luego sonrió de forma fiera y triunfante, pero no acabó la frase.
»Pierre, como ya he dicho, estaba medio atemorizado, pero también medio admirado. Aquello era realmente amor —una grande passion—, algo dramático de verdad, como las obras que se representaban en el teatro de allá lejos. Ahora contaba con el favor de su primo multiplicado por diez, y prestamente juró por los dioses del averno, pues era demasiado ilustrado para creer en un dios o en la religión cristiana o en algo por el estilo, que se entregaría en cuerpo y alma a interceder por su primo. Más tarde su primo le llevó a una tienda y le compró un bonito reloj de segunda mano, en el que grabaron la palabra fidelité, y así quedó sellado el pacto. Pierre decidió para sus adentros que, si él fuera una mujer, le gustaría ser amada como Virginie era amada por su primo, y que para ella sería bueno de verdad ser la esposa de un ciudadano tan rico como Morin hijo; y para Pierre eso también sería bueno, pues sin duda su gratitud les impulsaría a regalarle anillos y relojes ad infinitum.
»Uno o dos días después, Virginie cayó enferma. Madame Babette dijo que era por empecinarse en salir hasta con mal tiempo, tras haber pasado tanto tiempo confinada en dos cálidas habitaciones; y esa debió de ser la verdadera causa, pues, según el relato de Pierre, debía de tener un resfriado con fiebre, agravado, sin duda, por su impaciencia ante las prohibiciones habituales de madame Babette de salir a dar más paseos mientras no se encontrara mejor. De buen grado se habría arreglado cada día el vestido para dar su paseo a la hora habitual, a pesar de sentir los miembros temblorosos y doloridos, pero madame Babette estaba absolutamente dispuesta a interponer obstáculos físicos a su paso si ella no obedecía y se quedaba tranquila en el pequeño sofá situado junto a la chimenea. Al tercer día, llamó a Pierre a su lado, cuando su madre no estaba presente (de hecho, había guardado bajo llave las prendas de paseo de mademoiselle Cannes).
»“Verás, mi niño —dijo Virginie—, debes hacerme un gran favor. Ve a la tienda del jardinero que está en la rué des Bons-Enfans y mira los ramos del escaparate. Quisiera unas clavelinas; son mi flor favorita. Aquí tienes dos francos. Si ves un ramillete de clavelinas en el escaparate, aunque se encuentre marchito…, no, si ves dos o tres ramilletes de clavelinas, acuérdate de comprarlos todos y traérmelos, pues siento unos enormes deseos de aspirar su olor”. Se recostó, débil y exhausta. Pierre salió apresurado. Aquél era el momento, aquélla era la pista de la detenida inspección de los ramilletes de aquella tienda.
»Y desde luego, allí se encontraba un ramillete mustio de clavelinas en el escaparate. Pierre entró y, en su impaciencia, hizo el mejor negocio que pudo alegando que las flores estaban marchitas y no servían para nada. Finalmente las compró a un precio muy moderado. Y ahora comprenderás las terribles consecuencias de enseñar a las clases inferiores algo más de lo estrictamente necesario para permitirles ganarse el sustento diario. El estúpido conde De Créquy, el que había tenido una muerte sangrienta a manos de la misma chusma en la que tanto pensaba, el que había obligado a Virginie (indirectamente, es cierto) a rechazar a un hombre como su primo Clément al inflarle la cabeza con sus teorías, en su momento se había tomado interés por Pierre, desde que vio al brillante chico jugar en su jardín. Incluso había empezado a educar al chico por su cuenta para poner en práctica algunos de sus principios, pero la monotonía del proceso acabó aburriéndolo, sin olvidar que Babette había dejado de estar a su servicio. Aun así, el conde se tomó cierto interés por su antiguo pupilo y llevó a cabo ciertos arreglos en virtud de los cuales se debía enseñar a Pierre a leer y escribir, a hacer cuentas y a Dios sabe qué más… Me atrevería a decir que a enseñarle incluso latín. Así pues, Pierre, en lugar de comportarse como un inocente mensajero (como debió haber ocurrido esta mañana con el muchacho Gregson del señor Horner), podía leer tan bien como tú y como yo. ¿Y qué hizo tras obtener el ramillete?: lo examinó. Los tallos de las flores estaban atados con tiras de estera y musgo húmedo. Pierre desató las tiras, desenvolvió el musgo y del ramo cayó un pedazo de papel mojado con la escritura borrosa por la humedad. No era sino un simple pedazo rasgado de papel de carta, pero los ojos picaros y maliciosos de Pierre leyeron lo que se hallaba escrito en él, redactado de tal forma que parecía un fragmento de algo: “Preparado, cada noche a las nueve. Todo está dispuesto. No temas. Confía en alguien que, independientemente de las esperanzas que una vez pudo llegar a albergar, ahora se contenta con serviros como vuestro fiel primo”. Y se nombraba un lugar, que yo he olvidado, pero Pierre no, y que evidentemente se trataba del lugar de una cita. Tras haber estudiado cada palabra hasta poder repetirlas de memoria, el muchacho volvió a colocar el papel donde lo había encontrado, lo envolvió en el musgo y ató el ramo cuidadosamente. El rostro de Virginie se tornó escarlata cuando lo recibió. No dejaba de olerlo y de temblar, pero no lo desató, por más que Pierre le sugirió que estaría mucho más fresco si los tallos se sumergieran inmediatamente en agua. Sin embargo, en cuanto volvió un instante la espalda, lo encontró desatado y a Virginie ruborizada y escondiendo algo en el pecho.
