Capítulo IV
Creo que milady no era consciente del punto de vista del señor Horner acerca de la educación (para convertir a los hombres en miembros más útiles de la sociedad), o de la forma en que estaba poniendo sus principios en práctica al tomar a Harry Gregson como pupilo y protegido. De hecho, no creo que supiera de la existencia de Harry en absoluto, hasta que tuvo lugar el siguiente desafortunado incidente. La antesala, que era una especie de lugar de negocios donde milady recibía a su mayordomo y a los arrendatarios, estaba forrada de estanterías. No puedo decir que fueran estantes para libros, aunque ciertamente había muchos libros en ellas, pero el contenido de tales volúmenes consistía principalmente en notas manuscritas relativas a los detalles de las propiedades de Hanbury. También había uno o dos diccionarios, índices geográficos y obras de referencia sobre la administración de la propiedad, y todo databa de tiempos remotos (el diccionario era un Bailey, según recuerdo, y teníamos también un Johnson en el aposento de milady, aunque, en caso de discrepancia entre ambos lexicógrafos, ella solía preferir a Bailey[19]).
En esta antecámara se sentaba generalmente un lacayo esperando órdenes de milady, pues ella se aferraba a las grandes costumbres de antaño y despreciaba el uso de campanillas, exceptuando a su pequeña campanilla de mano, por considerarlas inventos modernos, y prefería que su servicio acudiera siempre a la llamada de su campanita de plata, o de su voz casi tan plateada. El lacayo no gozaba de una sinecura, aunque lo penséis. Debía atender la puerta de la entrada privada, lo que llamaríamos la puerta trasera en una casa de menor tamaño. Dado que nadie acudía a la puerta principal salvo milady, y las personas del condado a las que honraba con su visita, y dado que sus conocidos más cercanos de tal categoría vivían a ocho millas de distancia (con penosos caminos), la mayor parte de los que se presentaban en la casa llamaban a la puerta claveteada de la terraza, no para que se les abriera (pues la puerta permanecía abierta, por órdenes de milady, tanto en invierno como en verano, de tal manera que la nieve a menudo entraba en el recibidor trasero y se amontonaba allí cuando el clima arreciaba), sino para reclamar a alguien que recibiera sus mensajes o trasladara sus peticiones de audiencia a milady. Recuerdo que trascurrió mucho tiempo antes de que pudiéramos hacer comprender al señor Gray que la puerta principal únicamente se abría en ocasiones de gran importancia, y hasta el último momento siguió llamando tanto a la puerta principal como a la de la terraza. A mí me recibieron allí la primera vez que puse los pies en el umbral de milady. A todos los desconocidos se les hacía entrar por aquella vía en su primera visita, pero después (salvo en las excepciones que he mencionado) se dirigían a la terraza, como si fuera por instinto. Resultaba de gran ayuda para tal instinto considerar que, desde tiempos inmemoriales, los magníficos y fieros perros lobo de Hanbury, extintos en el resto de la isla, permanecían encadenados entonces y ahora en el cuadrante principal, donde aullaban gran parte del día y de la noche y siempre tenían listo un gruñido profundo y salvaje para cualquier persona o cosa que vieran salvo para el hombre que les daba de comer, el carruaje de milady y milady misma. Era hermoso ver su pequeña figura avanzar hacia los enormes brutos agazapados, que golpeaban las losas con el rabo ondulante y pesado y babeaban en éxtasis ante su paso ligero y sus suaves caricias. Ella no les tenía miedo, pues había nacido en Hanbury y, según dice la leyenda, los perros de su clase reconocían al instante a todos los Hanbury y se rendían ante su supremacía desde los días en que los ancestros de su raza fueron traídos del este por el gran sir Urian Hanbury, que yacía con las piernas cruzadas en una tumba bajo el altar de la iglesia. Pero se rumoreaba que, menos de cincuenta años antes, uno de aquellos perros había devorado a un niño que se extravió sin darse cuenta y se puso al alcance de sus cadenas. Así pues, podrán imaginar que la mayoría de la gente prefería la puerta de la terraza. Al señor Gray no parecían importarle los perros. Quizá fuera porque iba distraído, pues he oído que se apartaba sorprendido si saltaban sobre él cuando se acercaba sin querer cerca del límite de sus cadenas; sin embargo, difícilmente puede atribuirse a una distracción el hecho de que un día se acercase directamente a uno de ellos y le diese unas palmaditas de lo más amistosas que dejaron al perro encantado, meneando el rabo afablemente como si el señor Gray hubiera sido un Hanbury. Esto nos extrañó muchísimo a todos, y a día de hoy sigo sin saber qué pensar al respecto.
Pero volvamos a la puerta de la terraza y al lacayo sentado en la antecámara.
Una mañana oímos un altercado que se fue enardeciendo hasta alcanzar tal vehemencia, y prolongarse por tanto tiempo, que milady debió hacer sonar dos veces la campanilla de mano antes de que la oyera el lacayo.
—¿Qué ocurre, John? —interrogó milady cuando entró el lacayo.
—Un muchacho, milady, que dice venir de parte del señor Horner y que tiene que ver a milady. ¡Vaya muchacho más insolente!
Esto último lo dijo para sí mismo.
—¿Qué desea?
—Eso mismo le he preguntado, milady, pero no quiere decírmelo. Ruego a milady que me disculpe.
—Probablemente se trate de un mensaje del señor Horner —respondió lady Ludlow, dejando traslucir tan solo un dejo de irritación en sus ademanes, puesto que iba en contra de todas las normas de etiqueta enviarle un mensaje, ¡y más aún por medio de tal mensajero!
—¡No! Disculpe, milady, pero le pregunté si tenía algún mensaje y dijo que no, que no traía ninguno, pero que de todas formas debía ver a milady.
—En tal caso debería hacerlo pasar, sin más discusión —respondió milady suavemente, pero aún algo molesta, como he dicho.
El lacayo abrió ambas hojas de la puerta, como si así se burlara del humilde visitante, y en el umbral apareció un chico ágil y enjuto, con una espesa mata de revueltos cabellos que sobresalían en todas direcciones, como atravesado por una corriente eléctrica. El rostro ancho y moreno, ahora enrojecido por la tensión y el nerviosismo, la boca amplia y resuelta, los ojos profundos y brillantes, que escudriñaban con rapidez la habitación, como queriendo absorberlo todo (pues todo era nuevo y extraño) para cavilar y reflexionar sobre ello en un futuro. Poseía suficientes modales como para no ser el primero en hablar ante alguien de mayor rango, o tal vez estaba asustado.
—¿Qué deseas de mí? —preguntó milady, en tono tan amable que pareció sorprenderlo y aturdirlo.
—Por favor, ¿milady? —preguntó, como si fuera sordo.
—Vienes de casa del señor Horner. ¿Por qué desea verme? —inquirió ella de nuevo, un poco más alto.
—Por favor, milady, esta mañana han enviado de repente al señor Horner a Warwick.
El rostro se le contrajo en una mueca, pero se percató a tiempo y apretó los labios con decisión.
—¿Y bien?
—Y se ha ido de repente.
—¿Y bien?
—Y me ha dejado una nota para milady, milady.
—¿Eso es todo? Podrías habérsela entregado al mayordomo.
—Por favor, milady, es que la he perdido.
No apartaba la mirada de ella. Si no hubiera mantenido los ojos fijos, habría roto a llorar.
—Eso ha sido muy descuidado por tu parte —respondió milady con delicadeza—. Estoy segura de que lo lamentas mucho. Lo mejor que puedes hacer es intentar encontrarla, podría ser importante.
—Por favor, mamá, digo, por favor, milady, se la puedo recitar de memoria.
—¡Tú! ¿Qué quieres decir?
Yo me asusté. Los ojos azules de milady centelleaban plenamente a causa del disgusto y, más aún, de la perplejidad que sentía. Cuantos más motivos tenía para causar ofensa, más se envalentonaba él. Debería haberlo previsto, pues un muchacho tan despierto tendría que haberse dado cuenta del desagrado de milady, pero continuó hablando sin detenerse.