»Pierre se encontraba ya impaciente por salir y reunirse con su primo, pero su madre parecía necesitarlo para hacer más tareas domésticas de lo habitual, y se vio retrasado por una multitud de recados relacionados con el Hotel antes de poder salir a buscar a su primo en sus lugares habituales. Finalmente ambos se encontraron y Pierre le relató a Morin los acontecimientos de aquella mañana. Le repitió la nota palabra por palabra. (El muchacho de esta mañana tenía un cierto parecido con el aire de cotorra de Pierre; me dio escalofríos verlo y escucharle repetir la nota de memoria). Después Morin le hizo repetírsela otra vez. A Pierre le sorprendieron los fuertes suspiros de su primo cuando le repitió la historia. Cuando llegó al asunto de la nota por segunda vez, Morin trató de anotar las palabras; pero o bien no era un erudito bien dispuesto, o le temblaba demasiado el pulso. Pierre apenas lo recordaba, pero, en cualquier caso, fue el muchacho quien tuvo que hacerlo, con su perverso conocimiento de la lectura y la escritura. Hecho esto, Morin se sumió en un pesado silencio. Pierre habría preferido el arrebato esperado, pues aquella melancolía impenetrable le dejaba perplejo y desconcertado. Incluso tuvo que hablar a su primo para sacarle de su ensimismamiento, y cuando este respondió, lo que dijo tenía aparentemente tan poca conexión con el tema que Pierre había esperado que ocupara su mente que casi temió que su primo hubiera perdido el juicio.
»“Mi prima Babette se ha quedado sin café”.
»“Le aseguro que no lo sé”, repuso Pierre.
»“Sí. La escuché comentarlo. Dile que un amigo mío acaba de abrir una tienda en la rué Saint Antoine, y que si en una hora se reúne allí conmigo, le proporcionaré una buena provisión de café, solo por ayudar a mi amigo. Su nombre es Antoine Mever, número Ciento Cincuenta, donde está el signo del gorro frigio[26]”.
»“Yo podría ir, ¿sabe? Puedo acarrear unos cuantos kilos de café mejor que mi madre”, respondió Pierre, con su mejor intención. Me confesó que nunca olvidaría la expresión en el rostro de su primo cuando este se volvió y le ordenó que se marchara y le diera a su madre el mensaje. Evidentemente aquello le hizo regresar a casa con rapidez para cumplir las órdenes de su primo. El mensaje de Morin sorprendió a madame Babette.
»“¿Cómo ha podido enterarse de que me he quedado sin café? —preguntó—. Es cierto, pero lo he acabado esta misma mañana. ¿Cómo ha podido saberlo Víctor?”.
»“Le aseguro que no lo sé —repuso Pierre, que para entonces había recuperado su aplomo habitual—. Solo sé que monsieur está bastante enojado, y que si no acude usted a tiempo a la cita en el local de ese tal Antoine Meyer se expone a que le lance una de sus lúgubres miradas”.
»“Bueno, ¡desde luego es muy amable de su parte ofrecerse a darme algo de café!, pero ¿cómo pudo saber que se me había acabado?”.