—El señor Horner, milady, me ha enseñado a leer, escribir y hacer cuentas, milady. Y tenía prisa, así que dobló el papel, pero no lo selló; y yo lo leí, milady, y ahora, milady, parece que me lo aprendí de memoria —y procedió, con voz aguda, a recitar lo que, sin duda, eran las palabras exactas de la carta, con la fecha y la firma y todo: se trataba simplemente de una escritura legal que requería la firma de milady.
Cuando hubo terminado, se quedó allí de pie, casi como esperando recibir un elogio por su excelente memoria.
Los ojos de milady se contrajeron hasta que las pupilas parecieron cabezas de alfiler, algo que le sucedía cuando se encontraba extremadamente agitada. Me miró y dijo:
—Margaret Dawson, ¿en qué se ha convertido el mundo?
Y, acto seguido, se quedó en silencio.
El muchacho, que empezaba a darse cuenta de que la había ofendido, permaneció en pie, inmóvil, como si su valiente voluntad lo hubiera llevado hasta allí, impeliéndolo a confesar y enmendar su error en la mejor manera que pudiera, y ahora le hubiera abandonado, o se hubiera extinguido, dejando su cuerpo paralizado, hasta que alguien, de palabra u obra, lo obligase a abandonar la sala. Milady lo miró de nuevo, con el ceño fruncido por su falta y la manera en que había recibido la confesión, y vio el terror que lo había dejado sin habla.
—¡Mi pobre muchacho! —exclamó, abandonando su expresión de enfado—. ¿En manos de quién has caído?
Los labios del muchacho empezaron a temblar.
—¿No conoces el árbol del que habla el Génesis? ¡No! No creo que hayas llegado a leer tan fácilmente —hizo una pausa—. ¿Quién te ha enseñado a leer y escribir?
—Por favor, milady, no pretendía causar mal a nadie, milady.
Casi lloriqueaba, abrumado por la evidente actitud de consternación y lástima por parte de ella, cuya suave reprimenda lo atemorizaba más de lo que habría podido hacerlo cualquier palabra fuerte o violenta.
—Te he preguntado quién te ha enseñado.
—Fue el empleado del señor Horner quien me enseñó, milady.
—¿Y estaba el señor Horner al corriente de ello?
—Sí, milady. Y estoy seguro de que le agradaba.
—¡Bien! Tal vez no seas responsable de ello. Pero dudo acerca del señor Horner. Sin embargo, muchacho, dado que posees tan peligrosos instrumentos, deberías tener normas sobre cómo emplearlos. ¿Acaso nunca has oído que no debe abrirse la correspondencia ajena?
—Por favor, señora, ya estaba abierta. El señor Horner olvidó sellarla, con las prisas por marcharse.
—Aun así, no debes leer misivas que no van dirigidas a ti. Jamás debes intentar leer ninguna carta que no vaya dirigida a ti, ni siquiera aunque las abran en tu presencia.
—Por favor, milady, creí que era bueno practicar, como si se tratara de un libro.
Milady parecía perpleja, sin saber cómo explicar mejor las normas del honor con respecto al correo.
—Estoy segura de que no escucharás conversaciones que se supone que no debes oír, ¿verdad?
Él dudó unos instantes, en parte porque no comprendía del todo la pregunta. Milady se la repitió. Un destello de inteligencia apareció en sus ojos ansiosos, y pude observar que no estaba seguro de si podía decir la verdad.
—Por favor, milady, siempre pongo la oreja cuando oigo a la gente contar secretos, pero no pretendo hacer ningún mal.
Mi pobre señora suspiró; no estaba preparada para iniciar una larga diatriba sobre la moral. El honor era para ella como una segunda naturaleza, y nunca había intentado determinar en qué principios se basaban sus leyes. Así, con mirada abatida, despidió al muchacho diciéndole que deseaba ver al señor Horner cuando regresara de Warwick. Este, en cambio, parecía aliviado al poder escapar de la terrible amabilidad de su presencia.
—¿Qué debemos hacer? —se preguntó, mitad para sus adentros y mitad para mí. Yo no podía ofrecer respuesta, pues también me hallaba desconcertada—. He empleado el término apropiado —continuó— cuando he llamado a leer y escribir «peligrosos instrumentos». Pues si se entregan semejantes instrumentos a nuestras clases más bajas, se verán en Inglaterra las terribles escenas de la Revolución Francesa. Cuando yo era niña, jamás se oía hablar de los derechos del hombre, solo de sus deberes. Y anoche mismo estaba aquí el señor Gray hablando del derecho de todos los niños a recibir una educación. Apenas pude tener paciencia con él, y acabamos casi por no dirigirnos la palabra; yo le dije que no consentiría en mi pueblo nada semejante a una escuela dominical (o escuela del sabbath, como la llama él, igual que un judío).
—¿Y qué respondió él, milady? —pregunté, pues la batalla que ahora parecía entrar en crisis se había ido desarrollando durante algún tiempo de forma soterrada.
—Pues bien, dio rienda suelta a su temperamento y dijo que creía recordar que se encontraba bajo la autoridad del obispo, y no bajo la mía, y dio a entender que perseveraría en sus intenciones, independientemente de mi opinión.
—Y milady… —medio inquirí.
—Solo pude levantarme, hacer una reverencia y despedirlo educadamente. Cuando dos personas llegan a un punto en que sus opiniones sobre un tema difieren de forma tan patente como las del señor Gray y la mía, lo más sabio, si desean seguir siendo amigos, es abandonar la conversación por completo en ese mismo momento. Es uno de los pocos casos en que resulta aconsejable mostrarse brusco.
Sentí lástima por el señor Gray. Había venido a visitarme varias veces, y me había ayudado a soportar mi enfermedad con mejor ánimo del que habría tenido sin sus buenos consejos y oraciones. Y, por lo que se desprendía de su conversación, yo me daba cuenta de lo mucho que le importaba aquel nuevo proyecto. Yo lo apreciaba mucho, y amaba y respetaba tanto a milady, que a duras penas podía soportar que estuvieran en términos tan gélidos como se hallaban constantemente. Sin embargo, no podía hacer sino guardar silencio.
Supongo que milady comprendió algo de lo que me pasaba por la mente, ya que, trascurridos un minuto o dos, continuó:
—Si el señor Gray supiera lo que yo sé, si tuviera mi experiencia, no estaría tan dispuesto a hablar de poner en práctica su nuevo plan en contra de mi buen juicio. Está claro —continuó, avivándose con sus propios recuerdos— que los tiempos han cambiado si el párroco del pueblo puede venir a desafiar a una señora en su propia casa. En tiempos de mi abuelo, el párroco era además capellán de la familia, y todos los domingos cenaba en el gran comedor. Se le servía el último, y se esperaba que terminase el primero. Recuerdo verle levantar el plato y los cubiertos y decir, siempre con la boca llena: «Si no les importa, señor Urian y señora, me terminaré la ternera en las dependencias del servicio», pues, como comprenderá, de no ser así no tenía posibilidad de repetir plato. ¡Aquel párroco ciertamente era un glotón! Recuerdo que una vez se comió un ave pequeña entera en la cena y, para desviar la atención de su voracidad, nos contó cómo había oído que un grajo, macerado en vinagre y aderezado de forma particular, no se distinguía del ave que se estaba comiendo. Por la expresión sombría del semblante de mi abuelo comprendí que le desagradaban las palabras y actos del párroco. Aunque yo era pequeña, tuve cierta idea de lo que se avecinaba cuando, al viernes siguiente, mientras yo montaba en mi pequeño poni blanco, mi abuelo paró a uno de los guardabosques y le ordenó cazar el grajo más viejo que pudiera encontrar. No supe más de ello hasta el domingo, cuando se dispuso un plato delante del párroco y el señor Urian dijo: «Bien, párroco Hemming, he hecho cazar un grajo, lo he macerado en vinagre y lo he aderezado como describió usted el domingo. Despáchese usted y saboréelo con tan buen apetito como el que mostró el domingo pasado. ¡Deje los huesos limpios, o… no volverá usted a sentarse otro domingo a cenar en mi mesa!». Eché un vistazo al rostro del pobre señor Hemming mientras intentaba tragar el primer bocado y hacía creer que le parecía delicioso, pero no pude volver a mirarlo, por vergüenza, aunque mi abuelo reía y nos preguntaba una y otra vez a todos qué se había hecho del apetito del párroco.