»Pierre había apresurado a su madre impaciente, pues estaba seguro de que el ofrecimiento del café era únicamente una tapadera para algún oculto propósito por parte de su primo, y no le cabía duda alguna de que una vez su madre fuera informada de las verdaderas intenciones de su primo, él mismo sabría sonsacárselo de alguna manera. Pero se equivocaba. Madame Babette regresó a casa seria, preocupada, callada y cargada con el mejor café. Un tiempo después se enteró de por qué su primo había tramado ese encuentro. Se trataba de obtener, mediante promesas y amenazas, el verdadero nombre de mam’selle Cannes, lo cual le proporcionaría una pista acerca de las auténticas intenciones del fiel primo. Le ocultó el segundo motivo a su tía, que no se hallaba al corriente de sus celos del granjero normando, ni de su relación con Virginie. Pero madame Babette se abstuvo instintivamente de proporcionarle ninguna información; debió de presentir que tras el oscuro humor en que lo encontró se ocultaba un deseo de obtener más conocimientos acerca de los antecedentes de Virginie que no traería nada bueno. Aun así, se confió a su tía, y le confirmó lo que ella antes solo sospechaba, que estaba profundamente enamorado de mam’selle Cannes, y que la desposaría gustoso. Le habló a madame Babette de la fortuna acumulada por su padre, y de la participación que le correspondía, en calidad de socio, y de sus perspectivas de heredarlo todo, cosa que haría, pues era hijo único. Le habló a su tía de las disposiciones que tomaría para con ella (para madame Babette) el día en que contrajera matrimonio con mam’selle Cannes. Y aun así —aun así—, Babette vio en sus ojos una mirada que la volvió cada vez más reacia a confiar en él. Poco a poco, él fue probando con amenazas. Ella debería abandonar la consejería, y buscar empleo en otra parte. Aún guardó silencio. Entonces se enfureció, y juró que la denunciaría a la agencia del Directorio por acoger a una aristócrata, pues sabía que mademoiselle era una aristócrata, fuera cual fuese su verdadero nombre. Su tía recibiría una visita domiciliaria, a ver si le gustaba. Los oficiales del gobierno eran los indicados para averiguar secretos. En vano ella intentó recordarle que, al hacer tal cosa, expondría a un peligro inmediato a la mujer a la que había declarado amar. Él le dijo, cayendo de nuevo en un hosco silencio tras su vehemente demostración de pasión, que no se preocupara por ello. Finalmente agotó a la anciana y, tan atemorizada de sí misma como de él, ella lo confesó todo: que mam’selle Cannes era mademoiselle Virginie de Créquy, hija del conde del mismo nombre. ¿Quién era el conde? El hermano menor del marqués. ¿Dónde se hallaba el marqués? Falleció mucho tiempo atrás, dejando viuda y un hijo. ¿Un hijo? (con premura). Sí, un hijo. ¿Dónde se encontraba? ¡Parbleu! ¿Cómo iba a saberlo ella?, pues recuperó un tanto el valor cuando la conversación se desvió de la única persona de la familia De Créquy que a ella le importaba. Pero, a fuerza de vasitos de una de las botellas de Antoine Meyer, ella le contó más acerca de los De Créquy de lo que más tarde quiso recordar. La euforia del brandy no duró más que unos breves instantes, y ella regresó a casa, como he dicho, deprimida, con el presentimiento de que se avecinaba algún mal. No quiso contestar a Pierre, y lo golpeó de una manera a la que el chico malcriado no estaba acostumbrado. Las palabras breves y enfurecidas de su primo, y el repentino fin de su confianza, el inusitado enojo y reprobación de su madre… todo aquello hizo que el trato amable y gentil de Virginie resultara aún más encantador al muchacho. Casi resolvió confesarle cómo había actuado como espía de sus actos, y por deseo de quién lo había hecho. Pero estaba asustado de Morin, y de la venganza que, estaba seguro, ejecutaría sobre él por cualquier violación de su confianza. Sobre las ocho y media de aquella tarde, Pierre observó a Virginie hacer varias cosas. Ella se encontraba en la estancia interior, pero él se sentó donde pudiera verla a través de la separación de cristal. Su madre estaba sentada —aparentemente dormida— en la gran butaca, y Virginie se movía con delicadeza, por miedo a molestarla. Hizo uno o dos paquetitos con sus escasas posesiones, escondiéndose uno de ellos encima y escribiendo en los otros una dirección antes de dejarlos en la repisa. “Se marcha”, pensó Pierre, y (según me dijo al relatármelo) el corazón le dio un vuelco al pensar que nunca volvería a verla. Tal vez se habría aventurado a detenerla si su madre o su primo hubieran sido un poco más amables con él, pero tal y como estaban las cosas, contuvo el aliento y, cuando ella salió, fingió estar leyendo, sin apenas plantearse si deseaba que tuviera éxito o no en aquello que estaba casi seguro que se proponía hacer. Ella se detuvo al pasar junto a él, y le pasó la mano por el pelo. Me dijo que aquella caricia hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas. Luego se paró por un instante a mirar a madame Babette, que dormía, y se inclinó para besarla en la frente. Pierre temía que su madre se despertara (pues para aquel entonces el muchacho díscolo e indeciso debía de haberse puesto ya de parte de Virginie), pero el brandy que había bebido la había sumido en un sueño profundo. Virginie partió. El corazón de Pierre latió con fuerza. Estaba seguro de que su primo intentaría interceptarla, pero no podía imaginar cómo. Quiso correr y presenciar la catástrofe, pero había dejado pasar el momento, y también tenía miedo de devolver a su madre a su estado habitual de enfado y violencia.