—¿Y terminó el plato? —pregunté.
—Oh, sí, querida. Lo que mi abuelo decía que debía hacerse siempre se hacía. ¡Tenía un temperamento terrible! ¡Pero pienso en la diferencia entre Parson Hemming y el señor Gray! O incluso entre el pobre difunto señor Mountford y el señor Gray. ¡El señor Mountford nunca se habría resistido a mí como ha hecho el señor Gray!
—Entonces, ¿considera milady realmente que no estaría bien tener una escuela dominical? —pregunté, sintiéndome muy tímida al plantear tal cosa.
—Por supuesto que no. Como le he dicho al señor Gray, considero que la enseñanza del credo, y del padrenuestro, son esenciales para la salvación, y eso lo obtiene cualquier niño cuyos padres lo lleven a misa con regularidad. Luego están los diez mandamientos, que nos enseñan deberes fundamentales en un lenguaje sencillo. Por supuesto, si se enseña a un muchacho a leer y escribir (como a este desafortunado chico que ha estado aquí esta mañana), sus deberes se ven complicados, y las tentaciones son mayores, al tiempo que carece de principios hereditarios o entrenamientos en el honor que le sirvan de salvaguarda. Debería retomar mi viejo símil del caballo de tiro y el purasangre. Estoy preocupada —continuó, apartándose de sus ideas— por ese chico. Todo este asunto me recuerda demasiado a la historia que le aconteció a un amigo: Clément de Créquy. ¿Alguna vez te he hablado de él?
—No, milady —repuse.
—¡Pobre Clément! Hace más de veinte años, lord Ludlow y yo pasamos un invierno en París. Él tenía allí muchos amigos; tal vez no fueran hombres especialmente sabios o buenos, pero él era tan afable que se encariñaba con todo el mundo, y todo el mundo lo apreciaba a él. Poseíamos un apartamento, como lo llamaban allí, en la rué de Lille, en el primer piso de un gran hotel, con la planta baja para nuestros sirvientes. En la planta de arriba de la nuestra vivía la dueña de la casa, la viuda del marqués De Créquy. Me dijeron que el estandarte de los Créquy aún sigue grabado, después de todos estos terribles años, en un escudo situado sobre el arco de la porte-cochre, tal y como estaba entonces, aunque ahora la familia ya esté extinta, madame De Créquy solo tenía un hijo, Clément, que era de la misma edad que mi Urian; puedes ver su retrato en el gran salón, el de Urian, quiero decir.
Yo sabía que el maestro Urian se había ahogado en el mar, y a menudo he contemplado su retrato, que lo pintaba con su rostro huesudo y esperanzado, vestido de marinero, la mano derecha alargada hacia un barco en la distante mar, como diciendo: «¡Míralo! Lleva todas las velas desplegadas, y acabo de zarpar». ¡Pobre maestro Urian! Se hundió en aquel mismo barco menos de un año después de que se le hiciera el retrato. Pero debo volver a la historia de milady.
—Casi puedo ver a los dos chiquillos —prosiguió, suavemente, cerrando los ojos, como si así pudiera conjurar mejor la visión— tal y como eran veinticinco años antes en los tradicionales jardines franceses que había en la parte trasera de nuestro hotel. En muchas ocasiones los observé desde mi ventana. Quizá fuera un campo de juegos mejor de lo que habría sido un jardín inglés, pues apenas había parterres, y no tenía césped, sino terrazas, balaustradas, jarrones y escalones de piedra más del estilo italiano, así como chorros de agua y pequeñas fuentes que se ponían en marcha girando llaves de agua escondidas aquí y allá. ¡Cómo disfrutaba Clément abriendo el agua para sorprender a Urian, y con qué garbo le hacía los honores, como si dijéramos, a mi querido, travieso muchacho marinero! Urian era moreno como un gitanillo, se preocupaba poco de su apariencia y se resistía a todos mis esfuerzos por resaltar sus ojos negros y sus rizos alborotados. En cambio, Clément, sin dar nunca muestras de que se preocupara por sí mismo y su vestimenta, siempre iba primoroso y elegante, aunque sus ropas estuvieran a veces raídas. Solía ir vestido con una especie de traje de cazador verde, abierto desde el cuello hasta casi la mitad del pecho, con unas hermosas chorreras de encaje antiguo; sus largos rizos dorados caían en cascada como los de una mujer, y llevaba el flequillo cortado en línea recta, sobre las cejas oscuras y casi igual de rectas. Urian aprendió de aquel muchacho más acerca del cuidado y apariencia pulida de un caballero en dos meses de lo que había aprendido en años de mis parlamentos. Recuerdo una ocasión en que los dos chicos estaban en pleno correteo —dado que mi ventana se encontraba abierta, podía oírles perfectamente— y Urian retaba a Clément a trepar a algún sitio o meterse en alguna riña, a lo que Clément se negaba, aunque vacilante, como si deseara hacerlo pero hubiera algún motivo que se lo impidiera; a veces Urian, que era precipitado e irreflexivo, el pobrecillo, le decía a Clément que si tenía miedo.
»“¡Miedo! —exclamó el muchacho francés, irguiéndose—. No sabes lo que dices. Si acudes a las seis mañana por la mañana, cuando esté amaneciendo, cogeré ese nido de estorninos de lo alto de la chimenea”.
»“¿Pero por qué no ahora, Clément? —preguntó Urian, rodeando a Clément por el cuello con el brazo—. ¿Por qué entonces y no ahora, justo cuando estamos de humor para ello?”.
»“Porque los De Créquy somos pobres, y mi madre no puede permitirse hacerme otro traje este año, de modo que como vuestra fachada de piedra está llena de filos, me desgarraría la chaqueta y las polainas. Ahora bien, mañana por la mañana podré subir llevando tan solo una camisa vieja”.
»“Pero te rasparás las rodillas”.
»“A los de mi raza no nos importa el dolor”, respondió el muchacho, desembarazándose del abrazo de Urian y alejándose unos pasos, con orgullo y reserva, pues se sentía herido al ver que se dirigían a él como si tuviera miedo, y molesto por tener que confesar el verdadero motivo por el que no había aceptado el reto. Pero Urian no era de los que se alteran. Se acercó a Clément y le rodeó el cuello con el brazo una vez más, y pude ver a ambos muchachos alejarse de los ventanales del hotel atravesando la terraza. Primero Urian habló animadamente, mirando con aprecio implorante el rostro de Clément, que estaba cabizbajo, hasta que finalmente el chico francés habló y, poco a poco, acabó rodeando a Urian con el brazo también, y caminaron arriba y abajo enfrascados en su conversación, pero con el semblante grave, como si fueran hombres adultos en lugar de chiquillos.
»De repente, de la pequeña capilla situada en la esquina del gran jardín que pertenecía a la Misión Extranjera, me llegó el sonido de la campanilla, que anunciaba la eucaristía del día. Clément se arrodilló, con las manos unidas y la mirada baja, mientras Urian permaneció en pie, respetuosamente pensativo.
»¡Qué amistad tan hermosa podía haber sido! Nunca he podido recordar a Urian sin recordar también a Clément; recuerdo a Urian hablándome o haciendo algo, pero a Clément solo lo veo revoloteando alrededor de Urian, ¡y nunca parece ver a nadie más!
»Pero no debo olvidar decirte que, a la mañana siguiente, antes de que saliera de su habitación, un mayordomo de madame De Créquy llevó a Urian el nido de estorninos.
»Nosotros regresamos a Inglaterra y los chicos mantuvieron correspondencia, madame De Créquy y yo intercambiamos cortesías y Urian se hizo a la mar.
»Después, todo pareció irse desdibujando. No puedo relatarlo todo, pero, ciñéndome a la historia de los De Créquy: un día recibí una misiva de Clément. Yo sabía que lamentaba profundamente la muerte de su amigo, pero nunca lo habría adivinado por la carta que me envió. Era muy formal, y resultó agua de borrajas para mi corazón hambriento. ¡Pobre muchacho! Seguramente le fue muy difícil de escribir. ¿Qué podía él —o cualquiera— decir a una madre que ha perdido a su hijo? El mundo no parece verlo así y, por lo general, uno debe adecuarse a las costumbres del mundo, pero, desde mi propia experiencia, diré que en esos momentos el bálsamo más apaciguador es el del silencio reverencial. Madame De Créquy también me escribió. Pero yo sabía que ella no podía sentir mi pérdida tanto como Clément y, por tanto, su carta no fue tan decepcionante. Ella y yo continuamos siendo corteses y educadas la una con la otra en los actos oficiales, presentándonos de vez en cuando algunos amigos, durante un año o dos, y luego dejamos de tener trato. Entonces llegó la terrible Revolución. Nadie que no haya vivido aquellos tiempos puede imaginar la expectación diaria por las noticias, el terror de los rumores que surgían a cada hora y que afectaban a las vidas y fortunas de aquellos que la mayoría de nosotros habíamos conocido como amables anfitriones, que nos habían proporcionado una pacífica acogida en sus espléndidas viviendas. Por supuesto que habría mucho pecado y sufrimiento tras las apariencias, pero nosotros, los ingleses turistas en París, poco o nada habíamos visto de aquello, y, de hecho, yo a menudo había pensado que hasta la muerte parecía mostrarse reticente a elegir a sus víctimas entre las brillantes gentes que yo había conocido. ¡El hijo de madame De Créquy sobrevivió, mientras tres de mis seis vástagos fallecieron desde que nos conocimos! No creo que todos seamos iguales, ni siquiera ahora que sé cómo acabaron sus esperanzas, pero sí diré que, sea cual sea la posición de cada uno, nuestro deber es aceptar nuestra suerte, sin compararla con la de los demás.
»Los tiempos estaban cargados de oscuridad y terror. “¿Qué será lo siguiente?”, era la pregunta que surgía ante cada persona que nos traía noticias de París. ¿Dónde se escondían aquellos demonios pocos años antes, cuando bailábamos en los banquetes y disfrutábamos de los brillantes salones y las encantadoras amistades de París?
»Una tarde me encontraba sola en Saint James’s Square, pues lord Ludlow se había marchado al club con el señor Fox y los demás en la creencia de que yo acudiría a uno de los muchos lugares a los que me habían invitado aquella tarde; pero no tenía ánimos para ir a ninguna parte, pues era el cumpleaños del pobre Urian, y ni siquiera había llamado para que encendieran las luces, a pesar de que el día se apagaba con rapidez. Me puse a pensar en él, en su carácter cálido y afectuoso, en cómo a menudo yo me precipitaba demasiado al hablarle, de tanto cariño que le tenía, y en cómo parecía desatenderlo a veces, descuidando a su querido amigo Clément, que incluso podría estar necesitado de ayuda en aquel París cruel y sangriento. Digo que andaba pensando en todo esto con cierto reproche, sobre todo en Clément de Créquy y su relación con Urian, cuando Fenwick me trajo una nota, sellada con un escudo heráldico que yo conocía bien, aunque en aquel momento no pude recordar dónde lo había visto. Cavilé sobre ello, como se suele hacer, durante un minuto o más, antes de abrir la carta. Al momento vi que era de Clément de Créquy. “Mi madre está aquí —decía—. Se encuentra muy enferma, y yo ando desconcertado en este país extraño. ¿Puedo suplicarle que me reciba unos minutos?”. La portadora de la nota era la mujer de la casa en la que se alojaban. Pedí que la hicieran pasar a la antesala y la interrogué yo misma, mientras preparaban mi carruaje. Habían llegado a Londres unos quince días antes, y ella no había adivinado su posición, pues, como todas las de su clase, los había juzgado por sus vestiduras y su equipaje, sin duda muy pobres. La señora no había abandonado su aposento desde que llegaron; el joven la atendía, lo hacía todo por ella y, de hecho, nunca se apartaba de su lado. Ella (la mensajera) había prometido quedarse al cuidado de su madre tan pronto regresara mientras él salía a alguna parte. Ella apenas podía entenderle, pues hablaba muy mal nuestro idioma. Me atrevería a decir que no lo había hablado desde que conversó con mi Urian.